Capítulo 32
El señor Andersen podría ser un ermitaño con poco aprecio por el resto de la humanidad, pero había podido plasmar las ideas de Elsa perfectamente, hasta esbozar esa que ella no había realizado en papel, dándole ella cierta libertad para dotarla de gusto masculino.
Era, sin duda, un buen artista, dictaminó la rubia guardando el recibo de su encargo en el cajón con llave de su escritorio (el ebanista iba a la mitad todavía).
Asimismo, quizá el desapego a la sociedad se relacionaba a su cualidad; por lo menos ella se inspiraba mucho a solas. Aunque ella toleraba más la presencia de la gente que el ebanista; si él pudiera sobrevivir sin tener contacto con los demás, lo haría, pero su inteligencia le hacía ver que parte de su existencia dependía de otros.
Agregaría una posdata al respecto en su carta a Daphne, le interesaba saber si Violet requería de aislamiento para trabajar mejor. Significaría algo que otra persona con dotes creativos mostrara ese comportamiento particular.
Elucubrando con el tema cogió sus artículos de dibujo y fue a la puerta del despacho, distrayéndose lo suficiente para olvidarse de la herida fresca en su índice, que golpeó con la manija.
Siseó pegando la mano a su pecho. La zona le palpitaba como si fuera de mayor gravedad; el corte apenas tenía dos centímetros para molestar tanto. Molesta, supuso que el daño de una espada causaría menor incordio.
Como no iba a comprobarlo, resopló y miró ceñuda su dedo. Tenía el consuelo que no era la mano con que escribía.
Finalmente salió y de camino a la oficina de Hans aprovechó su magia para relajar el escozor, apartado un segundo de su mente al ingresar donde se hallaba su marido. Él revolvía unas cartas de modo habilidoso, sin fallar en los breves segundos que la miró.
Momentáneamente desvarió creyendo que la sensación palpitante y caliente de su dedo regresaba, extendiéndose de allí hacia otras partes de su cuerpo.
—¿Quieres jugar? —invitó él golpeando el mazo de naipes contra el escritorio.
Ella nunca había participado en ese entretenimiento adictivo de los hombres de alta sociedad, porque su madre había reprobado siquiera que su padre le hablara de él —debido a ello tenía noción del asunto—, y porque para jugar en las fiestas donde las mujeres sí lo aceptaban, se necesitaba ser invitada a una mesa… cosa que no había pasado. La habían incluido de manera general, pero esas partidas implicaban convivir más y crear cierta intimidad, la cual ni sus anfitriones ni ella habían deseado.
—No es una actividad que acostumbre —expresó como si se negara, mas sus pasos la llevaron a la silla frente a él, con lo que denotaba su aceptación.
Sería entretenido.
Calló la voz que le decía que no lo habría hecho sin esa honesta confesión sobre sus acciones nueve años atrás, a través de la que se había sentido especial para alguien.
(Como con ella, la persona indicada le había servido para levantarse una pena que acarreaba, incluso si ambos no se daban cuenta de eso.)
—Solo somos dos. Aun así, podemos arreglárnoslas para Vingt-et-un, es un juego típico y básico.
Dejó sus pertenencias en la silla restante y asintió.
—Necesitamos nuestras apuestas.
—No usaré dinero, me empobrecerás —manifestó irónica.
Él rió.
Ella tuvo una idea. Tras pensarlo un instante, agitó su mano e hizo aparecer diminutos muñecos de nieve con moños de colores en sus cabezas, los cuales representaban las monedas nacionales. Eran adorables snowgies que no querría perder contra él.
Hans observó su monto con un brillo divertido en los ojos.
—Es un alivio que no escapen.
Reprimió una sonrisa e ignoró un bamboleo en su pecho. —Los negros son la corona de uno, los azules de cinco, los verdes de diez, los amarillos de veinte y los rojos el billete de cincuenta.
