Capítulo 66. Frente Occidental
En el salón del trono desde el que alguna vez Pandora dirigió a las fuerzas de Hades, Bolverk sopesaba la posibilidad de haberse excedido. El castillo Heinstein era magnífico, más allá del frío sempiterno y de la ausencia de vida. Elevado sobre una colina, con un bosque de fantasmas enfrente y un lago cercano, era una residencia más que satisfactoria para un Aesir, pretendía otorgársela a uno de sus vasallos, incluso. Pero su arrebato había convertido la construcción en hielo, junto a la escarpada colina y los alrededores, hasta las aguas del lago, beneficiarias de un río subterráneo que se remontaba hacia un grupo de lejanas montañas, era ahora un inmenso e irrompible cristal, duro y eterno como los hielos de Siberia. Y todo para nada.
Un santo de oro corriente no podría sobrevivir a Niflheim, no ahora que el poder de Cocito latía en su pecho. Como poco, los mantos de Tauro, Escorpio y Acuario debían haberse hecho añicos, y en cambio no solo pudieron resistir segundos, minutos incluso, bajo tamaño castigo, sino que una vez dejaron de preocuparse por las hormigas de detrás, pudieron contraatacar con una increíble fuerza.
—El Santuario se ha preparado bien —observó Deríades, también consciente del estado de las fuerzas enemigas—. No será fácil.
—Tres nos quedaremos, tres lucharemos —anunció Casandra.
Bolverk meneó la cabeza. Eran cuatro. Otro santo de oro se había unido al resto.
—Libra no solo es poderoso, es hábil e inteligente —terció Damon—. Enviarlo a través de las dimensiones no servirá de nada. El rey tendrá que enfrentarlo.
Este bufó. Por supuesto que tenía, si existía alguien en el Santuario con un poder digno de los tiempos mitológicos, ese era el santo de Libra.
—Considerando que no tendremos que preocuparnos de Tauro —dijo Casandra sin más, a sabiendas de que toda explicación sería innecesaria. Con esa sencilla frase reiteraba la certeza de la anterior profecía: tres lucharían, los otros podían marcharse—. Yo me encargaré de Acuario y Deríades se ocupará de Escorpio. Mátala rápido —advirtió.
—¿Es el único consejo que me darás? —cuestionó Deríades.
—No hay tiempo para otra cosa.
Mientras Bolverk aprobaba con un gesto las decisiones de la corte y Casandra hacía aparecer la guadaña, única pieza que la distinguía como una guerrera sagrada más a falta de cualquier clase de armadura, un temblor agitó la colina entera.
Lo único que la corte pudo ver antes de que el fenómeno aniquilara la fortaleza fueron las vidrieras del techo agrietándose, cediendo ante el peso de los cielos.
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El Martillo de Dios dejó a todos los presentes sin palabras por un minuto. Aquel movimiento devastador, cuya huella podía verse por igual en la tierra y el firmamento, insertaba para los santos el concepto de Blitzkrieg, incluso si no lo conocían.
Los primeros en recuperar la compostura fueron los santos de oro. En silencio, con vagos gestos, indicaban lo evidente: el enemigo seguía con vida.
Para cuando Marin y Zaon llegaron a la misma conclusión, una llamarada esmeralda emergió del kilométrico abismo trayendo consigo toda clase de Abominaciones. Primero, una masa amorfa con miles de rostros y brazos retorcidos, cubierta del conocido miasma amarillento del Aqueronte y un aroma a muerte y enfermedad; sobre él estaba Ignis, Portador del Dolor. Le siguió Damon, el temido telquín a quien gracias a la información suministrada por el ejército marino podían reconocer como Rey de la Magia; el Portador de la Memoria flotaba con un sol de aguas oscurecidas sobre la cabeza, un ser similar al que Garland había desintegrado en Reina Muerte.
—General, debemos…
—No, Zaon —cortó el santo de Tauro. Observaba con cautela a ambas Abominaciones y los señores a los que servían, uno iba al norte, en Bluegrad, el otro al Este—. Déjamelo a mí. Este es vuestro lugar.
Pero nuevos seres se manifestaron antes de que Garland diera el salto, esta vez sin un custodio. El río de las lamentaciones encarnó como una curiosa imitación del rey Bolverk. La armadura de esta Abominación, de un hielo mortífero, liberaba vapores tras los cuales era imposible distinguir la piel descubierta; hasta el rostro eran dos orbes flotando en medio de la niebla, tan brillantes como implacables. Flegetonte, en cambio, adquirió la forma de dos Abominaciones muy diferentes entre sí: una bestia hecha de sombras y fuego, de largos cuernos, torso humano y patas de semental, como un centauro, junto a la cual sobrevolaba una criatura andrógina y carente de rasgos. El demonio y el ángel, pues no podía entenderse de otra forma a la segunda criatura, hecha de luz sólida y con dos alas de pájaro manteniéndolo en el aire; solo las manos, terminadas en garras ensangrentadas, lo diferenciaban de un enviado de los dioses.
