Avisos: Nos vemos el 26 de febrero con el siguiente capítulo y al final de este capítulo se hace referencia a maltrato infantil, pero no hay ninguna escena que lo muestre ni nada explícito. Beware.
Capítulo XXXV.
Las Tierras Malditas
I.
Eijiro lo espera en los patios. Katsuki lleva su espada y algunos viales con preparaciones curativas de Mina. Está listo.
—Corazón, escucha, es demasiado…
—Podría ir, mi magia es poderosa, Eijiro. Katsuki lo sabe.
—Corazón.
Usualmente, aquella manera en la que Eijiro llama a Denki cuando nadie más los mira o escucha es mucho más íntima. No puede escucharla cualquiera. Pero Katsuki percibe la desesperación en la voz de Eijiro desde lejos.
—Es lo mejor.
—No lo es. Necesitarán ayuda. Izuku necesitará ayuda —insiste Denki—. Mi magia es poderosa.
Katsuki interrumpe, para hacer notar su presencia.
—Es una zona atascada de magia maldita, mago idiota.
—Podría ayudar. —Denki ni siquiera se separa de Eijiro para contestarle. Mantiene sus ojos fijos en el dragón, quien es al que quiere convencer. Tiene su frente contra la frente de Eijiro y parece negarse a dejarlo ir—. Podría…
—No servirá de nada si te fríes el cerebro por lo maldito del ambiente, mago idiota —replica Katsuki, de todas maneras—. Eijiro nunca me perdonaría si te arriesgo así. Yo no me lo perdonaría tampoco.
Denki parece dolido. Nunca le ha gustado quedarse atrás. En el norte la llegada de un mago suele ser algo agorero. La magia es una bendición siempre que la lleven las brujas, pero el toque de los hechiceros es temido y los magos nacen en medio de tragedias y tempestades. La gente los respeta cuando no los conoce, pero se mantiene cautelosa en su presencia. Hay algunas aldeas que son excepciones, pero en la que nació Denki no era una de ellas. La tormenta que le dio magia dejó muertos y lo hizo perder todo. Para la gente que vivía allí, Denki debía cargar para siempre la culpa de lo que había causado su magia.
—Danos un momento, Katsuki —pide Eijiro. Es un tono que no acepta réplica.
Y el Rey Bárbaro se aparta. Eijiro y Denki son sus mejores amigos. Han estado con él —además de Mina, que nunca le miente ni le endulza lo que le dice— desde el principio. Katsuki no se dio cuenta cuándo juntó un grupo de desamparados con pocas cosas —aparentemente— en común hasta que se convirtió en uno de ellos y lo sostuvieron todo el tiempo necesario. A veces, tal como él hace con Izuku, Eijiro y Denki se sumergen en un mundo que sólo les pertenece a ellos.
Están en él en ese momento, cuando Eijiro le dice «corazón» y le explica por enésima vez por qué no puede ir.
Katsuki se mantiene al margen, con una mano sobre la vaina de la espada. Esa hoja de metal poco puede hacer contra magia pura o corrompida. «Su hoja ataca a las personas, Katsuki», suena dentro de él la voz de su madre. Terca. Repetitiva hasta la saciedad. Por qué odio tanto eso de ella cuando la tuvo enfrente y ahora extraña oírla repetir una y otra vez las mismas cosas, temeroso —aunque incapaz de admitirlo fuera de su mente— de olvidarlas. «Puede repeler todo ataque físico, pero cuando la magia sólo eso, magia, y no tiene ningún otro conductor, poco puede hacer. Tienes que aprender a defenderte de otras maneras». Aprender que la fuerza bruta no podía solucionarlo todo le costó cicatrices y dolores.
—Rey Bárbaro.
La voz que lo interrumpe es grave, árida. Reconoce a Shouto Todoroki antes de alzar la vista y verlo a los ojos. El príncipe es realmente una encarnación del sur. Mantiene la compostura incluso cuando Katsuki se da cuenta de que la está perdiendo, con una mano apretando el emblema del copo de nieve en su pecho. Ese día no lleva trenzas en el cabello como detalle al medio chongo en el que se lo recoge: sólo tiene su peineta sobre ese medio chongo desordenado y el resto de su cabello cae en desorden. Su cuello está vendado y debajo de las anchas mangas de su chaqueta bordada hay todavía más vendas.
—Shouto Todoroki.
Todos lo llaman «Su Alteza», pero Katsuki lo evita tercamente.
