MI DUQUE
16: Se Terminó
Los guantes habían sido un error.
Naruto se dio cuenta en el segundo en que comenzó a abrocharle aquellos condenados botones. No era que no hubiera imaginado hacerlo desde el momento que llegaron a su casa, lo que ocurría era que había imaginado que le desabrochaba todo lo demás, hasta dejarla cubierta solo con aquellos largos guantes de seda.
Pero la imaginación siempre se quedaba corta si la comparaba con la realidad, al menos en lo que a Hinata Hyûga se refería, y no había podido dejar de tocarla, de besarla, de saborear su piel. De acabar distrayéndose y poniéndose insoportablemente duro durante el proceso.
Nunca en su vida había tenido tantas ganas de llegar a un sitio. Pero cuando se bajó del carruaje y la ayudó a descender, el guante de seda se deslizó entre sus dedos, haciendo que se diera cuenta de que había cometido un enorme error. Después de todo, tendría que tocarla durante toda la velada, y cada roce de la seda contra su piel sería como el contacto de una llama.
Un recordatorio de que la había acariciado.
Y de que no lo volvería a hacer.
La guió por la extravagante decoración de los escalones de Nara House hasta el interior, donde observó cómo un lacayo la ayudaba a quitarse la capa ribeteada en armiño para revelar una amplia extensión de la suave y pálida piel de los hombros.
Una extensión demasiado desnuda.
¡Joder!
Jamás debería haber presionado a Hebert para que bajara la línea del escote. ¿En qué había estado pensando? Cada uno de los hombres presentes la miraría.
¿Acaso no había sido ese su plan todo el rato?
Pero ahora, mientras ella se ajustaba aquella sensacional máscara dorada, que solo servía para llamar la atención sobre sus hermosos y extraños ojos, y lo miraba con una sonrisa, él odió su plan.
Pero ya era demasiado tarde. Había entregado la invitación y estarían dentro del salón de baile en unos segundos, mezclándose con aquella informe masa de aristócratas que habían regresado a la ciudad para asistir a tan magno acontecimiento; razón por la que había elegido aquel evento para su revelación.
Para regresar con los suyos.
Posó la mano en la parte baja de la espalda y la condujo entre las oleadas de personas que se aglutinaban en torno a la puerta, resistiendo el deseo de estrangular a los hombres que paseaban sus miradas errantes sobre las curvas de los pechos de Hinata.
Lanzó un vistazo de reojo a los senos en cuestión, considerando la perfecta piel rosada y los tres pequeños lunares que parecían centinelas, justo encima del borde de seda verde. Se le secó la boca.
Carraspeó y ella le lanzó una mirada interrogativa desde detrás de la máscara.
—¿Y bien, su excelencia? Ya estamos aquí, ¿qué es lo que quieres hacer ahora conmigo?
Lo que él quería era llevársela a casa y tenderla desnuda sobre su cama. Poner remedio a los acontecimientos perdidos aquella noche, doce años atrás. Pero no era esa la respuesta que ella esperaba, así que tomó su mano enguantada y la guió entre la multitud.
—Quiero bailar contigo.
No hacía ni dos segundos que la había tomado entre sus brazos cuando se dio cuenta de que la idea era casi tan mala como haberle regalado aquellos guantes. Ahora su suavidad y su inimitable aroma cítrico le envolvía, y encajaba entre sus brazos mientras efectuaban los pasos que él no debería recordar. Y fue entonces, al pensar en los pasos, cuando vaciló.
Se recuperó al instante, pero ella notó el traspiés antes de volver a seguirlo con la misma facilidad que antes. Ella buscó su mirada y él vio el brillo de sus ojos dentro de la filigrana dorada.
—¿Cuándo fue la última vez que hiciste esto?
—¿Te refieres a cuándo fue la última vez que acudí como legítimo aristócrata a un acontecimiento público de la nobleza? —Ella ladeó la cabeza antes de que él ejecutara una elaborada vuelta para evitar a otra pareja—. Más de una década.
Ella asintió.
—Doce años.
A Naruto no le gustó la exactitud de la respuesta, pero no pudo decir por qué. Se codeaba con la élite de la sociedad a menudo en el sótano de El Ángel Caído, después de un combate, cuando había demostrado su valor con sus músculos y su fuerza. Era más fuerte que ellos. Más poderoso.
«Ya no».
Flexionó la mano mala en el cabestrillo, seguía insensible y eso le inquietaba. Lo odiaba, en parte por la mujer que sostenía en los brazos. Porque jamás podría sentir su piel con ella. Ni su pelo. Y si Hinata descubría su nuevo defecto, lo consideraría menos hombre.
Pero no debería importarle; después de todo, jamás volvería a verla después de esa noche.
Eso era lo que quería.
«Mentiroso».
—Háblame sobre ello —dijo ella, y él deseó que no lo hubiera hecho. Deseó que no estuviera interesada en él. Deseó que no capturase su atención con tanta facilidad. Su aprecio.
Deseó que no le hiciera perder así el control.
—Este no es el momento de conversar.
La hermosa mirada de Hinata se volvió irónica cuando miró a su alrededor, a las parejas que bailaban junto a ellos.
—¿Tienes que ir a algún sitio?
Ella estaba a su merced por completo. Podía decirle que se quitara la máscara en ese mismo momento. Tenía todos los ases en la mano y ella no poseía ni una mísera carta alta. Y aun así, se atrevía a bromear con él.
