¡Hola!

Muchísimas gracias por la espera. Mi examen salió bien :-) Así que os dejo el siguiente capítulo. Quería agradecer especialmente a esas personas que me dejáis comentarios anónimos tan bonitos, de verdad que me emociono cada vez que los leo y no puedo creer que mi historia os haya llegado tanto, de verdad, muero de amor.

Perdonad que torture a los personajes, os prometo que valdrá la pena. ¡Abrazos a todas y gracias por seguir ahí después de tantos capítulos!

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Capítulo 31

La peor nevada del mundo

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—Kennedy.

—¿Eh?

—JF... Kennedy.

Levantó el dedo índice para señalar el cartel gigante del aeropuerto, por si quedaban dudas. De todos los nombres que podía tener un aeropuerto, en serio, de todos, tenía que ser ese.

Atsumu pestañeó un par de veces y después frunció el ceño.

—¿No te habrás tomado cualquier droga de mierda, no? Como nos hagan pasar un control antidopping en Japón te corto las pelotas, en serio, ¿sabes que te desnudan y te meten un dedo por el culo?

Kageyama tiró de su maleta con ruedas, entrando en la terminal. Atsumu seguía enfadado, por supuesto, pero no tenía moral como para consolar a nadie.

—No tenías problema con eso.

—Oh, qué poderoso ingenio, ¿ahora haces bromas, Tobio-kun? —farfulló Atsumu, a su lado, arrastrando una maleta mucho más grande. No había sido una broma, era un hecho objetivo—. ¿Te has levantado graciosito? Porque a mí no me hace ni puta gracia. Dios, voy a tener que aguantar a mi hermano hasta el fin de los tiempos recordándome todo el dinero que le debo. ¿A quién se le ocurre comprar billetes de un día para otro para un vuelo internacional?

—Te dije que te volvieses cuando bajasen de precio. No tenías que venir conmigo —replicó Kageyama, sin mirarle. La terminal internacional de New York era probablemente más grande que Sendai, y tenía tiendas por todas partes. Recordó una película inmunda que Hinata le había obligado a ver, en la que un tipo se quedaba atrapado en un aeropuerto durante meses, sin dinero ni posibilidad de salir de allí, durmiendo en los asientos y alimentándose de las sobras de los restaurantes.

Nunca eliges bien las películas, idiota.

—Kásper dijo bien claro que no hay sitio para mí en la Ocean. No me voy a quedar en New York sin equipo de voley y sin trabajo, compartiendo piso con esa panda de tarados. Al menos en el de mi abuela sólo tengo que aguantar a Samu. Joder, tendré que luchar contra él para recuperar mi dormitorio. No pienso dormir en esa mierda de cama diminuta—. Kageyama enfiló hacia el puesto de prensa, ajustándose la gorra oscura en la cabeza. Ambos llevaban gafas de sol, y no sólo porque fuese pleno mes de agosto—. Mier-da.

Kageyama estaba igual de impresionado, pero mantuvo la exclamació en su garganta. El cristal de la papelería del aeropuerto estaba plagado de ejemplares de Majesty, con una foto en color de Hinata y Kageyama besándose que ocupaba absolutamente toda la portada.

Tragó saliva y entró.

Preguntó cuántos ejemplares tenían. "Cincuenta", contestó la mujer. Las compró todas, pagando con tarjeta. Eran un montón y no tenían donde mierda meterlas, y la señora se las sacó de la parte trasera con una carretilla, dejándolas empaquetadas en la puerta. Algunas personas al pasar les miraban, y Atsumu le dio un pisotón.

—Qué cojones haces, Tobio-kun —susurró, tirando de su manga—. ¿Piensas comprar todas las revistas de Estados Unidos?

—No tengo tanto dinero.

Sin esperar la respuesta, arrastró la carretilla hasta la papelera más cercana y allí empezó un proceso lento: arrancar portada, tirar revista. Arrancar portada, tirar revista. Atsumu le miraba como si se hubiese vuelto loco.

Quizás sí lo estuviese.

—Esto es lo más estúpido que has hecho en toda tu vida. Después de follar con Yoko.

Kageyama le lanzó una mirada asesina y siguió su tarea. Había abierto la maleta e iba metiendo las portadas arrancadas, unas apiladas sobre las otras. Atsumu cogió una y la observó en silencio. Él no tenía esa necesidad, se conocía la foto de memoria. La había mirado un millón de veces, se la habría tatuado detrás de los ojos si con eso pudiese verla cada vez que pestañeaba. Pese a ser una ampliación no perdía mucha calidad. Se veía el sonrojo de Hinata, aunque no sus pecas -y menos mal, porque entonces sí habría perdido la razón-. Se veían también las sonrisas, el esbozo de la lengua de Kageyama, sus bocas encontrándose. Los dos tenían los ojos entreabiertos.

—Tobio Kageyama —leyó Atsumu, acercando demasiado la revista a su cara. Era obvio que necesitaba gafas, pero era tan idiota que prefería pegarse las hojas a la nariz que asumir su incipiente miopía—. "Vicio y perjuicio: una vida de mentiras".

—Cállate.

—Vicio y perjuicio —siguió Atsumu, soltando una risa—. ¿En serio? ¿No había otra palabra que rimase con vicio? Se me ocurren una cuantas.

—Atsumu, me duele la puta cabeza —dijo, arrancando otra hoja. Ya quedaban menos.

—Bullicio. Sacrificio.

—Atsumu.

—Hospicio. Mauricio, aunque ese era el pescadero de mi pueblo que estaba enamorado de mi madre, y siempre le regalaba pescado y le miraba el culo, como si tuviese algo que hacer con ella, menudo pieza el cabrón del Mauricio—. Kageyama terminó su tarea y cerró otra vez la maleta, cansado. No había dormido una mierda—. Fornicio. Esa habría quedado bien. Tobio Kageyama, vicio y fornicio.

Kageyama le dio una colleja tan fuerte que la gorra salió volando por los aires.

—Venga, intento animarte —dijo, recogiéndola y colocándose el pelo. Kageyama miró hacia todos lados. La prensa podía aparecer en cualquier momento, y sólo quería subirse al puto avión—. Shoyo está despierto, eso debería ser bastante.

No lo es.

No hasta verle.