—Tengo…; hay una vía para llegar hasta donde sea que estés una vez que rompas el amuleto que te di —dice Shouto Todoroki. Va al punto y Katsuki le agradece que no dé un rodeo—. La magia de portales es quizá la más complicada de todas así que…, sólo tendremos una oportunidad. Hazlo cuando realmente lo necesites.
—No lo estás haciendo por mí, ¿cierto, Shouto Todoroki? —pregunta Katsuki.
—Izuku es mi amigo —repone él, con la voz seca; a pesar del tono, al Rey Bárbaro le parece distinguir un deje de cariño— y no me parece que tú seas una mala persona, a pesar de lo que se cuenta sobre ti en el sur. Mucha gente cree… creyó… que Izuku era tu prisionero. —Hay una pausa en la que Katsuki no sabe si debe o no debe agregar algo más. Shouto Todoroki termina por carraspear, lleno de dudas—. Sin embargo, no importa si lo hago por lo bueno de mi corazón. Tengo que… tengo que encarar a mi hermano. Si viene por mí… No puedo… No… —titubea—. Mi padre no lo hará. Esto terminó por destruirlo y… —Shouto Todoroki se mira los pies—. Creí… creí que sería feliz cuando mi padre viera a todos sus errores a la cara. Pero ahora… no estoy tan seguro. Y no conozco toda la historia. Quisiera saber… Por qué… Touya… —Sacude un poco la cabeza, en un gesto que parece salirse de todo protocolo conocido—. Necesito saber. Por qué…
A Katsuki le parece que hay allí una historia que se le escapa. No pregunta. Ve las señales claras de un padre que tiene cosas en común con Hisashi Midoriya y elige mantenerse al margen, porque mientras Izuku parecía tener claro el miedo a su padre, a Shouto Todoroki los sentimientos lo están atravesando.
—Te llevaré hasta Izuku. Tu hermano… Dabi… supongo… no debe estar demasiado lejos. —Katsuki se clava en sus ojos—. ¿Lo matarás?
Shouto Todoroki se queda viéndolo. A Katsuki, por un momento, le parece observar la ingenuidad de un niño.
—No lo sé.
—Tu hermano me debe… me debe algo —dice Katsuki. No quiere decirle que en las peores noches puede sentir las manos de Dabi en su cuello, en los últimos momentos de sus padres, que puede sentir la tortura a la que Shigaraki y los suyos lo han sometido varias veces—. Se lo cobraré.
Shouto Todoroki sacude la cabeza.
—Encuentra a Izuku. No… No está indefenso. No es alguien indefenso. Pero quizá necesita ayuda. E Izuku te quiere más que a nada. Encuentra a Izuku.
Katsuki asiente.
No está muy seguro de nada en ese momento.
Shouto Todoroki se aparta. No gasta más tiempo allí. Es extraño no verlo junto a Keigo Takami. Katsuki no tiene ni idea de a qué arreglo llegará con él, si es que consigue llegar a alguno. Se ve extrañamente desamparado, tan solo.
Eijiro se separa de Denki y entonces Katsuki se dirige de nuevo hasta ellos. Denki lo intercepta. Parece muy serio.
—Tienes que prometer algo, Katsuki —le dice. Le toma un brazo y sólo por eso el Rey Bárbaro se detiene—. Tienes que cuidar a Eijiro. Prometió cuidarte también. Tienes que…
—Cómo se te ocurre pensar que no voy a cuidarlo, mago idiota —se queja Katsuki.
—Promételo —pide Denki—. A él le saqué la promesa porque el norte te necesita. Darías todo por proteger al norte, así que el norte te necesita. —Sus palabras tercas y repetitivas hacen mella en Katsuki. No se parecen a las de Mitsuki, que decía que las tierras bárbaras sólo necesitaban de rey porque el sur las miraba con codicia—. Pero yo necesito a Eijiro como la tierra necesita al agua y como el cielo necesita estrellas, como el mundo necesita la luz, Katsuki. Lo necesito. Así que tienes que prometerlo.
—Voy a cuidarlo, idiota.
—Promételo.
La voz desesperada de Denki lo hace pensar en todo lo que han vivido en los últimos años y en cada vez que el mago se ha despedido del dragón sin saber cuándo volverá a verlo. El último año. Cada vez. Cada adiós. Cada despedida. Quizá porque se enamoraron en guerra, saben lo que es sentir que quizá sea el último hasta luego y desear retrasarlo tanto como sea posible.
