Muchas gracias por vuestras review, me emocionan mucho más de lo que podéis imaginar.

AXJ, no te imaginas qué ilusión me hacen tus comentarios, no puedo creer que algo escrito por mí haya causado tantas emociones en una persona, te juro que soy súper feliz. Espero que el final esté a la altura, te mando millones de corazones.

Chiwawa0987, gracias por estar ahí desde el principio! Espero que este capi calme tu corazón y que te guste mucho muchísimo.

Saori02, han pasado totalmente 84 años jajajaja pero entre el 31 y este podríamos decir que sólo 5 minutos JAJA Gracias por leer (te mando corazones y girasoles)

Capítulo 32h

What I want the most

[Lo que más quiero/deseo]

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Se secó las manos en la parte trasera de los vaqueros. Acababa de lavárselas y volvía a tenerlas empapadas aunque nunca le sudaban, jamás, y por eso mismo odiaba tocar las de otras personas, y ahora, ahora.

Ahora soy mi peor versión.

La imagen del espejo le devolvía un Tobio distinto. Tenía la marca de los puños de los pirados del Detroit aún en el pómulo y el ojo seguía luciendo ligeramente morado, casi verdoso, aunque su madre no dijo nada al respecto. Lo agradeció.

Pasó los dedos por la marca, deseando borrarla, y el cristal le mostró su mano, siempre firme al colocar la pelota, temblorosa. El color rojo sangre de la pulsera de su muñeca resultaba sobre lo pálido de su piel, y la miró, tocando con los dedos los bordes deshilachados. Tenía un arreglo en la zona del nudo; se la cortaron cuando le ingresaron después del accidente, pero tuvieron el detalle de dejarla con sus cosas y su padre la arregló. Era un trozo de cuerda con remiendos para mantenerse unido, como él mismo.

Pero estoy aquí.

Estamos aquí.

—¿Tobio? —La voz de su madre, al otro lado de la puerta del baño, sonaba preocupada—. ¿Necesitas ayuda?

—Mamá, dame un minuto —dijo, con su mejor voz. Se peinó el pelo con los dedos. Empezaba a crecerle sin sentido, tendría que haber pasado por el barbero. A Hinata no le gustaba su nuevo aspecto, ya lo había dicho Natsu. Intentó recolocarse la parte de arriba para que se pareciese de alguna manera a la forma en que lo llevaba cuando estudiaban juntos, pero era imposible. Suspiró, un poco enfadado consigo mismo. También estaba el asunto del tatuaje de la pierna, que se había hecho en medio de una borrachera, con Atsumu. Los dos tenían ahora un ave fénix, Kageyama en la pantorilla, justo sobre el gemelo, y Atsumu se lo había tatuado sobre el hueso de la cadera derecha. Él se lo había coloreado en tinta azul, pero el de Kageyama no tenía color. No quería nada con color en su cuerpo. Ni siquiera tenía las alas completas, porque era un tatuaje que necesitaba dos sesiones, y no fue a la segunda.

Era una mierda, y Hinata lo odiaría. Si lo viese.

Ya lo habrá visto, en los partidos.

Se mordió el labio y abrió la puerta. Su madre sostenía un ramo de girasoles y tenía cara de preocupación, pero lo disimuló en su tono de voz.

—¿Seguro que quieres volver tú solo a casa, cariño? —preguntó mientras daban sus datos en la recepción del hospital. Kageyama asintió, cogiendo los girasoles—. Sólo quedaban nueve. Lo siento. El décimo se lo llevó una señora que estaba primero y no pude convencerla de que me lo cediese.

Kageyama suspiró. Tendría que haber entrado él y decirle a aquella señora oiga por favor necesito esa flor, es para algo importante, es un asunto de vida o muerte, de amor o ruina, de todo o nada.

Pero no tenía tiempo, y mientras su madre compraba los girasoles él entró en el baño de un bar a lavarse la cara y cambiarse de camiseta, después de un viaje de tantas horas. Se puso una gris de la Ocean, la única que no estaba arrugada.

Siempre hacía la maleta con esmero, pero esa vez fue distinto. Salieron casi huyendo del piso de Dani, y tuvo que meter sus pertenencias casi a presión, dejándose un montón de cosas allí. No importaba. Apretó la mano dentro del bolsillo, acariciando el teléfono de Hinata.

Su madre le dio una palmada suave en la espalda y le recordó la hora del último autobús y que si lo perdía no se preocupase, que ella iría a buscarle. Entendía que eso era algo que tenía que hacer solo, y Kageyama estaba seguro de que no podía imaginar cuánto se lo agradecía.

Planta tres. Planta tres.

Planta tres, y cuando el ascensor se abrió, ahí estaba Natsu. Miró las flores y le miró a él como si en vez de un humano, fuese un fantasma. Había crecido, aunque mantenía su gesto de niña. Tenía buena altura para ser una chica, mucho mejor que la de su hermano a esa edad, seguro. La chaqueta del Karasuno le quedaba bien. Era de su talla. Parecía haber pasado una vida.

—Hola —dijo, casi aferrado a las flores, como si pudiese usarlas como escudo. Natsu se había acercado lo bastante como para apreciar lo largo que tenía el cabello. Naranja, como el de Hinata. Los mismos ojos, pero no la misma mirada.

Nadie tenía una mirada como la de Hinata en toda la faz de la tierra.

—Has tardado un montón —susurró, frunciendo el ceño y arrugado la nariz, llena de pecas—. Eres bastante guapo pero también súper tonto.

—No sabía que estaba despierto —dijo, porque fue lo primero que se le vino a la cabeza. El ascensor se cerró tras Natsu, volviendo a subir. Tendría que esperar un poco más. No quería dejar pasar otro jodido segundo, pero le debía una explicación.

—Si me hubieses llamado lo sabrías, yo te lo habría dicho aunque mi hermano luego me odiase un poquito, porque nunca sabe odiar más de tres minutos seguidos y luego se le pasa —dijo, acercándose a los girasoles y enterrando la cara en ellos—. Huelen bien.

A Kageyama ahora los girasoles le olían a leche de almendras, pero no lo dijo en voz alta.

—¿Cuánto tiempo lleva despierto? —preguntó. Se sentía pequeño, mucho más que ella, seguro. Un niño en un cuerpo demasiado grande, los brazos largos, los sentimientos demasiado pesados, el pecho estrecho y la lengua inservible, de trapo, lenta e inútil.

—Se despertó en abril.

En abril, como las flores.

—¿En... abril? —repitió, intentando procesarlo. Habían pasado... ¿cerca de cuatro meses? —¿No lo sabe nadie?

—Yo lo sé —dijo Natsu, encogiéndose de hombros y mirándole a los ojos—. Mamá estaba con él cuando abrió los ojos. La abuela también lo sabe, aunque todavía no ha venido a verle porque oniichan no quiere que venga nadie y menos la abuela, que se puede poner triste y a mi hermano no le gusta que la gente esté triste por su culpa.

—Él... —empezó, intentando encontrar las palabras—. ¿Está bien?

Natsu frunció el ceño.

—¿Por qué no le llamaste?

Tardó unos segundos en entender la pregunta.

—Porque estaba en coma. Yo no sabía que estaba despierto.

—¿Cómo que no? ¡Te dejé un montón de recados! Vale que mi hermano sea un idiota y no quisiese decirte nada, pero yo sabía que él se alegraría un montón cuando te viese aquí, ¡por eso te dejé todos esos mensajes que me costaron un montón de yenes! ¡Tuve que abrir la hucha!

—¿Qué... mensajes?

Natsu suspiró, agitando la melena pelirroja.

—Bueno, en abril no te mandé ninguno porque todavía era pronto y todo estaba mal, oniichan estaba súper mal y no pensé nada en ti, aunque a veces tu cara está en tamaño gigante en los anuncios de los buses y todo eso pero no pensé en ti porque todo era un desastre. Pero luego fue aquel día de mayo que oniichan empezó a hablar un poco y dijo tu nombre y pensé que podrías venir y darle un abrazo y hacer que todo fuese menos triste para él. No le dije nada a mamá porque seguro que se enfadaba súper mucho porque ya sabes, no tengo que meterme en las cosas de oniichan y todo ese rollo pero algunas veces cuando él tenía pesadillas te llamaba y a mí me daba como un montón de pena que no pudieses cogerle de la mano y decirle que estuviese tranquilo que todo estaría bien.

Kageyama intentaba entender algo, pero Natsu decía demasiadas palabras por segundo, hablaba muy rápido y ni siquiera podía procesar tanta información al mismo tiempo. El corazón se le había helado hacía ya un rato. Quizás hacía meses.

Empezaba a plantearse si podría llegar al piso tercero antes de morir de un infarto.

—¿Dónde mandaste esos mensajes? ¿A mi teléfono? —preguntó, alarmado—. Cambié de número en Estados Unidos.

Había hecho una copia de sus conversaciones con Hinata por Line para poder mirarlas en el móvil nuevo, y todo lo demás quedó en la vieja tarjeta, en el fondo de un cajón del piso de Dani. No quería recibir mensajes de nadie de Japón, no quería llamadas de viejos compañeros de clase interesándose por su estado. Sólo quería seguir adelante. Entonces había estado seguro de que cualquier cosa que pasase, si era suficientemente importante, se enteraría de algún modo.

Ahora le parecía una puta idea de mierda.

—Ya, por eso llamé a la Ocean —dijo Natsu, resuelta, alejándose un poco del ascensor, que volvía a bajar, esta vez con gente. Kageyama apretó los dedos sobre los tallos de los girasoles—. Quería tu número nuevo. Hablé con un chico muy genial que me lo dio y te llamé como cientos de veces y te mandé dos millones de mensajes, pero nunca contestaste. ¡Me dejaste todas las veces en leída! Me pareció súper mal, pero tampoco es que te odiase ni nada, porque tampoco entiendo mucho a los chicos y a lo mejor solamente eras idiota y acabarías volviendo.