Caminaron en silencio hasta la puerta de embarque. El vuelo tenía varias escalas, y ya en Japón llegaría a Tokio. La madre de Kageyama iría a buscarles al aeropuerto. El día anterior todavía estaba Natsu en la televisión cuando el teléfono de Atsumu empezó a sonar una y otra vez. Era ella, la madre de Kageyama. Ni siquiera sabía cómo había conseguido el número, porque él no se lo dio. Realmente no quería contestar, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Sin darle tiempo ni a saludar, empezó a hablar.

Apenas entendía qué estaba diciendo. Hablaba de demandas, de una abogada muy buena de Tokio, de los contactos de su tío para conseguir el teléfono del padre de esa niña, para decirle un par de cosas, de indemnizaciones. Esperó a que terminase y usó su monólogo como pista de aceleración antes del salto.

—Mamá —había dicho cuando por fin le dio una tregua—. ¿Estás decepcionada?

—¿Qué quieres que te diga, Tobio-kun? Nunca te gustó beber y tu padre y yo insistimos mucho en el asunto de las drogas, pero aun así tú-

—No hablo de eso, mamá —. Atsumu le había mirado, sentado en el borde de la bañera, encogiéndose de hombros—. Hablo de lo otro.

—Ah —había dicho su madre; para Kageyama fue cómo sentir que su cuerpo pendiese del último saliente antes del precipicio—. Eso. Bueno, ya lo sabíamos.

—¿Cómo que lo sabíais?

—Tu padre decía que eran cosas mías, pero vamos a ver, cualquiera se daría cuenta. Después del accidente y de cómo te quedaste fue más evidente, por eso apoyamos tu decisión de irte a Estados Unidos. Creíamos que el voley te podría ayudar a superar lo de tu amigo... Pero nos equivocamos. Debí acompañarte. Eres demasiado joven todavía para afrontar todo esto por ti mismo y tan lejos de casa y no-

—Mamá, tú no tienes la culpa —dijo, bajando un poco la voz, mordiéndose el labio—. ¿Papá tampoco está enfadado?

—¿Tu padre? Pero si dice que ahora ya no tendrá que darle largas a ese compañero que no para de ofrecerle a su hija para que os caséis, como si viviésemos en la época samurai, por favor.

Atsumu levantó las cejas con una mirada que decía ¿ves como no es para tanto?

—Mamá —dijo—. Vuelvo a casa.

A casa.

Las palabras martilleaban en su cabeza. Casa. Una palabra corta, pequeña, de las primeras que aprende un niño. Kageyama tenía mala orientación, era un desastre para distinguir el norte del sur y ni entendía el funcionamiento de Google maps, pero habría podido mapear las pecas de la espalda de Hinata con precisión matemática. Sabía que su casa no tenía vigas ni tejado. Su casa medía 1,69 y guardaba dentro un millón de galaxias.

Galaxias dormidas que habían despertado, y por qué no estoy en ellas, y por qué no me has llamado.

Un grito de rabia se ahogó en su pecho.

No tenía ni puta idea de estaba pasando, pero volvía.

Atsumu de vez en cuando soltaba comentarios aleatorios sobre lo mucho que odiaba América y lo malvada que era Sakura robándole su sofá de estrella del rock y humillándole en horario de máxima audiencia.

—Oi, Tobio. ¿Al final le escribiste a Natsu-chan?

—No. Y ya te dije que no quiero hablar de eso.

Por supuesto, a Atsumu le importaba tres pimientos si Kageyama quería o no hablar de un asunto.

—Ya. Yo tampoco quería pedirle un préstamo o Samu. ¿A qué mierda esperas para escribirle? —. No contestó. Llevaban con el mismo bucle desde que salieron del piso arrastrando las maletas—. En serio, ¿qué piensas hacer cuando llegues a Japón?

—Irme con mi madre a Sendai.

En verdad habría preferido coger un tren solo, tranquilo, para pensar. Necesitaba pensar más que nunca en toda su vida, pero su madre se había negado. "Ya está bien de actuar como si tuvieses treinta años, todavía eres un niño", había dicho. Kageyama tuvo que aceptar. Tampoco tenía fuerza para luchar contra una madre enfurecida.

—Ya. Después de eso.

—Ir al hospital de Sendai.

—A lo mejor no está allí.

—Atsumu, cállate.

—Es que actúas sin sentido. Para un momento, mírame. Que te pares, mierda.

Kageyama se detuvo. Estaban a pocos metros de la cola de embarque y eran de los primeros. Habían llegado con mucha antelación, porque Kageyama no entendía a esas personas que tenían un vuelo internacional y no estaban en el aeropuerto cuatro horas antes de la fijada para la salida.

—Qué.

—Shoyo está vivo.

—Siempre estuvo vivo —dijo Kageyama, frunciendo el ceño, pero sin poder evitar el calor agradable en el pecho. Un calor que se había apagado en diciembre y que, de pronto parecía estar otra vez ardiendo, tan fuerte que dolía.

—Y tú te estás preguntando porqué no te llamó, porqué se puso a ver tus jodido partidos en vez de levantar el teléfono y decirte oye Tobio-kun, estoy aquí, estoy bien, vuelve conmigo.

Kageyama apretó los labios, apartando la mirada, aguantando la rabia.

—No puede perdonarme —dijo, casi expulsando las palabras. Hasta que no las pronunció no fue consciente de lo profundo que las tenía clavadas.

Yoko lo había dicho en televisión, pero era algo que él ya sabía. Todos lo sabían.

Él tuvo la culpa del accidente, y Hinata tenía que recordarlo. Tenía que recordar esa noche.

Kageyama la recordaba como si hubiese sido el día anterior.

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Nevaba. Nieve espesa, de la que permite levantar buenos muñecos y armar guerras de bolas, de la que entierra las botas hasta la mitad de la pantorrilla y derriba las ramas de los árboles y es un poco peligrosa pero también muy genial. La clase de nevada que estaban esperando.

La mejor nevada del mundo.

Tuvieron suerte de que el avión pudiese aterrizar en el aeropuerto de Sendai. Kageyama llevaba poco equipaje, solo una mochila en su espalda; había dejado la mayor parte en New York, porque sólo podía quedarse dos semanas. Pasaría los días festivos con su familia y también su cumpleaños, y después del año nuevo cogería un vuelo de vuelta a Estados Unidos.

