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Capítulo XXXI

Con energías renovadas, Candy conducía la furgoneta azul, feliz junto a Karen. Lo ocurrido en la habitación de Rob había derribado muchas barreras entre ellas. Cuando tomaron el camino a Dornie se quedaron impactadas al ver de pasada el castillo de Eilean Donan. La majestuosidad que desprendía aquella estructura de piedra y tiempo era impresionante. Prometieron volver más tranquilas a visitarlo, incluso Candy comentó que le vendría bien conocerlo antes de que llegara el conde, momento en el que Ona y Rous se miraron con complicidad.

Durante el trayecto, Ona les fue contando curiosidades de los alrededores. Poco tiempo después llegaron a Dornie; un pintoresco pueblo de las Highlands bañado por el lago Duich. Sus casitas eran bajas y la gran mayoría blancas con tejados de pizarra negra. Los lugareños, al reconocer a Ona, la saludaban con cordialidad, y ésta a su vez, en muchos casos, se dirigió a ellos en gaélico, un dialecto usado especialmente por los más mayores, y casi perdido en aquellas tierras.

—Qué lugar más bonito —susurró Karen mirando a su hermana—. ¡Madre mía, qué pasada! ver el castillo de Eilean Donan desde aquí es mágico.

—Parece de cuento —asintió Candy.

Maravillada por las sensaciones que aquel lugar le producía sintió de pronto que su nuevo móvil le sonaba en el pantalón.

—Hombre —casi gritó, sacándolo del bolsillo—. ¡Tengo cobertura!

Los continuos pitidos del aparato le indicaron en pocos segundos que tenía quince llamadas perdidas.

—Qué solicitada estás —señaló Karen—. Por cierto, aprovechemos para llamar a mamá.

—¿Te puedes creer que las quince llamadas perdidas son de Neall? —suspiró Candy.

—Ese engominado es un plasta. ¿Cuándo te va a dejar en paz?

—No lo sé —suspiró Candy mirando a Ona, que continuaba hablando con un vecino—. Me dijo que…

—¿Quién es Neall? —interrumpió Rous con curiosidad.

—Mi ex —respondió Candy.

—¿Te dijo? —exclamó Karen—. ¿Cómo que te dijo?

—¿Tienes un ex? —volvió a preguntar Rous.

—¿Cuándo te dijo? —exigió Karen.

—Por Dios. ¡Basta ya! —gritó Candy al sentirse acosada.

—Voy a saludar a Gemma —se escabulló Rous con rapidez.

Volviéndose hacia su hermana Candy confesó.

—La noche que volvimos a Edimburgo, cuando te fuiste de cena con Archie, me llamó al hotel.

—Y cómo sabe que…

—Karen —señaló Candy—, para saber dónde estoy, Neall sólo tiene que llamar a la oficina.

—¡La madre que lo parió! —bufó Karen.

—Me dijo lo de siempre. Que me quería, que necesitaba una nueva oportunidad, lo de siempre —y cogiéndole las manos añadió—. Oye, tranquila. Volver con ese engominado —dijo haciéndola sonreír—, sería lo último que haría en mi vida. Por lo tanto no te preocupes. ¿Vale?

—De acuerdo —asintió complacida—. Pero prométemelo, Candy.

—Te lo prometo.

—Vale —sonrió al escucharla—. Ahora me quedó más tranquila.

—¿Qué te parece si llamamos a mamá? —. Candy dio el tema por zanjado.

—¡Genial! Quiero saber cómo está Óscar.

Ambas sonrieron mientras marcaba el número de teléfono de su madre. Se volvería loca al oír sus voces. Pero tras más de quince llamadas Candy cortó la comunicación.

—Qué raro —Karen miró su reloj—. Si aquí son las cuatro y diez de la tarde, en España son las cinco y diez. Es la hora de su novela, y ella no se la pierde por nada del mundo.

—Llamaré a Tom-dijo Candy.

—Conecta el manos libres —señaló Karen—. Así hablamos las dos.

Marcó el teléfono de su amigo, pasados tres timbrazos lo cogió.

—Dichosos los oídos. ¿Cómo estás, guapa?

—Estamos —corrigió Karen—. ¿Cómo está mi peluquero preferido?

—Hola, Tom —saludó Candy—, estamos bien.

—Por Dios. Decidme que volvéis mañana mismo —gritó deseoso de verlas—. Os echo de menos una barbaridad. Madrid sin vosotras no tiene gracia ni glamour.

—Por lógica —se mofó Karen— la gracia se la doy yo y el glamour Candy ¿verdad?

—Azucarillo para mi niña —asintió Tom—. Ahora en serio. ¿Cuándo volvéis?