Incluso en ese momento, a minutos de su destrucción, mantenía el tipo.
Era una mujer notable.
—Me vi forzado a asistir a la fiesta que ofrecía un vecino.
Los labios rosados se curvaron bajo la máscara, incrementando la provocación del vestido.
—Seguro que disfrutaste. Seguro que te viste forzado a bailar una contradanza para igualar el número de hombres y mujeres.
—Mi padre me advirtió que no tenía alternativa —explicó él—. Es lo que hacen los futuros duques.
—Así que lo hiciste.
—Lo hice.
—¿Lo odiaste? ¿Odiaste que a todas esas damitas se les cayeran los pañuelos a tus pies y tuvieras que detenerte a recuperarlos?
Él se rio.
—¿Lo hacían por eso?
—Es un truco muy viejo, su excelencia.
—Y yo pensando que eran muy torpes.
Vio brillar los dientes blancos de Hinata.
—Lo odiaste.
—Lo cierto es que no —confesó él, observando que su amplia sonrisa se convertía en otra de curiosidad—. Era bastante tolerable.
Era mentira. Lo había adorado.
Había adorado cada segundo de ser aristócrata. Le gustaba la sensación de poder, el placer y el honor que suponía que las jóvenes más guapas de La ciudad se hubieran peleado por conseguir su atención.
Había sido rico e inteligente, y con un título que traía aparejado privilegios y poder.
¿Cómo no iba a adorarlo?
—Y estoy segura de que las damas se sentían muy agradecidas cuando cumplías con tu deber.
«Deber».
La palabra le recorrió y se desvaneció cuando sus recuerdos sobre su título le llevaron de nuevo a esa mañana en la que despertó en una cama empapada en sangre. La miró a los ojos.
—¿Por qué la sangre?
Por un momento, en los ojos de Hinata solo hubo confusión, hasta que lo entendió. La vio vacilar.
No era el lugar adecuado para mantener esa conversación, en la casa de uno de los hombres más poderosos de La ciudad, rodeado por centenares de lores. Sin embargo, era cuando había surgido, y no se pudo resistir a presionarla.
—¿Por qué no te limitaste a huir? ¿Por qué fingir tu muerte?
No estaba seguro de si ella respondería, pero lo hizo.
—Jamás planeé que te acusaran de mi muerte.
Naruto esperaba muchas respuestas, pero no que ella mintiera.
—Ni siquiera ahora eres capaz de contarme la verdad.
—Sé que no me crees, pero esa es la verdad —musitó ella—. No había planeado que nadie pensara que estaba muerta. Solo quería que creyeran que me habías deshonrado.
Él no pudo contener la conmocionada carcajada que soltó al escucharla.
—¿Qué clase de actos perversos esperabas que realizara?
—Había oído que se sangraba —repuso ella, que no parecía nada divertida.
Naruto arqueó las cejas.
—No tanto.
—Sí, ya. Lo entendí después, cuando te acusaron de asesinato — murmuró.
—Debiste usar... —Pensó en aquella mañana.
—Una pinta.
Entonces se rio de verdad.
—Una pinta de sangre de cerdo.
Hinata sonrió, una breve e inesperada sonrisa.
—Lo he compensando tratando muy bien a Lavanda.
—Así que se suponía que debía de haberte deshonrado. —Hizo una pausa—. Pero no lo hice.
Ella ignoró sus palabras.
—Tampoco esperaba que durmieras tanto. Te drogué para que estuvieras en la habitación cuando llegaran las criadas. Tuve la precaución de intentar que nos vieran las dos. —Lo miró fijamente a los ojos—. Pero te prometo que pensé que estarías levantado y que te habrías marchado antes de que entraran.
—Así que lo habías previsto todo.
—Me excedí. —Escuchó el pesar en su voz cuando ella se detuvo al dejar de tocar la orquesta. La soltó al instante. Se preguntó si sentiría pena por sus acciones, por las repercusiones o, por ese momento, cuando iba a sufrir la venganza que le había prometido.
Se preguntó si sería por ella misma o por él.
No tuvo oportunidad de preguntar, porque ella dio un paso atrás y chocó con otro hombre enmascarado, que aprovechó la ocasión para admirarla.
—Vaya, vaya... Si es la combatiente de El Ángel Caído. —La reconoció con una mirada de soslayo.
—Ve a comerte con los ojos a otra mujer —dijo Naruto.
—Venga, Naruto... —El tipo alzó la máscara, revelando los rasgos de
Oliver Densmore, el rey de los idiotas, el hombre que había pujado por Hinata cuando estaba en el ring—. Sin duda alguna podemos hacer un trato. No vas a poder quedártela para siempre. —Miró a Hinata—. Te pagaré el doble. El triple.
Naruto cerró el puño sano, pero ella habló antes de que él pudiera actuar.
—No puede permitirse tenerme, milord.
Densmore soltó una carcajada y volvió a bajar la máscara.
—Creo que valdría la pena cada problema. —Tiró con fuerza de una de las mechas negra azuladas de Hinata y se perdió entre la gente, dejándole a él lleno de rabia. Ella se las había arreglado sola.
Porque no confiaba en que él la protegería.
Porque había prometido hacer justo lo contrario.
—Sé que no deseas escuchar esto... —Ella retomó la conversación como si aquel incidente no hubiera ocurrido—, pero creo que, no obstante, debo decirlo: lo siento mucho.
—Le has ignorado.
Ella se interrumpió.