Había planeado durante tanto tiempo su regreso que ahora estaba vacío. Todavía en el avión, mientras aterrizaba y las niñas sentadas a su lado se ponían sus gorritos de Papá Noel, Kageyama miró por la ventanilla y se fijó en las luces. Luces de Sendai. Una de ellas era la del estadio donde compartieron las primeras victorias auténticas en el Karasuno. Ser parte de un equipo. Algo más que una agregación de elementos individuales. Un puño formado por varios dedos, golpeando juntos hasta ganarlo todo.

Allí, con el culo dolorido de tantas horas de vuelo, recordó la voz de Hinata al otro lado del teléfono, más suave y pequeña que nunca antes.

"Kageyama, lo siento. Me enrollé con alguien. Lo siento muchísimo, lo siento tanto"

"¿Quién? ¿Con quién?"

Silencio. Largo y doloroso.

"No puedo decírtelo"

"¿Estás de puta coña?"

Idiota, imbécil.

¿Y ahora qué hacía él con todos esos sentimientos que tenía dentro del pecho? ¿Ahora cómo aprendía otra vez a levantarse por las mañanas, a mirarse al espejo, a lavarse los dientes sabiendo que no volvería a besarle?

Estúpido, egoísta, cabrón.

Ni siquiera el voley podría cerrar esa herida. Le había partido en dos y nunca se recompondría. Se sentía caer sin nada a lo que agarrarse. Le había dado a Hinata el poder más grande de todos, había bajado todas sus barreras para él y le había destrozado.

Y lo peor es que seguía queriéndole. Lo peor de todo es que quería verle. Quería abrazarle, besarle, buscar sus pecas favoritas y morderlas, dejarle su rastro por todo el cuerpo, intentar desesperadamente retenerle. Podría ponerse de rodillas. Estaría dispuesto a suplicarle.

Gilipollas.

En esa conversación, corta, lo dejaron. Hinata lo propuso, y él lo aceptó.

"Entonces se acabó", había dicho, en un susurro.

"Eso parece", contestó Kageyama. Ni siquiera le dio una salida. Si le hubiese dicho quién fue, quién era esa persona, qué cojones había pasado, tal vez podría tener solución. Hinata se cerró en banda, y Kageyama no podía tragar tanta mierda junta.

Resopló, echando la cabeza hacia atrás. Había conseguido que su madre no fuese a buscarle al aeropuerto, diciéndole que iría Yamaguchi. Cogería un autobús, pero cualquier cosa era mejor que la posibilidad de acabar llorando sentado de copiloto en el coche nuevo familiar oyendo esa música europea dramática que le gustaba a su madre.

Habían hablado el cuatro de diciembre. Llevaba más de quince días sin saber nada de él. Incluso había caído lo suficientemente bajo como para volver a entrar en aquella cuenta fake de Instagram que se hizo en Tokio, y fue claramente un error, porque había un montón de fotos de Hinata con Atsumu. Kageyama estaba prácticamente seguro de que fue él. ¿Quién si no? Hinata no se follaría a cualquiera. Tenía que ser alguien con el que tuviese una unión lo suficientemente fuerte como para...

¿Como para olvidarse de mí?

¿Como para que le importase una mierda lo que hemos construido?

¿Como para dejar que nombrase sus pecas?

Apretó las entradas del partido en el bolsillo del pantalón. Su regalo de cumpleaños. El partido era al día siguiente. Antes de aquello habían planeado verse en Sendai, dormir juntos en un hotel que tenían reservado, cerca de la casa de Kageyama, y al día siguiente él iría a comer con sus padres y por la tarde cogería el tren bala a Tokio para ir juntos al partido.

El plan perfecto.

El pasaje del avión comenzó a desembarcar. Una chica le empujaba, metiéndole prisa y al cruzar la puerta había un montón de familias abrazándose y parejas besándose al son de música navideña, y Kageyama descubrió que la Navidad puede ser una jodida mierda si te acaba de romper el corazón el amor de tu vida.

Idiota. Enano. Capullo.

Un cartel informaba de que el servicio de bus se había suspendido por la terrible nevada. Se abrió camino hacia los taxi, enfurruñado, con los dedos helados. Se había olvidado los guantes en New York y probablemente Jasper ya se los habría robado y no podría tocarlos ni con un palo.

Sólo había dos taxis y una cola de unas cincuenta personas le hizo replantearse su orgullo y pensar en llamar a su madre.

Entonces le vio.

Estaba allí, con el pelo naranja mojado por la nieve y una bufanda gruesa que le tapaba la boca y parte de la nariz. Con su abrigo acolchado verde, guantes en las manos apoyadas en el manillar, un pie en el suelo y otro en el pedal de la bici. Llevaba la pernera derecha del pantalón de chándal subida y arremangada, como hacía siempre para evitar que le rozase con la cadena al pedalear.

El corazón se le paró. Seguro, había tenido que ser eso, porque de pronto se olvidó de respirar y todo entró en modo automático, desde sus neuronas hasta sus emociones. Eso explicaría la quemazón detrás de los ojos, las ganas de correr hacia él, de sprintar como si su vida dependiese de ello y arrastrarle de la chaqueta lejos, para golpearle, o besarle, o ambas cosas.

Sus pies permanecieron quietos, bajo su control, firmemente atados al asfalto. Quién sabe cuánto tiempo estuvieron así, quietos, mirándose, con el aire helado de la ventisca quemándoles las mejillas.

Fue Hinata el que se movió primero, acercándose.

Kageyama se arrepintió de no tener más cultura cinematográfica en el asunto de las pelis románticas, para saber si debía comerle la boca o mandarle a tomar por culo.

—Ey, hola —dijo Hinata, y su voz sonó rara. La bici rodaba, haciendo chirriar la cadena. Ese idiota nunca le echaba suficiente aceite.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, frunciendo el ceño. Hinata se encogió de hombros.

—Vine a recibirte.

—¿Por qué?

Le miró a los ojos, más cerca. A un brazo de distancia. Podía darle una buena colocación, alta y compacta, si hubiese una red junto a ellos.

—Porque está nevando y cuando nieva tanto todo se colapsa y pensé que podría acercarte en mi bici hasta tu casa para que no te pusieses enfermo.

