Capítulo 36
Hans se colocó su calzado y se puso en pie pisando fuerte para ajustárselo. Satisfecho con el resultado, se paró ante el espejo para ponerse la prenda abrigadora alrededor de su cuello, que después de una hora cabalgando necesitaba seguir protegiéndose a fin de no atrapar un resfriado.
En medio del acomodo de la bufanda, su atención se desvió a su reflejo, preguntándose si había algo distinto en él, como tenía impresión últimamente.
Entrecerró sus ojos, observando a detalle su semblante, para luego descender a su figura.
—Bobadas —decretó viéndose igual que todos los días. Aunque podía rivalizar con Narciso, percibiéndose con mayor atractivo cada vez que se miraba.
(O era precisamente eso; su apariencia poseía un encanto y gracia sutiles, superiores a antes, en virtud del cambio efectuado en él.)
Agitó su cabeza, procediendo a terminar el ajuste de sus ropas. Finalizado esto, se dirigió a la puerta, pero a mitad de camino espió sobre su hombro en dirección al espejo.
Un resoplido lo abandonó y salió del dormitorio. Tan pronto estuvo en el pasillo, sus manos se introdujeron en los bolsillos de su abrigo; como dijera a Elsa, el frío del ambiente era diferente al de su piel.
Al instante se calentó y lo asoció al recuerdo de esa noche, por lo que detuvo sus pensamientos para no responder como un jovenzuelo dominado por su ingle… a pesar de que la sensación parecía lejos del deseo.
Encogió los hombros sin molestarse más por el asunto, dedicándose a observar a su alrededor hasta llegar a su oficina, en la que no entró de inmediato al oír un sonido agradable desde el interior.
Era Elsa cantando.
Abrió la boca con asombro, prestando suma atención al canto del otro lado, nuevo para él.
Elsa tenía una voz maravillosa. ¿Por qué la ocultaba?
Fascinado, se apoyó en el marco de la entrada para seguir escuchando, porque si ingresaba probablemente interrumpiría su cantar.
Sonrió en una nota alta; la voz de ella era aguda, agraciada y clara, compartía el sentimiento de la letra, que identificó en la siguiente línea.
¿Sylvie?, pensó parpadeando estupefacto. No sabía que ella se hubiese aprendido la canción en una corta visita a París. Él la había oído por alrededor de tres ocasiones acudiendo a la ciudad, hospedándose en el mismo hotel; al dueño le gustaba tanto que la pedía en el comedor, y naturalmente Hans la había oído lo suficiente para que se quedara en su cabeza.
¿O ella la habría escuchado en otra parte?
Independientemente del origen, extraordinario era que cantara, aun si lo hacía en privado. Era un acto de libertad que se oponía al extremo control que ella se había puesto y solo relajaba en tiempos recientes, equilibrándose con la mujer que le había recibido después de ser secuestrado por Anna.
Le satisfizo de un modo inexplicable.
Con su dedo índice tocó el rosemaling de la puerta blanca, siguiendo el ritmo de la melodía tranquila que interpretaba Elsa.
Tal pasividad se convirtió en un aliciente para pensar en sus acertadas y nada planeadas palabras a ella un par de días atrás. Su joven esposa se merecía más que todas esas imposiciones a su vida, a las que difícilmente muchos podrían enfrentarse con el aplomo de ella. Sabía que sin esas experiencias Elsa no sería la misma que conocía, pero eso no disminuía la creencia que ella poseía algunas responsabilidades que no debieron corresponderle.
Cuando menos ella se estaba adaptando mejor que en el pasado y del otro lado de la puerta tenía la prueba (cantar era liberador). Ya había llegado el momento de quitarle a los demás el poder que les había dado sobre ella.
Tal vez no obtendría todo lo que se merecía, pero viviría contenta con su porción de independencia.
(Como aquella noche, el bermejo sintió un impulso de otorgarle el más.)