—Cuando el maldito conde aparezca —señaló Candy—. Oye, ¿sabes dónde está mamá?

—Imagino… que en casa —Tom parecía algo incómodo—. Es la hora de su novela.

—Eso pensábamos nosotras —dijo Karen— pero no coge el teléfono.

—¡Qué raro! —su voz sonaba nerviosa—. Pues no sé… ni idea… ufff. No, no sé.

—¡Mientes, bellaco! —gritó Karen—. Conozco ese tono de voz, y es el tono de la traición. ¿Ha pasado algo? ¿Estáis todos bien?

—Pues claro que estamos todos bien —y añadió—. Sólo voy a insinuar que mi Diane Lane está bien. Muy… muy bien.

Al escuchar aquello ambas se miraron, hasta que Candy habló.

—¡Te lo dije! —asintió señalando a su hermana.

—Entonces ¿es cierto? —exclamó sorprendida Karen—. ¡Mamá tiene un lío!

—Yo no lo catalogaría así —respondió Tom—. Ah, por cierto. Óscar te manda saludos.

—Ainsss, mi cucuruchito —suavizó Karen la voz—. Dale besitos y dile que me acuerdo de él.

—Mamá está bien ¿verdad? —preguntó Candy.

—Sí, tranquila —la voz de Tom no dejaba lugar a dudas—. Aquí está todo perfecto. ¿Y vosotras? Cómo vais con esos highlanders.

—¡Dios, Tom! —susurró Karen—. He conocido a un monumento andante de pelo cobrizo que te encantaría. Es agradable, guapo, divertido, le gusto, me gusta…

—Wooooooo —exclamó Tom—. Al final vais a hacer que me vaya con vosotras a Escocia. Y tú, Candy ¿qué tal? ¿Algún highlander para ti?

—No. No tengo tiempo —señaló ganándose una mirada de su hermana.

—¡Mentira cochina! —espetó ella—. Di que sí. Que por aquí hay alguien que le gusta, lo que pasa es que ya sabes cómo es Candy. Rara… rara… rara.

—Bueno —se despidió Candy, viendo que Ona las miraba—. Tenemos que dejarte. Si ves a mamá dile que hemos llamado y que estamos bien ¿vale?

—Dale besitos a mi cucuruchito —se despidió Karen— y besitos para ti.

—De acuerdo —sonrió Tom—. Pasadlo bien y no hagáis nada que yo no haría.

Una vez que Ona se despidió de sus amigos, maravilladas por el lugar, la siguieron hasta «La tienda de Dornie», típica tienda de pueblo donde se podía comprar desde una lata de judías hasta un secador de pelo.

—No encuentro nada de lo que busco —se quejó Candy.

—Candy, me parece que no vas a encontrar la crema de Christian Dior con liposomas activos. En todo caso, compra ésta —dijo enseñándole un tarro—. Quizá te sorprenda.

—¡Ni loca! Eso es un tarro indocumentado —dijo cogiéndolo.

—Candy. Estamos en un pueblo de montaña, no en El Corte Ingles de la calle Serrano. ¿Tú crees que aquí —señaló a su alrededor— la gente compra marca?

Siguiendo el dedo de su hermana observó al grupo de personas que compraban a su alrededor. Eran gentes humildes, de campo. Seguramente nadie conocería ni a Christian Dior ni El Corte Inglés.

—¿Crees que esta crema será buena? —preguntó Candy.

—Me imagino que sí. ¿Por qué no lo va a ser? —Karen la destapó—. Oler huele muy bien y pinta de crema tiene.

Al escucharla, Candy no pudo por menos que sonreír.

—Tienes razón. Dejaré mis remilgos para otro momento Pero que conste que compro la crema sin marca porque no hay otra cosa.

—Esa es mi Candy —sonrió Karen al escucharla.

Media hora de arduo trabajo dio su fruto, y a la salida de la tienda iban cargadas con crema para la cara y las manos, suavizante para el pelo, globos, guirnaldas de colores, tijeras, tiras de cera depilatoria, desodorante, sombra de ojos, rimel, un par de libros, un par de cepillos redondos, gomas para el pelo, horquillas de colores, tres pares de medias de espuma oscura y cuatro pares de calcetines gordos.

—¡Madre mía! —sonrió Rous nerviosa—. Habéis comprado media tienda.

—Pero si no llevamos nada —exclamó Candy y miró a Ona—. ¿Hay alguna otra tienda en Dornie? Necesito comprar algo de ropa.

—Ufff… —suspiró la anciana, pero murmuró—. Espera. Creo recordar que la nieta de Bridget se dedica a algo de ropa. ¿Quieres que le pregunte?