Apenas cuando conocen la paz, el destino se esfuerza en arrebatárselas.
—Lo juro por mis padres, mago idiota. Traeré a tu dragón de vuelta.
—No es mi dragón, Katsuki… —Eso, al menos, hace sonreír a Denki, aunque la sonrisa sea débil y llena de dudas.
—… Sí, sí, ya lo sé. Es sólo el dragón con el que elegiste pasar tu vida.
Con eso, Denki parece satisfecho y, por fin, Katsuki se dirige hacia Eijiro, que se transforma. El majestuoso dragón rojo agacha la cabeza, para que Katsuki pueda acomodarse entre los cuernos.
—Vámonos —dice.
Eijiro responde con un gruñido. Antes de partir le dirige una mirada a Denki que, sin despegar sus ojos de las pupilas del dragón se lleva los dedos a los labios, deposita en ellos un beso y los alza hacia el aire.
«Adiós», dice de nuevo. Katsuki desvía la mirada. Él no está invitado a ese momento.
El viento golpea el rostro de Katsuki. El mundo se hace pequeño bajo sus pies. Pum. Pum. Su corazón truena.
«¿Dónde estás, Izuku?»
Pasan toda la primera mañana sobrevolando el territorio del Reino Midoriya. En otras circunstancias y otros paraderos, Katsuki sabe que Eijiro volaría mucho más bajo y más lento para poder apreciar el paisaje. Su velocidad en ese momento le recuerda a la guerra, la desesperación de la supervivencia.
Katsuki sabe que el camino que están haciendo es un destino que tiene que cumplir; no hay otra supervivencia más que derrotar a Shigaraki.
«A veces, Katsuki», recuerda las palabras de su madre, «no se trata de lo que deseamos hacer; ni siquiera de lo que podemos hacer o de lo que somos capaces. Tan solo se trata de lo que debemos hacer. Lo entenderás algún día».
Lo entiende ahora y le gustaría no hacerlo.
Los sueños de su infancia se cumplieron a precios demasiado altos. Ya no puede huir de su deber para proteger a su gente ni arrojarse al peligro sólo porque se cree temerario. No puede hacer lo que quiera, aunque desee; el destino siempre lo alcanza. No puede meterse en problemas sin pensar antes, la diplomacia es muy débil y los bárbaros han sufrido demasiado; tiene que terminar con las amenazas que los rodean, darles la paz que prometió. No puede huir de los enemigos a los que no quiere encarar, ni puede arrojarse a ellos sin pensar en las consecuencias. Fue joven y arrojado y ahora es un rey valiente, pero conoce la cautela. Es consciente de todo lo que puede perder porque ya lo perdió todo una vez.
¿Podría reconstruirse de nuevo si lo hace?
Cuando murieron sus padres, Eijiro lo salvó del mismo destino. No recuerda mucho, porque Denki lo noqueó con un rayo después de un rato, pero recuerda golpear las escamas de Eijiro hasta hacer sangrar los nudillos y gritar cosas ininteligibles, desesperadas, estranguladas; recuerda sentir lágrimas en su rostro y creerlas ajenas; escuchar un ruido terrible, agonizante y comprender que había salido de su propia garganta, que era su propio lamento. Todas las imágenes en su mente se suceden unas a otras en desorden cuando esos días vuelven a su memoria. La mirada de Mitsuki Bakugo, determinada, asustada, suplicante, última y definitiva.
Recuerda un «lo siento, Katsuki» con la voz del dragón y pensar que no deseaba la lástima. No, no sólo no desearla, recuerda odiarla; recuerda odiar el mundo, encontrarlo insoportable. Recuerda odiar los propios sueños porque lo habían conducido hasta esa pérdida tan definitiva.
Ya lo perdió todo una vez. Entonces durmió tres días y luego Mina tuvo que sacarlo arrastrando para obligarlo a asistir a los honores funerarios de sus padres. El fuego ardió por más de un día y una noche enteros. Luego Kyoka lo obligó a sentarse en el consejo y Rikido se aseguró de que siempre tuviera comida. Le costó volver a la normalidad.
Así que no piensa en perder a Izuku, ni perder su corona auto impuesta en las manos de Tomura Shigaraki.
No va a pasar.
No lo permitirá.
Es Katsuki Bakugo. Es el Rey Bárbaro y los bárbaros prevalecen, sobreviven.
Es el destino.
Eijiro desciende cuando el sol empieza a bajar. A Katsuki le gustaría seguir, pero necesitan comer y descansar. En el descenso, el Rey Bárbaro se da cuenta de que ya casi no hay aldeas.
