Capítulo 125.- El ambicioso funcionario Ernesto Jiménez

Madrid, 1951

« —Hace mucho tiempo —gruñó Ernesto, humanidad perdida, sacándose la trabada vizcaína del cuello con lentitud—, que me llevo sin amos. Tú mejor que nadie, Alonso de Entrerríos, debería comprenderlo. Lo que tienes ante ti, es lo que el Ministerio ha hecho conmigo.

Es lo que hubieran hecho contigo, si hubieras vivido lo suficiente.»

«Cap 12.- Los Magníficos Siete»

«Tiempo de Dragones»

Ernesto se alejó del moisés y pegó la espalda a la pared. Se esforzó en oír. Dos mujeres. Un hombre. Una discusión. Tic, toc, tic, toc hacía un reloj.

—Enrique Mendieta era mi padre. ¿No os suena? —oyó.

Trató de no desmayarse por la herida en la pierna y aguantar de pie. No sabía cuánto aguantaría. ¡Debía aguantar! ¡Debía aguantar!

Hizo memoria. La hija de Lola Mendieta se llamaba Lucía. No tenía claros los detalles, pero muy probablemente Lola acabaría matando a los padres y llevándosela. Lola estaba en aquella casa. ¡Estaba en aquella casa! ¡Vulnerable! Chispitas había dicho que aquel portal daba a un momento en la vida de Mendieta, así que matarla antes de que acabase con Ferguson, aunque fuese mucho antes, acabaría con todo. ¿Dónde hacerlo? ¿Debía ir a por ella? No. No. Debía esperarla, comprendió. Se quedó congelado con la mano ensangrentada a punto de abrir la puerta. No debía intervenir en lo del matrimonio. Lola vendría por el bebé.

Tendría que esperarla en la habitación y matarla al llegar.

Sonó un disparo.

—¡Asesina! —gritó la otra mujer.

Silencio. Pelea. Otro disparo.

Ernesto, el pecho cada vez más pesado a cada respiración, se apoyó en el marco de la puerta, a la espera. El frío tacto de la bayoneta en su mano, el mosquete en el suelo, era lo único que se le hacía real después de aquella locura de saltos y portales. Debía aguantar. Debía aguantar y matarla al precio que fuera.

La bebé empezó a llorar.

Era ahora o nunca.

La puerta se abrió y Ernesto no esperó un segundo más. Aferró la bayoneta con todas sus fuerzas, la visión de aquel cuarto, aquel mundo, desvaneciéndose a cada segundo, y se lanzó por la espalda a por la mujer del vestido azul sin importarle nada; sin importarle si hacía bien o mal, o la locura que iniciaba en el futuro del Ministerio a partir de aquel momento, o si acaso, qué importaba ya a aquellas alturas de la película, joder, si Lola Mendieta merecía morir o no. Daba igual. Le daba igual. Aquel era el final de su viaje, del de todos, y para bien o para mal, acabaría con aquella pesadilla de una puta vez.

Fue a clavarle la bayoneta por la espalda.

Pero algo le pareció raro.

O extraño, mientras lo hacía.

Fue apenas un parpadeo que no le detuvo lo más mínimo mientras se lanzaba hacia ella, casi sintiendo todo a cámara lenta.

Ya no se oía el reloj.

Y cuando tenía la punta de la bayoneta a punto de atravesar la espalda de Lola se quedó helado sin comprender, ¿cómo era posible?, por qué todo incluído él en su ataque al abalanzarse, cayendo sobre ella, se había quedado detenido en el tiempo.

—Cada vez que creo que os conozco más —oyó una voz de hombre tras él—, más me sorprendo. A los de tu Ministerio, ya sabes. A pesar de vivir en las cavernas, sacáis recursos de debajo de las piedras.

Todo estaba detenido, pero la voz se movía a su alrededor ajena al prodigio. Primero unas manos le apartarton la bayoneta de la espalda de Lola y luego, ¿cómo era posible joder?, notó que las mismas manos le levantaban a pulso por los sobacos y lo sacaban de la habitación, como si él fuera el bebé.

—Has perdido peso —juzgó su captor.

