Capítulo 67. Frente norte

Desde un principio, en la sala del trono bajo la montaña, quedaron claros los roles que cada cual tendría en la defensa de Bluegrad. Alexer, como rey, había realizado un juramento en nombre del trono que ahora ocupaba: ninguna vida en la Ciudad Azul se perdería durante la inminente guerra, él mismo se encargaría de ello, por tanto, todos los guerreros azules, incluida la guardia real, podían ocuparse de la defensa exterior.

—Quienes deseen ayudar en algún otro frente a nuestros aliados, puede hacerlo. Nadie será tachado de traidor por ello —señaló Alexer—. Bluegrad es nuestra ciudad, Siberia nuestra tierra, parte del planeta que hoy amenaza el Hades.

Todos estuvieron de acuerdo con ello, aunque ninguno de los santos presentes tenía permiso para irse a otra parte, en especial Mithos y Subaru. Los compañeros de Shaula de Escorpio se apresuraron a indicar su misión como guardadores del Trono de Hielo.

Era distinto con los berserkers, amantes de la batalla. Defender una ciudad no era la clase de tarea que podían llevar a cabo con la debida diligencia, de modo que lord Folkell no tardó en avisar a Alexer que ellos representarían a la sangre norteña en el frente donde más enemigos hubiera. Ya estaba acordado, de todas formas.

La sorpresa la dio Katyusha, capitana de los guerreros azules y sobrina del rey.

—¿Qué hay de los guerreros azules? ¿También podemos elegir?

—¡Capitana! —exclamó Günther.

—Seremos necesarios para enfrentar a la legión de Flegetonte, ¿no?

—¿Es esa la única razón? —A Alexer no le parecía que Katyusha estuviese siendo sincera. El suyo era un argumento válido, desde luego, pero había una cierta intensidad en sus ojos, distinta a la sed de lucha de los berserkers, por fortuna. ¿Curiosidad, tal vez? Le gustaba ver mundo…—. El continente Mu. Quieres verlo.

—Majestad, los hombres necesitan un líder —repuso Günther.

—No será la primera vez que suples a la capitana —intervino Nadia—. ¿Se te olvida que somos mercenarios? Luchar por todo el mundo es lo normal para nosotros.

—¡No en tiempos de necesidad! —exclamó Günther, airado—. ¡No cuando la vida del rey y de nuestra gente está amenazada! ¡Capitana, escúcheme!

Alexer meditó la situación un segundo, solo uno. Después, dejó que una pequeña fracción del poder latente en el trono le recorriera el cuerpo desprotegido. Muchos posaron en él sus muy abiertos ojos, algunos boquiabiertos incluso, cuando liberó esa fuerza incomparable hacia el centro de la estancia. Allí, el tejido del espacio-tiempo se curvó formando un portal al sub-espacio que el ex-Sumo Sacerdote, ahora santo de Géminis, había creado para conectar los cuatro frentes escogidos por el Santuario.

—Naraka, Heinstein y el continente Mu, podéis ir a cualquiera de esos lugares. Siempre que honréis el buen nombre de Bluegrad, lo haréis incluso con mi beneplácito. En cuanto a ti, Katyusha —acotó Alexer, posando la mirada en su sobrina, quien por supuesto se la mantuvo—, escoge en quién dejarás las obligaciones de tu cargo.

Así lo hizo la joven en cuanto Günther aceptó la resolución del rey. Tal y como dijo Nadia, fue en el valeroso, aunque en exceso conservador y obstinado guardia real, en quien Katyusha confió el liderazgo, aunque más bien le explicó los arreglos que ya había llevado a cabo, los conociera o no. El traslado de las gentes de aldeas cercanas a Bluegrad, la petición al gobierno ruso de cortar durante un tiempo la carretera que conectaba con la ciudad, el desvío de las labores de policía a Sergei Kalinin y sus mercenarios… Todo estaba dispuesto para que la seguridad de la Ciudad Azul fuera plena respecto a cualquier asunto mundano. Ellos solo tenían que ocuparse de los sobrenaturales, para lo cual Günther podría contar con el resto de guardias reales.

Así, arregladas esas cuestiones, Folkell y sus hombres marcharon al portal entre murmullos mal disimulados. Algunos recriminaban a su señor que ellos no tenían ninguna necesidad de honrar a los perros de Rusia, comentarios que el Lord descartaba con simples ademanes. Si los santos no iban a recordarles que ellos solo servían a Atenea, él tampoco montaría un drama porque el discurso del rey fuera abstracto.

Katyusha entró en el portal después de los berserkers, seguida del misterioso compañero de lord Folkell, Baldr de Alcor Zeta.

«Él también tiene interés en el continente Mu —se atrevió a especular el rey para sus adentros—. Será bueno tener a alguien vigilándole, incluso si es su alma de aventurera la que le impulsa a luchar tan lejos de casa.»