—¿Qué? Yo nunca recibí ningún mensaje, Natsu.

—¿Cómo que no? ¡Te mandé un montón! ¡Hasta notas de voz! ¡Ya lo verás!

Natsu rebuscó en su mochila y sacó un teléfono rosa con stickers de Boku no hero en la parte trasera. Kageyama no tenía ni idea de que las niñas de esa edad tuviesen ya móvil. Se lo mostró y después estuvo un rato buscando algo, hasta que lo encontró.

—Mira, lee.

Le tendió el móvil y Kageyama leyó. Era un chat de Line, y la persona con la que hablaba tenía de foto su cara. Tocó la pantalla buscando el número, y no era el suyo.

—Este no es mi teléfono —dijo, contrariado— ¿Cómo se llamaba el chico con el que hablaste?

—No dijo su nombre —contestó ella, abriendo más los ojos—. Hablaba un poco de japonés, pero no mucho. Hace poco le llamé, la última vez que te escribí y no contestaste.

—¿Cuándo?

—A finales de junio, creo. Unos días después del cumple de oniichan. Estaba súper enfadada porque ¿cómo se puede ser tan idiota de no llamarle cuando se hace mayor de edad? ¡Te nominé para peor chico del año en mi club de chicas! ¡No quería hacerlo, pero es que me pareció súper mal!

El cumpleaños de Hinata.

—Él... ¿No recibió unas flores?

—Claro que las recibió, pero ni siquiera firmaste en la tarjeta. ¿Cómo se puede ser tan tonto?

Natsu parecía muy enfadada, todavía más que cuando habló por teléfono con Yoko en la tele por cable. Kageyama estaba intentando entender bien todo, pero los sentimientos hacían tapón en todo lo demás y había un enredo importante más allá de sus costillas, entre los pulmones y los órganos que quiera que estuviesen por allí dentro, ahogando el espacio de su corazón, demasiado dañado para latir como antes.

Alguien había hablado con Natsu todo ese tiempo.

Alguien había recibido los mensajes que le mandó.

Kageyama estaba seguro de saberlo. Era una certeza incontestable. Un nombre propio, un compañero y un falso amigo, un cabrón al que machacaría con sus propias manos aunque tuviese que romperse hasta el último de los huesos y no pudiese volver a colocar una puta pelota jamás en su vida.

—¿Hinata sabe que me escribiste? —preguntó, luchando por evitar que la rabia se apoderase de todo.

—¡No, cómo va a saberlo! Ya te dije que no quería verte.

A Kageyama las palabras se le clavaron en el pecho con el frío cortante de una puñalada. Los dos se quedaron en silencio durante un tiempo demasiado largo. Natsu jugueteaba con la cremallera de la chaqueta del Karasuno, subiéndola y bajándola, y Kageyama acariciaba los tallos de los girasoles, intentando ordenar algo de la mierda que se le formaba en la cabeza.

Oi, ayer... —empezó, seleccionando las palabras con cuidado—. Gracias por la llamada. Me abrió los ojos.

—No lo hice por ti. Lo hice por oniichan —dijo ella, sonrojada. Bajó la mirada y luego volvió a enfrentarle—. ¿No es verdad que mi hermano estuviese con ella en secreto o cualquier cosa, no?

Parecía necesitar una respuesta.

—No lo sé —contestó, sincero—. Pero no creo.

—Tienes muy mal gusto para las chicas, ¿sabes? —dijo, resoplando—. Y mi hermano también. Sois como súper idiotas, ¿cómo voy a entenderos si no paráis de hacer cosas absurdas?

—Lo siento —dijo entonces, suave, muy bajito, pero lo suficientemente alto como para que ella lo escuchase—. Lo siento mucho. ¿Podrás perdonarme?

Natsu le miró a los ojos y los tenía empañados.

—No lo sé. Con ese pelo que llevas tendría que pensármelo un montón, como un millón de años—dijo, con la boca pequeña—. Pero a lo mejor si me dieses un abrazo bastante genial me lo pensaría y podríamos-

Kageyama dio un paso adelante y la atrapó con un solo brazo, sujetando los girasoles entre los dos, aplastándolos un poco. Natsu había crecido, pero él también, y sintió su cara contra el esternón. Ella le agarró de la cintura y se aferró a su camiseta con mucha fuerza, y empezó a llorar. Estaban frente al ascensor, había gente por todas partes, pero se sentía como si fuesen los únicos en aquel pasillo. Sentía sus lágrimas cálidas mojarle la camiseta, y una angustia creciente en todas partes. Llevó la mano libre a su pelo y lo tocó, posando los dedos sobre él. Era suave pero enredado, como el de Hinata.

No recordaba el anterior olor anterior, quizás ni había estado tan cerca de ella como para darse cuenta, pero ahora olía a Coca Cola. Rió al darse cuenta.

—¡No se ríe mientras una chica llora! —gritó ella, pisándole con fuerza. Kageyama la separó y le limpió una lágrima de la mejilla con los dedos.

—Lo siento.

—¡Deja de pedirme perdón como un idiota y corre a ver a oniichan! ¿No sabes que el horario de visitas acababa hace diez minutos? ¡Lento!

Kageyama la miró con horror y después se fijó en el ascensor. Estaba en el piso superior. Sin pensarlo, sin decirle nada, corrió por las escaleras laterales, subiendo los escalones de tres en tres, agarrando las flores como si intentase protegerlas de cualquier cosa.

Planta tres.

Planta tres.

Planta tres.

La puerta de la habitación estaba cerrada, y se paró frente a ella, con el corazón latiendo tan fuerte que si le auscultasen probablemente le internarían. Y si le hiciesen algún tipo de escáner cerebral, seguro que también, porque Kageyama era un desastre en todas partes, hasta la última célula de su cuerpo.

Tonto.

Abre la puerta, no seas cobarde.

Apoyó los dedos en el pomo. Lo acarició, recorriendolo.

No quiere verme. Ella dijo que no quería verme.

Acercó la oreja a la superficie blanca. Nada al otro lado. Joder, no era tan difícil, estaba a dos pasos. Dos jodidos pasos. ¿Sería mejor llamar antes? Sí, tal vez era lo más oportuno.

Suspiró. Nunca antes le habían sudado tanto las malditas manos.

No pensó más. Golpeó con los nudillos y después deseó desaparecer. Que le tragase la tierra. Que un dios vengativo lo arrasase por ser un intento fallido de chico de diecisiete años.

Nadie contestó. Llamó otra vez, más fuerte. No era tan difícil después de un primer intento, y en pocos segundos se vio a sí mismo casi aporreando la puerta de una habitación de hospital, con una desesperación que crecía descontrolada, como las hiedra sobre la piedra abandonada. Se le enredaba en la garganta. Le arrebataba el control, si es que alguna vez lo tuvo.

—Hinata —dijo, en voz alta. No reconoció su propia voz—. ¿Hinata?

Nadie contestó. Golpeó más fuerte. Estaba a pocos segundos de convertirse en el loco de los pasillos, así que cogió el pomo con fuerza y lo giró, irrumpiendo en la habitación con el ramo en los brazos y el puto corazón en la mano.

No estaba allí. Kageyama se congeló en la puerta, abrazando los girasoles con un solo brazo. Sentía frío a su alrededor, como si estuviese nevando, aunque era agosto. Las ventanas estaban abiertas y las cortinas blancas de la habitación se movían con una gracia envidiable, encogiéndose y separándose, serpenteando.

Kageyama quería gritarle a los dioses si estaban riéndose en su cara, o qué.

O qué, qué queréis de mí, os daría a mi primogénito si lo tuviese.

Suspiró, mirando alrededor. La cama estaba deshecha, pero no era una habitación abandonada. Había cosas en ella, y sus ojos se movieron con avidez, buscando. Había libros. Una tablet. Algunos periódicos. Un ajedrez con piezas de colores. Entró sin preocuparse de las conveniencias sociales y se acercó al tablero. Era una partida. Miró la posición de las piezas, y notó el pecho encogerse.

Sostuvo la sensación, manteniéndola a raya. Reteniéndola un poco, controlándose de alguna manera.

—Idiota —susurró, acariciando la torre. A Hinata le encantaba jugar con las torres, tenía varias tácticas que las involucraban, y por eso cuando jugaban siempre intentaba atacarle por ahí, ajustando su juego a destruir las torres antes incluso que a buscar un jaque mate temprano. Las pocas veces que había logrado comerle una torre, Hinata se había molestado de verdad. No estaba acostumbrado a perder, no le gustaba.

Dios, cuánto te he echado de menos.

Una partida a medias, seguramente consigo mismo. Hizo algo imperdonable. Cogió la torre y la movió dos posiciones, sonriendo para sí. Mover las piezas de un jugador que no está presente es como la peor de las traiciones, pero no le importó una mierda.

—¿Disculpa?

Se giró, sobresaltado. Una enfermera le miraba desde la puerta.

—Ah —dijo, sonrojándose—. Estoy buscando... A Hinata. Kun. Hinata-kun.

La enfermera frunció el ceño.

—Hari-chan —dijo, asomándose al pasillo— ¿Quién es Hinata-kun? Hay un chico en la habitación de Shoyo-chan.

—¡Es él! —gritó, demasiado alto para lo que había pretendido, abriendo más los ojos. Volvió a sonrojarse, y ya debía parecer una maldita remolacha—. Es él. Shoyo.

Dijo su nombre y la garganta se le secó en la última letra.