Ernesto trató de hablar, pero no pudo. Como el resto de su cuerpo, como Lola, como el bebé, como el reloj de pared en algún lugar de aquel apartamento que había dejado de hacer «tic, toc», su boca estaba detenida. Todo lo estaba menos su pensamiento y aquel hombre de voz desconocida que, cuando lo sentó en el sofá de la salita frente a los cadáveres del matrimonio en el suelo, le clavó algo en el cuello.

Tras lo que debió ser algún tipo de inyección Ernesto notó que podía volver a respirar y que, a su lado, frente a él y como sacado del reflejo de un siniestro espejo, otro Ernesto Jiménez le devolvía una socarrona mirada.

—Pareces sorprendido —dijo al dejar visible una pistola plateada en su regazo—. Pues imagínate cómo estoy yo, que hace como un año que ya te maté. Cabrón.

Ernesto pudo abrir la boca y parpadear, al tiempo que trataba de no prestar atención a los cadáveres sobre la alfombra. Todo seguía parado a su alrededor, detenido, y aunque comenzó a sentir la cara y el cuello, no notaba nada por debajo de él.

—Como... Ves —improvisó Ernesto, sin saber bien qué decir—... Supongo que no me mataste del todo.

El otro negó con la cabeza. Pensativo.

—No, no, no. Nos ha jodido que te maté —repuso. Luego lentamente se tocó el brazo con la pistola, produciendo un leve sonido metálico—. Me costaste este brazo. Por eso me aseguré de que no quedaba de tu cadáver ni las putas cenizas. Tú eres otro. No eres yo, obviamente, porque te recordaría. Así que… ¿Quién coño eres? ¿Te envía Amelia? ¿Vienes de otra iteración?

Ernesto comprendió con un nudo en la garganta que estaba frente a ese otro Ernesto del Ministerio alterno. No un otro cualquiera. Ese otro. Por el brazo de metal, por aquella mirada y aquella sonrisa, comprendió que se trataba del mismo que le había dejado encerrado y suplantado, jugándosela a Irene en el Alcázar de Toledo (*1), para luego irse a Nuevo México (*2) y no parar hasta conseguir que Amelia, la original, muriera. Puesto que tenía la cabeza aún sobre los hombros, parecía razonable pensar que aquello aún no había sucedido para él.

—Vengo a matar a Lola Mendieta —fue todo lo que pudo decir Ernesto.

El otro le observó, fingiéndose sorprendido.

—No me digas —suspiró—... Bueno, mira. Olvida las anteriores preguntas. Si me dices cómo has llegado hasta aquí, me encargo de que te miren esa pierna. Tiene mala pinta. Podrías morir.

—¿Por qué es tan importante saber de dónde vengo?

—Como si no lo supieras… Porque este momento, toda la línea de Lola Mendieta a decir verdad, está protegida. No es posible acceder ni remotamente y en caso de que alguien de vuestro Ministerio lo intente, que lo habéis intentado, ya sea accediendo por otro lugar o esperando unos años en el sitio adecuado, se nos encienden como mil alarmas —explicó el otro, más que paciente, aburrido. Como si aquello fuese un trámite—. Pero tú… Tú has estado a puntito. Si no tuviese esto —añadió señalándose un reloj de muñeca plateado y extravagante—, habrías matado a la pobre Lola. Los llamamos «retenedores». Una pena que Amelia los vaya a prohibir... Dice que tienen un efecto desestabilizante en la línea, aunque yo sospecho que lo que pasa es que no le gusta que tengamos este poder, pero… ¿Quién soy yo para dicutir con la jefa, no? —se detuvo, mirando alrededor con calma—. Y fíjate... Si no llego a pararlo todo a tiempo, habrías impedido el asesinato de Ferguson y con ello pues… Ya sabes. A nosotros. Entenderás que seamos un poco pejigueros con quien se mete así sin más para acabar con la vida de la pobre Lola. Imagina el drama. No existir. Eso no nos va.

—Por eso puedes estar tranquilo —gruñó Ernesto. El dolor de la pierna había vuelto, pero seguía sin poder moverse—. Creo que soy el único. Y no creo que vengan más. Llegar hasta aquí es… Difícil.

La expresión del otro Ernesto cambió hacia una sonrisa de contento y comprendió que con aquel comentario probablemente había metido la pata.