El dragón gruñe, pero no lo entiende.
Cuando pisan tierra, Katsuki se sorprende de lo pesado que se siente el ambiente, como si costara respirar y alguien estuviera poniendo fuerza en sus hombros. Respira hondo para intentar acostumbrarse a la sensación.
—También tú, ¿eh? —pregunta Eijiro.
—¿Qué?
—El aire. Está más pesado. Yo puedo olerlo. —Y, para ejemplificar a lo que se refiere inhala y exhala—. No sé si tú…
—Sólo es raro —responde Katsuki.
—Es magia, pero… —Eijiro vuelve a respirar de nuevo—. No es muy fuerte, de todos modos, pero no es… no es magia pura. Es… No sé. Pareciera enojada. Creo que hemos cruzado la frontera.
Katsuki asiente.
—Será mejor no entretenernos demasiado por aquí.
Katsuki asiente, de nuevo.
Eijiro se queda mirándolo, como si lo estuviera analizando. La mirada lo incomoda. Es demasiado profunda, como si entendiera cosas que Katsuki apenas está descubriendo. Y eso no es raro, considerando la edad del dragón.
—Izuku estará a salvo —le dice—. Lo sabes, ¿verdad?
Katsuki asiente.
—Lo encontraremos, Katsuki.
No tardan en encontrar el ambiente demasiado opresivo. Eijiro sube lo más que puede en el aire para evitar la sensación que deja la magia maldita tras de sí. Incluso Katsuki siente el hedor del ambiente, aunque no puede entender el lenguaje de la magia; no comprende sus recovecos y le resulta ajeno y extraño. Una maravilla vedada para él. Mitsuki solía decir que entender el lenguaje le quitaba esa parte de sorpresa y que no importaba si él no tenía ninguna aptitud para ella. Entre los Bakugo nunca había habido un mago, un hechicero o un brujo. «No importa, Katsuki, de todos modos, la magia puede conquistar las tempestades».
Katsuki sacude la cabeza, intentando poner el recuerdo de Mitsuki en un lugar manejable de su mente.
—¡Ey, tienes que descender un poco! —le grita a Eijiro. El dragón gruñe—. ¡Tenemos que ser capaces de ver donde está Jaku!
Lady Ochako y Lady Tsuyu les dieron las instrucciones precisas para poder avistar el templo —que ellas nunca han visto, pero las narraciones no suelen equivocarse—. Ya no debe de estar muy lejos.
Eijiro le hace caso y desciende. El ambiente se torna más pútrido, más oscuro, más gris. Qué triste, piensa Katsuki, que en eso se convierta la magia, maravilla pura, cuando alguien intenta controlarla y almacenarla para ganar poder. Qué triste que todo acabe así, con una tierra maldita. Recuerda la historia de Shouta Aizawa sobre los últimos días del reino y se esfuerza por visualizarlo en sus tiempos de gloria, pero es muy difícil.
Es el sur.
No es algo que Katsuki sienta deseos de imaginar.
Hasta que ve los techos de pagoda, altos y majestuosos, llenos de detalles, justo como lo describieron Lady Ochako y Lady Tsuyu. Hay algunas gárgolas —gran parte ya destruidas— en los techos, diseñadas para mantener afuera a los malos espíritus. En tiempos de gloria debió verse majestuoso, pero no más.
—¡Mira! —Señala.
Sonríe de lado. Sonrisa retadora y peligrosa, dispuesta a pelear y encarar al destino.
Eijiro gruñe. Están muy cerca.
Tomura Shigaraki, el hechicero, está muy cerca.
Izuku está muy cerca. Casi al alcance de sus manos.
II.
Está en el terreno frente a una casa ni muy grande ni muy pequeña, techo a dos aguas, que recuerda a una pagoda sin serlo. No es una casa de nobles ni poderosos. Izuku se sienta fuera de la escena y del mundo. Lo ve todo como si mirara un sueño. Tiene cierto tinte onírico y el príncipe comprende que sólo debe dejarse llevar.
Da una vuelta el círculo, intentando recobrar cierto control sobre sus acciones. A lo lejos, se observa el templo de Jaku. No son días de esplendor, ero ya tiene algunas gárgolas rotas, pero todavía parece un templo vivo, lleno de gente, y no maldito.
Se oyen ruidos.