Shoyo. ¿Cuál fue la última vez que lo pronunció? En diciembre, seguro. ¿Le llamó así cuando discutieron bajo la nieve, cuando intentó retenerle desesperadamente, suplicándole otra oportunidad? ¿Le llamó así cuando le besó a traición, aún encima de la bici, desmontándole? ¿O fue la última vez en América, cuando se rompieron el uno contra el otro en una mezcla irrepetible de amor y deseo, pasión y ternura, todo piel y besos erráticos y pecas, pecas y olor a manzana?

—¡Perdona! Sí, cierto, Hinata es su apellido. Es que aquí todo el mundo le conoce como Shoyo —dijo la enfermera, riendo alegremente mientras entraba en la habitación y cerraba las ventanas—. ¿Eres un amigo? Me alegra que por fin vengáis.

Lo dijo mirando el ramo de flores.

—Eh, sí. ¿Dónde... dónde está él?

—Está haciéndose una prueba, debe estar a punto de volver. ¿Sabes que el horario de visitas de hoy ya ha terminado, verdad?

Kageyama estaba dispuesto a ponerse de rodillas. No tenía nada de valor encima, pero sí una cuenta con bastantes ceros, y le daría todo a aquella enfermera aleatoria. Todo. Abrió la boca para decirlo, cuando la otra enfermera apareció por la puerta.

—No seas muermo, anda —dijo, riendo—. Que espere aquí, le salude y luego se vaya, no pasa nada.

La primera enfermera no parecía muy convencida y miró a Kageyama sin disimulo.

—No causaré molestias —dijo, con su mejor gesto de ángel.

—Eres el chico de la tele —contestó ella, frunciendo el ceño—. No sé si será buena idea.

—Solo dos minutos. Solo dos. O uno —dijo Kageyama, dejando las flores sobre la cama y agachándose en una reverencia que le dobló completamente en dos, como si estuviese ante el emperador—. Treinta segundos. Lo que sea.

—No supliques, chico —dijo la otra enfermera, riendo—. Dentro diez minutos volveremos y tendrás que irte.

Cuando Kageyama alzó la mirada no estaban allí, y el frío que entraba por la ventana le aliviaba el calor de la camiseta pegada a la espalda. Sudaba como nunca, como en el más intenso de los partidos. Las enfermeras habían dejado la puerta entornada, y cogió aire despacio, intentando tranquilizarse.

No estaba soñando. Lo que más había querido, su deseo de cada noche antes de dormir, se había hecho real. Puede que Hinata le odiase, puede que no quisiese verle, pero estaba vivo y eso era todo o que necesitaba para que todo estuviese bien.

Aparentemente.

Miró la cama, las sábanas deshechas. Tocó el colchón. Aún estaba caliente. Se sentó con cuidado sobre las mantas. Hinata siempre era malísimo como compañero para dormir, porque aunque era pequeño tenía algún tipo de don para hacerse siempre con todas las mantas y todo el espacio y dejarlo a uno desnudo y congelado en el borde de la cama, a centímetros del precipicio.

Pasó la mano, suave, sobre la almohada, mullida por el centro. Allí había estado apoyada su cabeza.

Alguna fuerza demoníaca le atacó, porque sólo de esa manera se podría explicar lo que hizo a continuación. Con las flores a su lado, posadas sobre la cama, Kageyama cogió la almohada y la sostuvo entre sus brazos. Después enterró la cara en ella, con fuerza, apretando los párpados hasta que dolieron, buscando su olor, deseando ahogarse en él y olvidarse de que existían otros distintos alrededor del mundo.

No encontró manzana. La almohada olía a licor, licor de cereza, de ese que sólo puedes beber un chupito antes de caer empalagado. Se mordió el labio con tanta fuerza que notó la sangre en la lengua, pero siguió absorbiendo el olor de la almohada porque si ese era el olor actual de Hinata, se convertiría en su olor preferido y no querría volver a sentir otro.

—Pervertido.

La voz se le clavó en el pecho al mismo tiempo que se deslizaba por sus oídos, y todo su cuerpo se puso en pausa, como si hubiese perdido la señal. Arrastró la cara por la almohada, separándose de ella y alzando los ojos.

Era él. Estaba allí, en la puerta, en una silla de ruedas, solo. Llevaba un camisón azul celeste estampado en logos del hospital, y las piernas desnudas.

Su pelo.

Su pelo era de un naranja imposible de reproducir con ninguna paleta de colores, porque era como si el Sol se hubiese fusionado con el magma de un volcán y en su danza de pasión hubiese decidido reflejarse sobre Hinata. Lo llevaba largo, revuelto, enredado sobre los hombros. Salvaje y ondulado en formas imposibles, disparado en todas las direcciones.

Había pecas por todas partes.

Estaba muy delgado. Las clavículas se le marcaban sobre el cuello del camisón, y su cara era todo pómulos y ojos. Kageyama se fijó en sus cejas, pequeñas y geniales, un poco escondidas debajo de la maraña naranja.

—Estás oliendo mi almohada —dijo, mirándole desde la puerta, con las manos en las ruedas de la silla. Kageyama se fijó en la mano derecha. Levaba algo así como una venda negra que le cubría hasta los dedos y trepaba por su brazo, terminando antes de llegar al codo—. Eso es sucio, Bakayama.

No sonaba como siempre. Su voz estaba un poco rota, y era más adulta. Más madura.

Llámame así otra vez.

Por favor, sólo una vez más.

Kageyama se preguntó si podría articular alguna palabra sin parecer un chimpacé.

—Idiota —dijo, sintiendo la garganta seca.

Hinata levantó una ceja y después desvió la mirada hacia los girasoles.

—¿Son para mí?

En otro momento le habría preguntado ¿para quién van a ser, Hinata idiota, grandísimo tonto, estúpido, enano, paquete? Pero las palabras no parecían fluir con normalidad. Tal vez verle así, con el fuego de los volcanes rehén en su pelo, le había jodido las piezas internas hasta convertirle en chatarra inservible.

Se limitó a asentir con la cabeza, todavía agarrado a la almohada, sintiendo las mejillas arder.

Hinata llevó las manos a las ruedas de la silla y las hizo girar, entrando en la habitación. Se las arregló para cerrar la puerta tras de sí, resoplando con el esfuerzo. No fue hacia él, sino que rodó hasta la mesa de la esquina, donde estaba el ajedrez.

Kageyama le siguió con la mirada, incapaz de moverse.

Estaba soñando, seguro. Se había vuelto loco y en cualquier momento se despertaría en el piso de Dani, con la espalda sudada de lo profundo que había quedado atrapado en esa pesadilla, no en ese sueño que no quería, por favor, dioses del mundo, que no podía soportar que terminase.

El pijama de hospital de Hinata era de lo abiertos por detrás, y aunque tenía una lazada a la altura de la nuca, se le abría mostrando las primeras vértebras.

Y ahí, sobre ellas, la nebulosa de pecas genial.

Kageyama flotaba en algún punto de su inconsciencia. Se había vuelto loco. Estaba viendo un fantasma, una aparición pelirroja y pecosa por la que estaría dispuesto a volver a pasar por lo peor de cada minuto de los últimos meses sólo por estar otra vez cerca, respirando el mismo aire.

—Has movido mi torre —dijo Hinata, mirando el tablero y resoplando—. ¡No puedo creer que hayas movido la torre!

Le vio agitar la cabeza y el pelo naranja enloquecido moverse en todas las direcciones. Con la mano izquierda, resoplando como si hiciese un esfuerzo titánico, cogió el tablero de ajedrez y lo colocó sobre su regazo, en equilibrio. Luego llevó las manos a las ruedas y se movió hacia él, sin mirarle. Se detuvo junto a la cama y con una sola mano, situó otra vez el tablero sobre las mantas, cerca de donde Kageyama estaba sentado.

Kageyama no parpadeaba, y los ojos le ardían.

Hinata extendió la mano hacia la mesilla junto a la cama y sacó un reloj de los que se usaban para las partidas de ajedrez. Lo puso junto a ellos, colocó la torre en donde estaba antes de que Kageyama la moviese y pulsó el botón del reloj, haciéndolo comenzar.

Kageyama no se había movido ni un milímetro. Sintió las manos apretadas sobre la funda de la almohada, con tanta fuerza que le dolían las articulaciones de los dedos y los nudillos estaban ya blancos, en una tensión insostenible.

—Mueve —dijo Hinata, apenas un susurro. Kageyama intentaba controlar la respiración porque estaba a punto de morir, seguro, eso debía ser posiblemente el precipicio del que había oído hablar en uno de esos documentales de mierda que ponía cuando se levantaba de madrugada por el insomnio. Pronto se acabaría todo, seguro que seguía tirado en el baño de Detroit con un derrame cerebral por una paliza insuperable y su cuerpo le enviaba un último cóctel de regalo para que muriese en paz, con el sonido de la voz de Hinata acariciándole. O golpeándole. No es que importase demasiado en ese momento, en verdad—. Oh, vamos.

Hinata resopló y estiró la mano izquierda hacia las fichas de Kageyama, quien en un movimiento reflejo la golpeó, una bofetada sobre los nudillos, rápida y sonora, retumbando por todas partes. Los dos se congelaron con el sonido, ambas manos estiradas sobre el tablero, flotando en el aire, un aire demasiado denso. Las ventanas estaban abiertas. Los ojos de los dos, también. Kageyama se atrevió a hacer algo más que mirarle, y se vieron.

Agarró la mano de Hinata de la única forma que pudo, quizás con demasiada fuerza, quizás con poca delicadeza.

Dios mío, eres real.

Hinata parpadeó. Sus ojos, eran sus ojos, grandes, abiertos de par en par, enfocados en él. Sus pestañas naranjas, sus cejas, las pecas por todo el puente de la nariz. Kageyama deslizó los dedos por su muñeca, acariciando los huesos, más marcados que antes y Hinata no movió la mano, no la apartó, así que siguió avanzando sobre los metacarpos, recorriendo las falanges proximales y después las medias, muy despacio, porque no era un fantasma, era Hinata, era su piel, su tacto.