Otra vez se miraron en silencio. Kageyama se esforzaba, de verdad se esforzaba por odiarle un poco, pero no le salía.

Estaba perdido. Moriría de amor, como el Romeo de Shackespeare, pero solo y con el culo helado.

—Cogeré un taxi.

—Tardarás por lo menos tres horas en tener uno libre —dijo Hinata, rápido, avanzando un poco más. Se puso de pie en la parte de delante de la bici, dejando el sillín libre—. Vamos, Kageyama-kun. Sólo hasta tu casa. No... No significa que me perdones, ni nada. Sólo, ya sabes, úsame de taxi.

Kageyama se mordió la punta de la lengua. Nevaba mucho, y tenía el cuerpo helado. Fue una mala idea ponerse el chándal para viajar, pero quién cojones podría imaginarse ese clima infernal. Hinata también debía venir de entrenar, y también parecía congelado. Cogió aire y, sin decir nada, se acercó a la bici.

—Ponte detrás —dijo, casi en un murmullo—. No puedes con el peso de los dos.

—Claro que puedo. Súbete.

—No puedes, idiota. Es mucho peso y nos caeremos.

Nos haremos daño, otra vez.

Por primera vez en la historia, Hinata no luchó. Asintió y Kageyama le dio su mochila para que la llevase atrás mientras ponía los pies en los pedales y le notaba tras él, acomodándose en el sillín. Sintió sus manos en la chaqueta y la piel se le puso de gallina.

Sin decir nada, pedaleó. Hinata pesaba más de lo que parecía, y el camino a su casa se le hizo más largo que nunca, pese a que eran pocos kilómetros y la mayoría cuesta abajo. Hacía frío, pero su cuerpo sudaba, y sentía el olor a manzana por todas partes. Ninguno de los dos dijo una sola palabra hasta que Kageyama se detuvo en la puerta de su casa. No se bajó de la bici, se limitó a apoyar ambos pies en el asfalto y mantenerse así, conservando el equilibrio.

Hinata tampoco se movió.

—Quiero saber quién es.

—¿Eh?

Seguían los dos sobre la bici, y Kageyama clavó la vista en la farola frente a su casa. Allí estaban, apoyadas y cubiertas de nieve, su propia bicicleta y la de su tío. La calle estaba poco iluminada. La prefectura solo gastaba dinero en las zonas más ricas, y Kageyama vivía en un barrio del montón.

—¿Quién es? ¿Le conozco?

¿Es Atsumu?, quería preguntar, pero no lo hizo. No tuvo valor. Hinata seguía agarrándole la chaqueta, apretando las manos muy fuerte en sus costados. El frío parecía impregnarlo todo, más allá de las costuras de la ropa y de su propia piel. Era extraño, porque no estaba enfadado.

Se suponía que debía estarlo, pero no lo estaba.

—Kageyama-kun, n-no puedo... No puedo decir nada, lo siento.

¿No puedes decir nada? ¿En serio no puedes decir un puto nombre?

—Ya —dijo, mordiéndose el labio, sin entender, sin ser capaz de encontrar las palabras. No es como si tuviese demasiada experiencia con relaciones, mucho menos con infidelidades. Intentó ordenar sus ideas, pero en su cabeza todo era un caos entre lo que sentía, lo que debía hacer y lo que quería hacer y su jodida incapacidad de articular las frases correctas—. ¿Te gusta más que yo?

—No —murmuró Hinata, apretando más fuerte su chaqueta—. No, por favor, no pienses eso. No me gusta nadie. Nadie que no seas tú.

Vamos, no me jodas.

—¿Fue porque no estuviste nunca arriba? —preguntó de pronto, recordando a Atsumu—. Vamos ahora al hotel. Todavía tengo la reserva. Está ahí mismo. Puedo arreglarlo. Puedes estar arriba las veces que quieras. Estaré bien con eso.

—Qué dices —susurró Hinata, soltándole y bajándose de la bici, quedándose junto a él, mirándole. Tenía la nariz helada y el ceño fruncido, y los ojos más geniales que nunca; parecía desconcertado, como si no entendiese qué pasaba—. Qué dices, Tobio. No es nada de eso.

Por favor, mi nombre no. Mi nombre, no.

—Entonces qué —consiguió decir, manteniéndose firme aunque por dentro todo se desmoronaba por momentos. Si Hinata seguía mirándole de esa forma se perdería, ya se estaba perdiendo, joder, menuda mierda más grande.

—No es nada, de verdad, fui un idiota e hice una tontería y entiendo que tú no puedas perdonarlo y rompí esa norma súper importante así que ya está. No podemos estar juntos, rompí la norma. No debería haber ido a buscarte. Tenía ganas de... Bueno, tenía como un montón de ganas de verte pero no ha sido buena idea, es mejor que entres en tu casa antes de que te pongas enfermo.

—Te perdono.

—¿Qué? —Hinata levantó los ojos hacia él, con las pupilas dilatadas. La nieve no paraba de caer a su alrededor y Kageyama estaba seguro de que tenía indicios de congelación en la punta de los dedos, todavía de pie, en la bici.

—Que te perdono. Vamos a tu casa. Le contaremos a tu madre, y a Natsu, y si quieres a mis padres o lo pondremos en Instagram o mandaremos un mensaje de esos... de esos que son una candena.

—No quiero que hagas todo eso, tú no-

—Sube a la bici. Vamos a tu casa.

—Q-qué —repitió Hinata, desconcertado—. No digas tonterías, no puedes hacer como si no pasase nada y decir te perdono y ya, porque no funciona así en las relaciones.

—Me importa una mierda cómo funcione para los demás, esto es entre tú y yo. Sube a la bici, Hinata. Vamos a contarle a tu madre que estamos juntos.

Hinata no se movió.

—No —dijo, y su mirada fue más triste que nunca—. No puedo.

—¿Por qué no? —preguntó Kageyama y fue consciente de que en su boca sonó como una súplica.

Por qué no, Shoyo.

Por qué no puedes simplemente decirme las mismas cosas que cuando paseábamos por New York cerca de los patos, quiero esa casa con trofeos que me prometiste, quiero la chimenea y el bote de Nutella y comerla directamente de tu cuerpo, quiero que estés conmigo hasta el puto último día de mi vida, quiero que no cambie nada nunca entre nosotros.

