Capítulo 64. Ejército de los muertos

Lesath de Orión podía entender que el príncipe Alexer le tuviese cierta manía, considerando que quiso detener en su día la revolución que pretendía iniciar y que al año siguiente trató de robar el ánfora de Atenea frente a sus propias narices, recibiendo como recompensa una estancia gratuita en el mejor hospital de esas tierras. Podía entenderlo incluso si ambos hechos eran en realidad meros intentos, que no fue él quien detuvo el golpe de Estado y que en términos prácticos el ánfora de Atenea ya había sido robada. Lo que ya no podía comprender es que le guardara tanto rencor como para impedirle la entrada directa en la Ciudad Azul. ¡Sí, tenía que ser cosa del príncipe! ¿De quién si no? ¿Por qué otra razón sería él, de entre todos los enviados por el Santuario hasta ese frente, quien acabaría aterrizando en una playa dejada de la mano de los dioses? Que Aerys, cómplice por accidente de la tentativa de robo —así lo repetía en su mente: tentativa— acabara en la misma situación solo confirmaba sus sospechas.

—Somos la guardia fronteriza —decía el santo de Erídano.

—¿Con esta maravillosa visibilidad? —exclamó Lesath—. Sí, atrás mismo tengo la ciudad. En dos pasos estaré a las puertas de Bluegrad, pidiendo un plato caliente.

—Bluegrad no está cerca. Por eso se llama guardia fronteriza, porque se vigila en la frontera de un país con otro país. Es un gran honor.

—Un gran castigo.

Pronunciando ese lamento, abarcó con un gesto exagerado lo que tenían enfrente: un mar de muerte y frío, lleno de cadáveres en las profundidades y de islotes de hielo en la superficie, pasados un par de kilómetros desde la costa. El viento soplaba fuerte, derrumbando ventisqueros aquí y allá, a la vez que la temperatura descendía más de lo habitual. ¿Una muestra del poder del rey Piotr, otra venganza del príncipe Alexer o solo mala suerte? Los dioses sabían, Lesath no.

—A veces me pregunto por qué nos necesitan —dijo el santo de plata, aburrido del silencio de su compañero—. Si siempre tuvieron ese tesoro, ¿por qué no usarlo?

—El Trono de Hielo es la mayor fuente de cosmos en este planeta, ni siquiera un santo de oro puede compararse a un tesoro milenario al que todos y cada uno de los guerreros azules cedieron sus cosmos al morir —explicó Aerys—. Pero no es una fuente ilimitada de la que puedan abusar para enfrentar cualquier problema. En el mejor de los casos, se agotará, en el peor, como en el pasado, causarán su propia ruina. Un Señor del Invierno sabio, como el rey Piotr, no recurre al Trono de Hielo. Ni siquiera ahora pretende usarlo.

—¿Ni siquiera ahora…?

El santo de plata no pudo ni acabar la frase, apenas creyéndoselo.

—La legión de Aqueronte se alimenta del cosmos que roban las aguas del río. Cualquier estratega más o menos decente pensaría en dirigirlas hasta el más grande de los banquetes, antes de iniciar una guerra total. Por eso estamos aquí.

—Esa sería una gran exposición si no se la hubieses robado a Su Santidad —dijo Lesath.

—Es para que nuestros acompañantes estén al tanto.

—¿Nuestros…? —Lesath miró en derredor, y al ser abrumado por la infinita blancura, expandió sus sentidos a través del cosmos. Escudriñó el terreno desde la playa hasta las alejadas montañas, sin percibir nada semejante a un humano—. No hay nadie aquí.

—Menudo cazador —se burló el santo de bronce—. Da igual, no nos van a hacer daño. Solo quieren estar informados. ¿Quieres pan?

El cambio de tema fue tan repentino como el posterior temblor, que impidió al santo de bronce sacar de su saco el alimento que más apreciaba. Mientras Aerys caía de bruces al suelo, hundiéndose sobre la nieve ahora humeante, Lesath pasó por uno de los pocos momentos de su vida en los que no podía reírse de ese tipo de cosas.