—Uno representa la parte superficial de Flegetonte, donde acabaron todos los monstruos que… —Garland cortó la frase a medias, meneando la cabeza—. Donde acabaron los monstruos de la era mitológica. El otro encarna el nacimiento de ese río viejo al que solo la sangre del Tártaro sacia, una Abominación hecha de Keres.
A excepción de la muy extrañada Aqua, todos los santos lo escucharon atentos, creyendo que estaba por darles una advertencia sobre los enemigos que enfrentarían. Nada más lejos de la realidad, él tenía que ocuparse de esos monstruos.
«La del fuego también va al norte y la del hielo al Este. ¿La Torre de los Espectros? ¿El continente Mu? —pensaba Garland—. ¿Por cuál debo ir primero?»
Terminó decidiendo que no importaba. Aun si no viajaban a una velocidad demasiado elevada, por prudencia de ser atacados en medio del trayecto, ya había como poco cien kilómetros entre él y cualquiera de las Abominaciones. Y él pretendía exterminarlas a todas antes de que llegaran a su destino. Tenía que hacerlo rápido, sin perder el tiempo con Ignis y más aún con Damon, el único a quien en verdad temía; si lograba destruir a las Abominaciones, menos enemigos aparecerían en los diversos frentes. Los monstruos harían inútil la estrategia preparada para derrotar a la legión de Aqueronte, los espectros de hielo eran una amenaza terrible para santos primerizos… Y Leteo era impredecible. Ahora que no contaba con las memorias de los caballeros negros, no se le ocurría qué clase de recuerdo podría hacer realidad. O quizá el problema era que lo sabía.
«¡Y un demonio que no importa a quién me enfrento primero! —gritó para sus adentros—. ¡Tengo que ir de nuevo a por ti, Damon!»
En tan solo una fracción de segundo, pensó en todo eso, ya tornado en una estela de luz viajando por el cielo. Quienes se quedaron en Alemania no tendrían noticias de Garland en mucho tiempo, más allá de las notables batallas que se sucedieron sobre los cielos del este y el norte de Europa una vez Damon rechazó el primer ataque del Gran Abuelo.
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De nuevo, el abismo expulsó una columna de pérfidas llamas verdes, demasiado tarde al haber empezado ya Garland la acometida muy lejos. En esa ocasión, todos los santos de Atenea estaban con la guardia alzada, listos para la batalla, pero fueron los tres generales restantes quienes se mantuvieron en primera línea.
Al igual que los Portadores del Dolor y la Memoria, Casandra y Deríades salieron de las llamas sin daños, como si el Martillo de Dios nunca les hubiese alcanzado. Arthur, ejecutor de la técnica, hizo una mueca: conocía la razón del fallo.
—Ni se te ocurra atacarle —dijo Casandra, estando el santo de Libra reflejado en sus muy abiertos ojos—. Es muy fuerte. Te matará.
—Como rey, habría apreciado tus consejos, profetisa —admitió Deríades; tenía las dos manos aferradas a la lanza de Crisaor, la cual apuntaba al mismo corazón del santo de Libra—. Como guerrero es distinto, no admitiré la idea de un enemigo imbatible, así sea un semidiós. Solo bajaré mi arma ante un inmortal.
—En eso te diferencias con los santos de Atenea.
Aquel apunte, pronunciado al mismo tiempo por Arthur y Casandra, descolocó por igual al general marino y el santo de Libra, siendo el segundo quien se recuperó antes. Veloz como el relámpago e invulnerable bajo el velo gravitatorio que era la Armadura Celestial, Arthur recorrió la distancia que lo separaba del abismo, dando un salto de fe hacia el mismo en el momento en que Deríades y Casandra volteaban.
Shaula no dudó un segundo en aprovechar la oportunidad creada por el general de la división Pegaso. Adelantándose a Sneyder por un fugaz instante, descargó dos series de catorce Agujas Escarlata sobre los Portadores de la Ira y el Olvido.
«Si los inmovilizo, quedarán vulnerables para que… —Hasta el pensamiento de la santa de Escorpio se interrumpió al notar que la Espada de Cristal de Sneyder ya estaba activada. Cualquiera que los viera pensaría que lo habían planeado—. ¡Rayos!»