—¿A ese hombre? Es lo más conveniente, ¿no crees?
—No. —Él creía que lo más conveniente era que Densmore yaciera boca abajo en una zanja perdida en algún lugar. Ahora solo quería perseguirlo entre la multitud y sacarlo de allí.
Ella le estudió con una mirada honesta, sin afectación.
—Me ha tratado como a una fulana.
—Por eso.
—¿Y no es el caso? —preguntó ella, ladeando la cabeza.
¡Dios! Se sentía idiota. No podía hacerle eso.
—De todas maneras —continuó ella, ignorando sus alborotados pensamientos—. Lo siento mucho.
Y ahora se disculpaba como si no le hubiera dado una docena de razones para odiarle. Cientos de ellas.
—No es una excusa decente —agregó ella—, pero era muy joven y cometí errores. Si entonces hubiera sabido esto... Se interrumpió. «No lo habría hecho».
No, él no quería escuchar sus disculpas, pero sí deseaba escuchar que volvería atrás si pudiera. Que le devolvería su vida.
—Si hubieras sabido esto... ¿qué? —la presionó sin poder evitarlo.
—No te habría utilizado —repuso con voz suave, como si solo estuvieran ellos dos en ese salón, y no les rodeara la mitad de La ciudad—. Aunque sí me habría acercado a ti esa noche. Y hubiera huido.
Debería estar enfadado. Debería haberse sentido herido. Sus afirmaciones deberían haber ahuyentado todas las dudas que le quedaban sobre llevar adelante sus planes para esa noche. Pero no lo hicieron.
—¿Por qué?
Ella miró a la pared acristalada, llena de puertas que daban acceso a los jardines de Nara House. Algunas estaban entreabiertas para permitir que entrara aire fresco en el salón de baile.
—¿Por qué... qué?
Él la siguió como si estuvieran unidos por una cuerda invisible.
—¿Por qué te habrías acercado a mí?
Ella sonrió, misteriosa y divertida.
—Eras muy guapo. Y en los jardines, te mostraste irreverente. Me gustabas. Y de alguna forma, a pesar de todo esto, sigues gustándome.
«Gustar» era un término demasiado inocuo y tibio. No servía para describir lo que ella debía sentir por él, y no servía tampoco para explicar lo que él sentía por ella.
—¿Por qué querías huir? —espetó sin poder detenerse.
«Cuéntame la verdad —rogó para sus adentros—. Confía en mí».
Aunque no debería.
—Porque temía que tu padre fuera como el mío.
Fue un golpe rápido en un punto ciego, de esos que hacían que un hombre viera las estrellas desde el suelo. Brillante y doloroso, como la verdad.
Ella tenía entonces dieciséis años y habían concertado su boda con un hombre que le triplicaba la edad. Un hombre cuyas tres esposas anteriores habían sufrido aciagos destinos. Un hombre que contaba al bastardo de su padre entre sus amigos más cercanos.
Un hombre cuyo heredero era un reconocido mujeriego con solo dieciocho años.
—Jamás habría permitido que te hiciera daño —aseguró él. Ella se giró al escucharlo con los ojos llenos de lágrimas.
La habría protegido desde el momento en que la había conocido. Y habría odiado a su padre por tenerla.
—No lo sabía —replicó ella con ternura y llena de pesar.
Había estado aterrada. Y todavía más, había sido fuerte.
Había elegido una vida desconocida frente a otra con un hombre que habría sido otro padre controlador en lugar de un marido.
Naruto solo había sido un daño colateral.
Ella estaba paralizada, con sus largas extremidades en gracioso equilibrio en el borde del salón de baile, con los ojos clavados en las puertas, a través de las que solo se veía negrura. Él vio la metáfora. Volvía a repetirse la situación. Otra amenaza. Otro momento que le había revelado demasiado sobre Hinata Hyûga. Y que le decía que a ella no le daba miedo la oscuridad que esperaba más allá.
Había vivido doce años en esa oscuridad.
Lo mismo que él.
¡Dios! No importaba cómo habían llegado a ese momento. Ni lo diferentes que fueran los caminos que habían seguido.
«Somos iguales».
Trató de alcanzarla. Pronunció su nombre con suavidad sin saber qué ocurriría después. Sin saber qué diría o haría. Solo sabía que quería tocarla. Sus dedos rozaron la muñeca envuelta en seda cuando se apartó de él, en un movimiento grácil y ligero.
Dirigiéndose hacia las puertas. La dejó ir.
El frío era penetrante y Hinata deseó que se le hubiera ocurrido coger su capa antes de salir del sofocante salón de baile, pero sabía que no podía retroceder.
Cruzó los brazos sobre el pecho, diciéndose a sí misma que había pasado más frío y estado en situaciones mucho peores. Era cierto. No le molestaba el frío; lo comprendía. Podía luchar contra él.
Contra lo que no podía luchar era contra el calor que desprendía Naruto.
«Jamás habría permitido que te hiciera daño».
Respiró hondo antes de apresurarse a bajar las escaleras de la arcada de piedra que conducía a los oscuros jardines de Nara House. Desapareció en el paisaje, agradeciendo las sombras, hasta apoyarse en un enorme roble para alzar la vista hacia las estrellas mientras se preguntaba cómo había ido a parar allí; a ese lugar, con ese vestido, con ese hombre.
Un hombre contra el que el destino la había empujado.
Con el que estaba entrelazada.
«Para siempre».