Una gran ola se alzó en la lejanía, y por algunos segundos pareció que iba a devorar la playa entera, aunque al final solo chocó con el muro filoso sobre el que Aerys y Lesath se encontraban, mojándolos. Tras la inmensa cortina de agua, los islotes de hielo habían empezado a resquebrajarse, abriendo caminos para los innumerables cosmos que, de pronto, había debajo. Cuando el santo de Orión empezó a contarlos, entendió que la existencia de los santos de oro no solo era una respuesta a la élite del ejército de Poseidón.

Primero vinieron las sirenas. Hermosísimas mujeres de cintura para arriba; peces de no menor belleza, aunque en otro sentido, de cintura para abajo. Se alzaban por cientos a lo largo de la costa, descubriendo la fina y suave piel de sus hombros desnudos y el nacimiento de sus pechos. Algunas sonrieron con gracia angelical, conquistando incluso el corazón de Aerys, quien no pudo detener un sonrojo. Lesath quiso decir algo, pero entonces la más cercana inició el temido canto, y todas y cada una la acompañaron.

Los santos, hechizados, vieron una gran cantidad de soldados rasos escalar el muro de helada piedra. Todos eran altos y fornidos, cargando anclas que colgaban de una larga cadena, y protegidos por corazas escamadas de un color azul marino; uno de cada media centena cargaba también una red mágica, bien oculta, así como un tridente. De los flancos de cada casco surgían aletas de metal, como sello característico del dios al que servían.

En cuestión de minutos, Aerys y Lesath se vieron rodeados por al menos mil quinientos guerreros del mar, la mitad a un lado y la otra a otro, Había un gran espacio entre los dos batallones del ejército, listo para permitir el paso de las guerreras cantarinas.

—Emil mataría por estar aquí —se le ocurrió decir a Lesath, inmóvil espectador de un evento único—. Ningún santo de Atenea debería hacerle ascos al fresquito. No, señor.

Cientos de sirenas saltaron al unísono con una gracilidad única, rodeadas por el resplandor aguamarina de la olvidada Atlántida. Cayeron a la tierra con encantadoras piernas humanas, el cabello aún mojado, y el cuerpo cubierto por corazas coralinas de toda clase de colores. Verlas marchar entre sus forzudos compañeros, era como contemplar un espectáculo celeste, acaso la aurora boreal, atravesando el azul del cielo y el blanco de las nubes.

—Os conozco —dijo una entre el sinfín de mujeres, de blanquísima armadura, una perla convertida en coraza—. ¿Y mi marino flechador?

—Emil —adivinó Lesath—… Emil está… Él… Emil no está aquí.

—Lástima —lamentó—. Queréis saber cuántos somos, imagino. ¿Envío un mensajero, o puedo ser yo quien os informe?

Lesath no contestó. Prefería el silencio antes que seguir balbuceando como un adolescente enamoradizo. ¡Él, jamás antes esclavo de capricho alguno, temblaba por la sola cercanía de aquella criatura! Pero ¿cómo no hacerlo? Ella estaba más allá de las irresistibles sirenas, con su mágico cantar y seductores andares. Ni siquiera tenía del todo claro cómo era, pues sus sentidos estaban nublados por la simple cercanía; solo veía una mujer cubierta por una bruma mística tras la que su mente dibujaba lo más hermoso que podía imaginar. Sí, eso era todo en lo que podía pensar al verla: la certeza de que estaba ante algo que solo podía adorar, de rodillas.

—Un mensajero está bien. El Señor del Invierno os estará esperando.

Aquella criatura, fuera sirena u otra cosa, asintió, uniéndose a la marea de guerreras coralinas en su marcha al norte. Al mismo tiempo, de los mares helados saltaron otros seres mitad humanos mitad pez, tritones. Aunque hombres, eran distintos a los soldados, pues poseían una belleza similar a la de sus hermanas sirenas, al igual que las cuales pisaron el suelo no con cola de pez, sino con piernas. Como protección, no contaban con escamas azules o de coral, sino que estaban cubiertos por armaduras completas de un material similar al hielo, tan frío que despedía vaharadas de aire helado; del mismo material eran sus armas, tridentes de afiladas puntas.

—Son demasiados. Por todos los dioses del Olimpo, ¿cómo se supone que les ganamos en la era del mito? —preguntó Lesath, aún afectado por el cantar de las sirenas. Toda la nieve del lugar había sido pisoteada una y otra vez por aquel ejército inagotable, ¡la playa entera estaba ocupada por miles de cosmos destacados!