Sus elucubraciones finalizaron así y en su cabeza únicamente persistió la voz de ella, provocándole muchas emociones de acuerdo con los versos entonados. Ni le fue necesario saber las canciones o entender las palabras, porque algunas parecían en una lengua desconocida, posiblemente aborigen.
Suspiró un rato después, acabado su concierto personal. Las piernas le hormigueaban por permanecer inerte y tuvo que desperezarse antes de entrar a la estancia.
Lo recibió una extraña imagen.
Elsa tenía un brazo derecho sobre la otomana y en él descansaba su cabeza. Su rostro estaba en paz; no había líneas de tensión en sus rasgos, sus ojos estaban cerrados, y su boca se veía ligeramente abierta y sonriente.
La llamó, tratando de corroborar si estaba o no en los brazos de Morfeo.
Al no oírla responder, dudó. La posición no parecía muy cómoda y le dolería el cuello al despertar; asimismo, su gramo caballerosidad le demandaba ser atento con una dama en aquellas circunstancias.
Resolvió trasladarla a otro sitio, dado que en su oficina no había un sofá para que descansara en condiciones. Viéndola, Hans puso una mueca de presunción reconociendo sorprendente que nunca la hallara dormitando en el día, dado el tiempo de sueño que sus encuentros nocturnos le robaban al mes —ocasionalmente uno por noche y con la excepción de sus periodos de sangrado—; hasta él se tomaba siestas.
Por supuesto, Elsa podía dormir en su despacho.
Fue hacia ella y se arrodilló frente a la otomana, sopesando la manera menos brusca de apartarla de la pared para cogerla en brazos. Su rincón no ayudaba a la tarea de facilitarle comodidad.
Mientras sopesaba el asunto, sentía una cosa pacífica y protectora que le repetía ser cuidadoso.
Hans optó por colocar su mano derecha en su espalda y recibirla en su pecho.
Se inclinó con ese propósito, poniendo su mano derecha cerca del cuello de ella, toda vez que alargaba su brazo hacia su costado izquierdo. Apenas le rozó la parte trasera del hombro, Elsa liberó un gruñido y se movió.
Hans ladeó el rostro para mirarla, dejando sus narices a un palmo de distancia. Ella abrió los ojos al mismo tiempo.
En lugar de alejarse, permaneció en esa posición con sus latidos acelerados, contemplando su quieto despertar. Los orbes cerúleos de ella brillaban acuosos como dos joyas preciosas en contra de la luz.
Humedeció sus labios como lo hizo Elsa. Resbaló su mano en su espalda y tragó lento.
—Hans… —emitió ella sin hacer ruido.
Su oficina se llenó de un aire pesado que a él le costó respirar y tuvo que sostenerse en la otomana, provocando que la punta de sus dedos sintiera el amago de la piel de ella.
Aquel retazo que chispeó le devolvió la normalidad.
—¿Ibas a…?
—¿Llevarte a tu habitación?
Elsa pestañeó y sus pómulos se colorearon.
—Sí, eso.
Recostándose en sus talones, Hans desechó la idea de que ella imaginaba otra cosa.
—No es el sitio más agradable para dormir —señaló sonriendo de lado.
Ella se frotó los ojos con la concha de su palma. —Sentí somnolencia y no me fijé cuando me dormí.
—Si quieres seguir haciéndolo, deberás irte —lacónicamente indicó a su alrededor—, aquí no hay un sofá.
—Debí dejar el que había antes. El mobiliario de mi bisabuela Kaysa tenía uno.
—Arruinaría la decoración —bromeó.
Ella liberó una risita.
—Me quedaré, ¿estás ocupado? Las cartas me mantendrán despierta.
Hans rió asintiendo.
—Vamos.
Tras pararse, le ofreció su mano. Un tambaleo la atajó mientras se levantaba y él instintivamente la pegó a su pecho, debajo del que su corazón latía de sorpresa.