El portal se cerró sin que nadie más mostrara interés en atravesarlo, dando comienzo a la tensa espera del representante de Poseidón en el frente norteño.

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El ejército marino se detuvo en seco cuando una explosión remeció los cielos siberianos. Todos alzaron entonces la vista, incapaces de ignorar un espectáculo de tales proporciones: Garland de Tauro luchaba al mismo tiempo con tres Abominaciones y lo que tenía que ser un Campeón del Hades, a tal velocidad que podía correr sobre el aire como si este fuera sólido. Tetis, cabeza de la armada, dejó escapar un silbido.

—Empiezo a preguntarme si el elfo se ganó de verdad tu afecto o es que este está al alcance de cualquiera —comentó Lesath después de cruzar todo lo largo de las columnas del ejército. Aerys lo acompañaba, masticando el poco pan que no había compartido con los cíclopes—. ¿No vas a ayudarle?

—No era un buen hombre. Antes —murmuró la nereida.

Lesath la miró confundido y luego buscó alguna explicación de parte de Aerys, sin éxito. Tampoco el soldado de armadura helada que le seguía a todas partes y ahora aparecía a su diestra tenía algo que decir, a pesar de tener la boca muy abierta. Estaba impresionado por el combate en el cielo, igual que otros muchos guerreros del mar, a buen seguro. Hasta los cíclopes trataban de seguir, embobados, la estela dorada en que se había convertido Garland, cuando no al menos los tonantes estallidos que resultaban de cada golpe. Uno, en especial, despertó una sonora ovación, pues en ese momento la Abominación más grande, la de medio cuerpo equino, estalló en mil pedazos.

—Está en malas condiciones —musitó Tetis.

—¿En malas…? —Lesath concentró todos los sentidos en la estela, llegándole una imagen borrosa, acaso una fotografía desenfocada. El manto de Tauro presentaba grietas debido a los contraataques del Campeón del Hades, el cual se nutría de la Abominación sobre la que estaba, una amorfa mezcla de aguas pestilentes y cadáveres—. Si un enemigo sin nombre deja así al Gran Abuelo, estamos bien jodidos.

—Veo la marca de Cocito en el manto de ese hombre, es normal que no pueda aguantar mucho castigo —explicó Tetis—. No podrá librar todas las peleas él solo. Me temo que tendré que posponer mi encuentro con el nuevo rey de estas tierras.

—¿El nuevo rey? ¿No me digas…?

Pero Tetis no esperó a que Lesath terminara la frase, sino que en un instante formó sendas dagas de apariencia acuosa en sus manos y saltó sobre el Campeón del Hades. Un momento después, ambos contendientes y la Abominación se perdieron entre las nubes, enzarzados en un velocísimo duelo para el que los reflejos del santo de Orión se quedaban demasiado cortos. Por tanto, ni se molestó en seguirlos, esperando más bien a ver qué ocurría con la Abominación restante —un ángel de fuego, de género indefinido— y el santo de Tauro. No pasó mucho tiempo hasta que la criatura remontó el vuelo hacia Alemania y Garland se dejara caer a tierra.

Mientras que los guerreros del mar permanecían impresionados por la fuerza del Gran Abuelo, Lesath y Aerys se acercaron a su superior con aire preocupado. Lo que fuera que hubiese pasado en Alemania, donde se suponía que debía estar, había dejado al manto de Tauro en un estado precario y las batallas que estuvo librando por el globo solo lo habían empeorado más y más. Apenas sentía vida en la agrietada protección de Garland, quien sin embargo se echó a reír, satisfecho con la lucha que estaba dando. Un viejo loco, así lo vio Lesath en ese momento, poco antes de escuchar en su cabeza la voz del otro desquiciado anciano del Santuario.

—A todos los santos de Atenea, les habla Nimrod de Cáncer. Los ríos del inframundo han ocupado la Colina del Yomi y se disponen a manifestarse en la Tierra. Siento a Flegetonte en el territorio de los Heinstein, a Leteo ocupando un lugar privilegiado sobre el renacido continente Mu y el Aqueronte en esos y otros lugares, como Bluegrad. En cuanto a Cocito, parece alejarse de Naraka, va hacia… ¿Jamir?

—Un poco tarde, ¿no, viejo?

—En Alemania había un mago —observó Garland mientras se cercioraba de que no había sido herido. Apenas prestó atención al estremecimiento que provocó en Lesath esa palabra—. Sabe hacer que nos perdamos un rato por las dimensiones. A Arthur le ocurrió algo similar y tuvimos que apañárnoslas sin él un rato. Es posible que a Nimrod le haya ocurrido lo mismo después de que el enemigo tomara la Colina del Yomi.

—Ah, ¿por eso acabamos en la otra punta de Bluegrad?

