Aviso: no es que este alargando el final de esta historia, ni nada (aunque ya quedan menos capítulos que hace medio año), pero nos vemos en diez días, el 8 de marzo.
Capítulo XXXVI.
Un niño sin nombre
I.
Hay algo en el aire.
Izuku, totalmente fuera de ese mundo, recuerdo o memoria, lo siente. Siente un aire viciado, donde corre un hedor no identificable.
Tenko se abraza a su perro favorito en busca de consuelo y lo encuentra, aunque sea brevemente.
Izuku se distrae con algo que corre en el aire. Algo clama venganza y destrucción para volver al orden. Algo clama un cambio. Algo clama desesperación. Se da cuenta que es la magia que lleva décadas y generaciones enteras comiéndose al reino Shirakumo y acabando con sus tiempos de gloria y su edad de oro. La siente en su piel —que no es piel, porque él mismo es un espíritu que no existe en aquel tiempo, una aparición, algo irreal que quiere alcanzar a Tenko Shimura sin alcanzarlo.
La magia, ya maldita, cansada, corre.
Es magia a la que intentaron controlar. La extrajeron de sus fuentes primarias, la arrancaron de la naturaleza, de las palabras, del lenguaje de las brujas y la piel de los hechiceros. Le arrancaron la vida a esa magia y sólo dejaron el poder. Las palabras de Inko Midoriya suenan en el corazón de Izuku. «No hay magia buena, ni magia mala. La magia es y los humanos, algunas veces, pueden comunicarse con ella». Algunos intentan hacerlo, sin lograrlo, toda su vida. Otros, sin pedirlo, obtienen el don. Izuku comprende demasiado tarde que Tenko Shimura fue, hasta esa noche, alguien a quien la magia no tocó tan directamente.
Lo observa abrazar al perro y comprenderlo. Recargarse en él. Siente todavía la tentación de extenderle la mano, ofrecerle entendimiento. Abrazarlo porque entiende lo que es tener un padre cruel e incomprensivo. Tomar la mano de quien más tarde será su enemigo y ofrecerle cualquier consuelo.
Pero no puede, porque no está allí.
Comprende, cuando el hedor mágico del ambiente empieza a sofocarlo, que Tenko Shimura no nació hechicero ni maldito.
La magia encontró, por pura casualidad, sin querer, su tristeza, su miedo y su odio; los hizo suyos. Se adueñó de sus sentimientos y se metió entre ellos. Es un momento, apenas. Visto y no visto. Se desliza entre sus dedos e Izuku puede casi verlo —ventajas del estado del no-ser en el que está—, corre por sus venas, se instala en su corazón y lo sofoca con todos los sentimientos de los que se agarró.
Visto y no visto. Un momento está y un momento ya no.
Tenko Shimura aferra al perro con fuerza, ese animal comprensivo que ofrece el consuelo en forma de un pelaje suave y lametones sobre su piel. Lo aferra con los cinco dedos. Y entonces la magia maldita —el toque del hechicero— hace su trabajo. Todo es sangre de repente y un olor metálico impregna el ambiente. Tenko en darse cuenta de lo que ocurre, en la sangre que sale de la espalda del perro, allí donde tiene la mano.
No entiende.
Izuku ve en su cara toda la incomprensión del miedo y el terror. Voltea a todas partes, buscando algo.
E Izuku entiende.
Piensa en un hechicero, alguien que haya hecho eso, mientras aferra más fuerte al perro, que ni siquiera llora, porque no le da tiempo. Tenko Shimura intenta, por unos momentos, salvar un cadáver que el mismo mató, porque no entiende que las manos asesinas son las suyas.
Izuku abre los ojos.
—¡Tenko! —grita, pero ni siquiera el viento lo escucha.
La tragedia se desarrolla ante él sin que pueda detenerla porque es el pasado y a él Tomura Shigaraki sólo lo arrebató de su tiempo para mostrarle eso.
—¡Tenko!
Pero nadie escucha. Ni las aves, ni los insectos, ni los muertos, ni Tenko Shimura.
