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Capítulo XXXII

La mañana del sábado fue agitada y laboriosa. Rob cumplía años y se iba a celebrar por la tarde una gran fiesta para familiares y amigos.

Rous, que todavía se miraba sorprendida al espejo, ayudaba a Ona en la cocina, mientras Candy y Karen se encargaban de retirar algunos muebles del salón para que hubiera más espacio.

Rob tenía prohibido bajar al comedor y como Karen le había regalado su MP3 y Candy su portátil se entretuvo en la cama escuchando música y jugando con el buscaminas.

Sobre las cuatro de la tarde todas subieron hasta sus habitaciones a arreglarse. En una hora llegarían los invitados. Con mimo Candy y Karen arreglaron a Rous. Querían que estuviera tan guapa que todos al verla se quedaran sin palabras.

Karen se ocupó de alisarle el pelo y Candy de maquillarla. Rous tenía unos ojos increíbles, y maquillados ganaban mucho más. Al terminar de acicalarla pasaron a la habitación donde Rous se empeñó en ponerse unos vaqueros nuevos, parecidos a los que ellas llevaban, una camiseta celeste y unas botas nuevas, sin mucho tacón. No querían que se matara. El resultado final fue espectacular.

Ataviadas con unos simples vaqueros y unas camisetas de colores, Candy y Karen recibían a los vecinos y amigos de Rob que comenzaban a llegar. Todos felicitaban con cariño al anciano y cuando reconocían a Rous la alababan haciéndola sonreír.

Estaba preciosa.

Los amigos de Rob eran muy animados. La gran mayoría se conocían de toda la vida, habiendo entre ellos unos lazos tan fuertes como los de una gran familia. Media hora después muchos de los asistentes bailaban mientras otros tocaban en sus gaitas canciones típicas de la tierra que pusieron a Candy la carne de gallina.

—¡No me lo puedo creer! —gritó de pronto Archie, acercándose con su grata sonrisa—. ¿Quién es esta preciosidad y por qué no está casada conmigo?

—No seas tonto, Archie —se ruborizó Rous al sentirse halagada.

—Tesoro, estás… —murmuró abrazándola con cariño—. Estás preciosa.

Rous se sentía en la gloria, nunca había sido tan piropeada ni tan feliz. Pero estaba nerviosa. No había visto a Set y quería que la viera. Pocos segundos después, dejando a Candy, Karen y Archie, se marchó del brazo de Rob, tenían sed e iban a coger unas bebidas.

—Muchas gracias a las dos —les agradeció Archie—. Habéis conseguido hacerla sonreír como nunca.

—Ha sido un placer —contestó Candy con una sonrisa.

—Archie —Karen necesitaba saberlo—: ¿Sabes si vendrá Set?

—Llegamos juntos. Está allí.

El muchacho fumaba un cigarrillo charlando con Doug junto a la ventana. Se le veía guapo, afeitado y arreglado. En un principio, al pasar Rob junto a ellos, no la reconoció, aunque sí la miró. Pero al escuchar su sonrisa la miró extrañado, y apagando el cigarrillo, sin perder un minuto, se acercó a ella. En ese momento Rous las miró y sonrió.

—Ha mordido el anzuelo —sonrió Candy—. Como un pardillo.

—La presa ha picado —añadió Karen, al ver cómo Set miraba a Rous con los ojos como platos.

—¿Ahora vais de casamenteras? —sonrió Archie al escucharlas.

Con una sonrisa en la boca Candy se alejó de aquellos dos tortolitos y comenzó a ayudar a Ona a llenar la mesa de exquisita comida, cuando el ruido de un motor y unos ladridos llamaron su atención.

Conduciendo una potente moto, Albert llegó hasta la entrada donde Puppet, encantado de regresar, saludaba a todo el mundo con sus pegajosos lametazos, pero al llegar a Candy, que en ese momento se acercó a la puerta, se paró y se sentó.

—Hola, perro —saludó Candy con una sonrisa.

En el tiempo que llevaba allí, los animales, en especial Puppet, le estaban demostrando que se podía fiar de ellos. Algo que poco a poco conseguía a pesar de tenerle aún miedo.

—Vaya… vaya —susurró Karen acercándose a su hermana que miraba lívida a quienes acababan de llegar—. Veo que tu cromañón regresa con compañía femenina. Qué mona, y sobre todo… ¡Qué jovencita!