—Bien. Debería haber un repartidor, pero al principio seré yo quien lo hará a la vez que seré tu contrincante. Las cartas del dos al diez conservan esos valores, la jota, la reina y el rey valen diez puntos y el as puede ser uno u once, como te convenga.
Conforme él explicaba, ella fue recordando las palabras de su padre; de todas maneras, puso atención para no perder. El objetivo era que sus cartas sumaran veintiún (Vingt-et-un) puntos o menos que eso, siempre con una cifra mayor a lo que alcanzara el repartidor, para así ganar el monto en el centro.
Al comenzar, ambos harían sus apuestas, después se repartirían cinco cartas, una solitaria con la que ellos compararían sus manos, y dos para cada uno. Todas serían visibles. Entonces los dos decidirían si querían más naipes para acercarse a la suma ideal; si lo hacían y se pasaban de la cantidad, no podían acceder a la apuesta, la cual podría ir directamente al jugador que tuviera veintiún puntos.
Luego de que agregaran valores o no a su mano, el repartidor sacaría una o más cartas para conseguir veintiuno u otra cifra superior a diecisiete. Ganaría y reclamaría el botín quien sobrepasara al repartidor y estuviera más cercano a la cantidad que daba nombre al juego. En el caso que la mano de quien repartía se pasara de veinte y uno, ganaría el próximo a ese puntaje; y si uno o los dos coincidían con la cifra del repartidor, recuperarían su apuesta sin ganar.
En resumidas cuentas, todo era ser prudente en sus decisiones para no ir más allá del número importante en todo el juego, el veintiuno.
—Es muy fácil —advirtió ella.
—Sí, ¿por qué crees que es el favorito de la aristocracia? —concedió Hans señalándose la cabeza.
Negó poniendo los ojos en blanco.
—Empezamos con este porque eres principiante, en otro momento probaremos con más difíciles —advirtió él. —Tú puedes.
Agradeció en silencio su favorable opinión.
—Bueno, ¿te parece si nos turnamos para repartir cada uno cinco veces?
—Procede.
Él lo hizo y en la primera partida ella obtuvo la victoria, para su alegría aumentando los pequeñitos en su lado del escritorio.
Cuando fue su turno de repartir, Hans barajeó las cartas y le entregó el mazo. Al hacerlo, los dos llamativos pedazos de bosque en su rostro se quedaron fijos en su mano.
—Debió sangrar bastante.
Elsa frunció el ceño y comenzó el juego. —No demasiado.
—Sin embargo, a pesar de su tamaño fastidia más que una raspadura de rodilla.
Se encogió de hombros, sopesando si arriesgarse a añadir otro naipe. Tenía catorce.
—No lo sé, antes no me he lastimado. —Y que ocurriera ahora con un abrecartas, sacando punta a un lápiz, era tonto. —Ni siquiera me raspé una rodilla cuando corría en el pasto, esa siempre fue Anna.
—Ya entiendo que tu piel sea perfecta y contraste a la mía.
No estaba preparada para ese comentario, así que luchó para no ruborizarse por el calor de su cuerpo, si bien la repentina picardía en los ojos de Hans y unos piquetes en las mejillas le aseguraron que había perdido la batalla.
Se reprendió no haber mantenido la compostura ante unas palabras que trataron de ser inofensivas, cuando en situaciones peores lo había logrado.
Él tosió. —De niño me arañé y corté al escalar un árbol, como al equivocarme al tratar de subirme a un caballo. Mis palmas, antebrazos y rodillas sufrieron. Años después me lastimé los brazos al cambiar del florete al sable y por las jornadas en el barco. Por último, el puñetazo de tu hermana aportó lo suyo. Varias huellas son las que perduran.
—¿Y la cicatriz del costado izquierdo de tu vientre? —soltó en voz alta al mismo tiempo que revelaba una carta y perdía la ronda.
Mientras él juntaba sus snowgies, Elsa concluyó que repartir era la razón de su pérdida de mesura. Concentrarse en tantas cosas le impedía fijarse en todo.
Hans terminó de alinear sus ganancias.