—No, eso debió ser cosa de Arthur —indicó Garland, sin prestarle mucha atención—. El ejército del mar no puede aparecer en medio de una ciudad moderna, ¿cierto?

—Cierto…

Lesath quería decir más, pero entonces Nimrod dio a todos un último aviso.

—Sí, va hacia Jamir. Ofión de Aries lo interceptará. El Gran Abuelo se ocupará de cazarlo si nuestro estimado Ermitaño falla. En cuanto a mí, me dirigiré a Bluegrad tal y como estaba previsto. ¡Recordad las instrucciones, santos de Atenea!

—¿Qué se cree ese Pequeño Abuelo, dándome órdenes a mí? Ah, rayos y truenos, no voy a comportarme como un niño ahora. —Pese a decir tales palabras, Garland tuvo que respirar hondo antes de dar un paso hacia el sur, deteniéndose solo un momento para mirar a Lesath de reojo—. Se supone que estás al mando, así que por lo menos finge que estás bien informado, muchacho.

Y así, sin más, desapareció.

—Muchacho… —repitió entre dientes el veterano Lesath, entre molesto y confundido—. Uno no se dirige así a quien está al mando.

—Solo de los santos, señor —observó el guerrero marino de armadura helada. Por fin este y otros compañeros suyos se habían dignado a cerrar la boca—. Nosotros tenemos nuestra propia cadena de mando, aunque si lo desea puede adelantarse a presentar los respetos al rey Alexer. Nosotros nos ocuparemos de defender la zona.

—¿El rey Alexer? ¿Primero dices que seguimos teniendo un Sumo Sacerdote y ahora confundes al hijo con el padre? ¡Eres el peor mensajero del mundo!

—Lo lamento, señor —dijo el marino.

—Tengo instrucciones muy precisas y entre estas la diplomacia es algo secundario.

Eran las mismas a las que Nimord había hecho referencia. Los santos de oro tenían el deber de enfrentar a los Campeones del Hades y los ríos del inframundo, de modo que la dirección del ejército quedaba en manos de santos de plata: él en Bluegrad, Ishmael en Naraka y Marin en el territorio Heinstein. En teoría, el resto tenía que combatir a cada legión del inframundo mientras que los santos de bronce servirían de apoyo a la Guardia de Acero. En la práctica, los dioses sabrían hasta qué momento podían mantener esa clase de estrategia. Las huestes del Hades no se limitaban ahora a los espectros que debió enfrentar el Santuario décadas atrás, eran decenas, cientos de miles de enemigos los que aparecerían en el mundo, si no es que millones.

«Además, si la nereida puede saltarse la hora del té con el rey, sea el que sea, yo también puedo. Luego pediré disculpas —se dijo Lesath, mintiéndose.»

—Seguiremos avanzando como hasta ahora, entonces. Si eso le parece bien.

Con un encogimiento de hombros, Lesath indicó al mensajero que estaba de acuerdo y retomó la marcha. Diez pasos después, el hasta ahora silencioso Aerys le golpeó el peto con algo blando. Un trozo de pan todavía caliente.

—Ya sé que te da vergüenza pedírmelo, así que toma. Te tranquilizará.

—¡Estoy tranquilo! —aseguró Lesath, suavizando pronto el rostro—. Pero gracias.

—Tengo un mal presentimiento. Estate bien atento.

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El viaje hacia Bluegrad no fue en absoluto tranquilo, incluso si ya no había combates en el cielo. Por suerte, Lesath tenía un buen olfato, y desde el comentario de Aerys había estado pendiente del más mínimo rastro del Aqueronte, un hedor que nunca podría olvidar. En cuanto lo olió, exigió al mensajero con airados gritos que diera aviso hasta el último soldado de la armada, lo cual este hizo sin demora. Todos estaban listos para cuando la tierra a tres kilómetros a la redonda se vio cubierta por una capa de sustancia amarillenta de la que surgieron diez mil lanceros de piel pálida.

Lesath crujió los nudillos y Aerys tomó aire, semejante a un dragón a punto de incinerar a un ejército entero, pero ninguno llegó a siquiera dar un golpe, paralizados a media acción por el canto de las sirenas. Estas no pretendían hacerles nada, desde luego, las celestiales voces de aquellas criaturas estaban destinadas a los muertos, recordándoles lo bueno que dejaron atrás hasta embotarles los sentidos, o al menos la imitación de sentidos de la que se servía cada cuerpo de la legión de Aqueronte. Aprovechando esos preciados segundos, los guerreros del mar cargaron como una ola sobre el enemigo, aplastándoles desde la cabeza hasta la cintura y de un costado a otro mediante pesadas anclas, inmovilizándolos en grupos de diez con redes mágicas para luego trincharlos con tridentes y, en el caso de los tritones del Ártico, congelándoles todo el cuerpo exceptuando nada más que la cabeza. Ni tan siquiera fue necesaria más de una décima parte de la armada para lograr aquella hazaña en campo abierto.