—Por mí como si regresa con un faisán —despreció Candy con acidez, mientras Karen le hacía una foto.

Intentar mantener el control en aquel momento no era fácil para Candy. Llevaba días añorando su compañía, deseando su regreso, pero ver a la pelirroja de bote de no más de veinte años saludando con alegría a todo el mundo le bajó la moral a los pies.

Pocos segundos después, Albert estaba frente a ellas, dándole un abrazo a Archie, y con una socarrona sonrisa miró a Karen.

—Cuidado Karen, a tu lado tienes un bicho —y tras mirar de arriba abajo a Candy con la misma sonrisa burlona se alejó.

—No digas nada —bufó Candy a su hermana.

—No lo iba a hacer.

—¿Es para matarlo o no? —gruñó Candy al sentirse aludida por lo de bicho.

—¡Es para matarlo! —confirmó Karen—. Ven, ahoguemos nuestros deseos en alcohol.

Dos horas después, la fiesta estaba en todo su esplendor. Albert y Candy no se habían saludado, sólo se miraban o más bien se retaban con la mirada. Todos los asistentes comían, reían y bailaban, incluso Rob, en un par de ocasiones, sacó a bailar a Candy que pareció encantada de bailar con él.

Albert desde su posición disfrutaba viendo a Rob y a Candy juntos. Estaba feliz. Ver la felicidad en la cara del anciano era algo que le llenaba como pocas cosas en el mundo. Adoraba a Rob y sabía que él le adoraba, por eso no le extrañó que durante la fiesta, en un par de ocasiones éste se acercara a Albert y lo animara a acercarse a Candy, algo que Albert no hizo, su cabezonería se lo impedía. Por lo que se dedicó a bailar con todas las mujeres que hasta él se acercaban, incluida la pelirroja.

Consumida por los celos, Candy paseó su mirada lentamente por su cuerpo. Se había cortado el pelo, eso le favorecía. Sus anchas espaldas y su trasero prieto y duro lo hacían un hombre deseable. Era el típico macho Alfa cargado de testosterona que siempre había odiado.

Vestido con unos Levi's y con una cazadora de piel vuelta marrón, Albert podía competir con cualquiera de los modelos a los que estaba acostumbrada a tratar en Madrid.

«Soy tonta, pero tonta de remate, por no poder dejar de pensar en ti, cromañón» pensó Candy mirándolo desde la otra punta del salón, mientras él parecía pasarlo muy bien.

Harta de aquella situación, se volvió dispuesta a ser ella la que fuera a por él, pero al verlo brindar con la pelirroja huyó a la cocina, necesitaba serenarse.

—Aquí va a arder Troya —canturreó Karen al ver a su hermana desaparecer.

—¿Por qué? —preguntó Archie levantando su cerveza ante un brindis general.

—¿Estás ciego? ¿Acaso crees que a mi hermana le gusta ver cómo tu primito vuelve después de varios días de ausencia, con esa… con esa… guarrilla?

—¿Qué guarrilla? —preguntó Archie alejándose un poco.

—La del pelo rojo —contestó Karen—. Ésa que ahora tontea con el de la camisa a cuadros —de pronto se sobresaltó—. ¡Dios Santo! ¿Has visto lo que ha hecho la muy lagarta?

—¿Qué ha hecho? —murmuró Archie atrayéndola hacia él.

Le encantaba Karen. Sus expresiones, su chispa, su ingenuidad. Toda ella era una caja de sorpresas continua que adoraba y de la que nunca se cansaba. Tenía que hablar con ella y contarle su secreto, pero nunca encontraba el momento y cuando lo encontraba era incapaz de confesarle lo que le carcomía por dentro.

—¡Acaba de besar al chico de la camisa a cuadros! —susurró Karen—. ¿Será guarrilla?

—Normal —asintió Archie, besándola—. Es su marido. Creo que tiene derecho, ¿no crees? —al ver la cara de Karen comenzó a reír—. Esa supuesta lagarta es nuestra prima, y seguro que Albert la encontró por el camino y la trajo hasta aquí.

—¡Oh, Dios! —susurró Karen mirando a su alrededor—. Tengo que hablar con Candy urgentemente.

Con paso decidido Candy llegó hasta la cocina, donde Ona y algunas mujeres charlaban mientras secaban platos y vasos Sin pararse a pensar lo que dirían, tomó un vaso y tras echarle un par de hielos, cogió la botella de whisky de Rob de la despensa y dejando a todas con la boca abierta, la abrió, se sirvió y de un trago se lo bebió.