—Tienes estupenda vista, Skaði. Es casi imperceptible, pero es obvio que no te resistirías.
Él no iba a quedarse tranquilo sin señalar que se había fijado en su apariencia. Argüir con que su ojo de artista y el hábito influyeran en su memoria sería en vano, ya había halagado su orgullo.
Hans esbozó una mueca llevándose una mano a su abdomen lateral izquierdo, sobre el abrigo.
—Es el recuerdo de un accidente en mi fábrica de papel. Conseguí una abertura de tres pulgadas y fracturas de costillas. La madera y el metal son de cuidado.
Un nudo se formó en su garganta. Había sido afortunado de evitar ser herido al corazón y no tener complicaciones por una infección.
—El centímetro y medio notable se debe a que se abrió la costura y mi médico estaba en una cirugía, a la otra opción le intimidé por negarme a la morfina o láudano e hizo un trabajo apresurado y tembloroso.
Arrugó la nariz.
—Te gusta el sufrimiento si rechazaste medicina.
—El aletargamiento y descontrol que provocan son odiosos. —Él suspiró. —Naturalmente, ese zurcido no curó como lo demás y ni el remedio para la cicatriz lo borró al completo, hay cosas indelebles.
No iba a cuestionar más su negativa a los paliativos de dolor, comprendía lo que quería impedir. —¿Qué clase de método elimina una herida de tres pulgadas?
—La esposa de otro afectado me regaló una crema de su invención. Es tan eficaz que le recomendé su venta, perdí un empleado por mi sugerencia y gané a una pareja que me agradece cada vez que me ve. —Él se enderezó en su lugar. —Además, el hijo que tuvieron después lleva mi nombre —dijo con ironía y soberbia.
Elsa bajó la mirada hacia sus muñequitos de nieve, ocultando un revuelo en su interior por esa añadidura. Le conmovía y… le ilusionaba lo mencionado.
…porque sus pensamientos fueron a estar embarazada de un bebé mutuo.
Su propio hijo o hija.
Un bello sentimiento la recorrió por dentro al imaginarse que concibieran otra vez y albergara en su seno una mezcla de su unión.
Que pasara la haría feliz.
Estaba preparada, aún más, quería ese bebé, y no por sus obligaciones como reina y esposa, sino porque deseaba esa nueva vida con gran anhelo. Le veía sin saber su sexo, o sus rasgos, solo le sabía como parte de ella y el hombre que quería que fuese su padre.
Simplemente le esperaba para amarle.
También tenía miedo, por si no lo hacía bien como madre, o por todos los peligros en el mundo, pero sabía que no estaría sola en ese camino repleto de incertidumbre. Tendría a alguien que compartiría un cariño entendido por dos, que les llevaría a despertar todos los días esperando el bienestar del ser más importante de sus vidas.
Ella, Elsa, se sentía lo más lista que podía para mostrar sus emociones como requeriría la maternidad y ser amiga del hombre que le haría posible criar a un bebé en su vientre.
(Es decir, estaba resuelta a no contenerse con sus hijos y abrirse un poco a su padre.)
—¿Cuánto apostarás?
Seleccionó un conjunto de snowgies y decidida los colocó en el centro del escritorio.
—Un número grande, me gusta.
Era un símbolo que únicamente ella conocía.
{…}
Una ráfaga de viento congelante le hizo preguntarse a Hans la razón de no haber construido un salón de ejercicio en el jardín el año anterior. En diciembre, llevar a cabo actividad física al aire libre era una idea descabellada; ni en Nueva York lo hacía, prefiriendo ejercitarse en la habitación de su residencia destinada para aquello.
Exponerse así al ambiente frío de Arendelle era de las cosas más temerarias en su vida. Podía ganarse una pulmonía en un descuido, y sería todavía más estúpido, porque con el invierno de Elsa no había enfermado.
Oyó un chillido que le hizo reducir la velocidad de su trote.
—¡Tonto gusano!