—P-porque necesito pensar.

Kageyama apretó los párpados. Hinata había tenido algo con otra persona, y él le estaba diciendo que podía lidiar con ello, que podía perdonar, pero no era suficiente. Dios, en verdad debía haberlo hecho jodidamente mal estos meses, y ni se había dado cuenta.

—Es por lo de Yoko —dijo, intentando adivinar algo, todo, lo que fuese. La cara de Hinata se descompuso y esa fue una pista importante—. Lo siento, de verdad que lo siento. No sé qué me pasó. No sé... No sé cómo pude hacerlo. Yo rompí esa norma primero, así que... se compensa.

No era capaz de recordarlo sin sentir ganas de vomitar, así que apartó las imágenes como si pudiese arrojarlas fuera de plano. Había sido un capullo, se había acostado con ella y estaba pagando por su estupidez.

—Ya te dije que eso fue cosa de los dos —dijo Hinata, agitando la cabeza—. Lo que pasó ese día lo hicimos ambos. Aunque yo no lo recuerde. Confío en tu palabra.

Entonces por qué, por qué.

—Lo que fuese que hiciste, no importa, se compensa —dijo, obligándose a sacar las palabras de dentro, como si tuviese que arrancarse una maldición.

—Pero qué-

—Si follaste con otro... con otra... Sí me importa, me importa muchísimo, pero está bien. Yo... Hice mal muchas cosas. Al principio, cuando empezamos, con todo lo de... Y después... —Dios, las palabras no fluían como en su mente—. Siempre he estado como... si... joder, mierda. Siempre has puesto mucho más de ti que yo.

Hinata se tapó la boca con la mano enguantada y empezó a llorar sin hacer ruido. Pocas veces le había visto así. Recordó el día que se conocieron, después de derrotarle, sobre aquellas escaleras. Kageyama estiró la mano desnuda, congelada hacia él y la puso en su mejilla, más cálida. Las lágrimas la mojaron, y tiró de él un poco, moviéndose en la bici, inclinándola hacia un lado para romper la distancia que les separaba. Deslizó la mano hacia atrás, hasta su nuca, para acercarle un poco más.

Entonces le besó. Cerró los ojos antes de tiempo y no acertó de lleno, y sus labios se posaron bajo la nariz de Hinata, sobre su labio superior, esa franja de piel que siempre acababa sonrosada cuando se besaban durante horas. El olor a manzana lo llenó todo. Kageyama abrió la boca, desplazándose hacia abajo para llegar a la de el, recorriendo el camino sin separarse. Se encontró la de Hinata entreabierta y aprovechó la invitación para buscar su lengua despacio, sin invadirle demasiado. Los dos suspiraron al mismo tiempo.

Dios, cuánto te quiero.

Por favor, no me dejes.

—Dame otra oportunidad —susurró Kageyama en sus labios, abriendo los ojos, tan cerca que no era capaz ni de enfocarle. Hinata seguía llorando—. Se lo diré a mis padres. Lo haré mejor.

—T-tobio —dijo, y la voz se le cortó. Kageyama volvió a besarle, y le costó mantener el equilibrio sobre la bici—. Kageyama-kun, tengo que volver a casa. Entra en la tuya y mañana hablamos.

—No —dijo, separándose un poco, sin soltar su mejilla—. Vamos a tu casa a hablar con tu madre, y después al hotel. A dormir juntos. Y mañana hablamos.

Ni siquiera sabía qué mierda estaba diciendo. Estaba desesperado, en una huida hacia delante completamente delirante. Hinata dio un paso atrás.

—Es tarde, y está nevando un montón. No podemos subir la montaña en mi bici, ya me va a costar subirla a mí solo con lo que-

Kageyama se bajó de la bici por la izquierda y Hinata la sujetó para que no cayese al suelo. Se acercó a la farola y apartó la nieve del manillar de la bici de su tío, una buena MB con las ruedas a punto. Miró a Hinata sobre el hombro.

—Yo iré en la de mi tío.

—Kageyama-kun, no digas tonterías, no vamos a-

—No voy a perder —dijo, apretando los dientes mientras colocaba los pies en los pedales y empezaba a pedalear. Ni siquiera recordó que Hinata llevaba su mochila hasta que le oyó gritar a su espalda. Sabía que iría tras él, porque le conocía. Pronto le oyó, con la voz ahogada por el esfuerzo. Apenas comenzaban la parte suave de la subida y ya tenía calambres en las piernas, pero no le importaba una mierda.

Era todo o nada.

—¡Kageyama, idiota! ¡Estás actuando como un loco!

—Vete a la mierda —murmuró para sí, apretando los dientes y poniéndose de pie sobre los pedales, para aumentar el impulso e ir más deprisa— ¡Vete a la mierda, Shoyo!

—¡Deja de hacer tonterías, esta carretera es peligrosa! —gritó Hinata, que parecía más cerca. Circulaban por el arcén de la carretera y comenzaba a serpentea hacia arriba en un infierno de curvas con una visibilidad de mierda, con la nieve dándoles en la cara y acumulándose por todas partes—. ¡Mañana hablamos!

—¡No voy a esperar a mañana! —exclamó, apoyándose con más furia en cada pedaleo— ¡Voy a decirle a tu madre la verdad! ¡Y si quieres dejarlo, pues muy bien, pero no puedes impedir que lo cuente!

Kageyama dejó ceder un poco el impulso y se puso a la par de Hinata por la izquierda. La sangre le palpitaba en el cuerpo, por todas partes, haciéndole consciente de todo.

—¡Kageyama, por esta carretera hay que ir en fila, aparta! —exclamó Hinata, moviendo el brazo hacia él.

—¡Me da igual!

—¿Qué mierda quieres decirle a mi madre? —gritó, intentando pedalear más rápido, de pie en la bici, procurando desesperadamente adelantarle para volver a ir uno detrás de otro. Pero Kageyama también era rápido, y no le dejó.

