A abril lo procede mayo, y consigo, el fin del ciclo escolar en la academia.
Sucede silencioso y amortiguado, o es mi percepción, pues no me presto a festejar. Ese mismo día, por la mañana, visto la falda negra del instituto, factible por vez última, y prendo los botones en los ojales de la camisa blanca. Mis labios son entorpecidos por un gesto de molestia, agobiada por los cólicos menstruales, que sensibilizan mi piel y entumecen mi zona lumbar. Bajo al primer piso, en compañía de la más frecuente soledad. Toco a la puerta de la oficina de mamá, pero no recibo respuesta; parece haber partido tempranamente al Edificio R. Giro el picaporte y me introduzco. La iluminación llena los espacios al percibir mi inclusión. Diplomas y otros reconocimientos enmarcados enaltecen las granas paredes, una altiva biblioteca protege tomos e enciclopedias, en asociación con un archivero. En el centro de la habitación, el escritorio focaliza la atención. Echo una ojeada a los papeles dispuestos sobre la superficie y oigo el suave rugir de la rabia, mellando mi corazón. Me enfurece que no trate de esconderlo siquiera. Sabe que yo sé, ¡y prefiere actuar de incauta! Cientos de hojas dictan el nombre de Silvestre, persiguen una fecha y una dirección. Distintísimas. El primer reporte se remonta a agosto de 1999, y finaliza en abril de este año, 2019. Abarcan distintas ciudades de Canadá. «Vaughan» se halla dentro de un pertinaz círculo. Así que, eso es. Mamá ha estado buscando a Silvestre desde el siglo pasado. ¡20 años documentados! Incongruente, debido a que nazco en el 2000. ¿Qué divergencia surgió para que perdiese su paradero un año antes?
Al abandonar la oficina, ésta se sume nuevamente en la penumbra. Sufro de falta de hambre, mas sé que debo desayunar para cuidar mis energías, de manera que hago el desayuno y preparo un té caliente de manzanilla, entre tanto divago en lo sucedido la noche anterior.
Shawn está en Los Ángeles por publicidad. En lo que va de mayo, he escuchado la canción, que decide lanzar a primeros del mes, en cada esquina. Me encuentre donde me encuentre, alguien mira directamente hacia mí con el inicio de la primera estrofa. Ayer tuvimos un videochat, él como huésped de un insigne hotel de la ciudad californiana. Cometemos un acto de impudor que ninguno avecina ni sabe detener, que de alguna u otra forma acaba con Shawn estropeando su diestra mano en semen y en sangre mis propios dedos. Experimento un grandioso e inesperado orgasmo debido a la sensibilidad que albergo. Un recuerdo guardado en un cajón para otro tiempo. Después de esto, nada nos significa caer profundamente dormidos, siendo todavía el videochat un hecho.
Llevo la taza de porcelana a mis labios y bebo del té, pienso en la maestría de sus jadeos entrecortados, inmerso en la bombeada de su mano, en la fuerza de su mirada al verme perder el recato al mover rítmicamente los dedos en mí, en lo que le creo oír decir cuando, sumida en la somnolencia, renuncio a la despiadada –sin embargo, mucho más dulce realidad.
«Lo siento, no puedo hacerlo».
Bien, debato, ¿a qué se refería él?, ¿es necesario razonar que lo he imaginado? Poco probable. No habitúo alucinar.
—Buenos días, Felipe.
—Buenos días, señorita.
Los días son acuciantemente cálidos y luengos.
—Florida no viajará hoy con nosotros.
No lo hace desde semanas atrás.
Invariablemente reservado, Felipe conduce el auto a la academia.
Paso de un insustancial periodo a otro, distraída; me es inevitable pensar que esgrimiría de mejor modo el tiempo con tinta sobre papel, y la imaginación como recurso. En cada clase un profesor distinto se despide del grupo, algunos lucen más nostálgicos que otros, nada extravagante. Pese a que nos sustentan seis años de convivencia, es probable que nos volvamos a ver las caras de continuar alternando la misma sociedad. Frecuentemente, me pregunto qué denotan las palabras de Shawn. Acaso, medito, ¿han sido expresadas para que yo no diese reparo? Explicaría que me piensa dormida. Lo que, segundos después, sucede.
Amelia franquea mis hombros en un emotivo abrazo. Suspira, apesadumbrada, y me dice adiós, nos vemos muy pronto.
—África —pronuncia alguien a mis espaldas.
Dimito a mitad del corredor, en el tercer piso de la academia, con el último indicio de Amelia perdiéndose por las escaleras, y observo al muchacho, de aquello dicho, sonreírme. Detrás, un grupo menor le observa, notoriamente orgulloso, como en ánimos.
—¿Sí? —inquiero.
Sus ojos brillan al oírme hablar. Su rostro adquiere, lentamente, un revelador tono rosado.