—¿No sientes tu pie? —inquirió al verla sostener su peso en una mitad de su cuerpo, buscando una aclaración del percance.
Ella asintió conforme se erguía. Alcanzó a captar el mohín que desapareció y su mejilla se tensó queriendo sonreír.
—Gracias.
—Descuida.
Calladamente elevó su brazo para asistirla en el corto espacio que la separaba de la silla.
A él le provocó una sonrisa ver que, cojeando, ella no perdiese el porte.
{…}
Después de un bocadillo en la cocina, Elsa hacía su camino de regreso a su despacho, tratando de relajarse en cada paso que daba para no permitir que otro hecho anormal en ella fomentara una ilusión.
Bien, dejando a un lado los postres que compraba Hans, no solía probar alimento entre comidas, ni siquiera galletas para el té, y media hora atrás había deseado hacerlo; mas eso no significaba lo que suponía. Como tampoco lo hacían la sensibilidad en su busto e hinchazón en su talle, presentes días antes de su sangrado.
Ni el haber vomitado en ayunas esa mañana.
Pensándolo mejor, quizá solo estaba regresando la energía devuelta al inodoro.
Apretó la mandíbula. ¿Por qué se engañaba? Gracias a esas situaciones, náuseas, mareos y cansancio, la espera a la segunda quincena del mes estaba matándola y tener sus ánimos apacibles era una faena. Se sentía demasiado alegre y luego se recordaba que no tenía que estarlo aún, pasando de entristecerse o a enojarse consigo misma.
Entonces se irritaba en general, pues al aceptar que fluyeran emociones en ella no lo hacía para fluctuar de una a otra en periodos cortos.
Siquiera no afectaban sus poderes.
…como otro estado.
Elsa resopló con la nariz.
Aquello era el ciclo de fechas recientes. Una cuestión en la que no debía centrarse (la gravidez) daba paso al tema en que no deseaba ni era necesario hacerlo (el enamoramiento).
Había seguido su rutina ignorando el suceso de la escarcha en la cama, pero eventualmente este volvía a molestarla.
Y se negaba a afirmar lo que tenía inquietud de asumir. Es decir, había identificado lo que podía ser causante de esa manifestación mágica, solo no estaba de acuerdo en atenerse a tal motivo inaudito; por ende, quería dedicarle nada de sus pensamientos.
De igual manera, mucho interés suscitaría una alteración que podría repetir su pérdida anterior, si el primer asunto era cierto.
La jovial sonata de Mozart que acudió a sus oídos fue un calmante más efectivo que sus intentos.
Sin vacilar cambió de rumbo y persiguió la música de piano al único lugar donde habría uno. Era el regalo de su padre a su madre y estaba en el salón, poco aprovechado por los habitantes del castillo.
Con la excepción de quien creía que estaba en el banquillo.
Difícilmente era Anna; porque le habían enseñado, pero no había tenido mucha habilidad —o paciencia—, solo le había ayudado a cantar con ritmo. Por su parte, Kristoff simplemente sabía interpretar en su instrumento de cuerda.
En consecuencia, quedaba un individuo que no requería permiso para tocar.
Sintió un revuelo en el estómago, del cual iba acostumbrándose poco a poco, y se detuvo ante la puerta del salón de música. Lamentablemente, tuvo que golpear fuerte e interrumpir la sonata.
—¿Sí? —La contestación de Hans confirmó su sospecha y aumentó la sensación de aleteos en ella.
Decidió entrar, dispuesta a escuchar más.
Él miró sobre su hombro y asintió al reconocerla. Elsa se sirvió de la mentira de que parecía satisfecho de su presencia y la eliminó a los pocos segundos, borrando todo de su mente.
—No sabía que tocabas el piano —comentó situándose junto al mencionado.
—Tengo muchos talentos, esposa. —Rió entre dientes, ya acostumbrada a su arrogancia. —¿Tú lo haces?