Joder.

Llegó a la punta de sus dedos y, suavemente, dejó que se deslizasen entre los suyos, entrelazando sus manos, sin dejar de mirarle a los ojos.

Hinata abrió la boca, pero los ojos se le llenaron de lágrimas. Su gesto de pronto cambió. Sus facciones, impasibles, se rompieron y todo saltó por los aires. También el tablero de ajedrez. Kageyama lo apartó de un golpe de su brazo, y las piezas volaron por todas partes, y estaba seguro de que en algún momento vivió eso, pero no podía recordar. Se abalanzó sobre Hinata, impulsándose del agarre de su mano y lo hizo con tanta fuerza que la silla de ruedas giró hacia atrás, hasta chocar contra la pared.

Kageyama perdió el equilibrio y acabó medio de rodillas, sobre él, aplastándole contra la silla, agarrado a su pijama y a su brazo izquierdo, en el abrazo más terrible que nadie sobre la tierra habría dado jamás. Hundió la cara en su clavícula afilada y Hinata empezó a llorar con más fuerza.

Le estaba abrazando, acariciándole la cabeza. Kageyama no sabía por qué sentía calor en las mejillas y la cara mojada, no sabía qué era ese olor a licor de cereza que lo envolvía todo, pero podría morir en ese momento y todo estaría bien para él.

—Q-qué mierda te has hecho en el pelo, estúpido —lloró Hinata en su oído, y el sonido de su voz se unió al roce de sus labios contra su piel, y Kageyama fue ahora quien acarició su pelo enredado, dejando que los dedos se atrapasen en un rizo cualquiera, y tal vez si jugaba sus mejores cartas podría quedar enroscado allí para siempre, como una parte más del cuerpo de Hinata, como un accesorio.

Sabía que tenía que decir alguna palabra, pero era posible que la parte de su cerebro encargada de gestionar el asunto del habla hubiese iniciado una huelga rotatoria.

—Has tardado demasiado, idiota —consiguió decir Kageyama, y de verdad esperaba que le hubiese entendido, porque fue un susurro casi inaudible. Hinata restregó su nariz contra su pelo, como un gato, y el gesto hizo que Kageyama estuviese a punto de volar en pedazos.

—Y tú te has adelantado —susurró, otra vez en su oído. ¿Adelantado? ¿Cómo adelantado? ¿No llevas despierto desde abril?, quiso preguntarle, pero entonces Hinata se alejó un poco y no pudo evitar seguir su movimiento, porque no estaba preparado para soltarle. A lo mejor si lo hacía se despertaba. A lo mejor era como esos sueños, y tenía que durar un poco más, se aferraría a él hasta que Atsumu entrase a repetirle que el despertador llevaba media hora sonando—. Kageyama-kun...

—Estás aquí —dijo, apretándole con más fuerza, sintiendo su respiración suave en el oído—. Estás aquí.

No estoy soñando.

—Estoy aquí.

—No te vas a ir.

—No podría aunque quisiera —susurró Hinata, repitiendo el gesto. Kageyama se derritió, nieve bajo el sol, cerca del más furioso de los volcanes.

—¿Shoyo-chan?

La voz le arrojó a la realidad.

La enfermera amable estaba otra vez en la puerta, asomando solo la cabeza. Kageyama se dio cuenta de que seguía agarrado con todas sus fuerzas al camisón de Hinata, y le soltó, poniéndose de pie, alejando el olor a licor.

—Todo está bien, Hari-san —dijo Hinata, dedicándole una sonrisa, todavía con marcas de lágrimas en la cara, que hizo que el mundo de Kageyama perdiese el eje y todo fuese una bola de emociones sin conexión ni sentido—. Es un amigo.

—El horario de visitas ya acabó, Shoyo-chan —dijo la mujer, devolviéndole la sonrisa—. Pero podéis veros mañana, ¿no?

Hinata miró a Kageyama.

—Mañana es la final del torneo de ajedrez —dijo, y miró el tablero que se hallaba en el suelo, con las piezas tiradas por todas partes. En ese momento Kageyama fue consciente de que eran de cerámica, y algunas se habían roto al chocar contra el suelo.

Mierda.

La enfermera ahogó un oh y entró en la habitación, agachándose junto a la silla de Hinata y empezando a recoger las piezas, apartando las rotas. Kageyama estaba paralizado, de pie, mirándoles.

—No te preocupes, Sho-chan —dijo la mujer, mostrando un alfil descabezado—. Seguro que tiene arreglo.

Hinata miró a Kageyama, otra vez.

—Espero que lo tenga —dijo, suave. Kageyama sintió una presión en el pecho y se agachó de golpe junto a la enfermera, comenzando a recoger las piezas en buen estado y ayudándola a apartar las rotas.

—Lo arreglaré —dijo, sintiendo la cara arder—. Las pegaré y mañana estarán secas. Te las traeré... ¿A qué hora puedo traértelas? ¿A las siete? ¿El hospital está abierto a las siete?

Alzó la mirada y sus ojos volvieron a encontrarse. Tal vez podría comerse una pieza y que le ingresas en en el hospital y huir de noche a la habitación de Hinata para no tener que separarse de él otra vez. Porque no quería irse. Prefería inyectarse cualquier cosa y fingir una enfermedad que desandar el camino hasta su casa. La sola idea de alejarse de él medio metro le parecía un delirio.

—Cómo podría ser horario de visitas las siete de la mañana, Bakayama —dijo Hinata, sonriendo con suavidad mientras estiraba una mano y le tocaba el pelo, apenas un gesto de dos segundos. Kageyama habría dado cualquier órgano de su cuerpo porque repitiese ese movimiento, no importa cuál, él lo daría. Seguro que había seres que vivían sin corazón. Si Itadori podía, pues seguro que él también—. Ven a las cinco. De la tarde.

Las cinco de la tarde tenía que ser una broma, porque faltaba como una vida entera para esa hora.

—¿No es el torneo a las cinco? —preguntó Hari-san, poniéndose de pie con la caja de las piezas en las manos. Hinata asintió, mirando a Kageyama levantarse.

—Así Kageyama-kun puede verme ganar —dijo Hinata, y sonrió y sus labios y su gesto y el brillo de su pelo convocaron a todos los soles de cualquier galaxia a un festival improvisado, y Kageyama quería gritarle, agarrarle de las mejillas e inventar siete u ocho idiomas donde todas las palabras significasen te amo.

—Será un placer —dijo, y se sintió idiota, porque qué era ahora, un puto hombre de negocios cerrando un trato o qué, qué.

—Shoyo-chan es el campeón invicto —dijo la enfermera, riendo mientras le acompañaba a la puerta. Kageyama miraba todo el tiempo por encima del hombro, preguntándose seriamente hasta qué punto sería extraño que caminase hacia atrás, si entraba dentro del proceder lógico de un chico que acaba de recuperar las ganas de vivir, o si había algo roto en su cabeza—. Nadie en todo el hospital ha conseguido ganarle desde que despertó. Si gana mañana en la final, hasta tendrá una copa.

"¿Una copa mundial de mamadas? ¿De verdad querrías ganar eso?"

"¿Por qué no? Quedaría bien en nuestro salón".

Kageyama se sonrojó al recordarlo. Hinata sonrió.

—Kageyama-kun —llamó. Kageyama se giró, rápido, ya desde la puerta. Hinata estaba acariciando los girasoles, pasando los dedos despacio por el tallo, como si fuesen de cristal.

Así quiero acariciarte.

Así quiero tocarte cada centímetro de la piel y comprobar por la vía científica que existes, que estás hecho de carne y huesos, que no te he creado a partir de mi locura, mi tristeza y los recuerdos de lo que fuimos.

—Qué.

—Buenas noches.

Dios mío.

—B-buenas noches, idiota.

.

.

.

Apenas se veían personas en el hall del ala de rehabilitación del hospital, pero ella seguía allí. Con su pelo naranja alborotado y sus auriculares gigantes de color rosa chicle. Tarareaba una canción con los ojos cerrados y a un tono demasiado alto para el sitio donde se encontraba. Su voz era bonita. Sabía cantar.

Kageyama se acercó de frente para no asustarla, y ella abrió los ojos y le miró, seria, como si en vez de ser una niña tuviese algo así como toda la sabiduría de los antiguos dioses japoneses.

O algo.

Él iba a decir cualquier mierda, pero Natsu se adelantó.

—¿Te gusta el pollo frito?

.

.

.

Hacía años que no jugaba al juego de las palabras encadenadas, y no recordaba que se le diese tan mal. Natsu le debió ganar unas treinta veces en el trayecto en autobús desde el hospital de Sendai a la casa de los Hinata. La madre de Kageyama no puso ningún reparo en que se quedase allí, siempre que no causase molestias. Tampoco es como si hubiese posibilidad alguna de negarse a las exigencias de Natsu. Su mano agarrándole fuerte del brazo no admitía réplica alguna.

—Ahora vamos a jugar a otro juego.

—A uno al que pueda ganar —dijo Kageyama, recorriendo con ella el camino que llevaba a la casa unifamiliar. En verdad estaba nervioso, y la sensación de la piel de Hinata bajo sus dedos aún le palpitaba bajo las sienes y en cada centímetro de su ser, y no quería, no podía soportar la idea de que Mio, la madre de Natsu y Hinata, le odiase, le guardase rencor por haberse comportado como un imbécil egoísta, por haberse ido a Estados Unidos y abandonado allí a su hijo.

Por otro lado, era incapaz de comprender cómo Natsu le había perdonado tan pronto. A él, que hasta donde ella sabía, había ignorado todos sus mensajes. Aunque nunca le hubiesen llegado, ¿por qué tendría que creerle?

—Entonces digo una palabra y contestas lo primero que pienses.