—No hay que subestimar el alcance de la ira y el odio humano —dijo Aerys—. Esas sirenas ahora te parecen criaturas magníficas con las que retozar en la nieve. Trata de imaginarlas como el ejército del dios que ahogó a tus familiares y amigos a la vez que hundía toda ciudad y pueblo que alguna vez visitaste. ¿Te encandilarías igualmente con las asesinas de tus seres queridos?

—Cuando los humanos queremos venganza, de verdad la queremos —redundó cerrando el puño con fuerza. La crudeza de la rebelión de Ethel le llegó a lomos de un soplo de aire especialmente frío, causado por la horda de tritones—. ¿Dónde está el mensajero?

—Aquí, señor —dijo uno de los hombres de armadura helada. Más blanco que un cadáver, aunque para nada débil; ninguna parte de su ser temblaba por el frío—. ¿Qué desea saber?

—Todo, claro. —Abarcó la marcha de tritones y sirenas con un gesto amplio—. Cuántos sois, quiénes os dirigen…

—Entiendo, señor —le interrumpió, cogiendo aire antes de hablar—. En honor a la alianza formada entre vuestro líder y nuestro señor Poseidón, la mitad de las sirenas del Atlántico Sur, junto a la mitad de los soldados del Pacífico Norte, los tritones del Ártico y algunos cíclopes, nos unimos a la defensa de Bluegrad.

—Primero, es nuestra líder ahora —aclaró Lesath. El mensajero se le quedó mirando; quizás no estaba informado—. Segundo, quiero números, lo único que me ha quedado claro es que no todo el ejército de Poseidón vendrá aquí. Y tercero, lo más importante: ¿quiénes os dirigen?

—La nereida Tetis, representante del Gran General Sorrento de Sirena, dirige la armada del Norte, señor. Sumamos un aproximado de entre tres y cuatro mil entre todos, ¿está bien así? ¿O prefiere un número concreto?

—Está muy bien, puedes retirarte.

—Permítame decirle que es un gran honor luchar codo con codo con un santo de verdad, señor. ¡Protejamos juntos este mundo!

El mensajero le extendió la mano. Aunque apenas trataba de sonreír, sus palabras hablaban de un entusiasmo lejano a lo que Lesath había previsto. Las palabras de Aerys resonaron en su mente a la vez que, conmocionado, correspondía el saludo del tritón. Hacía miles de años, aquel ejército le había causado un gran daño a la humanidad, y sin duda los hombres, primeros santos, respondieron provocándoles un sufrimiento mucho mayor. ¿Acaso habían terminado los milenios de odio? Un círculo de venganza, de violentas respuestas de un bando al otro que no tenían fin, había sido ignorado el día en que alguien propuso una alianza.

«No. Ella hizo más que ignorarlo; lo rompió con esas manos enguantadas.»

—Akasha de Virgo —musitó al separarse del mensajero—. Ese es el nombre de nuestra líder.

—Está bien, señor. Akasha. Lo recordaré.

Una gran sombra se extendió sobre el mensajero y Lesath. Y había otras también a cada lado; varias decenas, en realidad. El santo de Orión dio la vuelta justo a tiempo para ver cómo un coloso de veinte metros de altura pasaba por encima de él, reduciendo la poca nieve que había a nada con cada paso. Eran como la versión gigantesca de los tritones: pálidos, de gruesa coraza helada y un pequeño glaciar como arma; bajo el particular casco, decorado por seis animales de cristal, resaltaban la gran boca caída y un único ojo.

—No sé cuál es la gran noticia de hoy —dijo Lesath, viendo que ya del mar solo salían aquellos gigantes—. Que sigue habiendo cíclopes en el mundo, o que el zorro de Emil ha sido recordado por nada menos que la madre de Aquiles.

—Le parece un joven divertido, señor.

—Creo que te dije que ya podías retirarte… Mira, hasta los soldados ya se están marchando —apuntó Lesath, señalando a los guerreros de armaduras azules.

—Es que les estoy esperando. Mis órdenes son escoltar a los santos extraviados hacia palacio antes de que lleguen los barcos. He contado trescientos, señor, por si quiere saberlo.