Ni siquiera Hana, que sale llorando, buscando disculparse porque Kotaro golpeó a Tenko y de alguna manera se considera responsable de su hermano menos.
—¿Tenko? —llama.
Y a ella si la escucha el niño asustado que todavía está abrazando las vísceras de un perro. Abre los ojos de terror. Todavía está convencido de que algo —alguien— malo está cerca.
—¡No vengas! —grita.
Hana parece creer que sólo está enojado.
—¡Tenko! —grita. Lo ve y en la oscuridad no entiende la escena, le parece a Izuku. Sus ojos están confundidos. Tenko tiene los ojos muy abiertos, asustados, Hana no se acerca con cautela. Quiere consolar a su hermano como sea necesario y eso asusta a Tenko. El niño, en medio del terror, creyendo que protege a su hermana, alza una mano e Izuku ve el fin.
Es rojo. Rojo oscuro, pintado de noche. Un grito. Las manos de Tenko son el arma y él no lo entiende.
Toca a Hana intentando alejarla de sí y de patio, rogándole que vuelva a meterse en la casa y en vez de ello la ve morir frente a él, entre sangre y un grito que empieza pero no termina.
La madre lo oye.
—¡NO TE ACERQUES! —grita Tenko cuando la ve salir. Es un alarido de pura desesperación. No procesa lo que tiene frente a sus ojos, porque es demasiados. Restos de un perro muerto. Su hermana. En pedazos. Sangre en la tierra y en el aire. No distingue el hedor de la magia maldita, pero Izuku lo ve con los ojos muy abiertos. No puede respirar.
Nao Shimura se acerca por última vez a su hijo sin ver la magnitud de lo que tiene frente a ella. La muerte la encuentre sin ver los restos de su hija mayor y eso, quizá, es una bendición. Las manos en pánico de Tenko la encuentran y la intentan alejar y se vuelve sangre. El ambiente es metálico y pesado y es entonces cuando el niño, en medio de un alarido que se vuelve aullido deja de buscar a las fuerzas malignas y externas que están acabando con su familia. Deja la garganta en el aire y algo explota dentro de él. Izuku puede ver sus pupilas dilatadas y sólo adivina. Pero el estrés y, quizá la magia, y el aullido que rompe la noche, hacen que su cabello pierda todo el color. Queda de un color azul mugroso.
Ah. Así fue. Allí empezó a nacer Tomura Shigaraki.
Su padre sale, alertado y asustado por el ruido y lo ve. Ve la sangre y no sabe que pasa.
—¡Tenko, para!
El niño voltea a verlo. Lo ve con unos ojos grandes y desgraciados. En ese momento, Izuku observa como Kotaro es la personificación de todas las pesadillas de Tenko Shimura. Izuku lo entiende, porque un día Hisashi Midoriya fue la personificación de sus miedos. Ya no más, no puede darle ese poder a un padre que ya está muerto.
Izuku sabe que Tenko entiende porque, cuando Kotaro se acerca, el niño da un paso al frente y, con toda intención y alevosía, con toda la comprensión de lo que causa, el niño pone la mano abierta, los cinco dedos, sobre el rostro de su padre. El mundo acaba de noche, en silencio, en terror.
Kotaro Shimura muere y Tenko Shimura no grita. La impresión de lo visto inunda su mente y olvida todo lo demás.
De repente es un niño abandonado, sin nombre.
Nadie relaciona al niño de cabello negro que se rascaba debajo de los ojos hasta sangrar con el mismo niño que lo hace pero que tiene el cabello de un azul que se acerca al gris. La gente lo ve merodear entre la casa de los Shimura y el templo y todos piensan: «pobre, ya lo ayudarán las sacedotisas». Y a veces las sacerdotisas lo ven y piensan: «ya lo ayudará otra». Van todas muy apuradas, se mueven de ciudad en ciudad, de templo en templo. Hablan de otras cosas. Por todos lados se ha extendido la noticia de que el príncipe heredero ha muerto. Todos se preguntan cómo serán las honras fúnebres de Oboro Shirakumo, todos cuentan la historia de un caballero que juró oír su voz cuando ya había muerto, todos hablan de los regios atuendos blancos de los padres del príncipe.