Malicia y curiosidad se unieron al escuchar la exclamación de su cuñada, de modo que se desvió ligeramente de su camino, yendo a la dirección de la que había provenido el grito.
Anna estaba con un arbusto de rosas, en el que trabajaba casi grosera. Quizá les preparaba para el invierno.
Al apreciar el trato que les daba pensó que sería milagrosa su sobrevivencia.
Y Elsa perdería su fragancia favorita por una temporada.
(Asumía que lo era, debido a su uso constante.)
—Me gustan las rosas, no las mates —aconsejó a su cuñada.
—¿Eh!
Siguió trotando, reprendiéndose por unas palabras que no debería haber dicho. Cierto que sería malo que Elsa perdiera algo nimio por culpa de su hermana, pero era eso, minúsculo, teniendo en cuenta la lista de cosas a las que su esposa había renunciado por Anna.
Prefiriendo no enfadarse con esa materia, analizó la conducta de la pelirroja e infirió que la apuesta con Elsa seguía a su favor. Su proceder lucía como un desquite de su disgusto con Kristoff, del cual era inevitable preguntarse el motivo.
¿Qué podría tenerla tan enojada y sin hablarle a su esposo en absoluto?
Sabía que seguían compartiendo dormitorio… aunque tal vez ni un grave enojo le haría correrlo, o con el silencio el montañés no había comprendido que se fuera y ella no iba a sacar sus pertenencias, tanto como a pedirle a la servidumbre que lo hiciera.
Había descartado la infidelidad, ya que no podía creer que alguno de los dos lo hiciera, especialmente Kristoff.
Para suponer la causa requería saber quién de los dos era el más afectado. Su personalidad amante de las intrigas y de la información se lo pedía. El obstáculo ahí era que averiguar sería faltar a su juramento con Elsa.
Bueno, tarde o temprano la información lo alcanzaría. Involucraba a la ruidosa de Anna.
Mientras tanto disfrutaría contando los días para su triunfo, igual que ser tan discreto para impedir que su mujer se metiera en el conflicto persiguiendo la felicidad de su hermana. Podía parecer que había superado esa enfermedad, empero valía la pena imposibilitar que su clemente corazón recayera.
(Trataba de manipularla en lo mínimo, como no hacía con nadie; lamentablemente, al competer a Anna lo hacía por su bien.)
{…}
La nariz de Elsa se movió por sí sola al entrar a su despacho, golpeada por un grato olor a pan fresco. Inmediatamente después, vio a Hans sentado frente a la mesa, en donde estaba una bandeja con panecillos cubiertos de merengue de vainilla y chocolate.
Su corazón brincó de gozo. El pastel de hacía semanas había abierto su apetito y podía satisfacerlo sin mucho tiempo de diferencia.
Ahora bien, le sorprendía que él fuera ahí a compartirle y no hiciera lo de siempre, que era comerlo por sí solo, según había dado a entender.
—Qué inesperado.
Se alegró de tener la costumbre de no dejar nada a la vista hasta cuando iba a dispensar sus innombrables o él habría visto lo que hacía antes de salir.
—Es agradable tentar a la reina y estos saben mejor con té. —Hans volteó hacia ella sonriendo de lado; con el talón sobre su rodilla lucía muy cómodo.
—Estará tibio y… —Calló al notar que había una taza extra en su mesa. —Ya has pedido más.
—Aproveché tu ausencia.
Se resignó a que en la cocina ya sabrían que ese día disfrutaría de un postre hecho por otras manos.
Con sus palabras también fue consciente que el fuego estaba encendido y por ello su piel estaba cálida.
Elsa se sentó en el mismo lado que él y procedió a servir el té verde en las dos tazas. El líquido humeó, mezclándose con el aroma de los panecillos, más fuerte al tenerlos cerca.
Tragó para quitarse el exceso de saliva en su boca.
—Gracias —dijo Hans al recibir su taza, cogiendo a la vez el acompañante con merengue amarillento. —Disfrútalo —deseó antes de morderlo.