—¡Candy, cariño! —se asustó Ona, quien nunca la había visto así— ¿Ocurre algo?

—¡Uau! —exclamó al sentir cómo aquel whisky le quemaba en la garganta—. No te preocupes. Lo necesito para serenarme, o soy capaz de matar a alguien.

De nuevo, sin pararse a pensar volvió a servirse otro trago, y se lo bebió.

—¡Wooooo, uau! —volvió a exclamar al tragar.

—¡Por todos los santos, Candy! —regañó Ona—. Deja esa botella.

—Uno más —susurró con un hilo de voz.

—Pero muchacha qué es lo…

—¡Wooooooo, uau, Diosssss! —gritó esta vez, y tras dejar el vaso y besar a Ona, les dedico una sonrisa a todas, y salió de la cocina.

—Quizás en su país beben así —señaló una de las vecinas.

—¡Por todos los santos! —señaló Gilda cogiendo la botella—. Si yo bebo medio vaso de este whisky me enterráis mañana.

Ona, extrañada por aquello, siguió con la mirada a Candy, quién tras salir de la cocina, se dirigió hacia Rob que la agarró al ver sus ojos vidriosos. Sólo cuando la anciana vio a Albert reír junto a su sobrina, la guapa de la familia, entendió lo que pasaba, y con una sonrisa divertida en los labios volvió con sus amigas.

—¿Estás bien? —preguntó Rob al sentirla un poco alterada.

—Oh sí… ¡Perfecta! Venga ¡vamos a bailar!

—Candy —interrumpió Karen—. Tengo que hablar contigo.

—Muchacha ¿qué has tomado? —señaló Rob.

—Un poquito de whisky del que guardas en la despensa. Bueno, la verdad es que han sido tres vasitos de nada —y mirando a su hermana preguntó—. Karen ¿qué quieres?

—¿Tres vasitos? —exclamó el anciano incrédulo de que aún se tuviese en pie—. ¡Por todos los santos, muchacha!

—Candy me he enterado de que… —pero la conversación se cortó cuando uno de los amigos de Rob la tomó de la mano y de un tirón se la llevó a bailar.

—Tranquilo, grandullón. —Sonrió Candy a Rob—. Estoy acostumbrada a beber whisky. Aunque éste es un poquito fuerte.

—Hola, Candy— saludó una voz tocándole el hombro.

Al volverse, aún agarrada a Rob, se encontró con la cara de alguien que le sonaba, pero no lograba recordar su nombre.

—Hola —saludó efusivamente plantándole un par de besos—. Tu cara me suena, pero no me acuerdo de tu nombre.

—Es Greg —señaló Rob—, el médico.

—¡Ah… sí! —se carcajeó al reconocerle—. Madre mía… madre mía… si es el guapetón del médico. ¿Te apetece bailar?

—Creo que le vendría bien tomar el aire —señaló Rob buscando a Albert. Él debía ocuparse de ella.

—Yo la llevaré —Greg la agarró por la cintura—. Es tu cumpleaños y tus invitados te esperan.

Desde el otro lado del salón Albert hablaba con Archie poniéndolo al día de lo acontecido en los días que había estado fuera. Pero cuando vio a Greg acercarse a ella y cogerla por la cintura, su instinto le dijo que tenía que apartarlo de ella a golpes. Pero en vez de eso, enfadado por sus primitivos pensamientos, se volvió para tomar una nueva cerveza e intentó entretenerse observando a Rous, con su espectacular cambio de imagen. La alegría de la muchacha rápidamente le contagió. Era increíble lo que Candy y Karen habían hecho con ella. Había pasado de ser un patito a un cisne precioso.

—¡No quiero tomar el aire! —protestó Candy— ¿por qué no bailamos?

Divertido por la situación Greg paró unos pasos más adelante. Había pensado en visitarla en un par de ocasiones, pero la mirada de Albert el día de la fiesta de O'Brien, le había indicado que aquélla ya no estaba libre.

—Candy… —suspiró Karen acercándose a ella—. Pero bueno ¿qué has bebido?

—Nada. Sólo tres vasitos del whisky de Rob.

—¿Del que tiene en la despensa? —preguntó Greg, recordando que aquel brebaje era más fuerte que el matarratas.