—¡Que te quiero, idiota! —gritó, mirándole. Los dos pedaleaban a la vez, los dos tenían las mejillas rojas del frío y los dos estaban llorando, aunque Kageyama no se dio cuenta hasta ese momento, hasta sentir el sabor salado de sus propias lágrimas en la boca. El aliento gélido les rodeaba de vaho helado, y la noche era más oscura que ninguna otra, pese a la nieve, pese al reflectante trasero de la bici de Hinata. Abrió la boca, y todo pasó rápido.

El destello de unas luces de frente, el pitido de un claxon y el empujón fuerte de Hinata que le lanzó de la bici, mandándole fuera de la carretera, al arcén. Cayó por un terraplén y se sintió rodando por la hierba hasta quedar boca arriba, con el cuerpo empapado y los ojos en el cielo. Había dejado de nevar en un segundo. El mundo entero, el cosmos, el Universo se puso en pausa.

Todo desapareció, menos el olor a manzana.

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La cola de pasajeros era infinita. Atsumu escuchó el relato en silencio, sin decir nada. Habría sido mejor que hablase. Habría sido mejor que hiciese un chiste idiota que significase no es para tanto, pero la ausencia de bromas le daba a todo una seriedad insoportable. Kageyama estaba seguro de que se volvería loco.

Quizás ya lo estaba. Seguro, porque si no no estaría oyendo la voz de Dani.

—¡Tobio!

Atsumu y él se giraron, sujetando las maletas. Dani corría hacia ellos con las mejillas sonrojadas por el esfuerzo.

—No me jodas —murmuró Atsumu, resoplando. Kageyama se puso en tensión, cada músculo de su cuerpo de punta. No quería discutir allí. No ahora que habían conseguido evitar a la puta prensa. Dani se detuvo frente a ellos, apoyándose en las rodillas mientras intentaba recuperar el aliento.

—Es... pe... ra —dijo, intentando recuperar la respiración. Para que un atleta como él estuviese así tenía que haberse pegado una buena carrera. Tal vez les siguió corriendo, tal vez estaba todavía más loco que ellos—. Espera, joder. Toma.

Dani extendió la mano con un papel. Kageyama lo miró sin cogerlo, y Atsumu casi se lo arrancó de los dedos.

—¿Otro contrato?

—En blanco —dijo Dani, menos ahogado— Es un... contrato en blanco. Escribe lo que quieras y la Ocean lo firmará.

Le tendió un bolígrafo. Kageyama se quitó las gafas de sol y leyó el encabezamiento del papel que sujetaba Atsumu.

La contratante, Ocean-American S.D.L. se compromete con el contratado, Mr. Tobio Kageyama, durante un período de años, a establecer una relación laboral bajo las siguientes condiciones.

Los años estaban en blanco. La cifra que le pagarían, también, y tenía la posibilidad de añadir cláusulas bajo las que ya estaban redactadas. Jugaría con el número nueve. Tendría todo lo que Dani le ofreció, un piso, gastos pagados. La titularidad durante todas las temporadas, y no en la sub-19. En la categoría absoluta. Dani cumplía 19 en pocas semanas, y así se aseguraría de que jugasen juntos, aunque Kageyama aún tuviese 17.

—Levanto el veto —dijo, mirándole a los ojos—. Pon su nombre. Shoyo Hinata.

—Ni siquiera sabemos si está en condiciones de jugar —protestó Atsumu, alzando la voz. Kageyama miraba el papel, hipnotizado—. Tobio, no. No te fíes una mierda.

—Yo no tuve la culpa de lo que pasó con Yoko —dijo Dani, bajando la voz—. La Ocean está dispuesta a aceptarte aunque no quieras negar tu condición.

—¿Mi condición? —repitió Kageyama, frunciendo el ceño—. No tengo ninguna puta enfermedad.

—Ya me entiendes.

—No, no te entiendo una mierda. Me presentaste a Yoko y la metiste casi a la fuerza en todo lo que hacíamos, ¿qué querías conseguir?

—Que yo sepa fuiste tú la que la metiste en tu cama, no yo —dijo Dani, frunciendo el ceño—. Pero me importa una mierda, no me interesa Yoko ni su puta historia deprimente. Quiero que sigas jugando conmigo. Le pagaremos un sueldo al chaval. Le daremos rehabilitación. Los mismos médicos que te operaron la pierna. Los mejores profesionales de Estados Unidos a su alcance, eso no lo tendrá nunca en Japón.

—¿Qué mierda dices? —dijo Atsumu, alzando el tono.

—He estado preguntando —dijo Dani, mirando a Kageyama—. No está bien. Va a necesitar rehabilitación si quiere volver a jugar.

—Qué dices —dijo Kageyama, sin moverse.

—Lo que oyes —contestó Dani—. No tenemos tiempo. Firma.

—Lo que firme no tiene valor sin la autorización de sus padres —dijo Atsumu. Dani le lanzó una mirada asesina.

—Sí tiene. Lo he consultado con los abogados. En el Estado de Nueva York puedes firmar un contrato como este con diecisiete. No necesitas consentimiento de nadie. Vamos.

Kageyama cogió el bolígrafo y le miró.

—Dime cómo está Hinata.

—Tiene secuelas.

—Qué secuelas.

—No lo sé exactamente —dijo Dani, mirando todo el tiempo hacia la fila de pasajeros, que se acortaba por momentos—. No hay tiempo.

—Primero le veré —dijo Kageyama, devolviéndole el bolígrafo, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho—. Primero veré cómo está y si es verdad lo que me dices, firmaré lo que quieras. Lo que sea lo firmaré, pero despiiés de verle.

Dani resopló y asintió con la cabeza.

—La Ocean te da una semana. Una semana para pensártelo. Después la oferta decaerá. Si necesitas ver al chaval en una silla de ruedas para convencerte, tú mismo, porque eso es lo que te vas a encontrar.

Maldito bastardo.

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Sobrevolaban el océano cuando Kageyama se rompió. Apoyó la cara entre sus brazos y dejó que las lágrimas saliesen. Atsumu le acarició la espalda sin decir nada, y nunca antes había valorado tanto su capacidad de gestionar los silencios.

—Lo siento —dijo al final, recomponiéndose. Se secó la cara como pudo con la manga de la chaqueta y evitó mirarle a los ojos. Atsumu suspiró.

—Tobio-kun, tranquilo.

