XCIII.

—InuYasha…— Kagome exhaló consternada.

No, no podía ser verdad lo que estaba viendo delante de sus ojos.

En medio de una aldea masacrada, InuYasha, su InuYasha, estaba cubierto de sangre por completo y junto a él estaba el cadáver de Goshinki hecho pedazos.

Pero él no era él; ese no era el medio demonio con el que había crecido y del que se había enamorado. Sus ojos, del color de la sangre, reflejaba el más absoluto desdén y satisfacción, mientras se regodeaba en el líquido escarlata que manchaba sus garras, peligrosamente afiladas. Las facciones de su rostro se habían vuelto más angulosas y sus colmillos ahora sobresalían por los laterales de su boca, dándole un especto más mortífero y oscuro.

¿Quién era ese y dónde estaba su medio demonio?

—¿Qué le ocurre? — jadeó Sango; por el rabillo del ojo, Kagome vio que estaba unos metros alejados observando la escena conmocionada, apoyada en Miroku.

—Su aura demoníaca es más poderosa— respondió este último a media voz— Es como… como si fuera un demonio completo.

«¿Un qué?»

La atención de Kagome se volvió otra vez a dónde estaba InuYasha.

—InuYasha…— caminó hacia él lentamente.

De pronto, el semblante del medio demonio convertido se alzó y lo vio olisquear al aire, como si hubiera captado la presencia de una suculenta presa. Sus labios se retrajeron, enseñando así la totalidad de su mortífera dentadura, mientras un gruñido escapaba de sus labios.

—Sé que no me oyes, pero este no eres tú— siguió acercándose con ambas manos en alto.

Las orejas de InuYasha se movieron y Kagome lo vio observar a su alrededor con frenetismo. Si hubiera tenido un corazón, este se hubiera detenido.

—¿InuYasha? — exhaló histérica, más y más cerca.

Otro gruñido salió de los labios de él y se llevó las manos ensangrentada a la cabeza.

—¡InuYasha, ¿qué te pasa?! — acortó la poca distancia que le separaban e intentó abrazarlo, acariciarle el rostro, pero como venía siendo una costumbre, su cuerpo se convirtió en humo y terminó traspasándolo— ¡Mierda! ¡InuYasha, estoy aquí! — lloriqueó— ¡Aunque no me veas ni me sientas, estoy contigo! ¡No me iré nunca de tu lado, te lo prometo! ¡Pero ahora tienes que volver a mí! ¡¿Me oyes?! ¡Vuelve a mí!

InuYasha se encogió sobre sí mismo como si le hubiera golpeado con fuerzas y terminó de rodillas en el suelo. Gruñidos y gañidos escapaban de sus labios mientras se llevaba las manos a la cabeza y se encogía sobre sí mismo.

—Kago…

El cuerpo de ella se congeló por lo que pareció una eternidad antes de que también cayese de rodilla en el suelo. Colocó sus manos sobre las de él, a ambos lados de su cabeza, y apoyó la frente sobre la suya.

Su cuerpo chispeaba como estuviera hecha de relámpagos.

—Me sientes. Me oyes— murmuró rota, sintiendo sus lágrimas deslizándose por sus mejillas—InuYasha, Yasha, si estás ahí, vuelve, por favor. Tengo miedo. Tengo miedo y te necesito, no puedes dejarme. Vuelve conmigo que yo estoy haciendo todo lo posible para volver a ti.

—Kago… me…

—Me lo prometiste, idiota. Dijiste que siempre estaríamos juntos, que no dejarías que nadie nos separase. ¡Me lo prometiste, y yo confío en ti, no puedes abandonarme!

InuYasha gruñó con más fuerza y sus manos ejercieron tanta presión en su cabeza que Kagome sabía que estaba haciéndose daño. Entonces, alzó la cabeza y sus ojos escarlatas miraron hacia delante; exactamente al lugar dónde estaba ella, y cuando sus ojos se encontraron, en medio de toda esa bruma de locura y confusión, Kagome creyó que había revivido.

Sus ojos, sombríos y profundos, la traspasaron por completo y una lágrima de sangre se deslizó por la mejilla del medio demonio.

—Pe… que… ña…

Deseó tocarlo, pero sus manos fueron humo cuando intentó acariciarle el rostro. Y como una pompa de jabón explotando, la realidad volvió a ella. No había vuelto. Seguía estando inconsciente, seguía siendo un alma que vagabundeaba errante por la tierra…

—Estoy contigo, aunque no me veas— sollozó con voz trémula— No me separaré de ti, pero tienes que esperarme. Volveré, si tú lo haces. Volveré a ti, ¿me oyes, InuYasha? Todo irá bien.

—Pe… que…— extendió su mano y Kagome contuvo la respiración inconscientemente. Sin embargo, aunque InuYasha tenía los dedos en el lugar que debería estar su mentón, ella no sentía nada; ella no era nada.

—Te quiero, InuYasha. Confía en mí, volveré. Te lo prometo por nuestra madre— murmuró deseando que se le grabara cada palabra que había dicho a fuego en su corazón y alma.

No supo si eso llegó a ser posible. Súbitamente, la expresión de él cambio y mientras sus ojos volvían a ser de ese familiar y añorado color oro, el miedo y la congoja se apoderó de él, y Kagome supo que ya no podía ni verla ni escucharla.

—No…—musitó casi sin voz, moviéndose hasta donde fue la última vez que la vio; pero allí no había nada. Estaba solo. Kagome, su pequeña…—No… ¡No, Kagome! ¡No te vayas! ¡KAGOME!

—¡InuYasha!

Sango y Miroku corrieron hacia dónde estaba su amigo y lo encontraron de rodillas en el suelo, apoyado en sus brazos y sollozando como si le hubieran arrancado el corazón de cuajo y lo hubieran dejado allí para que muriese.

—InuYasha… —Sango se acuclilló a su lado angustiada.

—No… no… Kagome…— susurraba InuYasha, incrédulo y perdido, todavía encogido sobre sí mismo. La mano de Sango en su espalda la sintió como una cruel burla del destino contra él—Ella está…—calló cuando una oscura sonrisa emergió de sus labios y se incorporó sobre sus rodillas—¡Kagome! — chilló, mirando a todos lados.

Allí no había nadie.

Ella no estaba.

Su pequeña…

—¡KAGOME!

—Volveré a ti…— Kagome se llevó una mano a dónde debería estar latiendo su corazón y apretó para mitigar el dolor que estaba sintiendo— Espérame, InuYasha…

Sus palabras fueron llevadas por el viento mientras, a lo lejos, InuYasha no dejaba de gritar su nombre.

Palabras: 994


Odiadme, porque yo también lo hago al escribir cosas como estas...