—Tú me gustas —dice—. Me gustas un friego.
Pestañeo, inquietada.
Él se precipita. —No necesitas contestar, ¡deveras! Quería decírtelo... es el último día de clases, y no iba a quedarme con las ganas, no como los demás, bueno...
¿«Los demás»?
Sonríe. —Sabemos que no tenemos chance contra Shawn Mendes.
Al regresar con su grupo de amigos, éstos lo vitorean, como si hubiese vencido una prueba de obstáculos. Jalil, quien aguarda a la distancia y contempla la reciente declaración, reclinado en la balaustrada, se suelta a reír cuando llego junto a él.
—Eso ha sido inspirador —dice—, simplemente inspirador.
—Jalil, no.
Pasa aventurado un brazo por encima de mis hombros.
—Es como si pudieses tener al hombre que desees.
—Pero ya tengo al hombre que deseo.
—Princesa —arguye Jalil, condescendientemente—, tienes al hombre que todos desean. No seas modesta.
Las clases acaban para el sexto y último curso de la academia mexicana; compañeros que trato durante media decena de primaveras convergen hoy, y se encomiendan al inicio de sus futuros. Para conmiseración de Florida, –como ella misma expresa–, y restantes grupos, deben seguir asistiendo mes más. Mañana, la academia se consagra a celebrar el homenaje internacional del Día de las Madres de cada 10 de mayo; festejado con bailables, flores y diversos obsequios. Rifas, para ser más precisa. Mamá rara vez obtiene algo.
Me despido de los profesores y profesoras, y les prometo verlos en el Acto de Graduación. A pocos metros de salir por las eminentes puertas de entrada, la señorita Moliner baja trastabillando las escaleras del norte y se encamina a prisa por los anchos pasillos a mi encuentro.
—¡África! —llora en acento español sobre mi hombro, y me abraza con amparo—. Oh, ¡mi África! El temido día ha llegado. ¡Cuánto te voy a extrañar, tía! La biblioteca... oh, la biblioteca, ¡quedará arrumbada! ¡Moriré vieja y sola ahí!
—Señorita Moliner —grazna el Professeur Desrosiers, en compañía de sus colegas—, tranquilícese, por favor.
—¡Vosotros no lo entendéis!
—Bah —replica él.
—No desesperes —digo—, aún está Florida, ¿recuerdas? Le valdrá cualquier excusa para acompañarte.
—Es cierto —suspira la señorita Moliner—. Entonces, sólo debo esperar un par de años más, y tal y cual por tus futuros hijos... bueno, bueno.
Eso yo no lo voy a prometer.
—Mon Dieu —murmura Desrosiers.
La señorita Moliner está reticente en dejarme ir. Luego de zarandear su brazo para intentar zafarme, y que el profesor de literatura rumiase su nombre bajo el aliento, instándola a soltarme, se aleja sollozando por las escaleras, de vuelta a la biblioteca. Brindo el adiós merecido a Desrosiers y salgo por las puertas de la academia. Cruzo al portal, loado por el inscripción de la academia, en honor a Miguel Hidalgo, y su busto. El vigilante está apoyando contra uno de los pilares. Busco el auto, a manos de Felipe; está aparcado del otro lado de la calle. Desciendo las escalinatas y ahí me dirijo. Al acertar, la puerta del pasajero es abierta desde el interior. Acostumbro a acompañarlo en los asientos de atrás, sin embargo, no me importa ir al frente, por muy ajeno que encuentre este cambio. Ideo convencerlo de manejar a la librería Porrúa y quedarnos la sobrante tarde divagando entre libros.
Entro y cierro la puerta.
—Felipe, no le digo esto a cualquier guardaespaldas, pero...
—Dime.
¿«Dime» ha dicho? ¿Dónde ha quedado el atento «no va a chantajearme, señorita»?
Volteo para escudriñar juiciosamente a Felipe, sólo que, en su lugar, está un joven y apuesto hombre de hermosa sonrisa y rizado cabello castaño.
—Shawn —musito.
—Hola, preciosa.
Al mirarlo, y conmoverme con su mirada, el estruendoso eco de mis pensamientos se silencia, como calma en medio de la tempestad. El auto está anegado en su aroma, –briosa canela, sosiega mis sentidos.
Toco su mejilla con la punta de mis dedos; trepidan y hormiguean. Al tacto, aspiro a proclamarlo real, como si palpase un sueño. Lo es, es un sueño, pero ni mucho menos real. El doloroso latir de mi corazón se dulcifica hasta ser suave percusión. Shawn deja caer un beso en la palma de mi mano, y sus ojos, moteados verduzcos, exploran mi cuerpo, la piel que el uniforme no logra cubrir; el dobladillo de la falda sobre las rodillas, y la abertura de la camisa que resalta el hueso de mis clavículas y la curva de mi cuello.