Se le llenaron los ojos de lágrimas mientras seguía mirando al firmamento, nublado ahora por la nube que formaba su aliento bajo la luz mortecina que llegaba del salón de baile. Se preguntó qué ocurriría ahora. Deseó que él siguiera adelante y la desenmascarara, que todo terminara, para poder odiarle y culparle. Para poder rehacer su vida.
Para poder arreglárselas sin él.
¿Cómo se había convertido en alguien tan importante para ella en tan poco tiempo? ¿Cómo había cambiado tanto? ¿Cómo podía decirle esas cosas? ¿Ser amable y tierno cuando lo que tenía en mente era la idea de destruirla? ¿Cómo había llegado a confiar en él?
«¿Cómo, siendo la única persona a la que ella había traicionado?».
Como si hubiera sido conjurado por aquel traidor pensamiento, su hermano dio un paso para salir de la negrura.
—Menuda coincidencia.
Hinata retrocedió, alejándose de él.
—¿Cómo has sabido que estaba aquí?
—Te seguí desde el orfanato. Vi cómo te traía —dijo Utakata, con los ojos inyectados en sangre y barba incipiente—. Parecéis una pareja de novios.
—No lo somos.
Él guardó silencio durante un momento antes de hablar.
—¿Qué hubiera pasado si te hubieran comprometido con él en vez de con su padre? Quizá entonces no nos veríamos en esta situación.
Una buena pregunta. ¿Qué hubiera pasado si...?
Si tuviera un chelín por cada vez que esas palabras flotaron en su mente, sería la mujer más rica de La ciudad.
Preguntarse eso no ayudaba. Lo único para lo que servía era para llenar la cabeza de sueños vanos.
Y aun así, esas palabras seguían resonando en su cerebro. «¿Qué hubiera pasado sí...?».
¿Qué hubiera pasado si se hubiera casado con él? ¿Con un joven y apuesto marqués de sonrisa provocadora, que la besaba como si fuera la única mujer en el mundo? ¿Qué hubiera ocurrido si se hubieran casado y construido una vida juntos, llena de niños, mascotas, besos y abrazos; de bromas tontas que demostraban que eran el uno para el otro?
¿Qué hubiera pasado si se hubieran amado?
«Amor».
Paladeó ese concepto en su mente, considerando sus curvas y ángulos.
Incluso ahora no lo entendía como los demás. Como si hubiera soñado con él cuando era niña. Como si la hubiera agobiado durante el horrible mes previo a su boda, cuando lloraba sobre la almohada lamentando la falta de amor entre ella y su anciano prometido.
Pero ahora... Ahora amaba. Y era duro y doloroso.
Y deseó que desapareciera.
Deseó que dejara de tentarla con ideas de una vida diferente. Imaginar otra existencia era muy peligroso; la manera más rápida de hacerse daño, angustiarse y decepcionarse. Vivía la realidad, nunca los sueños.
Y aun así, el pensamiento de que aquel muchacho que doce años atrás... De que el hombre que era ahora... De la vida que podrían haber disfrutado si todo hubiera sido diferente.
—¿Recibiste mi nota?
Asintió con la cabeza. Una oleada de culpa la atravesó. Utakata estaba allí, con Naruto a pocos metros. Incluso hablar con su hermano le parecía una traición hacia el hombre que había llegado a significar tanto para ella.
—Sabes por qué necesito tu ayuda —dijo Utakata, acercándose. Su tono era pura bondad, carente de la cólera que sin duda hervía en su interior—. Tengo que marcharme de La ciudad. Si esos bastardos me encuentran...
Pero no eran bastardos. Eran los hombres más leales que ella hubiera conocido nunca. Y Naruto tenía derecho a estar enfadado. Hacía doce años ella le había robado su vida, y ahora, Utakata casi se la había quitado otra vez.
—Hinata —la presionó Utakata, recordándole a su padre—. Lo he hecho por ti.
En ese momento le odió. Odió a su hermano pequeño que tanto había amado. Odió su impulsividad, su imprudencia y su estupidez. Odió su cólera, su frialdad. Las elecciones que había hecho y lo que estas habían supuesto para ambos. Por eso su vida era ahora un insoportable desorden.
—¿No ves lo que te ha hecho? —insistió Utakata, con voz suave como la seda—. El duque asesino te ha convertido en su puta, y te ha puesto en mi contra.
En su momento hubiera aceptado esa idea, pero ahora tenía más criterio.
En algún momento, mientras él enseñaba a los niños del Hogar MacIntyre que la venganza no siempre era la respuesta, protegía a Lavanda de una muerte segura y la salvaba de sus asaltantes, había conseguido que ella le amara.
Y al hacerlo, la había liberado.
—¿Acaso crees que no lo veo? ¿Que no sé lo que piensas de él? —Utakata se acercó a ella, agresivo—. Veo cómo le miras. Cómo te posee. La manera en que te maneja, como si fueras una marioneta. A ti no te importa que me lo haya arrebatado todo.
Y no le importaba. Solo quería que Naruto alcanzara su venganza. Que por fin pudiera disfrutar de la vida para la que estaba destinado, con una esposa y niños perfectos, el mundo perfecto que le correspondía por nacimiento y que ella le había robado. Lo único que ella podía darle.
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Vete, Uta. —Eligió ese nombre a propósito, puesto que ya no era un niño. Y no podía ser culpada por él—. Si te atrapan, te castigarán.
—Y tú no los detendrás.