—Idiotas, esto no será suficiente —gruñó Lesath, viendo cómo los muertos se recuperaban de las heridas, por graves que estas fuesen—. Matarlos es inútil.

—No son idiotas —dijo Aerys—. Fíjate bien.

Así lo hizo el santo de Orión. Al principio, pareció que en verdad lo eran, ya que los fornidos guerreros aplastaban una y otra vez a los soldados que se levantaban. Sin embargo, prestando la suficiente atención, podía notarse cómo solo estaban haciendo tiempo para que los tritones del Ártico los congelasen. Al fin y al cabo, incluso si las redes que algunos hacían caer sobre el enemigo no cedían ni a la fuerza de los soldados ni al metal infernal con el que estos estaban armados, no eran lo bastante numerosas como para atrapar a diez mil hombres. Era una buena estrategia, a corto plazo.

Los minutos pasaron sin que una sola vida se perdiese. Miles de estatuas de hielo sustituyeron a la legión de Aqueronte, vigiladas todas ellas por un nutrido grupo de sirenas en perpetua canción. Solo por eso, las cabezas descubiertas de los soldados no gritaban de dolor y desesperación. Solo por eso, la Guardia de Acero pudo llegar a tiempo, pasando entre el resto de la armada, los admirados santos de Orión y Erídano y los guerreros marinos responsables de la aplastante victoria.

Por cada tres soldados de la legión de Aqueronte había uno de los guardias de Azrael, observando tras el visor Corvus cualquier signo de peligro y luego sacando del cinto un cuchillo ceremonial. Según las instrucciones, todos los miembros de la Guardia de Acero, hasta los antiguos Heraclidas, exentos de la exigencia de llevar armas, debían portar uno de esos cuchillos de hoja de gammanium con los que ahora degollaban a los enemigos apresados. Fueron cortes limpios, precisos, que dieron un auténtico fin a quienes ya habían muerto una vez. Los cuerpos se convirtieron en masas de agua amarillenta en la que ya no latían las almas de diez mil guardias atenienses.

Y todo eso sin perder a un solo hombre.

Se dieron más ataques en lo sucesivo, todos respondidos con velocidad y eficiencia intachables, a pesar de que cada nuevo grupo, menos numeroso y a un tiempo más ágil que el primero, buscaba golpear un punto en apariencia débil de la armada marina. En ocasiones aparecían cien en el centro, lejos de Lesath, Aerys y las sirenas, cuyo dulce canto tardaba un tiempo en alcanzar esa zona; otras, mil caían sobre la retaguardia, como comprendiendo que el auténtico enemigo de la legión de Aqueronte no eran marinos y santos, sino esos humanos comunes sin cosmos capaces de romper el nexo entre las almas y el río del dolor; incluso hubieron ataques suicidas contra los cíclopes, incomprensibles para la mayoría, ya que siempre se saldaban con los gigantes de un solo ojo aplastando batallones enteros con los pequeños glaciares que usaban de porras.

Fuera como fuese, la armada no era el limitado grupo de santos de trece años atrás, sino miles de guerreros conocedores del cosmos. No existía forma en que soldados comunes, así fueran inmortales y contasen con las más mortales armas, alcanzasen una sola victoria. Ahora que la Guardia de Acero seguía el paso de los demás, ya ni siquiera era del todo necesario recurrir al hielo, las redes y el cantar de las sirenas, bastaba con matarlos y esperar a que los guardias clavasen en los caídos aquellos cuchillos especiales antes de que terminasen de recuperarse. Lesath llegó a escuchar a más de uno de los hombres de Azrael asegurar que ellos podían luchar en primera línea.

—Tal vez sería lo mejor —comentó Aerys.

—La Guardia de Acero no puede compararse a nosotros —repuso Lesath.

—Nosotros no estamos haciendo nada.

—Porque no nos dejan.

—Y aun así, ayudamos al enemigo.

—¡Como si pudiéramos evitarlo!

Por muchas almas que liberasen, las aguas del Aqueronte seguían presentes en el terreno. Avanzaban y avanzaban solo para seguir viendo ese tono amarillento en la tierra, oliendo la muerte y la enfermedad en todo momento y quedando a merced de toda suerte de ataques. Era por eso que los soldados del inframundo podían aparecer en cualquier parte: el ejército de marinos, guardias y santos estaba en Siberia y a un tiempo también estaba en el río del dolor, manifestado en el mundo de los vivos. Si se veía de ese modo, no era descabellado pensar que cada victoria los acercaba más a la derrota.