—No podías... —murmuro. A esto él se refería.
—Me volvía loco no verte —Shawn dice, tan ronco, y conduce su boca por las tiernas sensaciones de mi antebrazo—. Perdóname.
—¿Por qué?
—Por no soportar estar un segundo más sin ti.
Alza la mirada y se inclina a través de los asientos, encuentra mi boca y me besa con aliento. El susurrante rumor en mi cabeza crece vivamente y explota. Los pensamientos se deslíen. El sentimiento es tan ameno que gimo de placer, mucho más muchacha. Atraigo a Shawn por la nuca, convencida de que es tan real como las nubes en el cielo. Nuestras bocas crean un húmedo sonido al vaivén del delicioso movimiento.
—Adoro que estés aquí —susurro.
—Gracias a Dios —suspira Shawn, aliviado.
Sucedieron centenar de circunstancias desde que regreso de Canadá, aquellos últimos días de abril. Shawn lanza al público el nuevo sencillo «si no puedo tenerte», a juego con un vídeo musical, que rompe récords y apasiona a los oyentes. Los primeros del mes, se dedica a darle la publicidad debida. La canción, en contextuales palabras de Shawn, el título y algunas partes de la letra, quizá brindan la percepción incorrecta, no es triste, sin embargo, y tiene vibraciones altas y rítmicas, «por lo que si de pronto deseas bailarla para mí, yo no me opondré». Mira, eso no lo voy a discutir. La melodía tiene piezas que toca al piano, aquél nuestro reencuentro, y partes que canta a mi oído en el restaurante granate. Sufre ineludibles cambios y adaptaciones, pero, en su esencia, es la misma. Es honesta, como si estuviese exponiendo sus secretos más celados, y habla de un amor bueno, no obstante intenso, que le hace perder el dominio sobre sí mismo, al grado de no poder dejar de pensar en ella, y abandonar su rutina, con la condición de que esté con él, rindiéndose a los compromisos que conlleva. Me parece un acto de valentía, de devoción, y declaración.
Entonces, estoy inmiscuida en el demandante trabajo al que me inscribo voluntariamente como escritora; estoy por acabar la novela y el próximo mes entrará en revisión. Mi vida es, francamente, inconmovible, y él es la alteración de mi fuerza, quien es capaz de perturbar lo imperturbable. Es él mi única variable, la que más aprecio.
Veo sobre el hombro a la mansión educativa mientras Shawn aleja el auto. La graduación y su posterior celebración se llevará a cabo en junio. Pero, básicamente, el siguiente paso es Grant Allen.
Shawn, al conducir, alterna su atención entre el paisaje concurriendo tras el cristal, representativo a mi ciudad, y el camino al frente. Sonrío ante su sincero interés. Remite a las residencias de Lomas de Chapultepec, y anticipo la prominencia de mi hogar, en Sierra Nevada, con imprevisto nerviosismo. Nos detenemos junto a la acera. Shawn se inclina sobre el volante y mira a través del parabrisas la construcción que tiende a aumentar disimuladamente de tamaño cada vez que mamá apuesta su destreza por el bien de la empresa. Me sonríe, emocionado, y le devuelvo la mirada, ligeramente descompensada. A lo largo de la banqueta, cedros y jacarandas inminentes, de altas copas y tubulares flores lilas, las condecoran. Debido a que los abuelos poseen las inmediaciones, no muchas otras familias residen.
Shawn saca del auto la valija y (no menos esencial) una guitarra enfundada, se echa al hombro cada correa y asegura el vehículo con un fino pitido. Acierta conmigo en la acera, junto a dos gigantes macetas de concreto con cipreses.
Conduzco a Shawn por los coloridos corredores de mi hogar y sus fotografías. Mamá, desde siempre, se ha dedicado a hacer de nuestra casa un cálido cobijo, enalteciéndola en modestia sin ceder al lujo frío. Siento cuán extraño, pero confortable, es tenerlo conmigo. Y maravilloso. Profunda e inigualablemente maravilloso.
Shawn pasa de una fotografía a otra, fascinado. Se demora en aquellas que protagonizo, donde aparezco mordiendo una paleta, una sonaja, una mano de mi propio brazo... Arquea una ceja y suelta un comentario obsceno que no pienso repetir.
En otro cuadro, mis dos hermanos me secundan y mamá. No reconozco el lugar dónde ha sido tomada, los muebles son los mismos de casa, empero, la disposición no... cuadra. Shawn observa esa fotografía con especial atención. Ahí debo contar con seis años, Vientián con ocho y Jartum está entrando a la adolescencia. Usamos la moda del 2006. El siguiente retrato me muestra en una manta, más crecida, ocho años tal vez, usando un vestido blanco, y el cabello, de un igual largo, abundantemente ondulado.