—¿Y quién gana? —preguntó, distraido. Natsu se desplazaba a saltitos, como hacía a veces Hinata.

—Yo lo decido.

—No parece muy justo —rió, mirándola. Natsu le sacó la lengua.

—¡Tampoco es justo ese pelo que llevas y tengo que verlo todo el tiempo! ¡Con lo guapo que eres, cómo te hiciste ese desastre, cómo!

Kageyama se sonrojó y dio por zanjada la discusión.

—Vale. Empieza.

—¡Empiezo! Mmm... ¡Colegio! —. Kageyama pensó unos segundos y ella le dio un codazo en las costillas que le dejó sin respiración— ¡Tiene que ser instantáneo, lo primero que se te venga a la cabeza!

—Aburrido.

Natsu soltó una risita.

—¡Así mejor! Es en plan, yo digo la palabra y tú ¡fiiiu! ¡Karasuno!

—Equipo.

Ella frunció el ceño.

—¿Equipo?

—Equipo —repitió. Habría dicho lo mismo aunque hubiese podido pensárselo tres vidas. Si alguien buscaba la palabra "equipo" en una enciclopedia, necesariamente tendría que aparecer su fotografía, con las camisetas negras y los rostros sudados y el gesto de no rendirse nunca.

—Bueno. ¡Japón!

Soba.

—¿Eso es todo lo que tienes que decir de tu país?

—No hay soba en América —dijo, un poco avergonzado. Natsu le dio otro codazo.

—Vale, pues... América.

—Dani.

Cabrón.

—¿No será otro novio, no? —preguntó Natsu, frunciendo el ceño—. Como dejes a mi hermano por otro-

—Dani es Kásper, el as de la Ocean —aclaró. La casa de los Hinata estaba ya a unos pocos metros de distancia. Las palabras de Dani resonaron entonces en su cabeza.

"Rehabilitación".

"Levanto el veto".

"Escribe su nombre. Shoyo Hinata".

También recordó lo que Natsu le había contado. Esos mensajes que nunca llegaron hasta él. Joder, habría apostado cualquier cosa a que fue Dani quien los recibió. A que él supo todo ese tiempo que Hinata estaba despierto.

Me manipulaste, bastardo.

Siempre me tuviste bailando para ti, y yo creía que era quien repartía el juego.

Jugaste tu mejor partida de ajedrez conmigo, y yo fui tu jodida reina.

—¡Sigo! Yo. O sea, Natsu.

—Familia.

No lo pensó, realmente salió solo. Ella se sonrojó y soltó una risa nerviosa.

—¡Shoyo! —. Se quedó en silencio. No vino ninguna palabra a su cabeza. Natsu le miró, confundida—. Tienes que decir algo.

—N-no sé qué decir.

Recorrieron la distancia hasta la puerta en silencio. Natsu lo rompió mientras buscaba las llaves en su mochila.

—¿Estás enamorado de mi hermano?

¿Cuántas preguntas podría tener esa niña en la cabeza?

—Yo...

—No, espera —le interrumpió ella, haciéndole girarse—. Mira, ¡hacia arriba, a las estrellas! Antes del accidente, mi hermano me enseñó las constelaciones, y me dijo que tú se las enseñaste a él. Me dijo que le enseñaste Urano y que era como súper genial, y me dijo tambiénn que ese fue el mejor día de su vida ¿sabes? Pero él... Ha perdido algunos recuerdo. Ya no sabe distinguir las estrellas. No sabe dónde está Urano.

Kageyama la miró girando tan rápido la cabeza que no se rompió el cuello de milagro.

—¿Cómo dices?

—Es... Raro. Se acuerda de muchas cosas, no es como si hubiese perdido toda la memoria ni nada, pero otras es como si... Como si no hubiesen pasado para él. Como si tuviese, ya sabes, como un queso de esos franceses que están llenos de agujeros.

Kageyama tembló.

¿Soy un agujero, Hinata?

¿Es posible eso?

—¿Te lo ha dicho él?

—Él no lo sabía, es decir, pensó que tenía todos los recuerdos, hasta que mamá y yo nos dimos cuenta de que le faltaban algunos. Bastantes. La doctora se lo dijo y se puso bastante mal pero ella le dijo algo muy genial.

—El qué —preguntó, casi en trance. Natsu ya había abierto la puerta, y toda la casa de Hinata olía a licor de cereza.

—Que si te olvidas de algunas cosas es como si tuvieses otra oportunidad de vivirlas por primera vez. ¿No es genial?

Kageyama se ahogó un poco por dentro. No, no era nada genial.

¿Qué parte había olvidado? ¿Podía haber olvidado todo entre ellos?

Recordó la forma en que los labios de Hinata acariciaron su oreja. La manera en que le pidió flores. Su voz al hablarle. Definitivamente no podía haber tantos agujeros que le afectasen. Seguro que quedaban algunas cosas en pie. Seguro.

—N-no sé...

—¿Tobio-kun?

Kageyama alzó la vista y se encontró con la mirada de la madre de Hinata, al otro lado del pasillo. En cuanto sus ojos se cruzaron se dio cuenta de la verdad. Natsu nunca le avisó de que iría allí a cenar. Nadie que le esperase podría poner esa cara.

Quiso salir corriendo, pedir perdón de rodillas por ser un gilipollas y huir para siempre de esa jodida montaña que todo lo destruyó, pero Mio recorrió el pasillo demasiado rápido, antes de que sus piernas reaccionasen, y le cogió de las mejillas, obligándole a agacharse un poco.

—Lo siento —dijo, dejando que las palabras saliesen solas. La madre de Hinata agitó la cabeza y le secó lágrimas que ni era consciente de tener.

—Estás bien —sonrió, y el mundo de Kageyama empezó a encajar un poco—. Estás tan bien, Tobio-kun, me alegro de que estés bien y que estés aquí. Tan alto, cuánto has crecido, Tobio-chan, Tobio-kun.

La madre de Hinata le estaba abrazando, arrastrándole hacia abajo, hasta su altura. Los dos estaban llorando. En algún momento Natsu se unió al abrazo colectivo, agarrando a su madre y a Kageyama de la cintura y diciendo cosas inconexas que nadie estaba escuchando.

Kageyama sintió algo en el pie y miró hacia abajo, encontrándose con una mirada de ojos almendrados. Pelo naranja, como todo lo que habitaba esa casa, al parecer. Maulló con indignación y le arañó el tobillo sin vacilar. Kageyama soltó un grito y se alejó un poco, entre la sorpresa y el dolor.

—¡Shoyo! —gritó Natsu, y el gato saltó a sus brazos y se acurrucó contra ella. Mio suspiró, mirando a su hija.

—¡Ese gato acabará por herir a alguien! —dijo—. Tobio-kun, ven a la cocina, te limpiaré la herida.

—N-no es nada —dijo Kageyama, siguiendo con la mirada al gato diabólico. Probablemente era una personificación de Satán, una a la que Natsu había dado el nombre de su hermano, por Dios, ¿era por su color naranja? ¿Qué les pasaba en esa casa?

Mio ayudó a Kageyama a curarse el rasguño y después cenaron pollo frito, hablando de todo un poco. La madre de Hinata parecía animada, y le preguntaba muchas cosas de los partidos que jugaba con la Ocean.

—A Shoyo le encanta verlos —dijo, sonriéndole a través de la mesa—. No se pierde ni uno.

—Sobre todo le gusta cuando ganas —dijo Natsu, señalándole con un palillo—. Se pone como súper contento en plan ¡wooa! y casi parece que puede levantarse de la silla y volar como antes y todo eso.

Kageyama mira su plato, inmóvil. La pregunta se le atasca en el pecho, como tantas otras en los últimos días.

—Yo... —empieza, pero la madre de Hinata le interrumpe.

—No es irreversible —dijo, y Kageyama habría dado cualquier cosa por saber qué cojones significaba la palabra irreversible. Dani solía referirse a algunos pantalones como reversibles, porque podían darse la vuelta y usarse por los dos lados. ¿Se refería a eso? ¿De qué manera Hinata podría parecerse a un pantalón de montaña? —. Los médicos dicen que nunca han visto una evolución tan buena, pero... Llevará su tiempo.

Oniichan ha logrado un montón de cosas —dijo Natsu, comiendo el último trozo de pollo frito—. ¡Antes ni siquiera hablaba! Y ahora dice muchas palabras. Todas, en realidad. Hasta lee un poquito.

Kageyama quería tirarse por la ventana. A ser posible, caer de cabeza y morir cuanto antes.

—¿No... hablaba?

—Ha pasado varios meses en coma, Tobio-kun —dijo Mio, con un tono dulce, volviendo a sonreírle de esa manera, como si él necesitase consuelo, como si todo estuviese bien para todos, ¿qué coño les pasaba? ¿Cómo podría algo estar bien para nadie? ¿Cómo podría el mundo seguir adelante con Hinata en una puta silla de ruedas, aprendiendo otra vez a leer cómo si tuviese cinco años? —. Tenemos que tener paciencia. Y eso es lo que precisamente a él le falta.

Oniichan es idiota —dijo Natsu, y su madre le lanzó una mirada asesina—. ¡Es verdad! Él es como que quiere todo y lo quiere ya, ¡no sabe esperar! Se ha caído como un millón de veces porque todavía no puede andar y está todo el tiempo intentando ponerse de pie.

Kageyama sentía el pollo en la garganta, y se preguntó si había suficiente confianza con esa familia como para vomitar en la mesa en la que todavía estaban cenando.

—No puede jugar al voley —proclamó, como si fuese el emperador dando un mensaje a la Nación, o algo. Natsu y su madre le miraron.