Lesath era consciente de eso y además comprendía lo difícil que sería salir de semejante trampa. Solo los que no dominaban el cosmos estaban exentos, a medias, de servir como baterías vivientes del río Aqueronte, pero a la vez los soldados del inframundo podían fortalecerse a través del dolor y la desesperación de una guerra en la que solo la derrota les esperaba, hasta llegar a un punto en el que los hombres comunes, incluso los chicos de Azrael, tan bien equipados, no serían más que carne de cañón. Llegados a esa situación, la presencia de guerreros con un mínimo conocimiento del cosmos era indispensable, cosa que el Aqueronte aprovecharía para sorber parte de la energía de aquellos guerreros y formar una Abominación que tanto podría ser una amenaza para un santo de plata hecho y derecho cuanto rivalizar con un santo de oro, como fue el caso que la división Cisne debió enfrentar. Eso último era posible, con tantos guerreros en medio de la infernal sustancia. Si los enfrentamientos se alargaban demasiado, la aparente fortaleza de la armada se volvería en su contra.

«¿Y qué puedo hacer? —pensaba Lesath, atribulado—. ¿Ir corriendo hacia Bluegrad? Eso no cambiará nada, será peor. Ni Alexer ni Piotr deben acercarse al Aqueronte.»

Después de todo, los Señores del Invierno eran lo más parecido a un santo de oro más allá de los ejércitos de los dioses, y el Santuario había dejado muy claro que ningún santo de oro debía enfrentar a la legión de Aqueronte frente a frente, salvo Nimrod.

«Nimrod de Cáncer. Él es el experto en la muerte, a él le debemos esos cuchillos mágicos, pero… ¿Por qué? ¿Con qué trucos cuenta ese viejo?»

El río Aqueronte pertenecía al reino del Hades. Si fuera tan fácil como exorcizar espíritus, estarían mejor preparados para lidiar con esa legión de inmortales de lo que estaban. No eran meros fantasmas deambulando, sino almas aprisionadas por un dios.

«Mientras funcione… —se dijo Lesath, no demasiado convencido.»

El santo de Orión no quiso vocalizar tan amargos pensamientos, temiendo que se volvieran realidad, pero no pasó demasiado tiempo antes de que tal cosa ocurriera. Cien pasos después, otros diez mil lanceros salieron de la nada, rodeando por completo al ejército, el cual pronto se apresuró en realizar la acostumbrada estrategia.

Al principio fue bien, más o menos. Tan pronto las sirenas empezaron a cantar, los soldados del Aqueronte se taladraron los tímpanos unos y se arrancaron las orejas otros. Después, se arrojaron con las mejillas ensangrentadas sobre los guerreros del mar en lugar de esperar a que ellos los destrozaran como quisieran. Por suerte, estos eran numerosos y de gran fuerza, por lo que pudieron reaccionar a tiempo y, zarandeando las anclas que usaban como armas, desataron feroces vientos propios de una tempestad marina, dando tiempo a los tritones del Ártico para que lanzaran sobre el enemigo vientos de aire gélido. Algo similar ocurría con los que atacaban la retaguardia: cientos y cientos de soldados fueron aporreados por glaciares, reducidos a manchas de metal y sangre sobre el suelo a la vez que los que estaban cerca de la zona de impacto eran transformados de súbito en estatuas de hielo desde la cabeza a los pies. Lo supieran o no aquellos gigantes de un solo ojo, con eso habían salvado muchísimas vidas.

En el momento posterior al envite, cuando la Guardia de Acero sacaba con impaciencia los cuchillos, apenas ocultando lo ansiosos que estaban por probar ser más que unos verdugos cobardes, un doloroso grito llenó la estepa, descolocando a marinos, guardias y santos por igual. Miles de cabezas, la única parte de los enemigos que los tritones del Ártico dejaban al descubierto, eran las responsables del sonido, y a nadie que las viera pudo extrañarles, al contemplar los ojos desorbitados y enrojecidos, la piel abriéndose desde dentro hasta fuera y los dientes torciéndose hasta caer garganta abajo. Los hombres de Azrael se apresuraron a liberar a aquellos soldados de su miseria; algunos pudieron ser degollados a tiempo, pero otros vieron antes sus cabezas arrancadas de cuajo e impulsadas hacia las burbujas amarillentas que surgían ahora del suelo.

—Abominaciones —gruñó Lesath.

—Nunca hemos visto tantas —gruñó Aerys.

Cualquier pedazo de carne y metal libre del hielo acabó en alguna de las burbujas. Y el propio hielo empezaba a cuartearse, dejando escapar más y más material.

Todo cambió de un momento a otro. Diez Abominaciones, compuestas de un pequeño cuerpo de aguas sorbedoras de cosmos y dos gruesos brazos hechos de cadáveres, con lanzas a modo de garras al final de cada mano, se elevaron sobre el ejército de los vivos en un silencio repentino, antinatural. Como si fueran estos y no los muertos quienes voluntariamente se arrancaron las orejas. Así fue durante diez, treinta, sesenta segundos.

Y luego vino el dolor, el auténtico dolor.