Pero no iba a ser tan fácil. A Casandra le bastó un suave movimiento de la guadaña para abrir un vórtice en el espacio al cual fueron a parar todas las Agujas Escarlata. Obstinada, disparó otra salva solo para ver cómo Deríades se interponía entre ambas y bloqueaba diez, veinte y hasta treinta proyectiles con la sólida lanza de Crisaor. En esos segundos escasos, el Portador de la Ira demostró una habilidad de temer.
—Tendrá que ser a la vieja usanza —gruñó Shaula, juntando las manos y haciendo crujir los nudillos. Al dar un paso, sin embargo, sintió que la observaban—. ¿Sneyder?
—Yo me ocuparé de él —le recordó el santo de Acuario. La estrategia estaba pensada desde el día en que decidieron asaltar el castillo, aprovechando la información recopilada por Shizuma sobre los Campeones del Hades—. Solo tú puedes lidiar con alguien que ve el futuro, solo tú eres puedes derrotarla en todos los escenarios posibles.
—¿Me estás halagando? ¿Tú, Pacificador?
—Estoy constatando un hecho, Muerte Roja.
—Qué adorables —interrumpió Casandra—. Creen poder decidir el futuro.
De nuevo, la Portadora del Olvido balanceó la guadaña de lado a lado, solo que esta vez el espacio no fue cortado al paso de la hoja, negra como el ébano, sino alrededor de Sneyder. De un momento para otro, el santo de Acuario desapareció y Shaula no pudo siquiera cuestionar a Casandra, pues esta se retiró abriendo un segundo vórtice.
Ambas grietas en el tejido espacio-temporal se estaban cerrando cuando Deríades, tomando esta vez la iniciativa, acometió sobre la distraída santa de Escorpio. Un oportuno aviso de los santos en retaguardia advirtió a esta para evitar buena parte del lance. El arma dorada terminó pasando sobre la hombrera, reventándola y generando cortes superficiales en la piel de Shaula, la cual como un acto reflejo pateó el estómago del general marino mandándolo más allá de las nubes.
—Aqua, cúrame —ordenó Shaula a la nereida, cambiando de parecer antes de que esta terminara de sobresaltarse—. Mejor después. ¡Rayos, cómo extraño a esos dos!
Al menos podía aprovechar la adrenalina. De un gran salto se dirigió a donde Deríades aterrizaría una vez se recuperara del ataque, si no es que ya estaba recuperado. No era ninguna necia: entre dos guerreros de gran habilidad y fuerza, la lucha estaba destinada a arrasar todo lo que estuviese en medio, sobre todo si quería acabar lo más pronto posible. Era mejor que los santos de bronce y de plata no estuviesen involucrados.
Desde su posición, aquellos solo pudieron ver cómo la última general en el territorio, ahora una estela de luz, se perdía en el lejano horizonte.
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Arthur podía haber recorrido el abismo a la velocidad de la luz, pero no lo hizo y pronto recibió la recompensa por su prudencia.
«Si eso llega hasta la superficie, los matará a todos —entendió al punto el santo de Libra. El perfecto opuesto de la tempestad con la que sus compañeros debieron luchar antes se formaba a mil kilómetros de profundidad, en el manto terrestre—. No, no estoy en la Tierra. Esto es el Hades. God Hammer ha abierto una brecha hacia el Hades —se aventuró a pensar, sin parar de correr hacia la gran esfera de fuego esmeralda con el puño alzado, listo para ejecutar de nuevo la técnica—. Es tarde para volver atrás.»
Así estuviera de verdad en el inframundo, la gravedad seguía funcionando igual de bien, cayendo sobre aquel verdor infernal como un martillo aniquilador de mundos. Tuvo cuidado de no ensanchar más el abismo, fuera cual fuese su naturaleza, enfocando todo el poder del ataque sobre las llamas; quizá por eso no logró lo que se proponía.
El estruendo resultante del impacto se pudo oír mucho después de que chocaran tamañas fuerzas. La bola de fuego fue borrada en su mayor parte, solo quedando cuatro aros resplandecientes alrededor de quien señoreaba por igual las llamas y el hielo del Hades. El rey Bolverk lo miraba desde allí, sentado en la única pieza del castillo Heinsten que había sobrevivido: un trono, antaño elevado sobre la piedra por los hombres, después recreado por Tritos de Neptuno, y finalmente estático sobre un suelo invisible, solo para alimentar el ego de otro mortal pagado de sí mismo.