Izuku intenta entender el aroma del ambiente, pero no siente nada cuando inhala. Vuelve a intentarlo y comprende que está fuera de aquella escena. La ve, pero está fuera, en otro plano. Los colores apagados del ambiente le parecen extraños y fuera de lugar. «Así no es como se ve el mundo», piensa. El mundo es más brillante, los colores son más agradables, vibrantes. Hay algún error en ese sueño, visión o recuerdo. Quizá, comprende, es que la tierra ya estaba maldita entonces y la explosión que acabó con casi todo sólo era cuestión de tiempo.
Entre los ruidos que el príncipe distingue, alcanza a escuchar niños jugando.
Es increíble cómo, aunque el mundo esté por terminar, los niños juegan, ríen y corren, ajenos al apocalipsis tan cercano.
—¡Tenko, cuidado!
«Ese nombre…»
—¡Déjalo, Hana, no tienes por qué protegerlo todo el tiempo! —Otro niño grita.
Izuku se da la vuelta, busca de donde vienen las voces.
—¡Tenko! —insiste una niña de cabello lacio, negro. Se acerca hasta el que es su hermano, asume Izuku.
Es un niño pequeño, con el cabello negro muy desordenado y los ojos rojos. Tiene una rodilla raspada. No llora, lo cual a Izuku le resulta extraño, sólo mira la herida con los ojos rojos muy abiertos.
—Vamos a casa, Tenko —insiste la niña y lo ayuda a ponerse en pie. El niño sonríe y le dice algo a su hermana que no alcanza a oír. Lentamente, se van haciendo camino hasta la casa. Izuku todavía alcanza a escuchar su conversación, a lo lejos.
—¿Sabes que el templo es muy bonito? —pregunta el niño. Parecen brillarle los ojos.
—¡No debes ir al templo, Tenko!
«Ese nombre…»
A Izuku le cuesta situarlo, como si algo en el ambiente estuviera intentando que no pudiera identificarlo.
—Nosotros no podemos ir al templo —agrega la niña—. No creemos en… ella, recuerda. —Dice «ella» como un tabú. Izuku se acerca más. Tiene el apellido en la punta de la lengua—. No vayas a decirlo cerca de papá. Si se entera, se enojará. Ella… ella no le gusta.
Tenko asiente.
La sensación de lo onírico confunde a Izuku, lo hace mucho más lento para pensar y para recordar. Como si mantenerse en aquel mundo irreal resultara un esfuerzo para su cabeza. El nombre, lo tiene cerca, muy cerca.
Sin embargo, el recuerdo, sueño o memoria le gana.
—¡Tenko Shimura! ¡Volviste a herirte!
La niña se apresura a responder por él.
—¡Los mayores lo empujaron! —alega—. ¡Yo lo rescaté, mamá!
Sin embargo, la madre no parece enojada. Tiene el cabello más claro que los dos niños, cuyo cabello es oscuro como el ébano. Se pone en cuclillas para recibirlos frente a la casa y el niño corre hacia ella. La abraza. La niña, Hana, va detrás.
Tras un corto abrazo, la madre se aparta un poco para revisar la herida de Tenko Shimura. Cuando lo hace, Izuku no puede evitar buscar en el rostro infantil los rasgos que más tarde asocia con Tomura Shigaraki. Los encuentra, por supuesto, aunque son muchos menos de los que pensaba. Los ojos están allí, rojos, en el mismo tono, medio apagado, pero parecen mucho más vivos. Las cicatrices que tiene bajo los ojos y en el cuello, de tanto rascarse, también. Pero el cabello no es el mismo. En algún punto aquel cabello negro como el ébano se volvió de un azul claro grisáceo y luego gris y ahora es prácticamente blanco. El contraste es demasiado. A Izuku le cuesta reconocerlo, pero al final lo hace. Tomura Shigaraki. Tenko Shimura. Está viendo a su enemigo.
—Ven te pondré ungüento. —La madre se pone en pie y extiende una mano para que Tenko se agarre a ella—. También en la cara. No dejas de rascarte… —Suelta un suspiro, pero no sale cansado. Sólo es el suspiro de una madre acostumbrada a la repetición de la vida. Lleva un vestido marrón, sencillo, con bordados aún más sencillos. Contrasta con sus hijos, a los cuales viste de colores más brillantes.
—¿Nos contarás una historia? —pregunta Tenko. Lo hace con cautela, con cuidado.
—¡Sí, cuéntanos una historia! —Hana, la hermana, parece emocionada.
La madre sonríe levemente.