—Hay un equipo de voley sentado en el hospital —dijo Mio, despacio, como buscando las palabras—. Sería una buena opción mientras se recupera, pero tiene un... problema con su mano derecha. Es lo único que no sabemos si tendrá solución. Sus piernas están débiles, pero cuando se fortalezcan podrá caminar. No tiene ninguna lesión en la espalda. Son secuelas del coma. Pero su mano derecha... No se sabe bien qué le pasa. Le están haciendo pruebas.

Kageyama recordó la venda negra de su mano, que le llegaba hasta casi el codo.

—¿Tiene más...?

—¡Tiene un millón de problemas! —gritó Natsu, golpeando la mesa—. ¡Pero podrá con todos, porque es él! ¿O es que tienes dudas, Kageyama-san?

—Natsu —dijo su madre, seria.

—¡Es que no sé por qué habláis de él como con ese tono de pena! —gritó, poniéndose de pie. El Shoyo-gato saltó sobre ella en señal de apoyo, y se quedaron así, de pie, desafiantes—. ¡Por eso no quiso avisarte cuando se despertó! ¡No quería que sintieses lástima por él, no quería que pusieses precisamente esa, esa cara horrible que estás poniendo!

—¡Natsu!

—¡Mamá! ¡Es verdad! ¡Oniichan es como... súper fuerte! ¡El chico más fuerte que existe, más que Eren y Deku e Itadori juntos! ¡Es como... como Goku! ¡Como Hércules! ¡Es invencible! —miró a Kageyama, con los ojos empañados—. ¡Y también te vencerá a ti! ¡Se recuperará, y se hará fuerte otra vez y te ganará, y tendrás que reconocer que es el más fuerte!

Mio decía algo, pero Natsu salió corriendo y se encerró en su cuarto. Kageyama se quedó allí, inmóvil, en silencio.

Por suerte, Mio lo rompió.

—Perdona sus modales, ella-

—¿Es verdad eso? —preguntó, con el tono más educado que pudo conseguir, mirándola—. ¿No me avisó por eso?

Mio se tomó su tiempo antes de contestar.

—No quería que le vieses en su peor momento —dijo ella, suave—. Él estaba... Esperando a estar mejor. No quería que dejases de verle como un rival.

—Yo nunca dejaré de verle como un rival.

—Sí le hubieses visto cuando despertó, sí lo habrías hecho —dijo ella, mirándole a los ojos—. Lo primero que dijo cuando consiguió empezar a comunicarse fue tu nombre, y que no te avisásemos. Lo pidió tanto...

Kageyama quería abrazarle, pero también golpearle.

Has pasado por todo eso tú solo, idiota.

Por tu orgullo estúpido, idiota, eres el más idiota de todos los idiotas, joder, si hubiese un campeonato de idiotas esa copa, esa seguro que sí estaría en nuestro puto salón y tendría la forma de tu jodida cara.

—¿Cómo puedo ayudarle a partir de ahora? —preguntó después de un rato, reuniendo toda la fuerza que le quedaba. Mio extendió la mano y cogió la suya, tocando sus nudillos.

—Eso lo sabes tú mejor que yo, Tobio-kun —dijo, y se puso de pie, sonriéndole con una dulzura absolutamente inmerecida. Kageyama refrenó el impulso de abrazarla otra vez, porque no había tenido contacto estrecho con tantos seres humanos en tan poco tiempo quizás en toda su vida.

Aunque había un futón para invitados, esa noche durmió en la cama de Hinata. Mio ni siquiera le ofreció otra alternativa, e internamente lo agradeció, porque quería, necesitaba meterse en esas sábanas, apoyar la cara en esa almohada, mirar al techo y ver todas esas estrellas fluorescentes que seguían allí pegadas. Les tocaron como premio en una bolsa de Cheetos y Hinata las colocó allí bajo sus instrucciones, poco antes de que él se fuese a New York.

"Cada vez que me meta en la cama y las mire me acordaré de la mejor noche de la historia", había dicho, acariciando el pie desnudo de Kageyama con su calcetín lleno de dibujitos de Pikachu, mientras jugaban una partida a cualquier videojuego, sentados en esa misma cama.

"No podrás dormir mucho entonces", había contestado él, suave, provocador. Hinata volvió a acariciarle con el pie.

"Dormir esta sobrevalorado, Bakayama".

Ahora, abrazado a la almohada de Hinata, por primera vez durmió más de ocho horas sin tomarse una sola pastilla en los últimos meses.

.

.

.

La partida había sido buena. Buena de verdad. El contrincante de Hinata era un chico de unos veinte años, lo bastante bueno como para darle pelea durante el lapso de dos horas. La partida se jugaba en una especie de sala con sillas, y prácticamente todos los asistentes eran internos jóvenes, muchos en sillas de ruedas, otros enganchados a goteros. Pese a lo que podría haber esperado, no se respiraba un clima triste. También había muchos trabajadores del hospital, personal médico y de enfermería. Sólo dos familiares, él y una chica, al parecer la novia del contrincante de Hinata.

Cuando Hinata ganó, chocaron las manos riendo bajo los aplausos de toda la planta.

Planta juvenil. La mayoría, en rehabilitación.

—Leucemia —dijo la chica junto a Kageyama, sin mirarle—. Pero saldrá de esta. No es como si tuviese otra alternativa, o vive o tendría que matarle, ¿entiendes?

Kageyama sonrió. La chica no dejaba de mandarse miradas con su novio, y Kageyama deseó que Hinata girase la mirada hacia él y le dedicase al menos una, una sola mirada de ese tipo, una que dijese quiero que me pruebes, que me beses, que te enredes conmigo y hacer un desastre juntos.

El otro chico también iba en silla de ruedas, y tenía una de esas cosas en la nariz que son como de plástico.

—Accidente de bici —dijo Kageyama—. También saldrá de esta.

—Conozco su historia —contestó la chica, buscando en el móvil una imagen con un montón de recuadros y mostrándosela—. Es el chico más famoso del hospital. Hay apuestas sobre cuánto tardará en estar corriendo por los pasillos, ¿ves? Yo he puesto una parte importante de mis ahorros por diciembre. Hay como un montón de gente apuntada este mes, pero bueno, se repartirá el premio entre todos. ¡Tenemos su permiso, no es nada raro!

Kageyama frunció el ceño.

—¿La apuesta está abierta?

—Claro.

—Me apuntaré para agosto.

La chica levantó las cejas, sorprendida.

—¿En serio crees que tardará un año entero?

—Me refiero a agosto de este año.

Ella volvió a reír, mostrándole de nuevo el calendario.

—Ya estamos en agosto.

—Ya lo sé.

Se miraron unos segundos a los ojos y ella abría la boca para decir algo cuando la voz de Hinata les interrumpió.

—¡Kageyama-kun! —exclamó, rodando la silla hasta allí. Tenía el mismo aspecto cansado y delgado que el día anterior, pero los ojos le brillaban de esa forma que lo hacían cuando ganaba—. ¿Has visto mi última jugada?

—No estaba mirando.

Hinata le arremetió con la silla, atropellándole un poquito.

—¡Mentiroso!

—Ey, Hinata-kun —dijo la chica, mirándole—. ¿Por qué nunca antes invitaste a Kageyama-kun? Es más divertido ver las partidas con él. Quiero decir, Natsu-chan es una niña genial, pero espero que no sea la única vez que él viene.

Hinata rió, despidiéndose de la chica. Kageyama se fijó en la forma en que ella se encontraba con su novio, sentándose sobre sus piernas, en la silla, y abrazándole por el cuello, para encontrarse entonces con sus labios en un beso que era también una sonrisa.

Quiero besarte así.

Quiero besarte de cualquier puta manera, me da igual cómo, sólo quiero hacerlo.

—Vendré todos los días —dijo Kageyama, poniéndose de pie y mirando a Hinata desde arriba—, hasta que salgamos por esa puerta, andando.

—Pensaba hacerlo aunque no vinieses —contestó Hinata.

—Será más divertido si lo hacemos juntos —dijo Kageyama—. ¿Ahora, qué?

—Ahora vamos al cine —dijo Hinata, levantando una ceja. El camisón se le había abierto más por atrás y lo tenía un poco deslizado por la zona del hombro, mostrando mucha piel. Muchas pecas, y Kageyama perdió un poco el aliento—. Y después a tomar una hamburguesa con patatas. Y luego me dejas en mi casa, porque mi madre no me deja salir entre semana más tarde de las once.

Sin pedir permiso, Kageyama se puso detrás de la silla y la empujó por la sala mientras Hinata repartía saludos por todas partes. Los chicos y chicas le iban felicitando por su victoria.

—Pensé que había una copa —dijo Kageyama, intentando encontrar la salida.

—Es por allí. Y sí hay una copa, pero me la darán en la fiesta del sábado.

—¿Hay una fiesta? ¿En un hospital? —preguntó Kageyama, sorprendido.

Hinata rió.

—Bueno, es una fiesta clandestina. La haremos de noche y será como súper secreta y muy genial, no lo sabe casi nadie. ¿Quieres venir?

Kageyama empujaba la silla, confundido. Abrió la puerta y cruzaron un pasillo donde ya había otro tipo de gente, de todas las edades.

—¿Cómo podría venir? El horario de visitas acaba a las siete.

—Puedes quedarte. En plan, esconderte.

—Es una idea idiota —dijo Kageyama. Hinata echó la mano izquierda hacia atrás y atrapó su camiseta, dándole un tirón.

—Tú sí que eres una idea idiota.

No estaba en posición de discutir eso.

Le condujo hasta la habitación en la planta tercera, y entró con él. Estaban solos, y eso le alegró. Le gustaba pasar tiempo con Natsu y Mio, pero necesitaba todos los segundos con Hinata que él pudiera o quisiera darle.

Habían sido demasiados meses aguantando la respiración, y ahora quería tomar las bocanadas de aire de siete en siete.

—¿Necesitas...? —preguntó, mirándole. Hinata frunció el ceño.