Negó. —Sé un poco, lo suficiente para apreciar la música y reconocer las notas en una partitura u obras conocidas; sin embargo, no para identificar bien las notas con el oído, menos interpretarlas con mis manos. —Pulsó el La de la esquina. —Mi instrucción se interrumpió y no la retomé al ser coronada.
—¿Quieres intentarlo de nuevo?
—No, prefiero escuchar —admitió y se sentó en el sillón a un costado del hermoso Bösendorfer marrón; era el mismo sitio donde su padre se ubicaba para oír a su madre. Detrás estaba el estante con los libros de música, del que Hans debía haber sacado las partituras que reacomodó rectas en el atril.
Ella curiosa leyó el título arriba del primer pentagrama. Era la sonata 14° en do sostenido menor "Quasi una fantasia", opus 27, n° 2 de Beethoven; el Claro de Luna.
—Estabas tocando a Mozart —apuntó guardándose su asombro; no había señales de las partituras de esa sonata.
Él se ladeó y le guiñó un ojo presumido. —La aprendí bien de niño.
Se quedó en silencio y él volvió a la posición para comenzar.
El lento y lúgubre inicio de la pieza musical inundó los rincones de la habitación, en un sonido bello por el empeño que el pelirrojo ponía para su interpretación. Él sentía una rara necesidad de mostrar sus habilidades de la mejor manera posible; tocar como nunca antes lo había hecho.
Había ido por una distracción insignificante y ahora se animaba a mayor ímpetu… no lo entendía.
Sus manos cuidaron presionar cada tecla y nota en la partitura, que cambiaba en sincronía sin interrumpir el ritmo, y sus pies guardaban el compás requerido para recrear la maravillosa composición de un genio en su arte. No comprendía lo que Beethoven había tratado de expresar al inventarla y no sabía si él lo transmitía, pero le daba un sentimiento anhelante que tal vez se hacía evidente al oírle.
Hans siguió disciplinado resonando la melancolía por lo alto y cuando iba a hacer el cambio a la segunda parte de la pieza giró su cabeza a su "público".
Dio fin a la composición sin fijarse en el cómo. Se deslizó en el banco atento a las facciones de su mujer, quien agitó sus pestañas regando las lágrimas que brotaban de sus pozos azules.
Hubo un aplauso animado de su esposa, desconcertándolo.
—Elsa, estás llorando —expresó dubitativo e idiota.
Ella colocó su palma contra su rostro, sonriendo.
—Sí —respondió ella y soltó una pequeña risa, derramando más lágrimas.
Hans se preocupó. A ella le pasaba algo, no se conmovía y dejaba que los otros lo supieran de modo tan fácil.
Buscó en su saco y extrajo su pañuelo dentro. Ella posó sus dos manos en su regazo y él delicadamente borró el rastro húmedo en sus pómulos sonrosados, preguntándose qué ocurría con su esposa; solo le daría permiso para un gesto así por una causa importante.
¿Habría tenido un percance con su hermana? Era la única cosa que daría pie a ese estado.
Aunque no había nada en su cara que gritara malestar.
El problema era que le descolocaba esa actitud y no sabía las palabras correctas. Aparentemente, esa rubia nórdica era singular; nadie más conseguía que titubeara y actuara tan fuera de sí.
Un hormigueo perturbó sus manos, quizá a consecuencia de minutos tocando, distrayéndolo un instante de Elsa.
Devolvió la mirada a ella, frustrándose porque no hubiese signos de ayuda en sus ojos. Por si fuera poco, estos parecieron anonadados un momento y luego se abrieron con sorpresa.
—Tocaste igual que mi madre —musitó Elsa adelantándose a él, que asintió, internamente desconfiando de que esa fuera la razón de su llanto.
—¿Quieres que siga? —Recibió una negativa.
—Eres… Nunca había conocido a alguien como tú.