—¿Has llegado desde el laberinto? ¡Vaya! —Dejó entonces la pistola sobre su regazo otra vez y aplaudió lentamente, en plan villano, tres veces. Luego volvió a agarrar el arma—. Es la única explicación posible, claro. La bayoneta, el mosquete, la herida, esos andrajos del siglo XIX… Esa casaca roja es de las guerras napoleónicas, ¿verdad? Te has plantado aquí desde vete tú a saber cuándo y por la pinta sin apoyos… Eso me alegra. Significa que no puede haber muchos más que tú. ¿Me puedes decir quién os informó de la existencia del laberinto? Creo que sólo lo sabemos Amelia, Lola, ese raro del ingeniero, yo y… Bueno, ahora tú. ¿Quién os informó? Dime.

Ernesto aguantó el tipo como pudo. Ya estoy muerto, se repitió con cada vez menos fuerzas. Y darle información a aquel engendro de metal y carne sólo lo complicaría todo más. Había fallado. Había fallado estrepitosamente en su objetivo de matar a Lola y pensar que había valido la pena intentarlo, no arreglaría nada. Podría haber seguido con Irene y los demás y haberles ayudado… Pero no…

No valía la pena lamentarse.

Únicamente podía hacer una cosa; dos, a decir verdad. Primero conseguir que aquella criatura le matara para que no le sacaran información en el otro Ministerio y segundo tratar… Tratar de…

Dios mío, pensó.

Aquella era la única manera.

O provocaba que aquel animal iniciase el plan para matar a Amelia en Nuevo México o no podía estar seguro de que Irene y los demás siguieran a salvo para encontrar el punto de bifurcación. Esa cosa iría a por ellos. Esa cosa iría a por ellos y les encontraría, y sobreviviría, para que el punto fijo de la muerte de Amelia pudiese cumplirse. Todos los portales, recordó, llevaban a puntos de gran inestabilidad; conducir a aquella bestia a lo que ya había sucedido era mejor, infinitamente mejor, que llevarle a lo que aún estaba por suceder. Ernesto trató de hacer memoria. Recordó la cabeza llena de cables, ni viva ni muerta, que pidió como único deseo que le desconectaran.

Quien les había informado del laberinto había sido él, una vez derrotado tras Taos. Y el motivo había sido que el Ministerio alterno le había arrancado toda la humanidad hasta convertirle en algo cuyo único deseo era no continuar.

—No somos tan diferentes tú y yo —dijo Ernesto, tragando saliva. El dolor… El dolor era… Casi insoportable—… Yo estoy cansado. Sé que tú también lo estás. En esta… Iteración, como la llamais, aún seguís en guerra con nosotros.

El otro le miró de manera diferente. Se echó adelante, quizás interesado.

—Sí, aunque no por mucho tiempo —contestó—… Dentro de poco encontraremos un punto débil, volveremos atrás, explotaremos la debilidad y evitaremos la guerra o la ganaremos rápidamente. ¡Y todos seremos una gran familia feliz! ¿Qué te parece? Al menos ese es el plan de la jefa. No es de los peores que ha tenido.

—No somos de los que aguantan a jefes.

—Nunca lo hemos sido —aceptó el otro—. ¿Qué estás sugiriendo?

—Mata a Amelia. A la mía, quiero decir. Sé que lo has pensado —continuó, espoleado por la confusión en la cara de su otro yo—. Fue ella la que nos organizó y la que os aguantó. Sin ella, el Ministerio caerá en un día y no habrá resistencia. Qué hay si te digo… Si te digo dónde puedes encontrarla para que todo parezca un infortunado accidente de misión.

—Digamos que me lo pensaría. ¿Dónde?

—Nuevo México. Inicialmente deberían ir a 1770, pero no te costaría nada hacer un cambio y llevarles a un par de años después para que… Se pierdan en algún año conflictivo...

De estar echado hacia adelante, el otro Ernesto pasó a echarse atrás en su sillón, lentamente. Los rasgos de su cara se endurecieron. Estaba claro que desconfiaba; a él le hubiera pasado lo mismo.

—¿Qué es lo que ganas tú con esto? Traicionar no nos va. No siempre, al menos.