—Por supuesto; les contaré una historia antes de que vuelva su padre.
Izuku los sigue. Le resulta increíble que Tomura Shigaraki sea ese niño y a la vez se obliga a recordar que no es un monstruo. Sólo es un hechicero. Todos antes fueron niños, muchos cubiertos de inocencia.
Tenko Shimura sonríe ante la perspectiva de escuchar un cuento.
Izuku descubre, entre las voces, que la madre de Tenko y Hana Shimura se llama Nao. Se queda mirándola un rato, mientras busca el ungüento y acomoda a Tenko entre los cojines del saloncito de la casa para poder hacerle la curación. Hana se acomoda un poco más alejada, viéndolos a los dos, esperando la historia.
—Había una vez una bruja… —empieza. Hana y Tenko dan palmas, aplauden, están emocionados.
En ese momento, Izuku no puede evitar que Nao Shimura le recuerde a la propia Inko Midoriya. Quizá todas las personas que cuentan historias a los niños se parecen un poco, se dice.
—Había una vez una bruja —repite Nao— a la que acusaron de un crimen que no cometió. —Izuku conoce la historia. Su madre no empezaba a contarla así, pero es en esencia la misma. Puede evocar a Inko Midoriya diciendo «Érase una vez una aldea pequeña y apartada donde vivía una bruja a la que acusaron de un crimen que no cometió…». Se concentra en la voz de Nao; le gustan las historias—. La arrestaron y la arrojaron al calabozo, pero como era muy hermosa, con la piel oscura y los ojos negros, no había verdugo que quisiera llevar a cabo la sentencia. Nadie… —hace una pausa dramática—, absolutamente nadie, quería ser responsable de arrojar a esa bruja a la hoguera.
Los niños ya están muy callados. Tenko la mira con mucha atención. No puede despegarle los ojos de encima a su madre. A Izuku algo le atraviesa el corazón al darse cuenta que esa escena se parece mucho a él sentado entre los cojines del saloncito de los aposentos de Inko, escuchando una historia detrás de otra.
Es tentador pensar que Tomura Shigaraki y él no comparten nada. Pero sería mentira.
—Además, la bruja tenía un talento excepcional para contar historias que todos los bardos envidiaban. Ningún cuentero podía igualársele. Por las noches, en vez de dormir, siempre le contaba una historia al guardia de turno. Era, suponían todos, la manera de ganarse su gracia. —La voz de Nao Shimura es armoniosa, adecuada para las historias misteriosas. Tenko no le quita los ojos de encima a su madre. Izuku lo mira con atención, preguntándose por qué está allí. Porque esa escena, por qué ese momento—. Los guardias acostumbraban llevarle regalos para seguir escuchando sus historias, que detenía siempre antes de cada amanecer en el punto más álgido y volvía a empezar a la mañana siguiente. Una vez le llevaron pinceles. Otra vez, barras de pigmentos. Y entonces, al tiempo que contaba, ella empezó a dibujar en las paredes de su celda. Pasaban las semanas, los días, las estaciones, y todavía no había ningún verdugo que se atreviera a sentenciarla a muerte.
»Primero dibujo el cielo claro y abierto, con un sol que deslumbrada. Sus pinceles se movían al ritmo de su voz de cuentera y bruja. Después, un mar. Un día hizo una pausa y le preguntó al guardia encargado de vigilarla qué le faltaba a su dibujo. El guardia no dudó. Era un mar demasiado hermoso el que estaba viendo, después de todo; la humanidad siempre ha sido exploradora y quiere presenciar las maravillas con sus propios ojos. Así pues, respondió, con voz clara…
—«¡Un barco! ¡Falta un barco!» —La voz de Tenko Shimura interrumpe la historia y eso es lo que le recuerda a Izuku la escena que está presenciando.
—Sí, un barco.
Nao sonríe con cariño y, en la pausa, se encarga de curar la piel seca de su hijo con un poco de ungüento.
—Así que la bruja pintó un barco. El barco más majestuoso que jamás se haya visto. Su proa tenía a un dragón lleno de adornos, sus velas eran hermosas. A todos los guardias les gustaba ir para ver el dibujo, además de para escuchar las historias. El tiempo pasaba y la bruja seguía dibujando en su celda. Entonces se daba por hecho que su sentencia de muerte estaba suspendida indefinidamente. —Nao pausa allí la historia e Izuku espera el desenlace de la misma manera en la que lo hacen los niños—. Un día, finalmente, el barco estuvo terminado. Esa noche, por primera vez, la bruja terminó su historia antes de la puesta del sol. «Bueno, ya está», dijo.