—Debe ser el transporte para la Guardia de Acero. ¿Por qué mandarían tantos aquí? ¿Qué se trae Azrael entre manos? —Lesath rio con ganas—. ¡Sea lo que sea, no será nada bueno para el enemigo! Casi siento pena por las legiones de Hades, casi.

—No debería, señor.

Un cíclope se quedó quieto frente al mensajero y el par de santos. Olisqueaba con tanta fuerza que todos lo oyeron alto y claro, más allá del lejano cantar de las sirenas, que al fin todos podían entender: hablaban de guerra y de paz, del violento pasado y el brillante futuro; cantaban la anhelada unión del mar, la tierra y, tal vez, del mismo cielo.

Aerys de Erídano dio algunos pasos hacia el gigante, quien lo miraba con su único ojo con una adoración encantadora. El santo de bronce, entendiendo pronto el deseo del cíclope, sacó del saco la barra más grande que había hecho.

—¿Quieres pan?

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Bajo el eterno cielo crepuscular, se extendían las tierras grises, donde ninguna vida podía nacer. Un páramo atemporal sin más función que existir en torno a un centro de pura desesperación: la Colina del Yomi, nexo entre la tierra de los vivos y el hondo Hades. Allí, por siempre, filas interminables de almas ascendían por la ladera de la montaña, sin un momento de reposo o de duda, hacia un pozo que era como una herida en el espíritu del macrocosmos, más vieja que la misma Tierra.

Aquel no era un lugar que los mortales pudieran soportar ver. Hasta entre los santos de Atenea eran contados los hombres que podían pasar horas allí sin atormentarse por el lugar que marcaba el fin de toda esperanza. Por eso, para quien contemplaba ese territorio desde su trono en el castillo Heinstein, la presencia del santo de Cáncer resultaba de lo más interesante. No era que estuviese ahí como defensor; lo que estaba por acontecer no era algo que pudiese impedirse, así como nunca hubo posibilidad de impedir la manifestación de Leteo sobre los cimientos de Reina Muerte, por lo que no era esa la razón de aquel extraño personaje para estar ahí. Nimrod, portador del cuarto manto zodiacal, estaba paseando. Nada más, nada menos. Como mucho quería mirar, y a decir verdad, el rey Bolverk deseaba que contemplase a sus ejércitos. Y desesperase.

Lo primero fue un rugido descomunal, titánico, como si nueve mil hombres gritaran a la vez con una sola voz. Era el alarido de un dios, que desde el pozo de la desolación al que iban todas las almas, emergió en forma de una colosal columna de aguas putrefactas. La montaña entera retumbó, cediendo a tan antigua fuerza.

Para entonces Nimrod ya se había tapado los oídos y cerrado los ojos, como una reacción inevitable al dolor que sentía, de modo que no pudo ver cómo el río Aqueronte se detenía en medio del cielo, como topando con un techo invisible, y se desviaba en cuatro vertientes por cada uno de los rincones de aquel páramo infinito. Al mismo tiempo, un frío invernal dominaba la mitad de la Colina del Yomi, mientras que la otra mitad se vio envuelta en un calor asfixiante.

—Cocito… Flegetonte… —murmuró Nimrod, viendo las demoníacas figuras con los ojos entreabiertos—. ¿Y el mayor está…?

No fue fácil sentir a Leteo. A diferencia de los otros ríos del infierno, aquel podía ser invisible para la vista y el recuerdo, o bien adoptar la apariencia de una deformación en el mundo, como el camino que une el infierno donde los hombres son castigados con los Campos Elíseos, paraíso de los dignos. Nimrod, no obstante, tenía algo más allá de los sentidos convencionales y aquellos extraordinarios que dominaban los santos, un sentido que no compartía con mortal alguno y que le daba cierta intuición para esas cosas. Así supo, sin verlo, que Leteo se uniría a la parte de sí que dormitaba en el abismo allá donde alguna vez descansó Reina Muerte, lo que significaba que Aqueronte, Cocito y Flegetonte apuntaban a Bluegrad, donde se hallaba Trono de Hielo; Naraka, donde estaba la Torre de los Espectros y el castillo Heinstein.

—Estos del Santuario son unos genios —bromeó Nimrod—. No está de más que les avise, de todas formas. A menos que quieras impedírmelo.

—No —susurró Bolverk, a sabiendas de que no lo escucharía. Nimrod de Cáncer había desaparecido de la Colina del Yomi, ahora bajo el dominio de las fuerzas del inframundo—. No es necesario que adelante tu muerte.