Arthur dejó de correr a través de las paredes del abismo y saltó hacia la nada, sabiéndose seguro incluso si Bolverk se hartaba de esa extravagancia. Pero no ocurrió, el primer guerrero azul lucía orgulloso en ese estado de las cosas, como si el castillo no hubiese sido aniquilado delante de sus narices y todavía estuviese en posición de dar órdenes. Hasta lo miraba como un súbdito más, con el codo apoyado en uno de los brazos del trono y la cabeza descansando sobre el puño cerrado y ensangrentado. No había salido indemne del ataque: al menos un corte se abrió desde la frente hasta perderse entre los níveos cabellos, ni un yelmo ni una corona le protegía la cabeza y el ojo derecho permanecía cerrado en todo momento.
—Tenía razón, ¿eh? —comentó Arthur, andando hacia Bolverk—. Tú los protegiste.
—Bajé la guardia, lo admito. Un error inadmisible para un rey, no iba a dejar que los míos pagaran por ello. También me ha servido para no subestimarte, heredero de Éxodo.
—Recibir con los brazos abiertos todo el poder de mi God Hammer no ha sido la idea más sensata. El rey dirige los ejércitos, dictamina leyes, administra la justicia y gobierna al pueblo, no puede permitirse ser temerario —expuso Arthur.
—No uses esa palabrería conmigo. Yo no nací en estos tiempos modernos, no soy una cría de pecho llorando porque no tiene suficiente libertad. El rey protege a sus aliados y aplasta a sus enemigos, esa es la clase de persona que yo soy, heredero de Éxodo.
—Un tirano como cualquier otro —observó Arthur sin ninguna clase de acritud. Él no fue formado para juzgar sistemas de gobierno, que los humanos decidieran cómo querían vivir—. ¿Quién es Éxodo, por cierto? No eres el primero que me llama así.
—El primer santo de Libra lo bastante digno como para ser recordado —contestó Bolverk, levantándose. El trono se tornó en polvo tan pronto dejó de ocuparlo, y ese polvo se extendió a lo largo del suelo invisible hasta formar una sombra, la sombra de un caballo—. Vistió el manto zodiacal durante la guerra entre los santos de Atenea y los horrores de otros mundos, otros soles. La Guerra de las Estrellas. Así se llamó.
—No sé nada de eso.
—Claro que no, es historia antigua, como la mía. Y los gobernantes sensatos se lo piensan bien antes que tener un pueblo que sabe leer y escribir.
—¿Llegaste a vivir el diluvio?
—Desciendo de los supervivientes, como todos los guerreros azules, los santos de Atenea y los generales del mar. No pude conocer a Éxodo, si eso te preguntas, él ya era más viejo de lo que yo llegué a ser cuando vistió el séptimo manto zodiacal.
La sangre sobre el rostro de Bolverk hirvió hasta evaporarse; el corte cicatrizó.
—Aun así lo respetas.
—Lo conozco a través de mis duelos con Sephiria de Libra, de la sangre de Éxodo, la de los hombres y la de los demonios abisales. Una excelente rival a la que al parecer logré matar sobre el Risco de Sachenka, la base de mi imperio. Tantos recuerdos vienen a mí —Bolverk se pasó la mano sobre el ojo, todavía cerrado; no era capaz de regenerarlo—, es agotador. Ocho Grandes Casas llegué a fundar durante mi estancia en esta tierra. ¡Niflheim! El secreto para condenar todo el planeta a un invierno eterno, quedó en manos de mi heredero en Bluegrad. Mas a mis más poderosos hijos legué Asgard y Muspelheim como el fundamento detrás de la gloria de los Dubhe y los Merak.
Los huesos de Bolverk crujieron. Era el sonido de un guerrero despertando tras tres días de paz. Arthur se alistó para la batalla, alzando la guardia.
—No, Muspelheim fue una idea que pronto deseché —decidió Bolverk, mirando los aros que lo rodeaban. Tres se elevaron a las alturas a toda velocidad, mientras que el cuarto lo tomó en un veloz movimiento—. Mi hielo todo lo detenía, ningún fuego podía comparársele. No tenía entonces el favor de Flegetonte y Cocito para potenciar ambas técnicas, creé una más, una diferente. Merak, mi hijo, la aprendió junto a mí y ambos se la transmitimos a las valquirias encargadas de buscar nuevos reclutas por el mundo.
Agarró el aro por ambos extremos y lo transformó en un látigo. La sombra de polvo bajo los pies de Bolverk empezó a elevarse. Arthur esperaba paciente el momento en que atacase y no pudiera seguir manteniendo la guardia. Entonces oyó el relincho.
—¡Sleipnir, fiel amigo! —saludó Bolverk a la criatura, acaso un eidolon, que golpeaba el suelo con ocho cascos del más frío hielo—. Desde el principio hasta el fin de todas las cosas, recorramos juntos los Nueve Mundos una vez más —pidió antes de posarse sobre el insólito caballo, degustando sus orgullosos relinchos.