Ella escogió uno de chocolate, espiándole de reojo. Era impresionante que tuviera debilidad por una comida dulce, aunque era obvio que se trataba de la única que soportaba y no podía culparlo.
Sonrió al degustar su pan en un primer bocado. No sabía por qué se privaba de esas delicias.
En total consumió tres, aceptando un cuarto para otra hora, el cual dejó en un platito apartado. Hans se lo había empujado en silencio, sin romper la armonía callada mientras comían, y porque estaba ocupado masticando su quinto y último por el momento, pues había quedado uno en la bandeja.
Tuvo un ligero arrepentimiento por sentir su cintura más ceñida y el efecto de sobrealimentarse, pero juzgó que no haría daño de vez en cuando.
Mediría sus comidas las veces que él tuviera menos porciones, previno recordando el desayuno de tres horas atrás.
Elsa decidió pedirle que le notificara si iba a hacer esa compra y al voltear a él otra cosa llamó su atención.
Iba a…
Hans se felicitó por reaccionar sin sobresalto o demasiada quietud cuando la mano de la rubia se alzó hacia él. Era muy raro ese comportamiento.
Sus ojos se enfocaron en el rostro de ella, aguardando para saber sus intenciones; Elsa, en cambio, siguió con su mirada sus propios movimientos, como atrapada por su conducta.
La piel del cuello se le estremeció al roce de su mano en aquella zona y la sensación bajó por su columna con el acto que siguió. En ese, el pulgar de ella acarició la línea de su mandíbula hasta el área en la que salía bigote, deteniéndose ahí para frotar suavemente.
Ella tardó unos instantes haciéndolo y alejó su mano para chuparse el dedo, sin hacer caso a él, sorprendido porque era la primera vez que, sin sexo de por medio, Elsa lo tocara de forma seductora.
Se lamió la piel acariciada por ella a pesar de que no era necesario, con el objeto de disminuir el cosquilleo remanente —misma que también atacaba su abdomen bajo.
—Gracias por los panecillos —emitió ella y esbozó una sonrisa, la más cálida ofrecida a él.
Debió pararse o se la quedaría mirando por mucho tiempo.
Era hechizante.
{…}
Con la misma lentitud que Hans, Elsa bajó las manos para enseñar sus cinco cartas, que le garantizarían el triunfo si él no contaba con una jugada mejor.
Estaba confiada. Debía irle bien, tenía un comodín con el que había formado una gran mano. Esa adición estadounidense era estupenda, con ella había completado una escalera de color, la cual le daba mayor posibilidad de ganar la partida. Sería fabuloso el conjunto de as, rey, reina, joto y diez, pero se conformaba con el que tenía, del cuatro y los números sucesivos.
De entre los juegos enseñados por Hans, el póker estaba siendo el favorito de la reina, poniendo en práctica todos esos años aprendiendo a enmascarar sus emociones. No tenía que hacer tantas cuentas y contra él, sumamente bueno para pretender, una partida era muy desafiante; le había hecho apasionarse, tanto que podría gustarle demasiado y cumplir el temor de su madre de obsesionarse.
Hans había comentado que rápidamente se había hecho con la dinámica, mejor que otros con años de experiencia, y ella sabía que era por la necesidad de manejarse a sí misma para engañar a otro. Lo demás era aprender los valores de las manos.
Ella sonrió al ver que la combinación de su esposo era de valor inferior a la suya y juntó su ganancia.
Él empezó a reunir los naipes mientras silbaba, atrayendo su atención a su boca fruncida.
Su mente traicionera le recordó un acontecimiento de esa semana en su despacho, el día que habían compartido té y panecillos; específicamente al término de su refrigerio, cuando ella había visto un poco de merengue por arriba de su labio superior.
Invitada a quitárselo, había querido incitarlo como lo hacía él con ella, mas se había mortificado al reparar que no era ni mediodía y que estaban fuera de sus aposentos, aunque hasta ese momento no sabía si planeaba llegar al final o solo inquietarlo.