Después de pasar tres días en el castillo de Hades, donde la vida había sido extirpada de tal forma que ni las llamas azules del colosal brasero en el centro del salón parecían dar calor alguno, al revivido rey le costaba no pensar en sí mismo como una encarnación más de la muerte. Una idea banal de la que tendría que desprenderse pronto, si no quería echar por tierra los sueños del pasado. La corte reunida frente a él estaba dispuesta a destruir el nuevo mundo y reinstaurar el antiguo; ninguno de sus miembros era un nihilista, ni él tampoco quería convertirse en uno. Bolverk era un nombre de rey, de un dios, de alguien capaz de crear algo grande. Honraría ese nombre, porque ya no tenía intención de morir en el intento. No por segunda vez.

Mucho pudieron conversar los seis a lo largo de esos días, por lo que ya solo quedaban las instrucciones más elementales:

—Deríades de Flegetonte. Permanecerás aquí en mi ausencia.

—Sea, Su Majestad.

—Ignis de Aqueronte. Tu objetivo es el Trono de Hielo de Bluegrad. No solo es un tesoro de poder ilimitado, sino que es mi mayor deseo apoderarme de él.

—Lo comprendo, Su Majestad. Cumpliré con mi misión.

Aun siendo ellos los más rectos en la corte, junto al desaparecido Terra, Bolverk se vio complacido por el trato y la obediencia que le debían. ¿Cómo no podía honrar a tales hombres siendo, más que un Campeón del Hades, un heraldo de una nueva vida y mejor? No solo Deríades permanecía allí incluso ahora, que las fuerzas de Poseidón marchaban a Bluegrad para oponerse a sus pretensiones, sino que Ignis había llegado al extremo de convertirse en el elegido de Aqueronte, como quedaba demostrado en la tosca armadura que lo cubría, semejante a los mantos mortuorios de los espectros. Solo los dioses sabían cuánto dolor debió padecer para alcanzar ese estado.

La atención del rey pasó del hueco dejado por Terra hasta el mago de la corte.

—Yo, Damon de la Memoria, garantizaré la victoria de Su Majestad —anunció la antigua criatura con voz gutural—. En el lejano Este, donde mis hermanos han reconstruido el continente Mu, manifestaremos una vez más la Máquina de Rodas y todos nuestros deseos serán concedidos, al igual que en la Antigua Guerra.

La Antigua Guerra, para los telquines, solo podía referenciar a la Guerra de la Magia que enfrentó a los Nueve de Rodas con los santos de Atenea en una época remota. Era uno de los numerosos conflictos que tuvieron las fuerzas del mar y las de la tierra, así como la razón que tenía un ser tan poderoso como Damon para apoyar las pretensiones de un rey mortal con las más descabelladas aspiraciones. Bolverk era consciente de esto en parte, por eso no se molestaba en resaltar lo evidente: él y los demás telquines llevaban movilizándose desde la extinción de Reina Muerte, aprovechando la manifestación de Leteo en ese lugar para reconstruir el continente Mu átomo a átomo; de ninguna forma los demonios abisales realizarían un prodigio de tal envergadura sin la participación del que era soberano de todos ellos. No le importaba demasiado que Damon modificase la Tierra hasta devolver los mares, el cielo y los continentes a la forma que ya solo se recordaba en los mitos, siempre que él los gobernase.

Y por fortuna, los telquines no buscaban ya el poder. Tras haber sido aplastados por Zeus, lo único que les motivaba era una venganza indirecta a través de Atenea, la hija favorita del monarca celestial, y la raza humana.

—Casandra de Leteo… ¡Casandra!

Por algún motivo desconocido, la muchacha de cabello decidió de pronto andar por el salón tratando de atrapar el aire con el sombrero de copa. Tolerable durante los días de prórroga a Bluegrad, enternecedor incluso, cuando acababa riendo en una esquina, el pelo teñido hecho un desastre y la boca dominada por una felicidad contagiosa. ¿En ese momento? Solo era irritante. Los santos de Atenea ya aparecían en las cercanías uno tras otro, tanto de bronce y de plata como de oro. El tiempo para la paz había acabado.