»El guardia se sorprendió, habían pasado casi tres ciclos de estaciones desde que la bruja estaba en esa celda y se habían acostumbrado a sus cuentos. «¿Ya está?». «Sí», respondió ella. «Ya está; también la pintura». El guardia frunció el ceño. Le parecía que el barco estaba muy vacío. «Falta un pasajero… y un nombre. Los barcos deben tener nombre». La bruja sonrío. «¡Cierto! Bueno, el nombre es fácil. Se llamará como yo: Monogatari. Y en cuanto al pasajero…». Puso entonces su dedo sobre el dibujo y desapareció. El guardia se quedó viendo el dibujo y le sorprendió que las olas de las paredes se movieran. También, que la bruja, con su piel oscura, sus ojos negros y su cabello rizado ondeando al viento, le dijera adiós desde la cubierta de aquel barco. Adiós, adiós, agitaba su mano. —Nao hace el gesto y los niños la imitan—. Y se fue. Aún hoy dicen que, si te pierdes en el mar, quizá te encuentres con su barco, Monogatari, y sus historias.
Los niños aplauden la historia. Nao sonríe, complacida.
Siguen jugando hasta que se hace el silencio. Se oyen pasos entrar a la cara. La madre es la primera en levantarse y aproximarse a la puerta.
—Kotaro —dice—, bienvenido.
Se agacha cuando llega hasta él y le toca los pies.
Izuku lo mira, con atención. Es un hombre con cabello negro, corto, muy alto. Su presencia impone porque su semblante es severo en extremo.
Los niños se aproximan y repiten el gesto de su madre minutos antes. El hombre toma a Tenko por un brazo. A Izuku le parece que aprieta más de la cuenta.
—Te vieron cerca del templo —recrimina el padre—. ¿Por qué estabas…?
—¡Kotaro! —recrimina Nao.
—¡No te metas!
Izuku se fija en Tenko. Comprende, con terror, que aquel niño que más tarde se convertirá en el hechicero Tomura Shigaraki, tiene más en común con él de lo que le gustaría admitir. Reconoce el miedo, la cautela, el silencio. Kotaro Shimura en ese momento es como los peores recuerdos que tiene que Hisashi Midoriya.
—¡Kotaro! —insiste Nao.
Algo se rompe. De repente ya no hay niños felices escuchando una historia. Sólo un niño asustado, buscando la salida más rápida a aquel embrollo.
—Sabes que no debes ir cerca del templo —sigue Kotaro—. No creemos en esa… mujer… —y parece que esa palabra la escupe—, ese culto… demente…
—¡No fui al templo! ¡Lo juro! ¡No fui al templo! —grita Tenko Shimura.
Izuku cae de rodillas. Está fuera de ese plan, de esa escena. Es sólo un espectador. Extiende sus manos hacia Tenko Shimura y tarda un momento en darse cuenta de que haría lo que fuera, en ese momento, por abrazar a su enemigo.
Los moretones no se ven. Nunca se ven. Izuku reconoce la forma en la que Tenko se asegura de que nadie nota las marcas de los golpes en su espalda. La escena, asume, es de unos días después. Es apenas el amanecer y el niño sale de su casa antes de que alguien pueda darse cuenta de que no está. Izuku lo sigue a través de los caminos de la aldea que llevan todos, invariablemente, hasta el templo de Jaku, dedicado a La Madre, Nana Shimura. Tenko, su descendiente, se dirige con mucha seguridad hasta allí.
Cuando llega, apenas si hay unas sacerdotisas. Nadie comenta nada al verlo aparecer, lo que hace suponer a Izuku que no es la primera vez que se acerca hasta el lugar.
El templo de Jaku es realmente majestuoso, incluso aunque parezca en decadencia. Sus escalinatas para llegar hasta lo más alto se muestran imponentes ante la gente que se acerca. Las gárgolas de los techos mantienen lejos a los malos espíritus. Izuku sube detrás de Tenko Shimura y llegan al atrio del templo. El niño, con seguridad, se dirige hasta la estancia principal, allí donde hay una pintura de Nana Shimura sonriendo, señalando su sonrisa con sus dedos. El niño se queda mirándola con los ojos muy abiertos, sin arrodillarse. Izuku no puede contener el impulso.
Ese templo ya no existe. Está en un recuerdo. Aquel momento nunca existió.