Le había agradecido por irse, incluso si no había sido previendo que ella tendría el mando de la situación.
—¿Continuamos?
Se debatió si hacerlo.
—Y podemos cerrar las cortinas —prosiguió él con sospechoso tono inocente—. Acaba de ocurrírseme una idea para poner más interesante las cosas.
Consintió que explicara al no interrumpirlo de alguna manera.
—Tenemos un número igual de prendas.
¿Qué relación guardaba eso con las cortinas?
—¿Cómo?
—No seas modesta, entiendes lo que digo.
Arrugó los ojos. —De verdad no sé por qué podría importar el número de… —Se alejó hasta tocar el respaldo de su silla. —¡Esta habitación está a oídos de todos!
¡Sugería que apostaran la ropa! ¡Y eso solo tendría una consecuencia!
—¿Nos trasladamos al dormitorio?
—¡No!
—Has hecho cosas menos inocentes. —Hans le regaló un guiño y ella se sonrojó espontáneamente.
Claro, hasta se había bañado con él, saciando una duda y un deseo —obteniendo una recompensa inolvidable.
Él rió entre dientes.
Recuperó la serenidad como si nada hubiese pasado. —Hans —se limitó a pronunciar con calma.
—De acuerdo, de acuerdo.
Ella desapareció los snowgies.
—Sin embargo, creo que lo haría más interesante, piensa cuánto nos esforzaríamos por prestar atención a la partida si tenemos distracciones. —El corazón se le aceleró. —Tus pezones al aire, en mi campo de visión. Erectos como…
—Detente.
Su esposo se levantó y rodeó la mesa, a la vez que ella se ponía en pie para abandonar la oficina y huir de esa proposición tentadora.
Debía resistirse a esa hora del día y lugar.
Sin importarle que ahí nadie les perturbara.
Él rodeó su cintura y detuvo su andar, pegándola a su pecho con facilidad por la falta de resistencia de su parte.
—¿Te vas?
La mano en su cintura subió sobre su estómago hasta su seno derecho, justo cuando los dedos de la otra arrugaban la tela de su falda, doblándola hacia su cadera.
Sus latidos se convirtieron en una acelerada carrera rumbo al desespero, compitiendo con su respiración.
Él lamió el lóbulo de su oreja, erizando su piel, y después le hizo jadear al mordisquear su blanda carne.
—Estábamos pasándola excelente, querida.
La voz ronca corrió como una cascada de fuego desde su oído hasta su sexo.
Ella supo que debía darle fin a eso, utilizar su magia si era necesario, pero su razón solo no cooperaba. Sus sentidos estaban dominando. Si se volvía a negar, él pararía, ¿entonces por qué las palabras no querían abandonar su boca?
Acomodó la cabeza contra su hombro, dándole acceso a su cuello. En su trasero comenzó a distinguir la excitación de él, hormigueándole su centro junto a la seda ascendiendo por su pierna.
—¿O cambiaste de opinión sobre subir? —preguntó él antes de besar suavemente su pulso desbocado.
No contestó.
Las puntas de los dedos de él alcanzaron su ropa interior, tan delgada que le permitió sentir su calidez. Que poco a poco serpentearan a su vientre para tratar de colarse a su ropa le distrajo del mordisqueo en su cuello y el estímulo en su busto.
Su orificio femenino succionó como si estuviera ocupado, buscando su placer, y sintió otro pálpito en la protuberancia delicada bajo su monte.
Era… bastante, pensó con un relampagueo de juicio.
Amaría continuar, pero no se sentiría muy cómoda después.
—¿Elsa? —Él se detuvo, adelantándose a la última advertencia de su cabeza.
—¿Sí?
—La cortina no está corrida. —Acompañando a sus palabras, todo agarre se rompió. —Disculpa, lo había olvidado.
Tuvo la sensación de algo diferente y familiar en su ser, que desechó achacando su respuesta al aspecto sexual.