Su cuerpo reaccionó cálidamente y contuvo a su mano para no tocarse el pecho. ¿Por qué recibía así a sus palabras, cuando muchas veces había obtenido hasta alabanzas a sus talentos?
—Lo tomaré como un halago, aunque seas una persona insociable.
La risa de Elsa sonó como campanillas.
—Regalo pocos elogios, aprovéchalo, Westergård.
Sabía que era un honor.
—Así que… ¿Cuál es tu pieza favorita, Elsa?
El rostro de ella se iluminó y él alejó la cabeza, impresionado. A continuación, Elsa se puso en pie y se dio la vuelta hacia el librero.
Pestañeó sonriendo mientras la veía contar los tomos con la punta de un dedo; podía imaginarla de niña haciendo exactamente eso. Ella sacó uno de los libros, hojeándolo al volverse a él.
Le tendió unas partituras escogidas de su selección. Él leyó el título, descubriendo con alivio que la conocía y no lo haría mal por la falta de práctica.
Era Nocturne, Op. 9, el n°2.
—Chopin —dijo en voz alta. —Tienes gran gusto.
Asintiendo, ella ocupó el sillón.
—Tú eres muy bueno —murmuró Elsa.
Mudo, él le entregó el pañuelo en sus manos, tratando de fingir que su apreciación no era la que más había disfrutado en su vida, y que no podía volver a actuar presuntuoso al obtener su elogio.
Una vez alistadas las hojas en el atril, se preparó para comenzar, deseando hacerle justicia a la obra favorita de ella.
{…}
Hans cerró el periódico de Arendelle deseando el momento en que el reino creciera con el proyecto del hospital. Fiel al pacífico estilo de vida de los habitantes, las noticias eran historias para dormir que lo dejaban abúlico; simplemente se molestaba en leerlas porque siempre había que estar al día con la información.
Suspiró y se dio a la flojedad en su asiento, perdiendo la postura recta.
Un movimiento de su esposa captó su atención; evaluaba el dibujo alejándolo con los brazos extendidos.
Debía ser excelente como todas sus creaciones; él no tenía el primer puesto en lo que perfeccionismo se refería; Elsa sí. Era un rasgo que le agradaba, su dedicación hacía que congeniara con la de él, cosa que alguien más hallaría difícil de convivir (tampoco eran excesivos como Adam). De hecho, si ella no dirigiera su reino, él la pondría a cargo de un negocio suyo sin supervisarla como a los demás, porque confiaría en su capacidad; no tendría mucho recelo a su tendencia de poner a otros primero, ya que era objetiva en sus acciones competentes a Arendelle.
El lápiz regresó al papel y él sonrió cuando ella cambió de idea y borró.
Viendo esa conducta habitual, como toda la semana desde que llorara en el salón de música, Hans concluyó —con la arrogancia implícita en el acto, debido a que había sido su interpretación en el piano— que sus lágrimas habían sido por la emoción de lo que escuchara, por inusual fuese el acto. Se relacionaba a su fenecida madre, y su padre, por unos comentarios posteriores.
—Llevas tiempo mirándome —observó ella, seria, deteniendo su trabajo.
Él soltó una risa baja.
Elsa contuvo un resoplido. Lo había dicho porque quería que parara, estaba perdiendo la concentración en el cabezal que diseñaba. Tener su vista en ella y estar enfocada en una cama no era una buena mezcla.
Por más de una razón.
—¿Sabes? En el jardín, al hacer ejercicio, me crucé con tu hermana y Kristoff; intercambiaban otras frases. No lo viste, pero eso confirma mi triunfo del mes pasado.
La alusión a su apuesta le recordó el premio y un rayo de sol cubrió su pecho.
Aparentó indiferencia. —Solamente tú haces ejercicio en estas temperaturas.
Tampoco se estaba quejando.
—Con mi ingesta aquí terminaré como un globo.
—Perderías tu atractivo al regresar a América, pobres damas. —Sus intestinos se enredaron con esa respuesta.