Y de todos modos se arrodilla ante La Madre, Nana Shimura, y reza.
«Madre de todos nosotros, cuídanos en nuestras horas más oscuras y alégrate en nuestras horas más claras».
El niño la ve con los ojos muy abiertos; habla en voz muy baja.
—Mi papá te odia.
«Madre de todos nosotros, cuídanos en nuestras horas más oscuras y alégrate en nuestras horas más claras», repite Izuku, pensando en Tenko y en que probablemente nadie lo va a proteger de sí mismo.
—No sé por qué —dice, con mucha seguridad—. Hana dice que tienes nuestro apellido porque descendemos de ti. Hana siempre dice la verdad. —Hay una pausa y entonces el niño se arrodilla también. La mira muy atentamente—. No sé… No conozco… No sé lo que otros dicen… No sé… —titubea—. Quiero decirte que seré como tú… No, seremos. Hana y yo. Llevaremos nuestras sonrisas muy lejos. Lo prometimos.
Y entonces sonríe.
Izuku se queda mirándolo y extiende su mano hasta él.
«Tómala», piensa. Pero Tenko Shimura está atrapado en otro tiempo y él está fuera de él. «Tómala», repite. Pero es sólo un espectro condenado a observar el pasado.
Y en aquel momento, Tenko Shimura parece realmente feliz.
Los golpes, los gritos, las lágrimas. Kotaro Shimura descubrió, de una vez por todas, las excursiones de su hijo. Quiere destrozar la promesa que él y Hana tienen de una vez por todas. Recordarles que su culto no es el de una mujer que muchos años atrás abandonó a un hijo para salvarlo, dejando a los Shimura para siempre desamparados. Izuku no ve nada. No podría soportarlo. Sabe lo que es aquel enojo y aquella impotencia. Aunque con su padre nunca fue igual. Inko siempre pudo detenerlo mientras Izuku fue sólo un niño, evitar que le hiciera daño. Evitar que todo pasara de unos cuantos golpes o de un revés en la mejilla. La adolescencia y su juventud lo cambiaron todo, pero Izuku se esfuerza por dejarlo atrás; ya no tiene caso dar vueltas en torno a las cicatrices —la visible y las invisibles— que Hisashi Midoriya le dejó.
Pero en ese momento quiere acabar con Kotaro. Detenerlo. Decirle que su furia no puede ser descargada contra un niño que desea ser feliz que no conoce todas las complicaciones del pasado. Pero todo acaba cuando Nao grita y Tenko sale corriendo. Se refugia en la parte trasera de la casa y uno de los perros callejeros —su favorito—, acude en su auxilio. Tenko llora.
Izuku se acerca y se pone en cuclillas junto al niño. Hace un ademán de consuelo que el niño no ve.
—Nos iremos un día —dice—, nos iremos… —Hipa en las primeras palabras, pero las últimas salen cargadas de un resentimiento infantil que apenas si puede comprender—. Un día, lo verás, nos…
Las palabras y las lágrimas —mezcladas las tristes con las furiosas— siguen. Izuku se queda a su lado.
«Todo estará bien», quiere decirle.
Pero, en vez de eso, sabe que nada estará bien. Así que se sienta y espera el desenlace de aquella historia.
Notas de este capítulo:
1) Adoro que Mitsuki sea la voz de la razón de Katsuki. Encuentro complicado que vuelva a salir, pero adoro invocarla desde la memoria del Rey Bárbaro. Lo que le dice sobre el deber y Katsuki recuerda hace alusión a lo que su maestro le dice a Ged en Un mago de Terramar de Ursula K. LeGuin, una obra de fantasía muy importante.
2) La historia que Nao Shimura les cuenta a sus hijos está inspirada en dos: en Las Mil y Una noches y la historia de Sherazade que narra una historia que se corta siempre al llegar al amanecer y en la leyenda novohispana de La mulata de Córdoba. Monogatari es cuento (o algo por allí) en japonés.
3) Me moría por escribir el flashback de Shigaraki porque, aunque no lo parezca porque es el malo maloso de esta historia, es de mis personajes favoritos en toda la historia y quería retratar el conflicto de Izuku al querer salvar al niño y tener que enfrentarse al adulto. No desesperen que Katsuki e Izuku no estarán separados mucho tiempo. Pero necesito contar la historia de Shigaraki. Izuku tiene que conocer a su enemigo para derrotarlo y Tomura lo conoce muy bien.
Andrea Poulain