Asintió enderezándose, poniendo un paso de distancia entre ambos. Él carraspeó y al mirar sobre su hombro lo atrapó acomodándose el pantalón con una mano mientras se frotaba el rostro con la otra.
Extrañamente, no hubo la tensión esperada por el cese de su intercambio y pudo tranquilizarse conforme comprobaba el estado de su vestido.
Ya relajada, ella fue hacia la puerta. Tan pronto como la abrió apareció Skygge.
Sonriendo lo cogió en brazos al ver que se detenía a sus pies. —¿Terminaste tus rondas? —murmuró acariciando su cabeza.
Él maulló contento. Le encantaba que lo cargara… y era obvio que deseaba lo mismo de Hans, puesto que tres veces, de lejos, le había visto sujetarse a la falda de su pantalón. No sabía si había ocurrido en más ocasiones, solo estaba segura que Skygge quería ser mimado por su esposo.
Más tras su regreso a Arendelle, porque lo perseguía y buscaba constantemente. Su amor debía haber incrementado con la ausencia.
Era un afecto surgido por estar ahí en todo el tiempo que fue un bebé, con más aceptación por él que por Anna y Olaf; sin que Hans lo quisiera, se había encariñado; y ahora Skygge quería recuperar los siete meses que se había ido de su lado después de seis presente.
Estaría celosa si no le pareciera adorable.
Al proponerse salir, Skygge se agitó. Ella le dejó descender con un salto y curiosa se giró para observar la interacción.
Hans estaba apoyado contra el escritorio y el gato avanzó para pasearse frente a sus pies. Él permaneció serio, siguiéndolo desinteresado con la mirada. ¿Cómo podía resistirse a esa carita tierna?
Ella resopló.
Skygge ronroneó y se frotó contra el tobillo de Hans. Este se decía que había sido contraproducente no correr al animal cuando hacía ejercicio o se colaba en su oficina. Estaba consciente que al rondarlo buscaba obtener un trato igual que el de Elsa.
Que borrara esa esperanza.
¿En serio creía que con una expresión de ruego y maullidos anhelantes (algo convincentes) conseguiría que lo tomara en brazos?
Puso los ojos en blanco. Al menos sus actos le habían terminado de ablandar el miembro.
De repente jadeó por unas garras clavándose en su muslo. ¡Había aprovechado que no veía para colgarse!
Sorprendido, alzó la cabeza al escuchar una desconocida carcajada femenina.
Elsa.
Hans se la quedó viendo estupefacto mientras ella se sujetaba el estómago con pura diversión. El corazón iba a salírsele del pecho por lo rápido que latía de la sorpresa.
Su esposa estaba riendo.
Elsa reía de verdad.
NA: ¡Hola!
Lo que juegan es Black Jack, pero lo hice más básico todavía para plasmar una versión más antigua del juego, que pareció originarse en los 1700. Fue en EU donde le dieron más importancia a la J de picas o tréboles —el Jack, dando un nuevo nombre al juego de cartas y otra regla para ganar—. Cabe destacar que las normas varían según el casino ja,ja.
El póker llegó a EU en 1840, con los franceses, así que ya era bastante común en la época. Entre 1860-1875 los estadounidenses introdujeron el joker/comodín a la baraja y eso les separó de los juegos europeos.
Hoy ha sido uno de esos días de gato del año y me motivó a publicar, porque el michi de esta historia convivía con su familia en este capítulo. Antes de eso, ¡Elsa ya quiere un bebé de Hans! Ahora sí está enamorada y no se da cuenta. El otro está igual defendiendo sus rosas (solo le falta bajarle más a su manipulación).
¿No les agrada que Elsa se ría libremente, aunque le tomara 32 capítulos? Con el amor encima qué cosas suceden.
En fin, ¿quién quiere snowgie-dinero? (Acabo de pensar en Teletubbies :S)
¡Sigan leyéndome y cuídense! (¿O debo decirlo al revés? Ja,ja,ja.)
Besos, Karo