El silencio de él empeoró su sentir… que no debía ser.
Más allá de eso que bloqueaba pensar, no existía justificación para inquietarse porque él compartiera su cama en América. Era muy consciente de que le había otorgado la oportunidad de yacer con otras mujeres mientras no tuvieran enfermedad. Y con lo que le había dicho Daphne, cuidaba muy bien eso. No había motivo para que no estuviera con alguien en el tiempo separados, dado que disfrutaba del sexo.
Sintió un incendio en su garganta.
La joven se dio cuenta que sentía algo similar, pero más fuerte, a cuando su amiga le había confirmado que habían sido amantes, y cuadró la mandíbula.
Hans exhaló rascándose la cabeza, después de haber perdido su mirada en la ventana.
—No sé por qué te lo digo, pero desde que me comprometí contigo no he tenido sexo con alguien más que tú. Parece que los dos hemos sido fieles a los votos matrimoniales hasta ahora. —Expulsó una risa irónica. —Tu obispo estaría orgulloso.
Ella abrió la boca. Su esposo se sintió satisfecho de impresionarla, así como él lo estaba por su admisión.
Por costumbre, interés de la respuesta, instinto de supervivencia y rechazo a su conformidad a su revelación, Elsa replicó: —Cuidado Hans, podría comenzar a creer que te estás enamorando de mí.
—No pongas tal desgracia cerca —repuso él con un sabor amargo en la boca.
—Despreocúpate —dijo ella esbozando una sonrisa torcida.
(Ninguno fue capaz de reconocer la incomodidad en sus cuerpos.)
{…}
Cinco días sin un minúsculo punto rojo.
Elsa descansó sus brazos temblorosos contra su tocador, agradecida de estar sentada.
Se cumplía el quinto día consecutivo con nada de sangrado, partiendo de la fecha estimada en sus cálculos, que habían fallado exigua ocasión.
Tenía que estar encinta. Era de conocimiento popular que una falta o un retraso eran distintivos de un embarazo.
Si se equivocaba era que su cuerpo tenía una forma cruel de comportarse con ella últimamente. Estaría colérica de resultar un engaño y le reclamaría mucho tiempo que mostrara cosas que no eran, sabiendo que le ilusionaban.
Agitó su cabeza, golpeándose el rostro con los cabellos sueltos en sus costados. Rápido deshizo su trenza y ató todo en una simple cola alta que uniera todo.
Rió de entusiasmo. Era inevitable, aunque debiera de acudir con una persona más experimentada en el tema. Las mejillas le ardieron y se las palmeó intentando disminuir su alborozo; no podía salir de sus aposentos así o alertaría a todo el mundo y no quería que todo el castillo se enterara antes que su esposo.
Se llenó de calor al imaginarse su reacción.
Volvió a reír, perdiendo el pequeño avance que había hecho. Parecía una loca y eso le dio a pensar si a aquellos en nosocomios les habían incomprendido su regocijo.
Tomando cortas respiraciones consiguió recuperar el temple. Se observó en el espejo para comprobar que el carmesí se había ido de su piel nívea.
Jadeó; su expresión evidenciaba sus ánimos positivos. Se atisbaba vivacidad en sus ojos y luminosidad en su faz.
Era una visión tan nueva para ella que su mente se quedó en blanco.
Recomponerse le llevó un tiempo eterno; no obstante, al hacerlo dejó el banco y se apresuró a la puerta. Iría con una partera porque su vasto conocimiento de embarazos le ayudaría a salir de dudas.
Hacerlo de forma discreta le provocó impaciencia, pues debió ser precavida al visitar el pueblo surgiendo de un pasaje subterráneo de su hogar, como al acudir a la entrada trasera de la mujer sin ser vista.
Desafortunadamente, la alternativa de citarla en su residencia habría sido mucho más llamativa.
