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Capítulo L

Candy, hecha un manojo de nervios, esperaba congelada junto al nevado lago Lochy.

Con la ayuda de Archie, a través de hotel, alquilaron un descapotable muy parecido al que ya lo hicieran la primera vez su hermana y ella. Cuando llegó al lago, y con la ayuda de Doug, Tom, su madre y Ray, habían incrustado el coche en la nieve y el fango, y sin importarle las consecuencias, Candy sacó de su neceser unas tijeras con la que rasgó la capota.

«Ya lo pagará el seguro», pensó.

Los cuatro se marcharon y deseándole buena suerte la dejaron sola; El plan «B» era cabrear a Albert, y prohibirle ir al lago; aquello aseguraba que iría inmediatamente allí, a buscar a sus vacas.

Sentada en el capó del descapotable, Candy miró su alrededor. Aquel lugar era uno de los más bonitos que había visto nunca.

¿Cómo no pudo verlo la primera vez que llegó?

A su memoria volvieron las palabras de su vecina Paulina, la pitonisa: «Un viaje al pasado te cambiará la vida. Déjate querer y no temas al futuro, porque te traerá más cosas buenas de las que crees».

Sonriendo por los recuerdos que aquel día le traían, miró el barro, y hundió en él su precioso botín de Gucci, hasta que notó cómo el frío la hacía estremecer. Nunca hubiera imaginado que su vida tras la anulación de la boda con Neall, cambiaría radicalmente en menos de seis meses, y menos aún en un lugar como aquél.

En España, Patricia, Chema y Stear, disfrutaban de unas felices vacaciones de Navidad, tras dejar sus trabajos en R.C.H Publicidad. Esperaban con tranquilidad a que el papeleo que Candy había iniciado para su nueva empresa se formalizara y pudieran empezar a trabajar. Stear sería su mano derecha en España mientras ella, si todo salía bien, la dirigiría desde Escocia.

Había pasado de ser una ejecutiva agresiva de ciudad, mujer de un metrosexual con más cara que dinero, a una simple mujer enamorada de un cabezón escocés, con más dinero que cara y que por sorpresa era conde.

Pequeñas gotas comenzaron a caer, y mirando al cielo suspiró. Bueno, iba a llover, pero para algo estaba en Escocia. «Adiós peinado» pensó con una sonrisa conformista. Diez minutos después estaba empapada y congelada, mientras una lluvia torrencial la calaba.

Pero los verdaderos temblores comenzaron cuando Candy escuchó el ruido de un motor. «Albert» pensó, y una vez comprobó que llevaba en sus vaqueros lo que necesitaba se sentó como si nada encima del capó.

Albert, por supuesto, había desoído las indicaciones que todos le habían dado sobre no acercarse al lago Lochy. Lo había intentado, había intentado ir directo al aeropuerto, pero cuando llegó a las inmediaciones del mismo, se desvió para buscar a sus vacas. La lluvia no le permitía ver con facilidad, por lo que al vislumbrar un bulto cercano a la orilla del lago, sin pensárselo, de un acelerón llegó hasta él y frenó en seco.

—¡Joder… Joder! —susurró Candy al sentir cómo la nieve y el pringoso barro del lago le salpicaba encima tras aquel enorme frenazo.

Durante unos segundos, sin apenas respirar, pudo ver la cara de incredulidad de Albert, y cuando escuchó cómo el motor se detenía, Candy en cierto modo se relajó. El parabrisas del vehículo seguía funcionado mientras él, desde el interior del todoterreno, la observaba atontado.

Verla allí, sentada encima del capó de un coche sin capota, empapada y con fango hasta las orejas, lo hizo maldecir. Pero abrió la puerta del vehículo, y salió.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Albert notando cómo le faltaba aire.

De un salto Candy bajó del capó, y a pesar de que se le clavaron los tacones en el barro, no se cayó. Retirándose el pelo mojado que le caía sobre la cara cogió un sobre marrón de donde sacó el contrato de alquiler del castillo.

O ahora o nunca.

—Estoy aquí para decirte que te quiero —dijo con ojos brillantes—. He sido una idiota durante mucho tiempo, pero gracias a ti, a esta tierra y a tu gente, me he dado cuenta de lo que realmente importa en la vida.

«Ay Dios. No dice nada, mala señal… mala señal» pensó horrorizada al ver que sólo la miraba.