—Y te encontré —gritó Casandra. Ajena al resto del mundo, la Campeona de Leteo levantó con ambas manos el sombrero de copa y luego las bajó a toda velocidad, hasta el recién aparecido Caronte de Plutón—. ¿Has venido a verme? No, no has venido a verme. ¿Por qué estás aquí? ¡Ah, Terra, pobre Terra!

Sobresaltado, Bolverk se levantó del trono y avanzó a zancadas hacia Caronte, importándole poco la presencia del astral. Fuego y hielo, sufrimiento y olvido, los ríos del inframundo que ya se estaban manifestando en la tierra flotaban a un tiempo como una espiral en torno a él, dejando claro quién era el regente de los poderes del Hades. Bastaba ser testigo de tal dominio sobre los antiguos poderes para aceptar que estaba ante el responsable de que los Campeones del Hades existiesen, incluso si fue el resultado accidental de un viaje descuidado desde el Tártaro hasta la Tierra. Gracias a ese descuido, o más bien, gracias al poder que aquel ser ostentaba, almas notables en el descontrolado Hades tuvieron una salida y pudieron resucitar.

—¿Qué has hecho con Terra?

—Le dije que si me ayudaba, no le arrancaría el corazón. Aceptó —expuso Caronte, devolviéndole a Casandra el sombrero—. Parece que incomodo aquí.

—A mí no —aseguró la Campeona—. Hueles a mi hogar.

—Basta, Casandra —ordenó Bolverk, interponiéndose entre ambos—. No somos tus esclavos, no puedes venir aquí y decirme que amenazaste a mi consejero.

—¡Pues eso es justo lo que he hecho! No le pasará nada —aseguró Caronte, dando un par de pasos atrás a tiempo de esquivar un lance de Deríades. Esbozó una sonrisa cuando el rey detuvo al general de seguir persiguiéndole, una sonrisa que mantuvo pese a tener a Damon tras la espalda—. Palabra de honor. Me ayudará con algo que he pensado, algo que te beneficiará. Un poco al menos.

Casandra y Deríades retrocedieron por orden del rey, junto a Ignis, quien no se había movido hasta ahora. Damon, en cambio, permaneció atento al astral, acaso dispuesto a impedirle causar daño al resto de la corte. Era difícil saberlo con él. Fuera como fuese, aquel combate no le convenía, eran poderes demasiado grandes los que chocarían.

—¿Pretendes dirigir tú las fuerzas del inframundo? —preguntó el rey.

—En absoluto —aseguró Caronte—. Ese puesto siempre estuvo para ti, aun si debimos hacer ciertos ajustes para que tu existencia no resultara demasiado vistosa. No te hagas el sorprendido —acotó cuando Bolverk dejó escapar un gruñido—, no eras tan joven el día en que moriste, ni conservabas los dos ojos, ni ibas por el mundo sin estar acompañado de lobos y cuervos. Pero el mundo actual no admite existencias como la tuya sin cuestionamientos, Bolverk, un mortal que quiso convertirse en dios.

—Me temes —entendió el rey.

—Estoy paralizado —soltó Caronte, encogiéndose de hombros—. Puedo devolverte los achaques y las arrugas cuando quieras, si me haces un pequeño favor.

El regente de Plutón extendió la mano a la vez que sonreía, ofreciendo un regalo envenenado, sin duda. Receloso, Bolverk hizo amago de aceptarlo, para luego sacudir la cabeza. No, no le importaba cuántos años le había restado ese enviado del Olimpo. Así fueran siglos, así mil años se hubiesen extinguido, él solo tenía que volver a vivirlos. Ahora tenía esa oportunidad, antes no. Eso era suficiente para él.

—Tú no tienes ninguna importancia aquí. Fui yo quien reunió a los Campeones del Hades —le recordó el rey—. Es gracias a mí que los ríos del inframundo podrán manifestarse de forma plena en la tierra de los vivos. Y por lo que sé, tú sirves al Olimpo, no a Hades. La guerra que yo pretendo dirigir, tú la detendrías si los santos de Atenea te lo pidieran por favor. Lárgate, demonio. ¡Lárgate y no regreses!

—Respuesta correcta —dijo Caronte.