Como un látigo, golpeó por igual a las esbeltas sirenas y los fornidos guerreros del mar, muchos de los cuales debieron soltar las pesadas anclas e hincar la rodilla merced de un peso por mucho mayor. Entonces las Abominaciones atacaron, disparando las lanzas desde aquellos dedos enormes donde cientos de cadáveres eran desposeídos de toda armadura y fundidos en un solo cuerpo, en verdad una sola entidad. El metal negro se convertía enseguida en nuevas lanzas que seguían disparando, hacia los cíclopes.

—Bastardos, ¡bastardos hijos de puta! —gritó Lesath, avanzando pese a todo hacia ellos. Los malditos sentidos con los que contaba le permitieron saber que uno de los gigantes había caído, a pesar de haber detenido todos los mortales proyectiles a porrazos menos uno, a pesar de que el único que le dio solo le hizo un diminuto rasguño. No importaba, un cíclope estaba muerto y si las cosas seguían así todos le seguirían—. Con un demonio, me harté, los destruiré a todos. ¡A todos!

Tal fue la resolución de muchos más. Entre la Guardia de Acero, los tiradores se armaron con cañones de riel y plasma, en un honroso intento de al menos desviar las lanzas. Mientras las sirenas y los guerreros del mar especializados en el cuerpo a cuerpo se retiraban, los tritones del Ártico se concentraban en torno a cinco de las Abominaciones, arrojando sobre los cuerpos su aire congelado sin descanso alguno. Y a la inversa, Aerys freía a otra con una llamarada eterna. ¡Carne y metal desaparecían sin dejar rastro a seis mil grados de temperatura! ¡Un banquete de alta cocina para el dios del dolor! Lesath sabía eso, Lesath era consciente de la estupidez que estaban haciendo y también era consciente de que esas Abominaciones podían matarlos a todos.

El silencio volvió a empezar, pero el santo de Orión no estaba dispuesto a dejar que terminara el plazo de nuevo. Saltó hacia la Abominación que tenía más cerca envuelto en un cosmos ardiente, clavó las botas sobre la piel pálida de su puño derecho, formada por siete cuerpos a medio fundirse, y empezó a arrancarlos del cuerpo madre, uno a uno. Con furia y delicadeza a un tiempo, por raro que se le antojase, fue despedazando a aquella entidad del inframundo sin importarle lo mucho que las aguas amarillentas les llenara las botas o que de vez en vez la Abominación desviara alguno de los dedos hacia él. Estaba siendo rápido, muy rápido; ni podría acertarle, ni se quedaría suficiente tiempo como para que el Aqueronte se quedara con su cosmos.

La Guardia de Acero entendió antes que nadie el plan de Lesath, por lo que armados con los cuchillos ceremoniales, cargaron enseguida no solo con los cuerpos amorfos que el santo de Orión arrojaba al suelo con una sola mano, sino también los restos negruzcos que caían de la Abominación calcinada por Aerys. Y los guerreros marinos, admirados del valor de aquellos hombres comunes que seguían en aquel campo de batalla, decidieron prestarles apoyo de inmediato, unos desviando lanzas que pudieran alcanzarles y otros saltando sobre las Abominaciones congeladas y arrancando así un buen pedazo del hielo en el que hubieran cuerpos enemigos. Si liberaban suficientes almas, el Aqueronte no podría mantener tantas Abominaciones y tendría dos opciones: mandar más enemigos, permitiéndoles alcanzar una nueva victoria, o retirarse.

Pero no todo era tan fácil. El cuerpo de Aerys no resistiría para siempre la continua ejecución del Aliento del Sol Caído, una llamarada que cubría casi por completo a una Abominación; Lesath, por lo directo que estaba siendo, empezaba a agotarse cada vez más rápido, y si bien los tritones del Ártico eran numerosos, los esfuerzos de Aerys jugaban en su contra, ya que el Aqueronte era uno solo, y las llamas que caían sobre una parte de él servían en otra, de modo que eran necesarios muchos para mantener a baja temperatura a cinco Abominaciones al mismo tiempo, las cuales gozaban cada vez de un poder mayor. Por si eso fuera poco, las lanzas ya no llovían sobre los cíclopes tras mil fracasos, sino que se repartían también sobre los demás. Los marinos que saltaban sobre las Abominaciones congeladas, los responsables de congelarlas y los guardias obstinados que se ocupaban de los muertos se convirtieron en objetivos prioritarios. Y muchos cayeron incluso antes de que pasaran los sesenta segundos de silencio.