La montura dejó a Arthur sin palabras. Varios santos de plata, como Hugin, Zaon e Ishmael, se caracterizaban por emplear seres hechos de cosmos como apoyo en las batallas, y también para estudiar su propio poder y acrecentarlo algún día, siendo este un paso intermedio hacia el Séptimo Sentido. Con solo reflexionar sobre la idea, era evidente que un santo de oro no necesitaba recurrir a eso para comprender y por tanto manipular y cultivar su vasto cosmos, así como uno no necesitaba aprender a respirar.
El Sleipnir de Bolverk era la excepción a esa regla asumida por todos. El cuerpo era del mismo tono y poder que la Abominación de Cocito, manando vapor frío de cada poro y solo siendo posible distinguir la forma por el tamaño del semental. Las crines, los belfos y ollares eran por el contrario de aquel fuego maléfico, emponzoñado por el miasma del inframundo hasta adquirir el característico tono verde, pero eso cambió cuando Bolverk convirtió el látigo en riendas y las unió a su real montura.
—No necesito la fuerza del Hades, tengo la mía propia —clamó Bolverk, disipando por la fuerza del grito todo verdor en las llamas, las cuales pasaron al rojo intenso y más adelante a un repentino blanco, tan ardiente que la mitad derecha del cuerpo de Sleipnir se fue agrietando, expulsando fuego hasta que de tal fulgor estuvo compuesta esa parte del semental. Las riendas, también blancas, desaparecieron poco después—. ¿Quieres comprobarla, heredero de Éxodo?
—Será un placer —replicó el santo de Libra.
La estrategia era simple: recibir el golpe, ver cómo este era desviado y atacar. En el peor de los casos, la fuerza requeriría actuar de otra forma y tendría margen de tiempo. Dos metros los separaban a ambos, Campeón del Hades y santo de Atenea. Además, un caballo tenía dificultades ineludibles para cambiar de dirección, incluso uno mágico.
Pero toda expectativa se hizo añicos antes de que Arthur pudiera procesarlo. En tiempo cero, Sleipnir pasó del reposo a romper la barrera de la luz por órdenes de magnitud, una aceleración antinatural que de inmediato se tradujo en un golpe de fuerza infinita. Azorado por tamaño impacto y sintiendo el espacio curvarse a su espalda, Arthur comprendió que la Armadura Celestial no le serviría de nada frente a tal embestida. Más que superada, la técnica había sido ignorada por Sleipnir, tanto habría dado si solo hubiese confiado en la protección del manto de Libra.
Las conclusiones de ese descubrimiento tendría que elaborarlas en la Colina del Yomi, a donde él, Sleipnir y su tuerto jinete fueron a parar tras la embestida.
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El ambiente en el antiguo terreno de los Heinstein, ahora el borde de un abismo insondable, era pesado como el proverbial yunque usado por los antiguos para describir la distancia entre la Tierra y el Tártaro.
Si bien solo Marin, Zaon y Aqua eran capaces de seguir los movimientos de los santos de oro a lo largo del globo, librando breves duelos en un país para luego hallarse en el otro extremo del continente, también el resto de santos de plata y de bronce debía sentirlo en sus carnes. Era imposible no hacerlo cuando se era testigo de la brecha entre el primer rango del ejército de Atenea y los demás. ¿Cómo podían sacar a aquellos jóvenes de su estupor? ¿Cómo hacerles comprender que con esfuerzo y valor un día estarían a la par de los mejores? Los subcomandantes de las divisiones Dragón y Pegaso no hallaban palabras para ello en esos momentos. Nada que no fuera banal.
—Esto conecta con el Hades —murmuró Aqua entre temblores—. ¿Qué tenía Libra en la cabeza? ¡Ha destruido la barrera entre el reino de los muertos y…!
—Mi padre sabe lo que hace —cortó Rin, apareciendo detrás de la santa de Cefeo. No estaba enfadada, claro, no después de que la nereida le evitase a ella y sus compañeras una deshonrosa retirada. Más bien, en sus palabras había una gran confianza y optimismo hacia el buen juicio de Arthur—. Ya lo verás, saldrá bien.
—Pero…
—Saldrá bien —insistió Rin, tomando la mano de Aqua. El temblor, poco a poco, fue bajando—. Juntos podemos hacer cualquier cosa.
—¿Lucharemos juntos?