—El derecho a no continuar. A no seguir. El Ministerio me ha pedido demasiado ya —pudo decir. Notaba el sudor cayéndole por la frente, incapaz de controlar el dolor de la herida. Seguía sin poder moverse. Seguía sin poder escapar. Estaba tan muerto ya, se recordó para darse fuerzas, como los cadáveres de aquel matrimonio sobre la alfombra encharcada de sangre—. Creo que… Me he merecido la jubilación, ¿no crees?

El otro le observó desde el sillón. Impasible.

—No puedo dejarte vivo —le informó friamente.

—No es lo que te pido.

El otro tamborileó sus dedos sobre la culata de la pistola en su regazo. Pensativo, arrancando pequeños soniquetes de metal contra metal.

—Debería llevarte al Ministerio —pareció pensar en voz alta—. Allí podrían sacarte toda la información que me estás ocultando.

Ernesto tragó saliva porque tener que estar regateando la muerte de uno, como que dejaba la boca seca.

—¿Y qué cambiaría? —dijo al fin, los ojos fijos en los infelices muertos a sus pies—. Ella, tu Amelia, tendrá lo que desea. Amelia sabrá que sabemos del laberinto. ¿Qué cambia eso para ti? ¿En qué te beneficia? Si no le dices nada, en cambio…

—En cambio, qué.

Ernesto buscó en los más oscuros rincones de su alma para encontrar algo que le interesara a aquel engendro; lo encontró al poco en un sitio oscuro, recóndito, que había enterrado muy adentro de él hacía mucho para olvidarlo por completo… Sin conseguirlo nunca del todo. Quizás al otro le pasara lo mismo.

—¿Cuánto lleva Amelia de subsecretaria? ¿Cuánto llevas ejecutando fielmente sus órdenes? ¿No estás harto? —tentó Ernesto—. Si le llevas la ventaja en esto, si evitas la guerra con nosotros, no veo por qué no podrías demostrarle que puedes ser tú el subsecretario, en vez de ella. Demostrárselo a todos.

El otro le miró, una ceja levemente por encima de la otra.

—Podría negar eso pero… En fin. Tú, eres yo —sonrió. Se levantó, el arma en la mano—. Ambos sabemos lo que queremos.

—No —negó Ernesto apretando los dientes—. Yo no soy tú.

—Bueno —aceptó el otro Ernesto apoyando el cañón en su frente—... Lo eras.

Ernesto tomó aire, por última vez, y oyó finalmente el disparo que acabó con su vida.


(*1) Ver: «Tiempo de Masterchef» y «Tiempo de acertijos»

(*2) Ver: «Tiempo de Dragones»

NdA: Siento haber matado a Ernesto. Pero es la naturaleza del laberinto. No es un lugar feliz :(

Este capítulo viene del C110, en donde Ernesto atraviesa el último portal de América separándose de Irene (ella va al tres de mayo en Barcelona junto a Solete). Tras ese portal en Carabobo, Ernesto se encuentra con el momento en el que Lola Mendieta va a matar los padres de Lucía (cuando era un bebé; luego la descubre y la cría como una hija). Lo de Lucía es canon, aunque de la tercera temporada (este fic va entre la segunda y la tercera).

La cita de inicio (autocitarse me parece de divos, pero aquí estamos compis), es del fic anterior a Guerra Civil, «Tiempo de Dragones». El villano de aquella historia era Ernestator (con permiso de la Amelia alterna), que pierde un poco la cordura después de la guerra entre Ministerios que le acaba convirtiendo en un cyborg (hay una guerra que no he escrito porque se evita con la muerte de Amelia en Taos).

He estado huyendo de este cap un poco porque no me acababa de decidir a confrontar a Ernestator y a Ernesto. Por un lado, fridda en el cap 110 tuvo una revelación que me pareció alucinante y he estado a punto de meterla: Ernestator y Ernesto son la misma persona y esto hubiera acabado llevando al pobre Ernesto a convertirle en el cyborg de «Dragones». Esta idea, aunque flipante, me abría un horizonte de numerosas paradojas que me acojonó, sinceramente, así que opté por el camino fácil y me decidí a ir cerrando cabos sueltos en la historia (que ya toca). Gracias fridda. En honor a la verdad, tampoco puedo descartar que el Ernesto alterno lleve el cadáver del nuestro al otro Ministerio y le resuciten de algún modo, así que de algún modo la idea sigue viva.