—¡Madre mía, Candy! Cómo vas —se desesperó Karen—. Si pudieras verte te odiarías —señaló con los brazos en cruz—. ¿Por qué has hecho esto?

—Porque he sentido unas ganas enormes de arrancarle los dientes a la pelirroja de bote. ¡Joder, Karen! Me ha hecho sentirme vieja, fea y caduca.

—¡Candy, que tonta eres! — protestó Karen con dulzura—. Esa chica es…

—Creo que es mejor que la lleve fuera —interrumpió Greg conteniendo la risa—. ¿Podrías traer un poco de agua fría?

—Por supuesto —señaló Karen marchando hacia la cocina.

—Oye, Greg. ¿Sabes que eres muy mono? —rió Candy poniéndole un dedo en la mejilla—. Pero guapo, guapo y sexy ¿No has pensado en ser modelo?

—No gracias, me gusta mi vida como médico rural —sonrió, sacándola del salón con disimulo.

—¿Estás casado?

—No —respondió una vez en el exterior—. Nunca me atrajo el matrimonio.

—Haces bien —se sentaron en los escalones—. Yo estuve a punto de casarme ¿pero sabes? Pillé al cabronazo de mi novio, haciendo un trío con la que se suponía que era mi mejor amiga y con un amigo de él. ¿Te lo puedes creer?

—Lo siento —murmuró Greg incrédulo por lo que contaba.

—Ufff… no… No lo sientas, ha sido lo mejor que me ha pasado. ¡Te lo juro! —Sonrió al sentir el aire fresco en la cara.

—¿Qué tal están tus manos? —preguntó para cambiar de tema.

—Gracias a ti muy bien —dijo enseñándoselas.

En el interior del salón, la felicidad de Rous no podía consolar a Albert, que decidió acabar el absurdo juego con Candy y hablar con ella. Rous no paraba de alabarla y de indicarle lo maravillosa que era y lo bien que se había portado durante su ausencia. Pero ¿dónde se había metido?

Su estómago le dio un vuelco, cuando tras recorrer el salón no la encontró, y sintió que el corazón se le aceleraba al pensar que estaba con Greg.

Sentados en los escalones, Candy fumaba un cigarrillo consciente de que había bebido de más. Sintió tener una risa tonta que en cierto modo le divertía, pero que apenas le dejaba controlar sus movimientos.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Greg, divertido por los comentarios que hacía ella.

—Ufff —suspiró soltándose el pelo—. Creo que llevaba siglos sin sentirme tan bien. Oye, ¿te puedo preguntar algo?

—Por supuesto. Dime.

—¿Crees que soy deseable? ¿O por el contrario se me ve arrugada y vieja?

—Para mi eres una mujer muy atractiva, y sobre todo deseable.

—¿Y mis pechos? ¿Y mi trasero? —dijo levantándose con torpeza—. ¿Crees que necesito pasar por el quirófano?

—Candy —respondió divertido—, no necesitas pasar por ningún quirófano. Tal y como eres estás bien. Eres perfecta.

—Gracias… gracias —asintió con una sonrisa tonta—. Escuchar eso me sube la moral a los cielos.

Sentándose de golpe en los escalones, se acercó a él, dándole un ligero beso en los labios.

—¿Te ha gustado?

—Claro que me ha gustado —respondió Greg a pocos centímetros de su boca.

Aquella mujer le estaba desconcertando. Primero le preguntaba si la veía deseable, luego si creía que sus pechos y su trasero estaban bien y ahora lo besaba.

—Oye, Candy —susurró el joven médico—. Si sigues por ahí no sé hasta qué punto voy a poder controlar mis apetencias. Será mejor que pares antes de que los dos lamentemos esto.

En ese momento apareció Karen seguida por Albert, quienes al ver la escena se quedaron sin habla.

—Te gustaría besarme otra vez —murmuró Candy sin percatarse de que no estaban solos.

—¿Otra vez? —gritó Karen, haciendo que se separaran y la miraran.

Los ojos claros de Albert observaron primero a Candy y luego a Greg, quien al sentir su mirada enfadada comentó levantándose.

—No es lo que parece Albert, ella necesitaba tomar el aire, y…

—¡Fuera de mi vista! —rugió.

—¡Hombre! —gritó con furia Candy atrayendo la atención de Albert—. Mira quién ha llegado. ¡El playboy de la familia! El vividor. El nieto mimado que se va de vacaciones y deja a sus abuelos a cargo de todo. Eres un ¡EGOÍSTA! Cuando regrese el conde se lo pienso contar todo.