No lo haría aunque pudiera.
—No, no lo haré.
Él la odió; lo vio en sus ojos.
—Necesito dinero.
Siempre el maldito dinero. Siempre era lo más importante. Sacudió la cabeza.
—No tengo nada que pueda darte.
—Eso es mentira —aseguró él, acercándose a ella—. Me lo ocultas.
Ella negó con la cabeza; decía la verdad.
—No tengo nada que pueda darte —repitió. Todo lo que tenía era para el orfanato. Y el resto... Era para Naruto.
No le quedaba nada para su hermano.
—Me lo debes. Por lo que sufrí. Por lo que todavía sufro.
Ella lo negó.
—No te debo nada. He pasado los últimos doce años intentando convencerme de que lo que hice fue lo correcto. Pensando que te había hecho daño a ti, a él. —Sacudió la cabeza—. Pero no es cierto. Los niños crecen. Los hombres toman decisiones y tú deberías sentirte afortunado de que no comience a gritar para que medio La ciudad acuda corriendo y te atrape.
Él se quedó paralizado.
—No lo harías.
Pensó en Naruto, herido sobre la mesa de sus habitaciones en El Ángel. Recordó su pecho herido y cómo se le aceleró el corazón, aterrada de que no llegara a despertar.
Si Utakata hubiera clavado el puñal un centímetro más abajo, habría matado al hombre que amaba.
—No vacilaría.
—Así que, después de todo, sí eres su puta. —Su hermano dio rienda suelta a la ira.
Ojalá fuera solo eso. Permaneció firme, negándose a sentirse acobardada.
Cuando él notó su fortaleza, su voz se transformó en un agudo quejido.
—Tú también has cometido errores, lo sabes.
—Y pago por ellos cada día.
—Sí, ya lo veo. Con ese bonito vestido de seda, con la capa a juego ribeteada en armiño y la máscara de láminas de oro —replicó él—. Qué adversidades más grandes...
Parecía haber olvidado lo que ella iba a pagar. Que asumiría el castigo por sus crímenes.
—He pagado por ello cada día desde que me fui. Y más todavía desde que regresé. Tienes suerte de que yo tomara el castigo por los pecados de los dos y por los que eran solo tuyos.
—No quiero tu protección.
—No —repuso ella—, solo quieres mi dinero. —Él se tensó al escucharla. Hinata supo que no le quedaba más remedio que dejarle las cosas claras—. Debería entregarte. Casi le mataste.
—Ojalá lo hubiera hecho.
Ella sacudió la cabeza.
—¿Por qué? Jamás nos ha hecho daño. Es el único inocente de todo este embrollo. —Y lo era.
—¿Inocente? —escupió Utakata—. Si te deshonró...
—¡Nosotros le deshonramos! —gimió ella.
—¡Se lo merecía! —La voz de Utakata había adoptado un tono febril—. ¡Él y sus socios se quedaron con todo lo que poseía!
Había cumplido ya veintiséis años y seguía siendo un chico.
—Te jugaste también lo que era mío, hermano. —Él se quedó quieto—.
Nadie te obligó a apostar.
—Tampoco me detuvieron. Merecen lo que recibieron.
—No. No se merecen nada. Él no lo hizo.
—Te ha puesto en contra de mí. ¡De mí, que guardé tu secreto todos estos años! Y ahora te pones de su parte...
Por supuesto que lo hacía. Elegiría a Naruto antes que a nadie.
«Pero eso no quiere decir que le puedas tener».
En ese momento lo lamentó por Utakata. Lamentó que no tuviera la vida que podría haber tenido, que no hubieran podido protegerse el uno al otro. Mantenerse unidos. Llevaba luto por él, por el niño risueño y cariñoso que había sido, el que le consiguió una pinta de sangre de cerdo y envió a las criadas a los sótanos de Uzumaki Abbey para asegurarse de que la veían con Naruto antes de fingir su deshonra.
Antes de que arruinaran a un hombre que jamás lo mereció.
Se estremeció bajo el aire frío de la noche y se pasó las manos por los guantes que le cubrían los brazos. Era incapaz de mantener a raya el frío, quizá porque procedía de su interior. Y entonces, rota de pesar, metió la mano en su bolsito y sacó todo el dinero que tenía. Lo que había reservado para regresar a Sunashire. Para comenzar de nuevo.
Le tendió a su hermano las monedas.
—Ten. Tienes suficiente para salir del país. —Él desdeñó la pequeña cantidad y ella le odió todavía más—. No es necesario que lo cojas.
Utakata permaneció en silencio.
—¿Así que esto es todo? —dijo finalmente.
Ella se tragó las lágrimas. Estaba cansada de esa vida, de la manera en que había tenido que huir y esconderse. De cómo había vivido a la sombra de su pasado.
Había una parte de ella que pensaba que el dinero podría comprar su libertad. Que podría enviar a Utakata al extranjero y tener una segunda oportunidad. Otra vida.
«Naruto».
—No hay vuelta atrás.
Él se sumergió en la oscuridad de la misma manera que había venido.
Ella se sintió culpable, pero no por Utakata. No por su futuro. Le había entregado el dinero, ofreciéndole la posibilidad de iniciar una nueva vida. Y, al hacerlo, había privado a Naruto de parte de su venganza.
Y eso era, de alguna manera, peor que todo lo demás.
Le había engañado.