Aguijoneado por un nuevo latigazo de dolor, la suma de todo el sufrimiento al que él y los aliados habían sometido al enemigo, Lesath cayó a través de los acuosos restos de la Abominación por fin derrotada, dando un giro en el último momento para que fueran sus botas y no las rodillas las que chocaran contra la tierra. ¿Moriría? Sí, pero conservando el orgullo y la dignidad… Y la rabia. Estaba a punto de ver morir a más compañeros que en el resto de su vida. Las tres Abominaciones restantes aprovecharon ese momento de debilidad en la armada para arrojar sobre ellos cientos de lanzas negras, dadoras de una muerte cierta e ineludible. A menos que… a menos que…

—¿Qué estás haciendo, Lesath? —oyó el santo de Orión de pronto, en medio de un parpadeo. Era la voz de una mujer—. ¿Qué estáis haciendo todos?

Mera de Lebreles estaba allí, presente en cientos de lugares diferentes. Había detenido la mayor parte de las lanzas, incluso una que estaba por atravesarle a él por el costado.

—No puede ser. ¿Icario…?

—Tenemos que ir a las montañas —dijo Mera, dejando que el silencio fuera la respuesta a la pregunta que Lesath no deseaba formular—. Solo en Bluegrad estaremos a salvo. ¡No puedes reunir a tanta gente en el Aqueronte, con un demonio!

Mientras la santa de Lebreles reprendía al atónito Lesath, se oyeron los crujidos a destiempo de las lanzas, dándole un aire de autoridad que por momentos lo descolocó.

Al final, sin embargo, el santo de Orión hizo un gesto de asentimiento. Ya para ese momento algunos marinos habían cargado a Aerys, agotado por el sobreesfuerzo frente a una derrotada Abominación, y se retiraban junto al resto de la armada y la Guardia de Acero. Sí, era el momento de retirarse y repensar la estrategia.

—Voy a necesitar ayuda para contenerlos un rato —murmuró Lesath.

—Por eso estoy aquí —afirmó la veloz Mera, tronando los puños.

—Será un honor trabajar a vuestro lado —dijo el único de los hombres de Azrael, como los conocía el santo de Orión, que permanecía en el lugar. Mil Manos Shiva, armado con dos cuchillos, miraba tanto a las tres Abominaciones responsables del último ataque como a las dos que flotaban a ras de suelo, medio atrapadas por el hielo.

Atrás de los tres valientes había cinco cíclopes, uno por cada Abominación en el campo de batalla. No tenían que vencer, solo retenerlos el tiempo suficiente para que los suyos pudieran llegar hasta las montañas. Sin embargo…

—En la guerra, reducir el número de enemigos nunca es malo —murmuró Lesath antes de cargar a toda velocidad contra la que tenía más cerca, seguro de que lo seguirían.

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Ninguna de las batallas libradas en las estepas siberianas escapó del conocimiento del rey Alexer y el resto de la Alianza del Norte, aunque fue hasta el último de los enfrentamientos que se planteó la necesidad de mandar refuerzos.

Antes ocurrió el envío de algunos guerreros azules a Alemania, así como la llegada de Triela de Sagitario y sesenta Arqueros Ciegos a las puertas mismas de la ciudad. Günther, quien ya estaba encargando la defensa de esa zona, disponiendo para ello de hasta quinientos guerreros azules, se apresuró en indicar a la silenciosa enviada del Santuario que proteger Bluegrad era tarea de ellos, si bien estaba de acuerdo en que custodiara la entrada en desuso que los suyos tanto gustaban emplear.

La santa de Sagitario accedió a esa petición sin mostrar el más mínimo alboroto, para diversión de Nadia y desconcierto de Günther. Este consideró la sumisión de la Silente a las normas de Bluegrad como un mal augurio. Incapaz de separar la imagen de los santos de Atenea con la que creció de niño del papel de ladrones que habían tenido en el pasado reciente, exigió que dos hombres intachables los vigilasen de cerca. De tal tarea quisieron hacerse cargo el chamán Vladimir y el médico real Néstor, más como consejeros y vigilantes que como soldados listos para luchar en primera línea.

—¿Dónde estabas tú en los tiempos de la URSS, querido capitán? —dijo Nadia.

—En el vientre de mi madre —contestó Günther, riendo. No era nada tonto, podía ver cuándo estaba siendo un paranoico incorregible.

Ni Triela ni esos extraños guardias cegados del Santuario dieron muestras de entender lo que ocurría. Más bien, aceptando la compañía del viejo Néstor y el sabio Vladimir, se retiraron de la zona rumbo a las faldas del monte Sachenka, cerca del lugar en el que, meses atrás, otros santos de Atenea enfrentaron a un mago y el alma de un gigante. Una zona de mal augurio para la gente de Bluegrad ahora.

Fue después de que la santa de Sagitario se hubiese posicionado que Günther y otros más en la zona sintieron peligro allá donde estaban los marinos. De inmediato, la santa de Can Mayor y su hermano le pidieron permiso para ir en su ayuda, algo que le sorprendió tanto como la tranquilidad con la que la Silente accedió a sus órdenes. Por supuesto, el capitán en funciones se lo concedió, y aquellos dos corrieron como perros de presa en busca del cazador, bajo la atenta mirada de Fantasma de Lira.