—¡Candy! —regañó Karen.

—No veo el momento en que se lo cuentes todo al conde —se mofó Albert, mirando a un Greg fuera de juego.

—¡Ay, Dios! —susurró Candy agarrándose al médico—. Creo que voy a vomitar.

Sin poder evitarlo, dicho y hecho, vomitó. Mientras la papilla de su estómago salía por su boca sintiendo que el poco glamour que le quedaba, se desvanecía con ella. Karen se acercó hasta ella con el agua.

—Enjuágate un poco la boca, Candy —susurró retirándole el pelo de la cara—. Y, por favor, cierra tú piquito de oro.

—Oh, Dios ¡qué asco! —murmuró Candy humillada.

—Anda, toma este chicle de frutas —susurró Karen—. Te vendrá bien.

Avergonzada, Candy miró de reojo a Albert.

—¿Qué hace ese imbécil mirando? —gimió en español.

—No lo sé, Candy. ¿Pero qué hacías besando a Greg?

—No lo sé —suspiró masticando el chicle.

Albert, sin moverse las observaba. No entendía qué hablaban, aunque sí había entendido que Candy le había llamado imbécil. Si algo había aprendido en ese tiempo con ella, era la variedad de insultos que el idioma español podía ofrecer.

—Ahora te encuentras mejor ¿verdad? —preguntó el médico al ver cómo el color regresaba a sus mejillas.

—Sí, Greg —asintió Candy humillada por aquello—. Gracias.

—Princesita —ironizó Albert al verla en aquel estado—. Creo que necesitas algo más que tomar el aire —y con los ojos entornados dijo mirando a Greg—. Ya no necesitamos tu ayuda, puedes marcharte.

—¡No la necesitarás tú! —gritó Candy incrédula—. ¿Qué haces aquí que no le estás metiendo la lengua hasta la campanilla a tu jovencísima pelirroja?

—¿Candy? Cierra el pico —susurró Karen avergonzada.

—Iré dentro a por una cerveza —se disculpó Greg y se marchó.

—Karen —pidió Albert sin dejar de mirar a Candy— ¿podrías dejarnos a solas?

—¡Ni se te ocurra dejarme con este troglodita! —gritó Candy con rabia—. Te juro que como se acerque a mí soy capaz de cualquier cosa.

—Creo que no es buena idea, Albert —señaló Karen.

—Sí. Sí es buena idea —asintió éste sin darse por vencido.

—Dos minutos —indicó Karen—, ni un segundo más.

Una vez quedaron solos, el silencio se adueñó del momento. Ninguno de los dos habló. Aunque al final fue Albert quien empezó.

—¿Qué se supone que estás haciendo?

—¿Qué se supone que estás haciendo tú? —gritó Candy dando un paso adelante—. Me besas, y luego me dices que soy la típica mujer para diversión y sexo y…

—Aquello fue un error —dijo acercándose a ella—. Esperaba el momento propicio para estar a solas contigo y pedirte disculpas por mis absurdas palabras.

—Oh… sí… claro —asintió retirándose el pelo de la cara—. Por eso regresas con esa jovencita. Qué es lo que pretendes ¿humillarme? ¿Quieres que vea cómo te lo montas con ella delante de mí? Oh… mira ¡no! ya me han humillado una vez, pero te aseguro que dos no lo voy a permitir.

Aquellas palabras lo impresionaron. ¿Por qué iba a querer humillarla? Y sobre todo ¿quién la había humillado?

—¿Estás celosa? —sonrió Albert sin poder evitarlo—. ¿Estás celosa de Lorna?

—Dios —susurró Candy avergonzada—. ¡Soy patética! ¿Pero qué estoy haciendo?

Dándose la vuelta sin querer mirarlo a la cara, comenzó a andar hacia los árboles, deseaba alejarse de él, aquel comportamiento no era propio en ella. Pero antes de llegar al bosque notó cómo Albert la sujetaba por la cintura.

—¡Suéltame si no quieres que te golpee! —siseó rabiosa como una pantera.

—Uff… ¡Qué miedo! —se mofó al escucharla, al ver cómo se volvía a alejar.

—Deberías tenerlo —gritó.