Y eso era una traición aunque estuviera allí, en el lugar en el que él pensaba desagraviarse. Igual que sabía que debería odiarle y desearle lo peor por querer vengarse como si fuera un ser supremo, al tiempo que la trataba con una bondad que nunca había recibido de otro hombre.
Si eso era amor, ella no lo quería.
Después de que su hermano se hubiera marchado, permaneció sentada sobre un banco de madera durante un largo rato, sintiéndose más sola que nunca en su vida. Aquella noche había perdido a su hermano, el orfanato y esa vida que ella había levantado para sí misma. Hina MacIntyre se uniría a Hinata Hyûga. Se vería apartada de la sociedad. Del mundo que conocía.
Pero nada de aquello parecía tener importancia. Lo único en lo que podía pensar era en que iba a perder a Naruto aquella noche.
Le entregaría la vida para la que había nacido la aristocrática esposa, los niños aristocráticos y el legado perfecto. Le daría la vida que siempre había querido, con la que había soñado.
Pero le perdería.
Y tendría que ser suficiente.
Era muy hermosa.
Naruto estaba en la oscuridad, observando a Hinata, derecha y concentrada sobre un banco de madera esculpido de un solo tronco. Parecía como si hubiera perdido a un querido amigo.
Y quizá lo hubiera hecho.
Después de todo, en el momento en que le dio a Utakata Hyûga las monedas que llevaba en el bolsito para que él pudiera marcharse del país, había perdido al hermano que había amado, y a la única persona que conocía su historia.
Una historia que Naruto pensaba arrastrar por todo La ciudad.
Debería odiarla. Debería estar furioso al ver que había ayudado a Hyûga a escapar. Que le había enviado al exilio en lugar de entregarle, de denunciar al hombre que había intentado matarle.
E incluso así, mientras la observaba envuelta en el frío, sola en los jardines de Nara House, no pudo odiarla. Porque de alguna manera, a pesar de que era una locura, la comprendía.
Lo percibía en la manera en que ella se contenía, pálida y temblorosa, perdida en sus pensamientos y el pasado. En la forma en que era consciente de cada una de sus acciones. En la manera en que se enfrentaba a él, sin intimidarse, desde aquella noche oscura en la que sus vidas cambiaron.
Ella pensaba que merecía tristeza y soledad. Que era la culpable de todo.
«Igual que me pasa a mí».
¡Dios! No solo la comprendía.
La amaba.
La idea acudió de golpe, sorprendente pero fuerte, y certera. La amaba.
De forma absoluta. Amaba a la chica que le había arruinado y, de alguna manera, a la vez, liberado. Amaba a la mujer que tenía delante ahora, fuerte como el acero y capaz de ofrecerle todo lo que siempre había deseado.
Durante todos esos años había imaginado la vida que podría haber tenido; una esposa, hijos, su herencia. Durante ese tiempo, imaginó ser parte de la aristocracia; poderoso, capaz e incuestionable.
Y nunca había llegado a sospechar que todo eso palidecería si lo comparaba con esa mujer y la vida que podría haber tenido con ella.
La habría salvado de su padre; la habría amado mejor, con más fuerza, con más pasión. La habría protegido... y esperado.
Sabía que estaba mal, que era una idea escandalosa. Pero habría esperado a que su padre muriera y la habría tomado por esposa. Entonces le habría ofrecido el tipo de vida que ella merecía.
La que los dos merecían.
La escuchó suspirar en la oscuridad, y percibió el pesar que contenía el suspiro. La profunda y amarga pena.
¿Lamentaba no haberse marchado con su hermano? ¿No haber huido de la deshonra?
Su deshonra... De alguna forma, esa meta se había perdido en la oscuridad.
Había esperado demasiado tiempo. Ahora la conocía, la comprendía, veía cómo era...
Y ahora, lo único que quería hacer era llevársela a casa y hacer el amor con ella hasta que los dos olvidaran el pasado. Hasta que solo pudieran pensar en el futuro. Hasta que ella confiara en él y compartiera sus pensamientos, sus sonrisas, su mundo... Hasta que ella fuera suya.
Había llegado el momento de comenzar de nuevo.
Salió de la oscuridad... buscando su luz.
—Debes estar congelada.
Ella contuvo el aliento al tiempo que alzaba la barbilla, buscando sus ojos bajo la tenue iluminación.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí? —preguntó, poniéndose en pie de golpe.
—El suficiente.
«El suficiente para ver cómo me traicionas».
«El suficiente para darme cuenta de que te amo».
Ella asintió con la cabeza, rodeándose con los brazos. Tenía frío. Él se quitó el abrigo y se lo tendió.
—No, gracias —rechazó, moviendo la cabeza.
—Tómalo. No puedo soportar estar caliente mientras tú tiemblas de frío.
Ella volvió a sacudir la cabeza.
Él lo lanzó al banco.
—Pues ninguno de los dos lo usará.
Durante un momento, muy largo, Naruto llegó a pensar que no lo aceptaría. Pero ella solo tenía frío, no era idiota. Se lo puso y él tomó el movimiento como una excusa para acercarse y envolverla con la enorme prenda, adorando la manera en la que ella se encogió en el calor. El calor que él había desprendido.
Quiso envolverla en su calor para siempre.
Permanecieron allí parados, en silencio, durante una dilatada pausa. El perfume a limón lo envolvió, tentador.
—Me gustaría que siguieras adelante —murmuró ella, quebrando la quietud con su cólera y frustración.
Él ladeó la cabeza.
—¿Con qué?