—Puedo solo —dijo, y acercó la silla un poco más a la cama. Puso el freno y colocó los pies en el suelo; después intentó impulsarse en los apoyabrazos con ambas manos, pero la derecha no hizo fuerza y cayó sentado otra vez en la silla—. Mierda.

—Espera que-

—¡No! —gritó Hinata, mirándole con rabia—. ¡Yo solo!

—Eres un puto cabezón.

—Me da igual. Tenías que esperarte y viniste antes de tiempo, ahora te jodes y te quedas mirando.

Hinata nunca decía demasiadas palabras mal sonantes, así que Kageyama le miró, asombrado.

—No sabía que entre las secuelas estaba convertirte en un bucanero.

—Qué es un bucanero, Bakayama —gruñó Hinata, intentándolo otra vez. Volvió a caer de culo en la silla—. Mierda infinita.

—Un bucanero es un pirata, idiota.

—A lo mejor sería mejor que me pusiesen dos patas de palo —dijo, intentándolo de nuevo—. Para lo que me sirven estas dos.

—No digas eso.

—Digo lo que quiero —. Esta vez estuvo a punto de conseguirlo, pero tampoco lo logró—. Mierda de mano. En serio, ¿por qué no pueden ponerme una como la de Fullmetal Alchemist? En plan, que se pueda transformar en cosas como una espada.

—¿Para qué mierda quieres tener una espada en el brazo?

—Bueno, no tiene que ser necesariamente una espada, sabes. También podría transformarla en uno de esos rollos que se usan para rascarse la espalda.

—¿Quieres cambiar tu brazo por un rascador de espaldas?

—O por uno de esos tubos que echan nata ¿huh? Como los de los restaurantes. Podría, ya sabes, comer nata todo el tiempo y echarle un poco en la boca a la gente que me encuentro si están tristes y necesitan animarse.

—No sé si eres consciente de lo raro que sería que fueses por el mundo llenando las bocas de las personas de nata así, sin venir a cuento.

—El mundo lo agradecería —dijo Hinata, volviendo a apoyarse en los brazos. Kageyama se fijó en la forma en que temblaban. Necesitaba ganar músculo rápidamente, y se preguntó si en ese hospital tendrían algún tipo de programa de rehabilitación para deportistas como el que él siguió en la Ocean.

—Nadie quiere tener un pitorro de echar nata en vez de un brazo —dijo, mirándole.

—Yo sí quiero. ¡Es mi cuerpo! —gritó, enfadado. Consiguió darse el impulso suficiente y se lanzó sobre la cama, cayendo boca abajo. Vio a Kageyama intentar avanzar hacia él y le señaló con la mano— ¡Atrás!

—Si te caes me reiré de ti —dijo, frunciendo el ceño. Hinata soltó una risa y giró sobre la cama, haciendo la croqueta.

—Habría que verte a ti, Bakayama.

—Yo estuve así —dijo, casi sin pensar. Caminó hasta la silla y se sentó en ella—. Un par de meses. Me hice bueno moviéndome con esto.

—No creo que tanto como yo.

—¿Seguro? —preguntó, haciendo la silla girar con rapidez, moviendo las manos sobre las ruedas. Hinata se arrastró hasta sentarse en la cama y le lanzó una patata frita de una bolsa que tenía abierta en la mesilla. Kageyama la agarró al vuelo y se la comió— ¿Quieres ver un caballito?

—No se pueden hacer caballitos con ese modelo de silla, Bakayama. Tiene que ser una deportiva.

—¿Te apuestas algo?

—Me apuesto lo que quieras. Seguro que tú tenías una de esas sillas pijas de la Ocean, ¿verdad? Esta es una normalita de la Sanidad pública.

—Venga, qué te juegas. Dos caballitos seguidos.

Hinata le dedicó una mirada que fue probablemente lo mejor que le había pasado desde diciembre del año anterior. Sin exagerar lo más mínimo.

—Si yo gano... Tendrás que darme tres deseos.

—¿Solo tres?

—¡Bakayama! —le lanzó otra patata y Kageyama volvió a atraparla, girando sobre la silla para demostrarle un mordisco de sus habilidades. Nunca se había planteado que hacer el imbécil con la silla pudiese ser productivo para algo, pero ahora agradecía esas tardes en las que , irónicamente, girar y girar hasta perder el centro era lo único que le mantenía recto—. Puedes arrepentirte cuando empiece a desear cosas.

Imposible.

Cualquier cosa que desees la haré, sea cual sea.

—Acepto. Y si gano yo...

—No tengo dinero, te aviso —dijo, levantando esas pequeñas cejas naranjas. Kageyama imitó su gesto.

—No necesito dinero, idiota. Tengo un montón.

—¿Te sigue pagando bien la Ocean? ¿Aunque no juegues muchos minutos?

—Me pagan lo que yo diga —dijo, encogiéndose de hombros, apartando el recuerdo de Dani de la cabeza. Entonces se dio cuenta de algo—. ¿Recuerdas...? Quiero decir, Natsu me dijo que tenías algunos... problemas.

—¿Qué mierda te dijo Natsu?

Ahora parecía enfadado. Cogió la bolsa de patatas con la mano izquierda y Kageyama de verdad temió que se la lanzase entera.

—Que tienes... lagunas.

—Bueno, pero no muchas. No pongas esa cara dramática. Me faltan algunos recuerdos, pero nada sin lo que no pueda seguir viviendo.

Kageyama sintió que las palabras se le clavaban en el pecho.

—Vale. Si yo gano, me contestarás tres preguntas.

—¿Solo tres? —le imitó Hinata, comiéndose una patata.

—¿Puedes comer esas mierdas?

—No puedo andar, pero tengo boca y dientes y una buena lengua —dijo, abriéndola y enseñándole lo que estaba masticando. Kageyama hizo una mueca de asco y le dio una patada, pero la silla se movió hacia atrás y no llegó—. ¡Venga, esos caballitos! Estoy esperando, Bakayama. No tengo todo el tiempo del mundo, ¿sabes? En cualquier momento una lesión desconocida puede aparecer y ¡bum! Algo en el cerebro y me muero sin avisar.

—No digas eso ni en broma, imbécil —contestó, sintiendo el pecho pequeño. Hinata soltó una risotada y le lanzó una patata. Kageyama no acertó a cogerla y le impactó contra la frente.

—Venga. Caballitos.

Kageyama cogió aire, reprimiendo las ganas de golpearle. No podía creerse que dos días antes estuviese llorando su ausencia y ahora quisiese ya patearle el culo, como si fuese el puto veintidós de diciembre y nada hubiese pasado.

Era extraño, imposible, terriblemente maravilloso.

Se colocó en posición. Frotó las manos y lanzó una mirada seria a Hinata. La mueca que le dedicó fue como su gasolina. Agarró las ruedas, empezó a girar para coger impulso y corrió hacia delante, tiró hacia arriba y mantuvo el equilibrio sobre la parte trasera de las ruedas. Bajó y volvió a subir, y cuando Hinata estaba ya aullando como un idiota, hizo un tercer caballito con el que estuvo a punto de escoñarse contra una pared, pero que mereció la pena. Paró el golpe con la mano y se giró, sonrojado y un poco sudando, enseñándole todos sus dientes en una sonrisa que quizás fuese siniestra, pero era la más real de los últimos meses.

—¿Has has visto ese tercero? —preguntó, casi sin aire. Hinata se estaba muriendo de risa sobre la cama. El pelo, largo y naranja, le caía sobre los hombros, y era jodidamente bonito, precioso, perfecto. En serio, Kageyama no le recordaba tan guapo. Y eso que estaba demacrado. En un hospital. Con un puto camisón con el que se le veía el culo.

—Uy, no estaba mirando —dijo, tapándose la boca y encogiéndose de hombros. Kageyama soltó una risa.

—Lo viste perfectamente, mentiroso.

—A lo mejor lo vi un poquito. ¿Entonces qué quieres, tres respuestas? Empieza.

Kageyama hizo rodar la silla hasta él. Después se levantó y se sentó en la cama, mirándole.

—¿Contestarás cualquier cosa?

—No te voy a hablar de mi vida íntima.

—Esa ya la conozco, idiota.

—¿Ah, sí? —preguntó, sorprendido. Se había sonrojado. Kageyama sintió una oleada de pánico subirle desde las costillas.

—Espera. ¿Recuerdas que nosotros... fuimos...?

—Recuerdo que estuvimos juntos —dijo Hinata, frunciendo el ceño. Seguía sonrojado—. ¿Cómo iba a olvidarme de eso, Bakayama? Tengo algunos agujeros, no soy el cráter de un volcán islandés.

—No solo estuvimos juntos —protestó Kageyama, apretando las mantas de la cama entre los dedos, sin mirarle—. Fue más que eso. Es... Estar juntos es... pequeño. Tú y yo... Éramos... Como... Mierda, no sé cómo...

—Como Kennedy y Jacqueline —susurró Hinata, atrapando sus dedos con su mano izquierda. Kageyama le miró a los ojos y sintió que todo ardía, por todas partes, como si le hubiese alcanzado de lleno un meteorito, arrasándolo todo con el corazón como zona cero—. Pero tú eras Jacqueline todo el tiempo.

—Una mierda —dijo, casi sin voz. Hinata rió, acariciando sus dedos.

—Recuerdo el día del accidente —dijo, despacio—. ¿Es algo de lo que prefieres no hablar o...?

—No —dijo Kageyama, convencido—. No me importa. Puedes hablarme de cualquier cosa.

Hinata trazaba formas en su piel, con dos dedos. Se detuvo en la pulsera de hilo rojo, recorriéndola despacio.

—Recuerdo que lo habíamos dejado. Lo decidimos los dos, pero en realidad fui yo quien te dejé. ¿Te acuerdas tú de eso?

Cómo cojones no iba a acordarme de eso, cómo.

—Sí.