Cuando estuvo ante la pelinegra de mediana edad, esta no disimuló su sorpresa y excitación de tenerla ahí. Su reverencia se invadió de temblores y tropiezos morosos que sirvieron para fomentar la irritación de la reina.
—¿Está ocupada? —inquirió a media voz, temiendo que alertara a alguien en una sala adjunta.
—No, no, Su Majestad ha venido en momento indicado. Lamento el estado de mi humilde hogar, con gusto habría acudido al castillo para no privarle de los lujos que se merece.
Elsa apenas había oteado a su alrededor, y tampoco lo hizo tras esas palabras; con que sirviera a su propósito era suficiente.
—Mi interés es no suscitar especulaciones, confío en que usted mantendrá el secreto de la corona.
—Sí, por supuesto, reina Elsa. —La señora Hall se colocó una mano en el corazón. —Lo haré, mi difunta madre fue guarda de su Majestad Iðunn y será un honor para mí mantener tan importante información en mi saber. Ahora, venga conmigo a la habitación de al lado.
Elsa asintió y la acompañó a un espacio que sí miró. Había una cama, una mesa con dos sillas, un estante con libros y otro con objetos diversos, desde frascos hasta toallas.
—Quiero una confirmación —aclaró yendo a la cama que le indicaba, fijándose en que lucía muy limpia como todo el lugar, de dominante olor a lavanda.
Se sentó en el borde y la mujer movió una de las sillas para colocarse enfrente.
—De acuerdo. Dígame, ¿qué le hace sospechar un estado de buena ventura?
Luchando en vano con no sentirse incómoda por hablar de sus intimidades, Elsa le explicó que su sangrado estaba atrasado ese mes, en tanto el anterior había consistido en manchas escasas. Habló también de sus pechos sensibles, la presión en su cintura, días de vómitos en ayunas, su creciente apetito, su somnolencia, sus mareos, junto al más reciente asco de esa mañana, por el aromático café o el pescado que desayunara su marido, único acompañante a la mesa.
La pelinegra sonrió. —Son pruebas muy concretas. Le pediré que se recueste para palpar donde está su útero, quiero saber si el vientre no está muy flácido.
Elsa parpadeó; no se le había ocurrido eso.
Mientras cumplía la petición, la comadrona añadió: —Si tiene malestares, es muy probable que la simiente se haya agarrado bien.
En la revisión de su vientre Elsa se sintió protectora por algún daño que pudiera infringirle… no a ella, sino a una criatura. Se le nubló la vista de la emoción, ya estaba muy implicada con una posibilidad, quería llenarse la zona media de escudos y almohadas para un buen porvenir.
También, ¿cómo podía empezar a ahogarse de amor por alguien que no conocía?
Su pensamiento se interrumpió al ver que la señora Hall se paraba hacia el estante y cogía un tubo con un cono al final, que el doctor empleaba para escuchar sus pulmones. De regreso a ella, lo utilizó en su abdomen.
La mujer se apartó y sonrió dándole una señal para incorporarse.
—Estoy segura del veredicto; aunque sé que también querrá escucharlo del doctor. De cualquier manera, pienso que está encinta, todavía no se oye latido y ha tenido una falta completa, por lo cual no debe tener más de dos meses. Enhorabuena, Majestad.
Ninguna descripción haría justicia de lo que Elsa sintió al oír esas palabras. Era un millón de veces más feliz que al descubrir cómo controlar sus poderes. Todo su alrededor cobraba color, música y magia.
Sus dos manos cubrieron la zona de su ombligo y sonrió.
—Gracias —musitó sin ver a la comadrona, que se había ido al otro lado de la habitación dándole privacidad.
En silencio, Elsa le juró a su bebé que lo protegería y haría todo lo posible para alumbrarlo sano y salvo meses más tarde. Le aseguró que no había prisa en sentirlo en sus brazos, si bien añoraba con toda su alma arroparle en ellos, absorbiendo todos los detalles de su rostro y su cuerpo, su aroma, sus sonidos, cada trozo de su esencia.