—Tan bonita —murmura Shawn, más para sí.
Arriba, tres puertas se exponen del lado derecho, con correspondencia a la habitación de Jartum, la mía y de invitados, –la cual Shawn no pisará–, y dos del lado izquierdo, hacia el dormitorio de Vientián y el cuarto de baño. Llevo a Shawn a la puerta de mi habitación; anteriormente pertenecía a Jartum, por ser el primogénito tenía el espacio más grande. Al irse a la facultad de derecho, el dormitorio queda vacío. Vientián le prosigue, dos años atrás, a la escuela de medicina, y el segundo piso queda a mi disposición.
Shawn da pasos pausados al interior de la alcoba y se detiene en medio del caos literario. Ésta vista... me enloquece. Los libros poseen la parte diestra, conciliados en torres que rozan lo inminente. La recámara está a mano zurda, tendida en una manta tejida por la abuela Montserrat. Las borgoñas paredes están desnudas, sin pósteres o fotografías, a excepción del marco reclinado en el buró, junto a la cama, con la justa imagen que mamá nos toma, a Shawn y a mí, en nuestra primera cita. Sobre una de las puertas del clóset cuelga una chaqueta de hombre, junto al escritorio descansa un sillón individual, tapizado terciopelo. En el contramarco de la ventana, una pequeña maceta asegura el tallo sin flor de un tulipán en hibernación.
—Vaya —murmura Shawn, estático. En cada espacio alrededor, montañas de libros de tal vez un metro se reclinan en precario balance. El aroma de viejas y nuevas páginas, y el olor a nuez, tan característico de la tinta flor, llena la alcoba en un cotejo perfecto. —Esto... eres tú. Es como estar dentro de tu cabeza.
¡No puedo estar más de acuerdo!, porque, por encima de todo, él está en el centro.
—Bienvenido.
Viéndolo, no puedo evitar rememorar los sueños de febrero. Una extraña aprensión me atiza el pecho. Si se ha tratado de una premonición, o la influencia superior de miedos interiores, confieso desconocerlo.
Camino hacia Shawn y deslizo la mano en la suya. Él mira abajo, al enlace de nuestros dedos, el brazalete de plata decora mi muñeca, sonríe y mi mundo, ese pequeño pedazo de sensaciones y vivezas, palpita en respuesta, como si su sonrisa lo conmoviera.
Sé que estamos bien. Lo ocurrido en Pickering ha sido afrontado y superado. Las atenciones de sus padres sosiegan cualquier agravio cometido. Nadie, ni siquiera Aaliyah, cuestiona la pronta partida de Cara, la mañana del día siguiente. Deben suponer, con todo, que algo ha pasado, pues Shawn se muestra reticente en abandonar mi lado por el resto de la visita.
Sigue trabajando en sí mismo; este viaje a mi ciudad es una prueba de ello. Shawn se limita a informar a su mánager que estará conmigo, sin requerir su aprobación. Me dice que el gesto que hizo Andrew es digno de apreciación.
Guío a Shawn al sillón, hasta hacerlo sentar, y me pongo encima de su regazo.
—Me sentía muy sola —susurro, cuando en realidad quiero decir «te quiero, gracias por estar aquí».
Shawn despeja el cabello de mi rostro.
—Lo siento —murmura— por no haber venido antes.
—Ahora estás aquí —digo—. Es todo lo que importa.
Besa mi mejilla y suspira. Recrea tenues caricias en la parte baja de mi espalda, y así deshace el tenso nudo asentado en mi vientre. Su calor ya ha mermado la migraña arraigada. Casi ronroneo de satisfacción.
—¿Qué es esto?
Destiendo los ojos, desconozco cuándo los cerré, y veo lo que Shawn sostiene; un sencillo baúl de madera, que tiende a decorar el escritorio y guarecer mis pertenencias más personales. Así se lo digo.
Sus ojos fulguran. —¿Puedo ver?
Cómo si pudiese negarle cualquier nimiedad... —Sí —respondo, sin dudar.
Shawn abre escrupulosamente la tapa, como si alargase el momento, las bisagras sueltan una vacilante protesta, y descubre el interior; compartimientos delegados a accesorios, que no suelo utilizar pero que aprecio de igual manera, porque vienen de la mano de mis seres queridos, están, por ejemplo, los pendientes que Mérida me obsequia en mi pasado cumpleaños, y el anillo acuñado en oro que mamá me entrega en mi conmemoración número quince. Junto a éstos están las notas que Italy me pasaba en clases, cuando residía en la ciudad, un atrapasueños que adquiero en un viaje por el Viejo Oeste de Durango, un cuaderno de esbozos y otros escritos.