—Por supuesto que sí. ¿Acaso no somos santos de Atenea? —Rin giró hacia los demás, habiendo atraído toda la atención del lugar. Se oyeron murmullos de aprobación, tanto de los más jóvenes como de los veteranos—. ¿Lo ves?
—Bueno, voy a necesitar que me eches una mano con lo que viene.
Las llamas del inframundo se desataron sobre la Tierra por tercera vez, llevando consigo no a nuevos Campeones del Hades, sino monstruos.
El primero se deslizó como una sombra a través del suelo hasta que Grigori de la Cruz del Sur, un guerrero de pocas palabras y sencilla apariencia perteneciente a la división Pegaso, liberó sobre la negra mancha una tormenta de rayos. En un parpadeo, decenas de metros de roca fueron pulverizados y el resto bajó a través del abismo como una cascada de magma, obligando al monstruo a salir entre luminosos destellos.
—¿Es la legión de Aqueronte? —cuestionó Grigori con la gruesa voz que lo hacía destacar—. ¡Necesitamos a la Guardia de Acero!
Pero Zaon, con experiencia en el combate con la legión de Aqueronte, meneó la cabeza. El monstruo no tenía que ver con la horda que invadió al Santuario trece años atrás, era otra clase de no-muerto: esquelético, ataviado como un hechicero y poseedor de un aura de poder ajena al cosmos, era la viva imagen de un lich de los tiempos antiguos.
Grigori repitió la técnica, juntando primero las manos hasta formar un triángulo en cuyo centro concentraba la clase de energía que solo latía en las nubes de tormenta. Los rayos desatados fueron más numerosos que en la ocasión anterior, impactando sobre la mano extendida por el lich durante el corto tiempo de ejecución. El monstruo no sufrió daño alguno, para asombro del santo de Cruz del Sur. ¡Había sido anulado en el último momento! Además, mientras cerraba la mandíbula para mostrar una suerte de sonrisa, aquel conjuró una extraña lluvia de dientes de dragón, sembrando la tierra ardiente.
—Demonios —gruñó Grigori.
—Eso parece —bromeó Zaon, lanzándose a la batalla.
Allá donde fueron plantados los dientes de dragón surgieron soldados esqueletos armados con espadas y armaduras rojas como la sangre, pero el santo el santo de Perseo tenía claro cuál era su objetivo y permitió a los demás ocuparse de ese asunto.
«El aura del lich corroe la materia y dispersa la energía —pudo entender con solo ver el resultado del ataque de Grigori. A los pies del esqueleto hechicero, además, la tierra de pudría, razón por la que la Tormenta del santo de Cruz del Sur, focalizada en el enemigo, había arrasado con ella—. Bien. En ese caso, solo debo ser rápido.»
No quiso depender del Escudo de Medusa para eso, dudaba que aquellas cuencas vacías pudieran caer en la maldición. En lugar del portentoso tesoro del manto de Perseo, alzó Harpe, el brazo capaz de cortarlo todo, y saltó hacia el hechicero sin miedo alguno.
De reojo pudo ver a Alicia y Elda encargándose del ejército de esqueletos, una destrozándolos con veloces patadas y la otra generando chorros de magma bajo los pies de los grupos más numerosos. Nada mal para unas recién ascendidas.
—¿Me acompañan? —preguntó Aqua.
Rin asintió llena de seguridad, y alzó el vuelto, algo en lo que sus compañeras, Xiaoling y Presea no tardaron en seguirla. Las tres tuvieron no obstante un momento de duda al ver lo que ocurría en el otro extremo del abismo: ¡una mujer gigante, con cola de serpiente y hasta seis brazos armados con cimitarras!
—Están envenenadas —avisó al punto Xiaoling.
—¿Cómo…? —empezó a preguntar Rin, callando al corroborar lo que su compañera entendió por intuición. Un líquido casi imperceptible bajaba a gotas desde el filo de cada cimitarra, quemando la tierra como el ácido.
En ese pequeño momento de duda, la lamia rodeó el agujero en menos de un parpadeo y bien pudo haberlas alcanzado, de tan bajo que volaban, si Grigori no hubiese liberado sobre el monstruo su Tormenta. Los rayos, incluso sin penetrar la roja e invulnerable piel del enemigo, la sometieron a una repentina parálisis, permitiendo a las santas de bronce volver la mirada hacia Aqua. La santa de Cefeo ya había saltado al abismo, demasiado rápida como para que la serpentina mujer pudiera alcanzarlo.
—¿A qué esperáis? —gritó Marin, uniéndose a la lucha—. ¡Concentrad vuestros ataques en el enemigo! ¡Por lo menos neutralizad sus armas!