Kageyama respiró lentamente. Los primeros días tras el accidente no se acordaba de cómo habían llegado al punto de ser atropellados en una puta subida de montaña, de noche, nevando. Se despertó en una habitación de hospital de Sendai, con la pierna escayolada y la cabeza vendada, y el nombre de Hinata en sus labios. Suplicó a su madre que le ayudase a sentarse en la silla de ruedas para ir a verle. Solo le permitieron una visita, a través de un cristal.

Ese recuerdo, la madre de Hinata en una silla junto a su cama, llorando con la cabeza apoyada sobre las piernas de su hijo, le acompañaría para siempre.

Atsumu le pasó un brazo por la espalda, abrazándole, y Kageyama apoyó la cabeza en su hombro.

—Dime lo que piensas.

Atsumu tardó un poco en hablar, y eso no era bueno, pero Kageyama estaba demasiado cansado como para pensar.

—Tiene que haber un motivo de peso para que no te avisase al despertar —dijo, despacio, acariciándole el pelo con los dedos. Estaba seleccionando las palabras—. A lo mejor no puede hablar, pero eso no quiere decir que esté tan mal. Si puede ver tus partidos seguro que está bien. Quizás simplemente no pueda comunicarse pero sea algo que tiene solución.

—¿Eso es posible? —preguntó, nervioso.

—No lo sé. No tengo ni puta idea, Tobio. Estoy intentando buscar una explicación razonable.

—Solo hay dos explicaciones. La primera es que me odia.

—Eres pesado, tío —resopló Atsumu, apartando el hombro bruscamente y provocando que Kageyama casi se desnucase—. Deja de hacerte la víctima. Hiciste el imbécil en esa carretera, genial. Eres una drama queen, te lo compro. Pero si crees que Shoyo-kun te culparía de algo así es que no le conoces tanto. ¿No estás tan enamorado? Pues respétale. Si está enfadado contigo será porque eres un gilipollas, no porque un puto coche aleatorio os embistiese por accidente. Y ni de coña dejaría de llamarte por eso.

Kageyama frunció el ceño, contrariado.

—La segunda explicación es que-

Que esté demasiado dañado como para llamarme. Que no pueda hablar. Quizás que no pueda moverse.

—No digas nada —le cortó Atsumu, rebuscando en sus bolsillos hasta encontrar los auriculares; después se entretuvo desenredándolos, porque como Hinata, era un puto desastre para el asunto de mantenerlos bien guardados para que no se convirtiesen en una maldita maraña—. Llama a Natsu en cuanto aterricemos y entérate de qué mierda pasa, y después decides cómo actuar. Me pone nervioso que le des tantas vueltas a todo y no actúes de una vez, mierda ya. Si yo fuese Shoyo y me despertase de un coma y me encontrase este panorama, desearía volver a dormirme y que le diesen por culo al mundo.

—Oi, no te pases —dijo, por decir algo. Atsumu puso los ojos en blanco y comenzó a ver un capítulo de Boku no hero. Cuando vio que Kageyama le miraba fijamente, le ofreció un auricular—. Esta temporada ya la he visto.

—Yo también, pero la nueva la veremos con Shoyo —dijo, sin mirarle. Kageyama no pudo evitar sonreír levemente. Estaba en la mierda, todo era un desastre, pero volvía a tener esperanza.

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La madre de Kageyama abrazó a Atsumu nada más verle, y le agradeció haber mantenido a su hijo con vida a pesar de todo. Osamu también estaba allí, y aunque fue cortés con su madre, la mirada que le lanzó a Kageyama era toda una declaración de intenciones. Atsumu y Kageyama se despidieron con una reverencia suave de la cabeza, porque no hacía falta nada más.

—Llámame luego —dijo Atsumu antes de que Kageyama se girase. Él asintió. Llámame cuando sepas algo de Shoyo, había querido decirle. Lo leyó en su voz. En cuanto supiese qué mierda estaba pasando, sabía que Atsumu cogería el primer tren bala a Sendai y se plantaría en el hospital. Probablemente con una cesta gigante de caramelos de café. Casi podía verlo.

Esperaba que fuese así de fácil, aunque no tenía tantas esperanzas.

Su madre habló poco durante el viaje, pero no dejó que se instalase entre ellos el silencio. Mencionó algunos datos aleatorios sobre sus vecinos, cosas del trabajo de su padre y del suyo propio, anécdotas de su tío, que por fin volvía de Islandia en octubre y se instalaría en Tokio.

—Si te planteas estudiar en Tokio podrías vivir con él —dijo de pronto. Kageyama miró hacia la carretera, respirando despacio.

Estudiar en Tokio. Estudiar. Tokio. Todo parecía demasiado difuso de pronto. Lo único que le importaba era Hinata. Ver a Hinata. Oír su voz. Sentir el tacto de su piel. Olerle, aunque ya no oliese a manzana nunca más, no importaba. Incluso si oliese a calcetines usados, o a gatos cocidos en repollo, sería el mejor olor del mundo. No podía pensar en otra cosa. No existía otra preocupación.

Ni Kásper, ni Yoko. Nada. Solo él.

Llegaron a Sendai a mediodía, y la madre de Kageyama le invitó a comer en un bar delante del hospital. Apenas probó nada de su plato. Estaba nervioso, más que nunca en su vida. No tenía ni idea de lo que se encontraría. No había tenido valor de llamar a Natsu hasta ese momento. Su madre le convenció, y marcó el número en su teléfono.

Natsu contestó al segundo tono.

—¿Sí? —dijo, y su voz fue tan pequeña y dulce que Kageyama estuvo a punto de colgar de la impresión. Miró a su madre, que le hizo un gesto con la mano.

—Natsu-chan —dijo, suave. Hubo un silencio al otro lado.

—¿Kageyama-san? ¿Kageyama-san eres tú de verdad? —su voz se alzó, chillona, como la había oído a través de la televisión, desde el otro lado del mundo—. ¿Kageyama-san de verdad eres tú, de verdad eres tú en serio me lo prometes de verdad?

Se mordió el labio, reteniendo una sonrisa.

—Soy yo.

—¿Por qué has tardado tanto en llamarme? ¿Crees que una chica puede esperar por siempre? ¡No se hace esperar a las chicas tanto tiempo! ¡No me extraña que salgas con mi hermano, porque por muy guapo que seas ninguna chica esperaría tanto por tu llamada!