Antes de que nadie pudiese actuar, el regente de Plutón apuntó a Bolverk con la palma abierta, a través de la cual fluyó la espiral de tonos azules, rojizos y amarillos. En ese mismo instante el auto-proclamado Gran General del inframundo sintió dolor, ira y lamentos indecibles a la par que volvían a él ciertos recuerdos de técnicas olvidadas, acaso fluyendo por el invisible Leteo. El fenómeno duró una eternidad para él, revolviéndole el estómago y el cerebro hasta que le pareció que estaban por partirse los huesos y el cráneo. Luego, de un momento a otro, todo se esfumó y pudo ver que el tiempo no había avanzado más allá de un efímero segundo. Y aun así, Deríades, Ignis y Casandra lo miraban con una mezcla de asombro y respeto: seguía en pie.

—Tómalo como tu bautismo, ahora tienes la misma autoridad que yo sobre las cuatro legiones del inframundo —dijo Caronte—. Úsalas como te plazca.

—Terra… —murmuró el rey, agotado.

—Te lo devolveré sano y salvo —aseguró Caronte, ya desapareciendo—. Puede que con algunos cadáveres de más, pero no puedo decir cuándo eso fue un problema para ti. Hasta luego, Casandra, espero que podamos encontrarnos en mejores circunstancias.

—No —dijo la Campeona de Leteo—. No volveremos a vernos nunca.

Mostrando genuina sorpresa en el semblante fue como Caronte abandonó el salón, sin que quedara del todo clara la razón por la que había entrado allí en primer lugar.

Libre de esa odiosa presencia y henchido de un poder terrible, Bolverk anduvo hacia el trono, acompañado por Deríades e Ignis. Se sentó enseguida, incapaz de fingir fortaleza cuando entendió que era consciente de cada ser del Hades que estaba por ingresar en la Tierra. Los poderes que Caronte le había concedido no permanecerían en él mucho tiempo, sino que servirían para fortalecer las legiones del inframundo y a quienes las lideraban: por eso él dudaba ahora, por eso veía en Deríades la sed de batalla y en Ignis un dolor constante que trataba de ocultar. En cuanto a Casandra, la bendición solo podía ser el olvido. ¿El recuerdo de esa visión en la que se veía muriendo antes de que ella y Caronte volvieran a encontrarse, tal vez? A Bolverk le pareció que si una vidente olvidaba el futuro profetizado, era posible que este cambiase. Solo se necesitaba fuerza. Y fuerza era lo que a él le sobraba en aquellos momentos.

Alzó la mano temblorosa y la juzgó con dureza, obligando a cada átomo a componer la única forma admisible: de un puño de hierro cerrado y apuntando a los cielos. Un cosmos gélido lo cubrió por entero, llenando de hielo el salón, el castillo y las tierras aledañas, incluyendo a los invasores. Todos los santos de Atenea morirían antes del comienzo de la batalla. Así lo había decidido quien estaba llamado a gobernarlo todo.

Notas del autor:

Shadir. Me entretuve bastante desarrollando la historia de fondo de esta curiosa ciudad perteneciente al tomo 13 de Saint Seiya, así que me alegra que guste.

Desde luego, pelear une a la gente, nos lo enseñó Dragon Ball.

¿Diplomacia? Eso no es nada norteño.

Ulti_SG. ¡Se tenía que decir y se dijo!

Me distancié bastante de la historia original, pero quedé satisfecho. ¡No podría estar más de acuerdo! Selvaria es un gran nombre.

En la Rusia soviética, los tronos son de hielo, sí. Lo incómodo es levantarse y que el trono no se quede con sus regios pantalones. Por suerte nadie se queda a mirar y los soberanos de Siberia Oriental son diestros en esas y otras lides.

Deberían pasarle el memo al Santuario para que dejen de burlarse de la división Cisne por perder contra él. ¡Es el Power Ranger Blanco! Tiene que ser fuerte.

Habiendo hecho guiños y cameos de los rellenos menos queridos del fandom de Saint Seiya, simplemente no podía quedarme sin hacer mención a los personajes de Asgard. Como ocurrió con todos los demás, estos son similares a los que conocemos, pero no los mismos. Incluso tenemos a Mime en su niñez como un siberiano, y a su padre, al que le tuve que inventar nombre. ¿Qué más sorpresas pueden quedar por revelarse?

Pues sí, porque es una dura guerra de cuatro frentes lo que tenemos por delante. Los norteños son solo la punta del iceberg.