—Sí, por favor —sonrió Candy, viendo el cielo abierto.

Diez minutos después estaban en casa de Rachel, la nieta de Bridget, que era mayorista de ropa y calzado. Con los ojos como platos, Ona y Rous, observaban cómo Candy y Karen, y en especial Candy, separaba ropa con ojos expertos.

—Nos llevamos esto —dijo esta última con una sonrisa triunfal.

La vuelta a la granja fue tan alegre como la ida. El pueblecito de Dornie había maravillado a Candy, en especial sus gentes, que la trataron con una amabilidad sana a la que no estaba acostumbrada.

Dos horas después, lo que en un principio tenía tan sorprendida a Rous, se estaba convirtiendo en una auténtica pesadilla. Metida en el baño junto a las dos hermanas hizo un par de intentos de escapar de allí, harta de sentirse como un conejo de indias.

—Estate quieta —protestó Candy mirándola con las pinzas de depilar en la mano.

—Me haces daño —se quejó Rous.

—Rous —Karen estaba harta de sus quejas— si dejaras de moverte habríamos acabado ya —y mirando a su hermana en español dijo— deberíamos haber comprado una podadora de césped. ¡Pero qué velluda es!

Al escuchar aquello, tuvo que sonreír. El vello de Rous era tremendo, aunque más tremendo era intentar sujetarla para que no escapara.

—No me arranquéis más pelo —gritó e intentó soltarse—. ¡No quiero! Me duele.

—Mira, Rous —el grito de Candy la paralizó—. ¿Nunca has oído eso de «para estar guapa, hay que sufrir»?

—Sí —asintió a punto de llorar—. Pero es que me duelen mucho las cejas. Me haces daño. Esto es inhumano.

—Lo que es inhumano —señaló Candy—, es que una señorita como tú, con veintidos años, lleve las cejas como Groucho Marx.

—Rous —prosiguió Karen—. Ya sabemos que esto molesta, pero sólo es la primera vez —señaló el suave arco que había sobre sus ojos—. ¿Ves mis cejas o las de Candy? ¿A que te gustan? —la muchacha asintió—. Pues lo que estamos intentando es dejarte unas cejas tan finas y bonitas como éstas, y créeme, ya queda poco. Confía en mí ¿vale?

Sin poder hablar, Rous asintió mientras Candy volvía al ataque sin ningún perdón y Karen seguía hablando, para distraerla.

Una vez acabado aquel arduo trabajo, fue Karen la que comenzó. Años atrás había estudiado peluquería junto a Tom, por lo que tras hablar entre ellas de cómo arreglarle el pelo, cogió las tijeras nuevas y comenzó a cortar. El pelo de Rous era duro y tosco, pero una vez terminó con ella, el resultado fue espectacular.

—¡Madre mía, Rous! —susurró Candy, incrédula del cambio—. Sólo con afinarte las cejas y cambiar tu corte de pelo pareces otra.

—¿Puedo mirarme ya? —preguntó la muchacha mosqueada.

—Qué hacemos ¿la dejamos o no? —sonrió Karen.

—Todavía queda depilarte las piernas —señaló Candy, pero con una sonrisa en la boca dijo—. Vamos a hacer una cosa, Rous Nosotras dejamos que te veas y dependiendo de si te gustas o no, dejas que terminemos nuestro trabajo. ¿Te parece?

—Claro que sí —gruñó deseosa por marcharse del baño. No lo soportaba más.

—Vale —asintió Karen consciente de la respuesta—. Venga, levántate y mírate en el espejo.

Con decisión Rous se levantó de la taza del WC, y cuando sus ojos se encontraron en el espejo su gesto gruñón y arisco se fue transformando poco a poco en admiración. Aquella chica que la miraba era ella, y estaba guapa. Sin saber qué decir levanto sus manos para tocarse el pelo. Era suave, nada de seco y encrespado. Y sus ojos. ¡Dios, qué ojos tenía! Ahora se veían grandes y expresivos, no huraños y apagados.

—Bueno, ¿qué? —preguntó Candy disfrutando de aquella emoción—. ¿Ha merecido la pena el gran sufrimiento que has pasado?

—Oh sí —susurró Rous apenas sin voz.

Estaba emocionadísima. Aquello era un sueño que nunca pensó que se cumpliría.

—Mañana, para la fiesta —indicó Karen tocándole el pelo— te quedará mejor.

—Pero… pero… si está perfecto —murmuró la muchacha.

—¿Entonces, Rous? —preguntó Candy dispuesta a continuar—. ¿Seguimos o no?