Shawn apresa el anillo y lee el emblema, «XV», adornado por una corona ornamental, donde cada flor es un diamante, y un solo rubí está puesto como si fuese defecto.
—Es precioso —observa él, anonadado.
—Lo extraño —digo— es que no recuerdo cuándo, precisamente, dejé de llevarlo.
Shawn estira los dedos de mi mano izquierda y lo encaja en el anular. Acto seguido, besa el nudillo. El corazón me brinca en el pecho al ver sus manos llevar a cabo tal acción. Imploro, sonrojada, no irme por la tangente e imaginar escenarios extravagantes.
—¿Quieres usarlo por mí?
Shawn, al darme el brazalete, me entrega la demostración de su afecto; la prueba real de que él piensa en mí. Es lo único que siempre he deseado, saberlo con exactitud. Justo es que yo ceda, en mi lugar, la pieza que me es más importante. Las palabras adquieren el significado que les damos, y los objetos el sentimiento que le apropiamos. Está en mí el sólo glorificar lo puro y digno.
—Me encantaría.
Lo atraigo por la nuca y pego mi boca a la suya. Suspiro. Es todo cuanto puedo hacer. Juego con su cabello y hábilmente hallo la cadena alrededor de su cuello, le distiendo el diminuto broche. Delineo su labio inferior con mi lengua y disfruto del gruñido deleitoso que él suelta. Me separo y parpadeo con intensidad. Shawn entreabre sus ojos, encandilado por el beso, y baja la mirada al sentir un distintivo peso colgar de su cuello y tocar su pecho; es mi anillo de XV, anclado a su collar.
Agitada, recién, me alzo y me alejo un paso.
Shawn eleva la mirada.
—¿Qué deseas? —murmura, ronco—. Estoy inspirado, lo haré por ti.
Ante sus ojos, llevo los dedos a los botones de mi camisa y los voy desprendiendo uno a uno; su mirada se oscurece, a placer, cuando no queda botón por zafar, y la camisa se desliza por mis hombros, brazos... y cae en un lío a mis pies. Luce insaciable e implacable. El videochat de anoche tal vez aminoró la frustración por sentirnos, piel con piel, pero no ha sido suficiente, estamos listos para saciarnos como es debido.
Un gruñido brota de su garganta. Cierro los ojos, exaltada; con el simple sonido podría correrme. Siento sus ojos recorrer codiciosamente la piel al desnudo, la forma en que la cintura de la falda se estrecha en mis curvas, las resalta, y se deleita con la encorvadura de mis senos, los endurecidos pezones se clavan en la tela que los cubre como si estuviesen a punto de romperla.
—Abre tus ojos —ordena. Así lo hago. Shawn me contempla desde abajo; reconozco el anhelo en su mirada, la clase que me pone a rogar. Lentamente, me ofrece ambas de sus manos. —Pon mis manos a tu alrededor —dice—. Enséñame a tocarte, burlarte, acariciarte... y complacerte.
Oh... —África —gime Shawn—, enséñame a quererte, estoy muriéndome por aprender.
Logra lo deseado; una onda de calor y humedad despeña en mi femineidad. Sujeto sus manos y las pongo en mi alrededor, justo como él pide.
—Tócame —le ruego—, y no te detengas.
A partir de entonces, él no lo hace.
Yacemos en la cama. El sol ha caído casi por completo. Nos miramos a los ojos; sé que, tal como yo lo hago, él está rememorando nuestra descompostura de hace momentos, los gemidos, el roce de piel, la fricción de sus dedos en mi interior... Mis piernas aún están débiles, con espasmos esporádicos, debido a la magnitud del múltiple orgasmo; ocasión inesperada, que llega rápida e inclemente, y me domina a tal punto que hierra en mí un recuerdo inalterable. Shawn se encuentra muy orgulloso de sí mismo. La sangre de estos días no es considerada un inconveniente, o una inmoralidad. Él no se ve intimidado y yo, ciertamente, lo disfruto abiertamente; ¿qué hay de censurable en algo tan natural de la mujer?
—¿Eres consciente de a qué te has expuesto al venir aquí? —pregunto a Shawn.
Él suspira.
—Sí —admite, con renuencia.
Sonrío.
—Conocerás a mi familia —digo—, a Mérida. Tú sólo... sólo recuerda que apartado ya estás.
—Mi corazón ya le pertenece a esta chica Ruiz.
—Exactamente.
Delineo el contorno de su boca con mis dedos. La sé tan de memoria que podría dibujarla con los ojos cerrados, podría besarlo en medio de la oscuridad.
—¿Tuviste problemas para respirar al aterrizar aquí? —inquiero, por lo bajo.
La ciudad está a más de dos mil kilómetros sobre el nivel del mar, condición que aqueja significativamente el ánimo de las personas por la altura, como una bolsa de aire rompiendo al choque; el ascenso tapa sus oídos y los oprime al grado de marear.