—Es... Es que no entiendo cómo... Cómo pude dejarte, sabes... —dijo, sin dejar de hacer esas formas raras sobre su mano, esa caricia suave, y Kageyama estaba realmente mal, estaba mal porque no recordaba un toque que le hubiese gustado más en toda su vida—. No entiendo... Cómo pude, si yo... Te miro y es como... Como si tuviese un pájaro carpintero con un pico como súper bestia comiéndose mi corazón o algo...

—Qué coño quieres decir —susurró, nervioso, imaginándose a un pájaro loco y carnívoro devorando a Hinata y cómo mierda podría entender a ese idiota si no se explicaba mejor.

Hinata agitó la cabeza y el pelo de fuego se movió hacia todos lados, y a Kageyama siempre le habían llamado la atención los chicos con el pelo más corto, largo pero no tanto, pero se imaginó cómo sería tumbarse sobre él y agarrárselo hacia atrás, obligándole a arquearse para él y no, no, mierda, eres lo peor, no pienses cosas guarras.

Se suponía que su líbido había muerto. Eso dijeron algunos médicos. Una secuela del accidente. Llevaba ocho meses sin ponerse un dedo encima. Y ahora de pronto tenía todos esos pensamientos pervertidos.

—Quiero decir... Que no sé cómo pude dejarte, si ahora te miro y... Quiero decir, yo siento que te... Que no quiero que estés lejos.

Kageyama se quedó helado. O ardiendo. Sería imposible decidir. Sin embargo, era su obligación aclararlo todo. Porque Hinata le miraba así, y confiaba en él.

—Lo dejamos porque... Me dijiste que habías tenido algo con otra persona —dijo, despacio, recordando sus palabras como si hubiese sido ayer—. Cuando te vi te dije que no importaba, que podíamos olvidarlo, pero tú no estabas seguro.

—Pero... Es imposible. ¿Con quién iba a tener yo nada? —preguntó, apretándole la mano, frunciendo el ceño.

Joder, Hinata, ¿cómo puedes ser tan bonito, en serio, cómo puedes? Eres jodidamente indecente.

—Podrías tener algo con quien fuese —dijo, mirándole, confundido—. ¿Quién no iba a querer tener algo contigo, idiota? Eres, como, puto perfecto, esos ojos, ese pelo naranja, ¿por qué tienes el pelo naranja, quién coño tiene el pelo naranja en Japón? No lo entiendo, y esas... cejas... Esas pecas. ¡Las pecas! Por todas partes, Dios, cómo puedes... tenerlas hasta en los párpados... es como... Es injusto... Hasta tu culo. ¡Tu puto culo, mierda! ¡Tus dientes! ¡Me gustan tus dientes!

—¿Pero qué dices, te has vuelto loco?

—¿Pero qué dices tú?

—¿Cómo te van a gustar mis dientes?

—¡Me gustan tus dientes, idiota! ¡Toda tu boca! Tu lengua. Tu lengua es igual la mejor parte de tu cara.

—¡No puedes decir eso!

—Es la verdad.

—¡Ah, Bakayama, todas las lenguas son iguales! —estaba tan sonrojado que tenía que dolerle. Kageyama, sin embargo, estaba muy indignado.

—¿Pero cómo van a ser iguales? La tuya es como... Woa, y fiu, y pam. Si tuviese que irme a una isla desierta... Yo... Me iría con tu lengua.

—No has dicho eso —susurró Hinata, sin soltar su mano.

Pero si lo había dicho.

—Bueno, no quiero decir que...

—¿En serio te irías con mi lengua a una isla?

—A ver, pero si estuviese pegada a lo demás. No con tu lengua... Flotante.

Hinata soltó una risotada y le empujó, más sonrojado que nunca.

—¿Has echado de menos mi lengua? —preguntó, sonriéndole de una forma jodidamente sexy. Kageyama estaba en combustión. Era eso, seguro. Por eso no paraba de decir gilipolleces en cadena y había perdido el control de todo en su cuerpo.

—¿Que pasa si digo que sí?

—Que tendrás que darme pruebas —dijo Hinata, encogiéndose de hombros—. Uno no puede ir por la vida confesando su amor a una lengua y creer que le saldrá gratis.

—¿Cómo puedo darte una prueba?

Hinata le miró a los ojos.

Joder, esa mirada.

Podría rendir ejércitos. El puto Hitler se habría entregado desnudo y maniatado ante esos ojos.

—Tú qué crees, Bakayama.

—Dilo con palabras.

—Cállate y hazlo —susurró Hinata, apartando la mano izquierda y usándola para meterse el cabello tras la oreja. El gesto hizo a Kageyama estremecerse.

—Vale. Me debes preguntas.

—Respondí muchas antes.

—Pero no eran las de verdad. Me debes tres. Esta es la primera —dijo, cogiendo aire. Hacía calor en esa habitación, y Kageyama sentía la camiseta pegada a la espalda, otra vez, pero no le importaba una mierda estar sudando, no le importaba nada que no fuesen esas pecas sobre el puente de la nariz, o los dedos cálidos que le acariciaron la mano durante tantos segundos que podía notar el frío ahora que se habían retirado.

Te quiero, gritaba todo dentro de él. Te quiero hasta tu última estúpida célula.

—Vale —susurró Hinata, sonrojándose.

Podría secuestrarle. Subirle a la silla y llevárselo a otro lugar. A Hokkaido. Seguro que Atsumu conocía a alguien que tenía una cabaña donde podrían vivir hasta el fin de los tiempos. Tenía dinero ahorrado. Compraría una estantería para colocar los trofeos de ajedrez de hospital y mamadas. Vivirían de Nutella y por las mañanas volvería a aprender a caminar por la arena de una playa golpeando una pelota de voley y por las noches harían el amor en la orilla de todas las formas que Hinata desease, arrancándole gemidos hasta que fuesen sal y espuma, hasta que el mar los aplanase, como esos cristales afilados que el océano devuelve sin bordes.

—¿Puedo besarte?

Hinata se pasó la lengua por los labios, un poco secos. Kageyama siguió el movimiento como un lobo, todo él de punta, ansioso, intentando recordar. ¿Cómo era, cómo se hacía? Joder, quizás había perdido la práctica. Quizás se había convertido en un desastre adolescente lleno de babas y miedos, y acababa haciendo un lío de dientes y saliva y siendo abandonado por besar como la mierda y...

—Has desaprovechado una pregunta, Bakayama —dijo, completamente sonrojado. No había terminado la frase que ya estaba estirando la mano izquierda y sujetando su camiseta. En un instante le arrastró suavemente hacia delante, hacia la cama. Kageyama no ofreció resistencia, y su cuerpo se movió siguiendo el impulso de Hinata, recorriendo la distancia hasta él, y sus labios se encontraron en un punto que podría tener coordenadas en un mapa, pero seguro, seguro que estaba marcado en las estrellas.

Hinata deslizó los labios sobre los de Kageyama, despacio.

—Esto sí lo recuerdo —susurró en su boca, subiendo la mano izquierda hasta su cara y acariciando el morado de su ojo, mientras sus labios seguían haciendo el trabajo—. Recuerdo tus besos.

Kageyama sonrió, siguiendo sus movimientos, despacio. Con mucha suavidad, le empujó hacia atrás hasta tumbarle en la cama, y se apoyó sobre él, sin separarse un milímetro.

—Yo también recuerdo los tuyos —dijo, y usó ambas manos para acariciarle el pelo, y qué suave era, cómo podía estar enredado y al mismo tiempo ser tan delicado al tacto. Suspiró, enredándose en él, y sin ser consciente siquiera, su propia lengua recorrió el camino que conocía tan bien, buscando la de Shoyo, Shoyo, cantaba su sangre, porque estaban conectados por algo más que ese beso dulce y perfecto, pero Kageyama quería que fuese el mejor, el primero de todos los demás, y le dio con la lengua todas las caricias que le habían dolido en la piel durante meses. Convirtió con sus labios el dolor en una promesa muda, y Hinata la tomó, abriendo la boca despacio y suspirando, dulce y suave, y sabía a licor de cereza, y quién mierda puede querer manzanas donde hay cerezas, y Kageyama le aplastó un poco más contra el colchón y pasó la punta de la lengua por su paladar en un toque que era un para siempre.

—Tobio —susurró Hinata, y estaba llorando. Kageyama le besó más profundo, atrapándole, sosteniéndole de todas las formas en que alguien puede ser sostenido, te tengo, te tengo y no voy a dejarte caer y me importa una mierda lo que pase, lo que hayamos hecho, el pasado, las heridas, voy a coserlas, voy a convertirlas en cicatrices y besarlas una a una hasta que donde había dolor solo quede una alegría sorda infinita, como el sonido de bola al caer del lado contrario al final de un partido.

—Shoyo —dijo, sonriendo para él—. Te extrañé tanto.

—Lo que hiciese... —susurró Hinata, sin dejar de besarle—. Lo siento... Lo que hice, no recuerdo pero...

—Te quiero —dijo Kageyama sobre sus labios, despacio, que lo oyese y lo entendiese y no lo olvidase jamás—. Te quiero. Te quiero. Joder, idiota, te quiero.

Hinata rió, con las lágrimas deslizándose hacia abajo desde sus ojos, mojando las manos de Kageyama.

—¿Tanto? —susurró, todo pecas infinitas y Kageyama estaba seguro de que era aquella sandía, la sandía de la que una vez le habló Hinata, volando por los aires enamorado hasta los huesos.

—Más —dijo, convirtiendo el beso en un abrazo—. Más que al voley.

—Idiota —rió Hinata, llorando.

—Tú... más —contestó Kageyama, besando su oreja llena de pecas.

—Imposible.

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Gracias por leer. Nos vemos en el siguiente capi, si queréis y no me abandonáis después de 200.000 palabras xD