—¿Adonde vas? —se encaminaba a la espesura del bosque—. Está oscuro y tu estado no es el mejor para andar en la oscuridad. Ven, volvamos a casa.

—¿Qué casa? ¡Tu casa! —gritó lanzándole una piedra que él esquivó—. Vuelve con tu… tu joven pelirroja de bote y déjame en paz ¿vale?

Caminando con rapidez comenzó a correr a través de los árboles. Casi no veía lo que tenía a un palmo de distancia y las lágrimas que le corrían por la cara aún lo dificultaban más, pero necesitaba huir.

—Candy. ¡Ven aquí!

—Déjame en paz.

—¡Maldita seas, mujer! ¿Quieres parar?

—No.

—Ven aquí, fierecilla —dijo asiéndola por los brazos, pero un movimiento rápido de ella golpeó con fuerza su estómago. Eso hizo que la soltara—. ¿Estás loca? —gritó enfadado—. Ven aquí.

—¡Ni loca!

Tomándola de nuevo por los brazos consiguió que se detuviera, pero cuando ella se volvió hacia él, la oscuridad le impidió ver cómo le lanzaba una patada en toda la espinilla, y los dos cayeron al suelo.

—¡Maldita sea! Eres peor que una gata —gritó Albert moviéndose con rapidez y sentándose a horcajadas encima de ella, la agarró de las muñecas para inmovilizarla—. Basta ya, estate quieta.

—¡Acabo de tragarme el chicle! —gritó—. ¡Suéltame!

Albert, sorprendido por la fuerza que ella mostraba y por sus palabras, bajó su boca hasta la de ella, y la besó. Candy al sentir aquellos dulces labios, abrió los suyos, ofreciéndole entrar e investigar como quisiera. Lo deseaba. Deseaba que le hiciera el amor. Necesitaba sentirse deseada.

—No me beses —suspiró avergonzada—. Acabo de… y debo de saber horrible.

—Adoro tu sabor —susurró Albert mirándola—. Te he echado de menos.

—¡Ja! Permíteme que me ría —susurró con falsedad, anhelando continuar aquel caliente beso— y por eso me has llamado bicho en cuanto me has visto, y traes a esa pelirroja.

—Esa mujer es mi prima Lorna. Cabezona —rió al ver la cara de desconcierto de ella—. Esa pelirroja a la que según tú tenía que meter la lengua hasta la campanilla, es mi prima. Y si te he llamado bicho es porque quería ver latir esa venita tuya del cuello, que tanto he añorado.

«Tierra trágame, por bocazas» pensó Candy horrorizada por el ridículo que había hecho.

—Princesita —sonrió Albert—. ¿No tienes nada amable que decirme?

—No me llames princesita. Lo odio.

—Vale —asintió con paciencia, sin soltarla—. ¿No tienes nada que decirme?

—¡Suéltame las manos! Y te lo diré.

—Uff… —se carcajeó al escucharla—. Tus ojos me dicen que eso no es buena idea. ¿Debo fiarme de ti?

—Inténtalo.

Con cuidado Albert aflojó la presión que ejercía sobre sus manos hasta que las soltó por completo, aunque continuó sentado encima de ella.

—Estoy esperando —susurró rozándole los labios—. Llevo esperando mucho tiempo, cariño.

Incapaz de contener sus apetencias, Candy levantó las manos, agarró la cara de Albert y la atrajo hacia ella; entonces lo besó. Sin dejar de mirarlo, pasó su lengua húmeda y cálida lentamente alrededor de sus labios, luego la introdujo en su boca, provocándolo, y finalmente mordió con delicadeza aquel tentador y apetecible labio inferior.

—Yo también te he echado de menos —susurró para incredulidad de Albert, que excitado por la sensualidad que le demostraba sintió la tentación de arrancarle los pantalones y hacerle el amor allí mismo.

—¿Sabes qué es lo mejor de este momento? —preguntó Albert duro como una piedra.

—No ¿qué? —suspiró extasiada, sintiendo cómo ardía.

—Las expectativas, princesita —sonrió.

—Entonces déjame decirte —apuntó Candy antes de besarlo— que las expectativas que yo veo son magníficas.

En ese momento se escucharon pasos y la voz de Karen y de Archie llamándolos.

—Tú y yo tenemos una conversación pendiente, no lo olvides—susurró Albert besándola con ardor antes de gritar—. ¡Karen! ¡Archie! Estamos aquí.

CONTINUARA