Shawn tiene un historial complicado con la ansiedad, temo que se haya visto alterado.
—Un poco —dice, pasados unos segundos—. Me acostumbré rápidamente.
Lo considero por un buen momento.
—Temprano por la mañana visitaremos a la bisabuela Victoria en el panteón —esclarezco—. Y por la tarde habrá una comida. Estará presente toda la familia. Y cuando te digo toda, Shawn, es toda.
—Soy consciente —replica él.
—Después, seré toda tuya.
Él ronronea cerca de mi oreja. —Creo que ya lo eres.
—Podemos ir a cualquier lado. Tenemos muchos museos, casi tantos como Londres. Y un bosque. ¿Te gustaría...?
—Sí —responde, sin vacilar—. Llévame el borde del abismo y yo te seguiré.
Mamá no está sorprendida cuando, al presentarme a cenar, Shawn baja conmigo. Claramente, puesto que debió estar al tanto desde el principio, pues Felipe le relegó fácilmente el auto. Es al día siguiente cuando la sorpresa es echada sobre su gesto, manifestada por el arreglo de dalias de corteses tonos rosas que él le presenta. Shawn, descubro, está exento de toda excusa con mamá.
Mis hermanos regresan a casa ese mismo día.
—Jartum —advierte mamá, muy aguda—, Vientián, compórtense.
Ellos, sin embargo, lucen idénticas sonrisas bobaliconas. Jartum –esposo y padre– estudia a Shawn; casi comparten la misma estatura, de no ser porque mi hermano, ya años mayor, sobresale. Mientras que Shawn es miel y canela, Jartum es granadillo y romero. Baja la oscura mirada, tan similares a los otros ojos que me devolvieron la fijeza desde una fotografía escondida en la alcoba de mamá, y sonríe, socarrón.
—Bienvenido a la familia, hombre.
Le ofrece la mano, de un brazo igualmente tatuado; el tallo de una planta del que se desprende una flor distinta, una amapola, una dalia, un tulipán, y una flor silvestre... en estima de las mujeres de su vida; su esposa, su mamá, su hermana y su hija. Shawn sujeta la mano –muy cándido e inocente– pero Jartum lo atrae hacia sí y le brinda un abrazo y una palmada en la espalda.
—Pero ¿qué ha pasado? —exclama Shawn, más tarde, en mi oído.
—Le ha gustado a Jartum tus botas... y que estés tatuado, para el martirio de mamá.
Inequívocamente, la razón por la que Shawn cae en el afecto de mi hermano mayor no se debe a nada fuera de lo ordinario, sino porque ambos utilizan el mismo estilo de calzado y, sin menosprecio, le han dado una nueva perspectiva a su piel.
Vientián saluda a Shawn, pero, aunque sólo parece pequeñamente burlón, mantengo la guardia arriba ante cualquier comentario inapropiado que pueda soltar, pues bien lo sé. Él tiene el cabello negro de mamá, y la piel trigueña, bronceada por las prácticas de fútbol. Es igual de alto, misma edad, y de complexión atlética. Heredó los más perfectos dientes y la perspicacia más mordaz.
—A decir verdad —dice, como si nada—, es bueno saber que la princesa encontró a su príncipe azul, así no seguirá besando a los sapos de mis amigos.
—¡Mamá!
—Vientián —gruñe mamá.
—¿Qué? —pregunta, hipócritamente ingenuo.
Shawn me frunce el ceño.
—Eso —le aclaro, enfática— no sucedió así.
Mamá jala a Vientián del brazo y le obliga a permanecer callado. Shawn suspira y, por el momento, hace oídos sordos. Preveo que más adelante tendremos una extensa conversación al respecto.
Shawn congratula a Sofía Taura, la esposa de Jartum, quien se muestra ligeramente embelesada, para consternación de mi hermano. Su hija, Adana, de cuatro años, aparece por el pasillo, alborota sus largos rizos marrones al correr, y salta directamente a mis brazos.
—Tía Áf, ¿puedo peinar tu cabello?
—Debe ser luego, Adana. Mira, él es Shawn.
Adana observa sesudamente a Shawn.
—¿Shawn...? —repite, con curiosidad, en busca de la palabra adecuada—. ¿Es tu... novio?
Jartum empina los ojos y mira a su esposa, dislocado. —¿Dónde chingados aprendió esa palabra?
—No lo sé, no hables así frente a tu hija —contesta Sofía Taura, vagamente divertida.
Muerdo mi labio inferior, consternada, pues he sido yo, le he enseñado la palabra «novio» a Adana cuando, en un juego de té, entramos en confianza, tras tres tazas imaginarias, y presumí de Shawn con mi sobrina de cuatro años, quien fue fiel oyente, además le mostré nuestras fotografías juntos, –entre otros dialectos, como «no», «pero por supuesto que no» y «¡eso no es de tu incumbencia!». Ésas, no obstante, no son parte del problema.