—Deberías ir con ellos.

—A mí me importa mi misión, capitán —dijo el santo de plata.

—¿Insinúas que a tus compañeros no?

—Lucile, Lesath, Bianca, Nico… Todos son como una larga correa tirada por la Tejedora de Planes —contestó Fantasma, haciendo una mueca—. A ella le importa nuestra misión, creo, pero si no le importase, a esos cuatro les daría igual.

—Respetan la cadena de mando.

—Como buenos soldados —insistió Fantasma—. Y terribles héroes.

Günther soltó un bufido y se apartó de aquel extraño personaje. Tenía cosas más importantes que hacer que entender a un loco, como defender su ciudad.

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Al despertar, lo primero que vio Aerys fue el monte Sachenka a lo lejos. Temiendo que estuviese reviviendo esa misión de pesadilla cerró los ojos con fuerza, pero luego los abrió de nuevo, odiándose a sí mismo, solo para percatarse de que estaba en la verdadera entrada de Bluegrad. Así lo atestiguaba la cuidada carretera sobre la que los marinos que lo cargaron hasta allí lo dejaban ahora con suma atención.

Estaba rodeado de guerreros azules, muchos, la verdad, más de cien. Todos llevaban armaduras toscas, si exceptuaba a Günther, Nadia y otros guardias reales entre los que no encontró a los más sensatos. Había también varios supervivientes aquí y allá, esperaba que no todos, pues ni los pocos marinos presentes —todos armados con tridentes y redes mágicas—, ni la Guardia de Acero superaban en número a los guerreros azules. Parecían más bien oficiales rindiendo cuenta de la situación en el exterior a quienes llevaban la voz cantante en esas tierras. Aerys asintió, aprobándolo.

—¿Ya estás despierto? Tu superior está en problemas —le advirtió Günther.

—Ah, hemos compartido el pan, ahora no es el señor plateado, es mi amigo. Tendré que echarle una mano, ¡vamos allá! —dijo, tratando de levantarse, pero solo logró volver a caer de espalda—. Ah, pan, necesito un pan para recuperar fuerzas.

Vio que Günther indicaba a su hijo, el pelirrojo Mime, que buscara algo. Aerys no estaba lo bastante informado de la situación como para percibir que en parte buscaba alejarlo de Lira, aquel tétrico santo de plata que lo miraba sin pestañear.

—¿Qué hay de los demás? Can Mayor, Can Menor, Reloj, Escudo, Centauro…

—¿Centauro? —dijo Günther, acercándosele.

—Sí —murmuró Aerys, muy molesto de encontrarse tan agotado—. El santo de Centauro, Joseph. Es un buen hombre, un señor plateado estupendo.

—No hay nadie así aquí.

—¿Cómo que no? Si la Silente ha llegado. ¡Lo noto!

—En efecto, así es, pero ella no nos dijo nada de otros santos de plata. No nos dijo nada de nada, a decir verdad. ¿Es que acaso no confían en nosotros?

—Solo los dioses saben en qué confía la Silente —repuso Aerys, cuyo rostro se iluminó al ver que Mime llegaba con un poco de pan. Más veloz que nunca, el santo de bronce agarró el alimento, lo calentó y empezó devorarlo con avidez—. Tal vez fue el mago.

—¿Otro mago? —terció Nadia—. ¡No me jodas!

—Ocúpate de tus asuntos —dijo Günther, mirando por igual a la guerrera azul y Mime. Ambos se alejaron, pero el capitán en funciones decidió hablar en voz baja—. No estoy para bromas, santo de Atenea, y si me apareciese ante Su Majestad para decirle que un mago hizo desaparecer a uno de sus guardias reales, te aseguro que se lo tomaría como una broma, incluso si ya hemos tenido que lidiar con esa clase de enemigo.

—Es que hay otro mago que hace que la gente se pierda en las dimensiones, tal vez es el responsable, tal vez no —aclaró Aerys, ya repuesto. De un salto, se puso de pie y añadió—: Sea como sea, hay que avisar al Santuario. ¿Lo harás?

Günther guardó silencio. El hombre le había parecido ridículo hacía tan solo un momento, pero ahora parecía decidido a librar alguna clase de batalla.

—Estoy obligado a hacerlo.

—Entonces, me despido, ¡tengo a un amigo que salvar! —exclamó el santo de Erídano.

Notas del autor:

Shadir. A lo largo de la historia de la humanidad ha habido todo tipo de guerras. Algunas han durado años. Esperemos que no sea el caso de esta, incluso los trece días que prometieron las fuerzas del Hadas serían terribles para la Tierra.

Probablemente en tiempos mitológicos el Tártaro era el patio trasero para pegarse sin molestar a nadie, pero Cronos decidió remodelarlo como una prisión.