Los Meteoros cayeron a la vez que las palabras de la subcomandante, hundiéndose en el pecho de la lamia, la cual retrocedió balanceando todos los brazos armados en tono amenazador. Por suerte, tal movimiento solo provocó que algunas gotas de veneno acabaran marcando el suelo a fuego.
—Atrás, Xiaoling —ordenó Rin—. El cuerpo a cuerpo no va a servir aquí.
La santa de Osa Menor asintió, quedándose en su posición solo el tiempo suficiente para ver cómo Presea de Paloma manipulaba a distancia el aire en torno a los numerosos dedos de la lamia hasta tornarlos en infinitas cuchillas que los aserraban, dificultándole el seguir sosteniendo las cimitarras. ¡Tal era la eficacia de la Sierra celeste!
Xiaoling, especializada en artes marciales antes de que Presea compartiera con todas las demás la técnica de vuelo, optó por bajar a tierra y unirse a Alicia y Elda en la lucha con los esqueletos. Todavía allí pudo apreciar la fuerza de un santo de plata, nadie menos que Zaon de Perseo, el cual recién terminaba su duelo con el lich con un corte vertical de Harpe: las dos mitades del monstruo, partidas desde la cabeza hasta el punto de unión de las piernas, se convirtieron en polvo justo después de su muerte.
—Bien, me he aburrido de esto —exclamó entonces Elda, alertando a la recién llegada santa de Osa Menor—. ¡Todos, a cubierto!
Quienes combatían a la lamia, poco caso pudieron hacerle a la erupción desatada por un pisotón de Elda de Casiopea y el posterior reclamo de su compañera de Osa Menor, a quien por poco el magma liberado desde las profundidades del suelo no llegó a alcanzarla. La mujer serpiente acaparaba toda su atención.
Las manos eran lo de menos, pues mientras la santa de Paloma mantuviera las distancias, dejar cada uno sin dedos era una cuestión de tiempo. Pero el resto del cuerpo no sufría daño alguno por ataques supersónicos, sin importar lo veloces que estos fueran. La diferencia entre los Meteoros de Marin y los de la santa de Caballo Menor no pasaba de ser que una lograba empujarla y la otra era incapaz de ello. Hasta la Tormenta del santo de Cruz del Sur dañaba el interior del monstro solo lo bastante como para tenerla paralizada un momento, cosa que no afectaba a su invulnerabilidad. Por esa razón Grigori optó por cooperar con Presea, buscando desmembrar a la mujer serpiente con una combinación de cuchillas de aire y relámpagos.
—¡Eres rápida! —halagó el santo de plata.
—No se necesitan elogios en el campo de batalla —acusó Presea.
—Tu lengua es tan afilada como tu Sierra celeste —observó Grigori, sin por ello dejar de ejecutar la Tormenta en sintonía con la técnica de su compañera de bronce. Los esfuerzos combinados del inesperado dúo pronto hicieron caer al suelo dos de los brazos de la lamia. Las cimitarras que todavía sostenían con dedos malheridos enseguida no tardaron en hundierse en la tierra emponzoñada.
Entonces, poco antes de que Zaon estuviera por unirse a la batalla, Marin se lanzó hacia la cara de la lamia en un rápido impulso.
—¿Podíamos hacer eso? —exclamó Rin.
—No veo por qué no —contestó Presea, mecánica. A diferencia de la santa de Caballo Menor, ni ella ni Grigori habían cesado el ataque.
Sin tener que preocuparse por los brazos superiores Marin pudo agarrar los cabellos rojos de la lamia, ignorando la corriente eléctrica que la recorría y elevándola por los aires en un extraño súplex que ganó el admirado silbido de Xiaoling.
Derrotados el lich y el ejército esqueleto, las santas de Delfín, Casiopea y Osa Menor pudieron ver cómo la práctica subcomandante dejaba el asunto de un enemigo imposible de dañar a las profundidades del inframundo. Todas supieron capaz a su superior de repetir tal acción cuantas veces fueran necesarias si es que decidía regresar a la Tierra, por lo que ni siquiera esperaron la explicación que el subcomandante Zaon dio.
—La legión de Flegetonte está llena de monstruos, preferiríamos no desgastarnos desde los primeros combates. Va a ser una larga batalla.
—No seas duro con los jóvenes, Zaon, es evidente que ellos sí se han esforzado —repuso Grigori, dirigiendo una mirada comprensiva a Presea de Paloma.
—¿De qué hablas? —exclamó Rin, pateando uno de los brazos arrancados del monstruo hacia el abismo—. Esto no es nada, podríamos seguir así toda la noche. ¿Verdad?