Y sería su mayor ángel guardián. Al fondo de su amor había un miedo de cualquier diminuto peligro que se asomara a su paso, que ella derribaría con la fuerza del mismo Marshmallow.
"Mamá va a cuidarte", prometió antes de ponerse en pie.
Apenas obtuvo indicaciones y otros datos de la comadrona, Elsa se escabulló por la parte trasera de la vivienda.
Recorrió el pasadizo oculto en un sueño a medias; en su ilusión se mantenía atenta para no tener un accidente y afectar a su bebé.
Una risa maravillada creó eco entre las frías paredes de piedra.
—Mi bebé —articuló suave, acariciándose el vientre.
La felicidad no cabía en su persona.
Al estar en el castillo casi echó una carrera a la oficina de Hans, ansiosa de compartirle la noticia que había recibido. La señora Hall le había recomendado esperar un mes para decírselo a él, pero ella no podría durar tanto con el secreto, por maestra que fuese en ocultar (había sido suficiente hasta la fecha); además, tenía el presentimiento que llegaría a término.
Estuvo por entrar abruptamente y se detuvo al último minuto, inspirando.
Con la apertura de la puerta, él no la miró y ella se aclaró la garganta. Al oírla, Hans detuvo su escritura de máquina para atenderla, curioso de que lo buscara.
Su corazón saltó en su pecho por una amplia sonrisa de su mujer, que la hacía verse sumamente hermosa.
—¿Elsa? —preguntó creyendo que imaginaba. Hasta había algo diferente en ella.
Se puso en pie preocupado porque gruesas gotas de agua emanaron de sus ojos acompañando a sacudidas de sus hombros.
Acudió frente a ella sin pensarlo.
—Elsa…
—Yo…
—¿Qué pasa?
Largo tiempo sin llanto y en un mes se presentaba dos veces.
Parpadeó cuando risas se unieron a sus lágrimas.
—Estoy… estoy… embarazada.
Los oídos le pitaron durante unos segundos mientras la miraba atónito. Su reacción posterior fue reír sin barreras, encantado de la noticia.
—Eso es… —Una Elsa contenta se lanzó a él, interrumpiéndolo.
La aceptó en sus brazos y, con una felicidad que lo rebasaba, acunó la cabeza de su esposa contra sí mismo, descansando la suya en la coronilla de ella.
—…maravilloso —finalizó en un susurro, cerrando los ojos.
NA: ¡Hola!
Bösendorfer es una marca de pianos datada del siglo XIX, de los mejores del mundo hoy día. Fueron "adoptados" por Yamaha.
El estetoscopio, que la comadrona tiene en la forma "rudimentaria" de sus inicios, fue inventado en principios del siglo XIX. Estuve leyendo un artículo científico de la obstetricia, y parece que en 1821 fue la primera vez que se auscultó el corazón de un feto.
Ay, Hansy, Elsa te escuchaba cantar la canción y se le pegó. ¿A poco no está algo lento y tonto por enamorarse?
Les dejé disfrutar dos semanas del final del capítulo anterior, porque se iban a poner tristes de ver que Elsa se niega todavía, aunque sus poderes le dieron en la cara; obviamente no la iba a poner que de forma tan sencilla lo aceptaría. Si se regresan a la última escena del capítulo anterior, verán que ella decía qué podía ser, como les comenté, lo identificó.
Ahora bien, la confirmación que esperaban. Algo bueno en la ceguera de estos protagonistas, espero que compense su frustración con ellos. ¿Qué creen que salga de esa maceta? Ya tengo esa parte escrita, pero sería interesante leerles :)
Besos, Karo
Guest: I'mso glad you liked last chapter's ending. It's a shame Elsa didn't accept it, but we know her, it wouldn't be so easy for her. She just lies to herself and with Hans' words I understand her place of denying her feelings, this man broke her heart without knowing it. / Thanks for reading.