—Quiero que me descubras de una vez por todas. Para eso estoy aquí, ¿no?
Había sido por eso, por supuesto. Pero ahora...
—Todavía no es medianoche.
Ella reprimió una risita.
—Sin duda alguna, no necesitas andarte con rodeos. Cuanto antes me quites la máscara, antes podré marcharme yo y antes podrás recuperar tu preciada posición de duque. Ya has esperado durante demasiado tiempo.
—Doce años —replicó él, observándola con cuidado y notando la desesperación en sus ojos—. Una hora más, no supone nada.
—¿Y si te dijera que sí lo supone para mí?
Recorrió la cara de Hinata con la vista.
—Me pregunto por qué estás tan ansiosa de repente.
—Estoy cansada de esperar. Cansada de estar en ascuas hasta que decidas mi destino. Estoy harta de que me controles.
Él quiso reírse. La idea de que tuviera cualquier tipo de control sobre ella era una locura absoluta. Era ella quien consumía sus pensamientos, quien amenazaba su tranquila y lógica existencia.
—¿Te estoy controlando?
—Claro que lo haces. Me vigilas, pagas mi ropa, te has metido en mi vida, en la de mis pupilos. Y has conseguido que... —Se quedó callada de golpe.
—He conseguido ¿qué? —la apremió.
Por un momento pensó que ella le diría que le amaba. Y le sorprendió la desesperación con la que quería las palabras.
Ella permaneció callada. Por supuesto que no le amaba. Era solo un medio para conseguir su fin, igual que ella lo era para él. O, más bien, como lo había sido al principio.
Le recorrió una llamarada de cólera... De frustración. ¿Cómo había permitido que ocurriera esto? ¿Cómo había llegado a interesarse por ella con la misma intensidad que ella luchaba contra él? ¿Cómo había olvidado la verdadera razón de que estuvieran juntos? ¿Qué le había hecho esa mujer?
¿Por qué ya no le importaba?
El luchador que contenía en su interior salió a la superficie.
—Sé que él ha estado aquí, Hinata —dijo bajito. Vio la sorpresa en su expresión antes de seguir hablando—: ¿No vas a negarlo?
—No.
—Bien. Un poco de sinceridad.
«Dime la verdad —rogó para sus adentros—. Por una vez en todo el tiempo que pasamos juntos, dime algo que pueda creer».
Y como si le hubiera oído, lo hizo.
—La noche que me acerqué a ti —explicó ella—, lo hice por Utakata.
Él miró al cielo, frustrado.
—Eso ya lo sé —profirió—. Para recuperar su dinero.
Ella negó con la cabeza con frenesí.
—No es lo que piensas. Cuando fundé el orfanato, hacerme pasar por Hina MacIntyre parecía una solución sencilla. Ser la viuda de un militar respetable no provocaría recelo. —Hizo una pausa—. Pero en el banco no me dejaron gestionar mis fondos, necesitaba un marido.
—Algunas mujeres tienen acceso a cuentas bancarias.
Ella sonrió con bastante ironía.
—No las que tienen identidades falsas. Y no podía arriesgarme a que me hicieran preguntas.
—Utakata fue tu enlace con los bancos —comprendió súbitamente.
—Él manejó todos los fondos. Las primeras donaciones y el dinero procedente de cada uno de los aristocráticos padres que nos dejaba a su vástago. Ya sabes...
Naruto suspiró con frustración.
—Utakata se lo jugó todo.
—Cada penique —dijo ella, asintiendo con la cabeza.
—Por eso estabas tan desesperada por recuperarlo.
—Los niños lo necesitaban —explicó con un encogimiento de hombros.
¿Por qué no se lo había dicho?
—¿Piensas que los hubiera dejado morir de hambre?
—No lo sabía —vaciló ella—. Estabas muy enfadado.
Él se paseó por el pequeño claro, llegando hasta la línea de árboles. Por fin, apoyó la mano en un tronco, de espaldas a ella. Hinata tenía razón, por supuesto, pero las palabras dolían.
—¡No soy un monstruo! ¡Joder!
—¡Yo no lo sabía! —intentó explicarse ella.
—Incluso tú pensabas que soy el duque asesino. Incluso tú. —La decepción dolía. Se suponía que ella le conocía. Que le comprendía mejor que nadie. Se suponía que ella sabía que no era un asesino, que reconocía todas las mentiras.
Pero también había dudado de él.
Quiso gritar de frustración.
Ella lo notó, porque levantó una mano para detenerle.
—No, Naruto.
Más mentiras.
—Entonces, ¿por qué? —preguntó sin poder evitarlo.
Ella abrió las manos.
—Me dijiste que nada de lo que pudiera contarte...
Su memoria se encendió de pronto. Aquel enfrentamiento en la sala de pruebas de Hebert. Había estado muy furioso con ella.
—¡Joder! Te dije que nada de lo que pudieras contarme haría que te perdonara.
Ella asintió con la cabeza.
—Te creí.
Él soltó un largo suspiro con el que el frío formó una nubecilla.
—Lo decía en serio.
—Y una parte de mí creía que merecía pagar por los pecados de Utakata. Lo que yo hice fue lo que le convirtió en lo que es —siguió explicando ella—. Cambié las vidas de ambos esa noche, y mi padre sin duda le castigó tan brutalmente como el resto de La ciudad a ti. —Se quedó inmóvil—. Parece que mis errores no tienen fin.
Él permaneció mucho tiempo en silencio.