Sin dudarlo Rous se sentó de nuevo en la taza del WC. Aquel brillo en los ojos era tan especial que las hermanas tuvieron que reír.

—Hacedme todo lo que tengáis que hacer, ¡por favor!

Media hora después, Rous se arrepintió. Las tiras de cera para arrancarle el prominente y espeso pelo de las piernas la hicieron aullar de dolor. En un par de ocasiones Ona y Rob, asustados por los gritos, intentaron entrar en el baño. Parecía que la estaban matando. Pero Candy y Karen no los dejaron. Querían sorprenderlos.

Aquella noche, mientras Ona y Rob hablaban sentados en sus grandes butacones del salón, Candy y Karen entraron agotadas pero satisfechas.

—¡Hombre, por fin! —señaló Ona al verlas—. Nos teníais preocupados. ¿Por qué habéis tardado tanto?

—Ufff —suspiró Karen cansada— ha sido un trabajo agotador.

—Más que agotador —asintió Candy.

—¿Dónde está Rous? —preguntó Rob angustiado—. ¿Qué le habéis hecho a mi niña?

—Rob —sonrió Candy sentándose—. Tu niña, creo que de pronto se ha vuelto mujer —y levantando la voz dijo— Rous. Ya puedes entrar.

Con timidez y mirando al suelo, Rous entró en el salón. Su cambio físico era espectacular. Nada que ver con la muchacha salvaje y mal vestida que la noche anterior se había sentado con ellos. Su pelo, sus ojos e incluso su ropa la hacían diferente. Ante ellos una nueva Rous se erguía orgullosa y nerviosa de su cambio físico.

—Qué… ¿Qué os parece?

La cara de incredulidad de Ona y de Rob, al ver a Rous hizo que Karen y Candy se miraran. Era como su hubieran visto un fantasma.

—Por todos los santos —murmuró Ona llevándose las manos a la boca—. ¡Estás guapísima!

—¡Que me aspen! —exclamó Rob levantándose—. ¿Eres tú, Rous?

—Sí —asintió con timidez—. Soy yo.

—Mírame, muchacha —pidió Rob.

Estaba estupefacto. Tanto que tuvo que pasarle su mano por la mejilla para cerciorarse de que aquella era su niña.

—Estás preciosa, tesoro —asintió abrazándola, mientras Rous lloraba—. ¡Madre mía! Pero si eres una auténtica belleza, y nosotros no lo sabíamos. Casi no te reconozco.

—Yo tampoco —murmuró entre sollozos.

—Ona —dijo Rob al ver las lágrimas en su esposa—. Ahora tendrás más trabajo. Creo que te va a tocar apartar moscones de la niña —y volviendo a mirar a Rous indicó—: Quiero que sepas que para mí siempre has sido preciosa. ¡La más bonita de todas! Aunque ahora, esa belleza será apreciada también por los demás.

—Mi niña… mi niña… —susurró Ona abrazándola—. Creo que a partir de ahora vas a partir más de un corazón.

—Todo se lo debo a ellas —señaló Rous abrazada a aquellos dos ancianos que tanto amor y cariño le habían dado—. Ellas han sido las que lo han conseguido.

—Bueno… bueno —se aclaró la voz Candy, no quería llorar—. Nosotras sólo hemos adornado tu belleza. Pero la materia prima para ser guapa la posees tú. Y sólo tú.

—Sois una bendición, muchachas —asintió de corazón Rob poniéndoles la carne de gallina—. Sólo puedo daros las gracias por ser como sois y agradecer a mis nietos que os trajeran aquí, a vuestra casa.

—Rob —murmuró Karen sonriente—. Por mucho que te empeñes, no pienso llorar.

—Qué pasa ¿las españolas no lloran? —sonrió el anciano.

—No —respondió Candy—. Sólo los highlanders.

Aquella complicidad hacía que se sintieran como en casa.

Ona, con una enorme sonrisa en los labios, disfrutaba de la alegría general y en especial de la vitalidad de su marido. Una alegría en la que tenían mucho que ver aquellas alocadas chicas.

—Candy, Karen —dijo Ona tomándolas de las manos—. Gracias. Gracias por todo lo que hacéis. Esta casa, desde que habéis llegado, ha cobrado vida y eso nunca lo olvidaré.

—¡Ona! Te has acordado de nuestros nombres —susurró Candy emocionada.

—Sí, cariño, sí —asintió con una sonrisa—. Y ten por seguro que nunca se me olvidarán.

—Venga… venga —bromeó Karen tragándose las lágrimas—. Que veo que al final vamos a terminar todos llorando como magdalenas.

—Yo no —señaló Rob divertido—. Los highlanders no lloran.

CONTINUARA