Shawn me observa, pretencioso.
—Sí, Adana.
Adana frunce obstinadamente sus cejas; sé que está relacionándolo con todo lo que ya conoce. Se adelanta para abrazar tímidamente a Shawn, y le dice hola en un murmullo, el cual lo lleva a conmoverse.
La casa de los abuelos mantiene sus puertas abiertas, a excepción por la noche. Un intrincado árbol está tallado en la madera oscura de la puerta principal; las raíces son los bisabuelos Francia y Victoria, el tronco los abuelos Mauricio y Montserrat, las ramas cada uno de sus doce hijos, las hojas los nietos y las flores los más nuevos integrantes, como lo es Adana, Jerusalén, Mónaco y el bebé Amán.
Los abuelos no han permitido al Estado convertir su hogar en un destino turístico, tan característico al México colonial, e igualmente notable, pero, de vez en cuando, un viajero no puede evitar fotografiar la casa.
Principalmente, el portón abre hacia el vestíbulo, pavimentado en piedra y rodeado por cactus y plantas tropicales. A medida que nos introducimos, el chasqueo proveniente de la cascada de agua, guardiana del patio, se hace oír con coraje. Trece dormitorios hay en su totalidad, independientemente de otras estancias, al igual que jardines y la caballeriza, manejada por el abuelo Mauricio cuando gozaba de salud.
Adana sostiene la mano de Shawn; al avistar a Malí corre hacia ella, entre risas. El ruido, el regocijo –sobre todo, proviene del comedor y del salón. Mamá nos guiña un ojo, tras su hijo y nuera, y tira de Vientián con ella. Surge un silencio; la familia ya ha notado nuestra llegada.
—¡Marco! —profiere Florida desde el interior.
Sonrío, mucho más tranquila.
—¡Polo! —grito de vuelta.
Nuestras familias son distintísimas entre sí. Lo que en Canadá fue maple y calma, aquí en México será carcajadas y extravagancia. Sólo deseo que podamos disfrutar como corresponde.
—Recuerda... —digo a Shawn—, recuerda que te quiero.
—Oh, África.
Le he advertido.
Shawn conoce a mi familia esa mañana. Lo reciben con los brazos abiertos, literalmente. Mis tías lo adulan sin parar, le elogian –Shawn se ruboriza diez veces–, y mis primos no tardan en incluirlo en sus socarronerías. Mérida se siente lista para trascender cuando finalmente lo abraza. Busco por Mont, y al no atisbarla, deduzco que está en los jardines.
—Ven —pido a Shawn, robándoselo a Mérida, quien suspira. Rodeamos la casa, marcamos nuestros pasos por las baldosas de cerámica roja, la colorida y representativa decoración, los mosaicos están pintados a mano. En lo alto de la pared del pasillo oeste está un mural artístico, representa el retrato de una fuerte mujer, de duro semblante y soñadores ojos; su largo y oscuro cabello está trenzado, despeja los rasgos mediterráneos, de dorada piel, y vestimenta hecha con piel, en suma con un cinturón de cuentas y una diadema hecha con plumas.
—¿Quién es ella?
—Regina —respondo a Shawn—, mi bisabuela materna. No conocemos mucho de ella.
—Luce como una mujer Ojibwa.
—¿Oh?
Shawn aprieta mi mano. —Los Ojibwa es un pueblo algonquina de Canadá –amerindios, asentados en el río Mississagi. Es uno de los más antiguos grupos de cazadores, reconocidamente honorables.
Observo el mural de la bisabuela Regina, con súbito interés. No le había conferido significado, pues me confundía, de sobre manera, desconocer a esa mujer. Shawn le ha dado un sentido, sin embargo, que si bien es fantástico, también es ideal.
Emergemos bajo los arcos que decoran la propiedad, a los jardines, dotados por diversidad de plantas; árboles frutales, palmeras y flores, entre las que derivan las buganvillas, begonias y cempasúchil, pinos, maguey, y los arbustos más gordinflones.
La abuela Montserrat está sosteniendo al bebé Amán, le habla en apacibles susurros para llevarle a apreciar castamente la naturaleza. Desde que su esposo quedó postrado, debido a la gravedad de la enfermedad de Parkinson, la familia se preocupa mucho por ella, y la visitan a menudo, ahora bien, no importa cuán importante es el invitado, no pasará día en que sus jardines se vean desatendidos. Supongo que hay un tipo de soledad, entre plantas y raíces, que la compañía humana no es capaz de ofrecer. La caracteriza la baja estatura y rolliza complexión, el cabello larguísimo, en dos trenzas tejidas, sin canas visibles. Le pasó a mamá sus ojos, un café casi negro, y la bondad más inesperada.