—Albert, de nada sirve tener una cuenta bancaria abultada, ni los mejores vestidos, si no tienes al lado a alguien que te quiera de corazón. —y rompiendo el contrato empapado añadió lentamente—. Me he enamorado de ti, no del conde William Albert McArdley, y te juro por Versace —dijo sin conseguir que sonriera—, que si fueras un simple mecánico, o un granjero, o tuviera que vivir contigo bajo un puente, lo haría. Porque te quiero, cariño, y no puedo seguir viviendo sin ti.

Sin poder responder Albert la miraba extasiado, aquello hizo que Candy comenzara a ponerse nerviosa. Verlo delante de ella, sentir su masculinidad y que no la hubiera besado todavía, no era buena señal, por lo que quemando su último cartucho, como pudo dio un paso adelante y sacó del bolsillo trasero de su vaquero una caja empapada.

—Toma, ábrela por favor, —dijo estirando la mano.

Llovía a cántaros, pero ninguno de los dos parecía percatarse de aquello.

Clavado como una estatua Albert la escuchaba, mientras su corazón latía a ritmo acelerado. Sin decir ni una palabra, tras mirarla intensamente durante unos segundos, estiró la mano y tomó la caja. Siguiendo sus instrucciones, la abrió y cuando vio lo que había en su interior, sonrió.

«Ha sonreído, sí… sí… buena señal» pensó Candy.

En el interior de la cajita encontró dos argollas de las latas de Coca-Cola, iguales a las que en la fiesta de O'Brien, tras el baile celta, ambos habían intercambiado. Aquello era un sueño hecho realidad. Ella había vuelto a él para entregarle su corazón. Sin poder aguantar un segundo más la atrajo hasta sí y la besó como sólo él sabía besarla, mientras la abrazaba.

«Por fin… gracias a Dios» pensó aliviada Candy.

—Te he echado de menos, cariño —susurró Albert con voz ronca por la emoción—. Me estaba volviendo loco pensando que te casabas con otro.

—¿Y por qué te marchabas?

—Porque te quiero tanto —dijo retirándole el pelo mojado de las mejillas—, que lo único que deseo y he deseado siempre es que fueras feliz.

—¿En serio crees que soy tan víbora como para casarme con otro hombre en tu castillo?

—Mira, princesita —sonrió sintiéndose el hombre más feliz del mundo—, de ti no me extrañaría nada. Porque eres la mujer más desconcertante que he conocido y conoceré en mi vida.

—¿Sabes, cromañón? Me gusta que me llames así —susurró rozándole los labios.

—¿Cómo? —rió hambriento de ella— ¿Lady Dóberman? ¿Bicho? ¿Señorita? ¿Princesita?

—Cómo quieras, bufón —sonrió al escucharlo y ver cómo le buscaba de nuevo los labios.

Tras varios besos y palabras cariñosas por parte de Albert que le subieron la temperatura, Candy habló.

—Al verte tan callado pensé que te ibas a dar la vuelta y me ibas a dejar aquí tirada.

—Nunca habría hecho eso —susurró buscando de nuevo su boca—. He creído volverme loco sin ti y ahora que te tengo aquí… ¡Dios, mujer! Te voy a llevar a mi castillo, a mi habitación, a mi cama y voy a disfrutar de ti lo que no está escrito.

Cogiéndola en brazos, abrió la puerta del todoterreno y la sentó en el asiento del copiloto, haciéndola reír.

—Woooooo. ¡Esto se pone interesante! —aplaudió feliz Candy.

Cuando iba a cerrar la puerta, Albert, acordándose de algo, se paró y tomándole la mano dijo mientras le daba una argolla de la lata de Coca-Cola.

—Cariño. ¿Quieres casarte conmigo?

Al escuchar aquello, y ver la argolla en su mano, Candy contestó emocionada.

—Sí. Sí quiero, y prometo amarte y discutir contigo todos los días, hasta el fin de nuestros días.

Candy, con los ojos chispeantes, cogió la otra argolla.

—Y tú, Albert. ¿Quieres casarte conmigo? —dijo dándole la otra.

Con una sonrisa que lo decía todo la miró, y tras besarla con dulzura dijo.

—Sí. Sí quiero, y prometo amarte y retarte todos los días, hasta el fin de nuestros días.

CONTINUARA