Kageyama asintió, aunque ella no pudiese verle.

—Lo siento. Pensé que no querrías hablar conmigo y yo... No sabía qué decirte.

—¡Pues me dices que cómo estoy y si necesito algo! ¡O que si mi hermano está bien, digo yo, que para eso eres su novio! ¿O es que ya no le quieres? ¿Has dejado de querer a mi hermano? ¡Como me digas que le has dejado por esa tía tonta es que te mato! ¡Mi hermano no tiene tetas pero sabe jugar al ajedrez mejor que nadie, es el campeón del hospital!

Kageyama apretó el teléfono contra la oreja, nervioso.

—¿Está en el hospital central de Sendai?

—¡Claro que sí, tonto! ¿Dónde quieres que esté?

—¿Crees que puedo ir a verle? —preguntó, casi en un susurro, sintiendo que de verdad estaba a punto de derrumbarse. Su madre extendió la mano a través de la mesa y sujetó la suya, mirándole a los ojos. Su mirada le dio fuerzas—. Estoy en Sendai. Junto al hospital. ¿Crees que podría...?

—¡Espera, que le pregunto! —gritó, con la voz aguda. Kageyama sintió que la vista se le nublaba. La oyó separarse un poco del teléfono—. Oniichan, ¿puede subir Kageyama-san a verte porfi? Está aquí mismo y se muere por estar contigo, ¿puede subir porfi porfi?

Entonces Kageyama lo oyó. Al otro lado, como si procediese de otro planeta, uno muy lejano donde todas las piezas deberían encajar pero de alguna manera, no lo hacían. Eran grandes o pequeñas o de distintos tamaños, pero nunca era posible colocarlas correctamente por mucho que te esforzases.

Oyó su voz, la voz más genial con la que llevaba soñando meses, decir una sola palabra.

—No.

Kageyama parpadeó, apretando más el teléfono contra la oreja.

—Eh, Kageyama-san —dijo Natsu, otra vez cerca. Kageyama se levantó y se alejó de su madre; salió del bar y cruzó la calle casi sin mirar hacia los lados, oyendo los coches pitar, con la mirada puesta en el enorme edificio; el hospital central de la prefectura. El de cristaleras enormes y habitaciones infantiles en la parte superior—. Creo que él ahora no puede porque-

—Pásamelo —dijo. Recordaba la planta en la que él estuvo ingresado. Era un ala de recuperación, a la derecha, y caminó con la vista puesta en esa zona, aunque obviamente no podía ver nada desde abajo.

—Espera —dijo Natsu, y volvió a apartarse del teléfono—. Que dice que te pongas.

No oyó la respuesta de Hinata, pero sí volvió a sentir la respiración nerviosa de Natsu.

—Dile que coja el puto teléfono y se asome a la ventana.

—¡No digas palabras feas, Kageyama-san! —exclamó Natsu, pero Kageyama estaba en otra galaxia. En otro planeta. Contó las ventanas acristaladas. Siete hacía arriba. El séptimo piso, seguro. Ahí había estado él ingresado—. Es un mal momento Kageyama-san, de verdad que mi hermano tiene muchísimas ganas de verte pero quizás puedas volver otro día y... ¡Para, oniichan, déjame!

Silencio. Ya no oía a Natsu, pero tampoco habían colgado. Pegó más el teléfono a su oreja.

Era el sonido de una respiración.

Pulsó con el dedo el botón de volumen y lo subió al máximo mientras recorría con la mirada las cristaleras.

Kageyama descubrió algo que ya sabía. Algo que la ciencia no explica y que los científicos no reconocen y es que el tiempo puede detenerse. Hay persona que tienen ese poder, de verdad lo tienen. Son capaces de congelar el curso de la historia y ralentizar su paso, crear una grieta en el tiempo y darle a un beso de tres segundos el valor de toda una vida.

Hinata sabía hacer eso. Era uno de sus poderes ocultos. Kageyama cogió aire.

—Idiota —susurró, apretando los dientes.

Otra vez ese poder. Un silencio que duró más que el Imperio Romano.

—Estúpido.

Kageyama se agarró a una farola con el teléfono casi incrustado en la oreja. En la otra acera, su madre gritaba su nombre, agitando la mano. Por supuesto, ni la veía. Sólo tenía un sentido disponible y era el oído, para escuchar su voz.

Probablemente estúpido fuese ahora su palabra favorita. Podría tatuársela en las mejillas y pasearse con ella así por las calles.

—Idiota —repitió, incapaz de decir nada más inteligente.

—Imbécil.

Era él, no había duda. Su voz sonaba algo distinta. Más adulta, ligeramente quebrada, como si estuviese afónico. Como si hubiese pasado mucho tiempo en silencio.

—Idiota.

—Gilipollas.

Sonrió, mirando por hacia arriba.

—Idiota.

—Feo.

Este tío.

—Idiota.

Oyó el pitido y miró el teléfono, sorprendido. Hinata había colgado. Su madre seguía gritando su nombre al otro lado de la calle. Entonces oyó otro grito, esta vez desde arriba. Buscó en las cristaleras hasta encontrar de dónde venía el sonido.

Piso tres. La ventana estaba abierta y Natsu, con una chaqueta negra del Karasuno, movía las manos frenéticamente.

—¡Kageyama-san! —gritaba, con un tono muy agudo, emocionada— ¡Que dice mi hermano que si no sabes decir más palabras, que si te ha dado un hipo! ¡Ay, no, un ictus! ¡Que si te ha dado un ictus! ¡Dice que... Oniichan no voy a decir eso por la ventana olvídalo que mamá me castiga! ¡Que dice que planta tres habitación ciento dos y que traigas flores o no vengas! ¡Y que te des prisa, que eres un lento! ¡Leeento!

Kageyama miró hacia la ventana y gritó con todas sus fuerzas.

—¡Tú...! —Ah, las palabras se acumularon en su pecho y no salieron, y dónde podría encontrar girasoles en esa calle que ni conocía, y dónde podría comprar flores si ni había dormido y tenía un Jet lag del demonio, y las palabras seguían dentro, imposible sacarlas, y estaba gritando, se oía gritar, aunque Natsu ya estaba cerrando la ventana— ¡IDIOTA!

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