La tierra tembló en el mismo momento en que el brazo pateado por Rin se hundió entre las sombras del abismo, pero nadie más que la propia Rin, toda nervios, se culpó por ello. Más bien, los santos avanzaron hacia el borde, en la parte no dañada por la Tormenta de Grigori y la Cólera volcánica de Elda, para entender qué ocurría.
No tuvieron que esperar mucho: una estela de luz azul iba de un extremo a otro del abismo, desatando golpes cada vez más sonoros sobre un monstruo del que apenas podían ver una parte de los tentáculos, enormes de por sí. En silencio, contemplaron la dispareja batalla entre quien solo podía ser Aqua y un kraken sacado de los tiempos mitológicos, terror de los más grandes buques y perdición de los más valerosos marinos. En comparación, la lamia de armas envenenadas no era más que una mosca.
—Una mosca invulnerable —murmuró Zaon.
—Makoto está en Naraka, ¿por qué no estoy en Naraka? —comentó Grigori, malentendiéndolo—. ¡Déjalo ya, nereida del demonio, ya está muerto!
Como oyendo la queja, Aqua de Cefeo dio un salto imposible, abarcando un par de kilómetros en un pestañeo y luego bajando al estilo de los delfines, no sin antes enseñar el pulgar de la victoria a las santas de bronce, sus compañeras.
—¿Eso que la cubre es tinta? —se atrevió a comentar Rin. El murmullo fue ahogado por una onda de choque que remeció toda la tierra y el aire. La patada mortal de Aqua sobre el cerebro del Kraken, tal vez—. Espero que sea tinta.
Nadie le respondió. Aun si en su fuero interno estaban preocupados de que aquella santa recién formada pudiera estar envenenada, era mayor la sensación de que eso no importaba. Ningún monstruo común podría herirla, de ninguna forma.
«¿Por qué no vinieron? ¡Se han perdido toda la diversión! —pensaba Aqua un momento antes de salir a la superficie, cargando un manjar suculento.»
Los pies de la santa de Cefeo se hundieron en la roca derretida del borde, por lo que de inmediato se deshizo del enorme tentáculo que había arrancado al kraken antes de dejar caer su cadáver, una pulpa informe de carne, directo al inframundo. La pieza de caza —o más bien de pesca— cayó sobre la tierra afectada por el aura pútrida del lich y el veneno de las espadas hundidas en ella. La comida se estropeó al instante.
—¡Menudos reflejos los vuestros, compañeros! ¿Compañeras?
Extrañada, Aqua avanzó hacia el grupo de espectadores, de repente muy numeroso. Estaban las santas de bronce, más alejadas de ella de lo que mandaba la cortesía, tal vez por la negra sustancia que manchaba su manto de plata. Luego sus compañeros de rango, tanto los subcomandantes como el otro más callado y el que venía herido, el de las cadenas acabadas en bolas de pinchos. Este estaba cerca de un bosque acompañado por un grupo de santos de bronce armados también con cadenas, todos entrenados en la isla de Andrómeda. Mientras el resto, ella incluida, enfrentaban a los monstruos de Flegetonte, aquel grupo había sometido a una horda de soldados de Aqueronte que estuvo a punto de tenderles una emboscada.
Había también guardias con el mismo equipo que Azrael, ellos se habían encargado de rematar a la horda del Aqueronte ya inmovilizada por las cadenas. Entre tan curiosos hombres destacaban además algunos guerreros azules, lo que le produjo cierta nostalgia, un caballero negro de nombre Cristal y la santa de Pavo Real, que hablaba con Cristal sobre los últimos acontecimientos. Todos estaban desanimados, por alguna razón.
—La próxima vez tienen que acompañarme —pidió Aqua a Rin. La santa de Caballo Menor asintió con ciertas dudas—. Ya verás, yo haré esto y tú…
La lamia regresó a medio discurso como un rayo, pero Marin, Zaon y Grigori fueron más rápidos al avasallarla con un triple ataque que la partió por la mitad, matándola.
—Puede que contenernos no sea tan buena idea —decidió la santa de Águila.
Notas del autor:
Shadir. Así es, ha comenzado. Y aunque no es nada bueno apostar cuando lo que está en juego es el destino de todo el mundo, estoy seguro de que alguien lo habrá hecho.
Ah, típico de las guerras modernas. No pueden estar cinco minutos sin destruirlo todo.
Considerando que en medio siglo la humanidad ha conocido un diluvio, un eclipse místico que habrá hecho las delicias de todos los fatalistas de Internet y ahora esta guerra, sí, vaya que urge ese patio trasero. Atenea debería pedírselo a Hefesto, seguro que está encantado de hacerlo. Desde una sana distancia, claro está.