—Mi Níger.
—Mont —digo, con delicadeza—, él es alguien que he querido presentarle desde hace tiempo.
Shawn espera tranquilamente a mi lado, sostiene mi mano.
—¿Es tu compañero?
—Lo es.
Él posa un suave beso en la mejilla de la abuela.
—Oh —murmura Mont—, es canadiense... debí imaginarlo. ¿Cómo te llamas?
Cuando Shawn le dice su nombre, la abuela parpadea y me mira. —¿Mi hija ya habló contigo, mi Níger?
—¿Sobre qué? —inquiero.
Amán, ante la quietud, se desespera en sus brazos. Shawn estira la mano, cuando está a punto de echarse a llorar, y el bebé atrapa su dedo pulgar, le mira con grandes ojos y recupera, de a poco, la calma. Cielos, él es bueno con ellos...
—Regresaré a ver cómo está Mauricio —dice Mont.
Shawn le sonríe, a bebé y a abuela. Se va. Golpeo el piso con el talón, molesta y encaprichada.
—¡Todos saben algo y viven ocultándolo! Lo desconcertante es que no sé qué es, ni puedo imaginarlo. ¿He hecho algo?
—África...
—Tal vez no merezco saber —digo, entristecida. Shawn me atrae hacia sí, me aprieta y suspira cerca de mi oreja. Intento comportarme, porque sospecho que no estamos del todo a solas.
—¿A qué se refería Mont con ser tu compañero?
Inhalo el aroma a dulce canela arraigado a su camisa.
—Es una creencia que la familia ha permitido perpetuar. Las almas afín pueden entrar a tu vida como un hermano, un amigo... pero tu compañero será único, hecho por completo a tu medida. Como él no hay otro igual. Cuestión de amor y lealtad.
—Me has presentado como tal —dice Shawn, conmocionado.
—Si alguien lo es, eres tú.
Mamá y tía Jordania asisten a la celebración de su día en la academia, por invitación de sus respectivas hijas. Al mediodía, la familia conduce al panteón. El mausoleo familiar, donde descansan los restos de la bisabuela, se adorna con coronas de flores, velas e incienso.
Él se mantiene a mi lado, consideradamente atento a los sucesos. Le atrapo, concurridamente, mirándome con una expresión impresionada. Mérida está reservada, y no le habla más de lo apropiado. Sin embargo, nos sonríe con autenticidad.
Shawn señala, cortésmente, una tumba; la más pequeña de todas, custodiada por la estatua de una niña arrodillada que sostiene un lirio blanco entre sus delicadas manos.
—¿Quién era?
—Es... era la hermana de mamá, Argentina. Murió en extremo joven. La familia... mamá, sobre todo, es circunspecta al hablar acerca de ella. Fue su mejor amiga. Se le adora siempre el día anterior al 2 de noviembre.
Florida nos echa una de sus miradas, sobre el hombro, durante el minuto de silencio.
—Les apuesto —susurra— que de escaparnos no notarán nuestra ausencia.
Aquí vamos de nuevo.
De regreso a Sierra Nevada, se prepara birria. El grupo de mariachis llega a lo largo de la tarde y asientan sus instrumentos musicales en el patio. Es... renovador compartir todos estos momentos con él, notar cómo mi familia, mis amigos... mi cultura, influye en él. Comemos, bailamos, y todo lo que puedas imaginarte. Shawn incluso saca a Mérida. La familia lo invita a hacer lo que mejor sabe hacer; cantar. Sé que él aceptará, sin objetar.
—Tendrá que ser para otra ocasión —digo, y niego—. Shawn debe cuidar su voz, como consejo de su médico, para los conciertos. Lo siento, familia.
Una ovación de disconformidad se alza, pero saben no insistir.
Al término de la noche, regresamos a casa. Shawn sostiene a Adana, quien ha caído dormida en su hombro después de jugar hasta llevarse al cansancio. Por lo bien que notan se relaciona con Shawn, mi hermano y su esposa la dejan a nuestro cuidado. Cabe confesar que ahora tengo que competir por su atención.
Shawn entrega Adana a mamá, quien la toma en brazos y se adentra en su alcoba, nos desea buenas noches. Vamos escaleras arriba, rozamos nuestros brazos al andar, siempre el uno junto al otro...
Le sonrío y camino de espaldas por el pasillo que he conocido toda mi vida. No cuento que, con la visita de Adana, las muñecas, que utiliza a su conveniencia, entorpecen el corredor. Doy un traspié horroroso. Shawn lo prevé y me atrapa; se abraza a mí con fuerza. La emoción, la excitación y el regodeo se mezclan en su expresión, y me roban el aliento.
—Ahora —susurra, muy cerca de mi boca—, eres toda mía.