—Eso es un disparate absoluto.
—¿Perdón? —Notó que ella se estremecía.
—Tú no hiciste nada. Te pusiste a salvo. Utakata hizo sus propias elecciones.
—Mi padre... —replicó ella, sacudiendo la cabeza.
—Tu padre es uno de los mayores cabrones de la Creación, y si no estuviera muerto ya, me deleitaría matándole con mis propias manos —dijo él—. Pero no era un dios. No moldeó a tu hermano con arcilla y le inyectó vida. Los pecados de tu hermano son suyos y solo suyos. —Hizo una pausa mientras sus palabras flotaban en la oscuridad—. Y los míos, son solo míos —añadió con suavidad.
Ella meneó la cabeza al tiempo que se acercaba a él.
—No es cierto. Si yo no te hubiera drogado... Te marchaste, no pudiste regresar...
—Tú tampoco eres un dios, Hinata. Solo una mujer. Y yo soy solo un hombre. —Exhaló con brusquedad en la oscuridad—. Tú no me creaste. Hemos creado juntos este embrollo.
Los ojos de Hinata brillaban acuosos en la oscuridad y él quiso abrazarla.
Tocarla. Llevarla a su casa y hacerla suya.
Pero no lo hizo.
—Desearía que ya hubiera acabado —se limitó a decir él.
Ella asintió.
—Puede acabar —ofreció—. Ya es el momento.
Hinata se refería a que la desenmascarara. Y quizá había llegado la hora. Bien sabía Dios que había esperado mucho tiempo para recuperar esa vida... El mismo que llevaban prometiéndoselo. El mismo que llevaba amándola y echándola de menos con un doloroso anhelo.
Sin embargo, observó a Hinata fijamente. Todo eso había desaparecido, perdido por esa mujer que le poseía de una forma notable, insoportable. Alzó la mano para rozarle la mejilla con una larga caricia. Ella se apoyó en su contacto mientras le dibujaba la curva de los labios con el pulgar, dejando allí su dedo durante mucho tiempo.
Había ocurrido algo.
Susurró su nombre, y en la oscuridad resonó como una oración.
—No puedo.
Las lágrimas brotaron, dejando que percibiera su frustración. Su confusión.
—¿Por qué?
«Porque te amo».
Él sacudió la cabeza.
—Porque ya no me satisface la venganza. No, si con ella te hago daño.
Ella seguía quieta bajo sus dedos y él notó la miríada de emociones que la atravesó antes de intentar sujetar su mano. La apartó antes de que la pudiera atrapar y la metió en el bolsillo de la chaqueta.
Sacó el documento del banco. El que había planeado entregarle después de haberla desenmascarado esa noche. El que iba a darle ahora. El que les desvincularía a los dos de ese mundo extraño y doloroso.
Se lo tendió.
Ella frunció el ceño mientras leía el papel.
—¿Qué es esto?
—La deuda de tu hermano. Ya no es una deuda.
Hinata sacudió la cabeza.
—No es lo que negociamos.
—No obstante, es lo que te entrego.
Ella le contempló entonces con tristeza y alguna otra cosa. Algo que él no había esperado: orgullo.
—No —repitió ella, sacudiendo la cabeza.
—Cógelo, Hinata —la urgió—. Es tuyo.
Ella volvió a negarse.
—No —repitió, doblando el documento con cuidado y rasgándolo por la mitad antes de volver a doblarlo y desgarrarlo de nuevo.
¿Qué demonios hacía? Con ese dinero podría salvar al orfanato una docena de veces. Un centenar. La observó mientras continuaba despedazando el papel hasta que solo quedaron unos pedacitos, que dejó caer al suelo como copos de nieve.
El corazón se le aceleró mientras miraba los pequeños cuadrados blancos sobre sus botas.
—¿Por qué has hecho eso?
Ella sonrió con tristeza.
—¿No lo ves? He terminado con esto.
El corazón se le aceleró al escucharla y trató de alcanzarla. La quería en sus brazos. Anhelaba amarla como merecía. Como merecían los dos.
Ella permitió que la atrapara y fundió sus labios con los de él en un beso largo y exuberante que le robó el aliento, llenándolo de deseo. Quiso alzarla entre sus brazos, estrecharla, y maldijo su brazo herido por impedir que satisficiera ese deseo.
Poseyó su boca hasta que ella suspiró de placer y se derritió contra él. Solo entonces se retiró. Adoró que ella se pasara las puntas de los dedos por los labios como si nunca la hubieran besado de esa forma.
Como si ella no supiera que pensaba besarla siempre de esa manera.
Trató de abrazarla otra vez, con su nombre ya en los labios para decirle lo que podía esperar de sus besos en el futuro, pero ella dio un paso atrás, fuera de su alcance.
—No —dijo ella.
Él había esperado durante doce años. No quería dilatarlo más.
—Ven a casa conmigo —dijo, intentado retenerla. Deseándola—. Ha llegado la hora de hablar.
Había llegado la hora de algo más que conversar. Ya había tenido suficientes charlas por el momento.
Ella retrocedió, sacudiendo la cabeza.
—¡No! —Había firmeza en la palabra. Algo inquebrantable.
Algo que no le gustaba.
—Hinata... —dijo.
Pero ella ya se había dado la vuelta.
—No.
La palabra pareció un susurro de la oscuridad cuando ella desapareció por segunda vez en la noche.
Dejándole solo y dolorido.
.
.
Continuará...