Nadie se detiene en un niño desgraciado.
Pasan días y días y días y días. La magia se acumula.
Pasan las semanas.
El niño sin nombre no entiende lo que ocurre ni lo que ocurrió. Piensa en sangre, pero no sabe por qué. No sabe si tiene madre o padre. Ni siquiera sabe por qué se aferra a una casa llena de cadáveres que nadie se ha molestado en recoger.
Su respiración entrecortada intenta comprender o buscar recuerdos. Empieza a desesperarse cuando no lo logra.
Entonces sus manos furiosas tocan la tierra y el mundo explota.
Toda la tierra queda baldía. Los pocos sobrevivientes se arrastran.
Así, comprende Izuku, una tierra entera quedó maldita. No por la furia de dioses antiguos, ni por la desesperación de la magia encerrada. La magia sólo se pegó al niño y el niño lloró; obligó al mundo a escuchar su grito y a llorar con él. Está más allá de toda comprensión de toda explicación. El niño que fue Tenko Shimura y no recuerda haberlo sido sigue vagando entre los restos del templo y la casa que fue su hogar hasta que un hombre que se cubre con una capa de color marrón, escondiendo debajo ropas lujosas que Izuku alcanza a ver sólo de casualidad se acerca hasta él.
—Curioso —murmura el hombre antes de acercarse más. Su voz resulta conocida—. Todo apunta a este lugar.
El niño sin nombre alza la vista y mira.
El hombre se acerca con cautela.
—Apuesto a que pediste ayuda, ¿no? —le dice—. Y apuesto a que nadie se detuvo a dártela. —Hace una pausa más larga esa vez, antes de la pregunta retórica—. ¿No?
El niño sin nombre no responde.
Entonces el hombre extiende una mano y con la otra se baja la capucha, mostrando un rostro amable.
—Ven —dice.
Izuku lo mira sin reconocerlo por un momento. Pero el cabello gris ensortijado —como el suyo, aunque de diferente color— está allí y están allí sus ojos y está allí su porte que conoce también.
El Rey Hisashi Midoriya lo mira sin verlo desde el pasado.
Le cuesta pensar que aquel hombre que hace un esfuerzo por presentarse amigable sea el mismo Hisashi Midoriya que tantas veces le cruzó la cara con el dorso de la mano y que le puso el atizador de la chimenea en el pecho para decir que, si no accedía a casarse, su madre pagaría las consecuencias. Falta su tocado y las ropas de rey sólo se adivinan detrás de una capa raída, sin verse realmente. No parece su padre e Izuku sabe que lo es.
—No puedo… —dice el niño. Esconde las manos.
—No te haré daño —insiste el hombre.
Parece paciente. Izuku lo analiza. Nunca había visto al Rey Hisashi Midoriya de aquella manera.
—Mis manos… —dice el niño sin nombre—. Mis manos… hacen… —Parece a punto de echarse a llorar—. Mis manos… son malas —concluye, finalmente.
Hisashi Midoriya sonríe e Izuku no sabe si es sincero o una mentira.
—Lo arreglaremos.
Parece sincero y eso es lo que acaba de romper su corazón. Así que sí fue cómo su padre encontró a Tomura Shigaraki. Sin nombre, sin esperanzas. Sólo un niño que se aferró a la primera mano amable que le ofrecieron.
Izuku observa a Hisashi Midoriya usar y querer al niño sin nombre que se convertirá en Tomura Shigaraki. Hay una línea que se difumina entre una acción y otra, porque lo observa tener toda la paciencia que no tuvo con su hijo, pero a la vez ve asomarse la codicia. Comprende, mientras observa como tratar de mantener a raya la magia del niño, para empezar a enseñarlo cómo controlarla, que lo quiere porque atisba todo el poder que tiene. Quizá, piensa Izuku con bastante certeza, lo quiere porque si lo entrena bien se convertirá en el hechicero más poderoso de los siete reinos restantes.
Siete. Número cabalístico ahora que no está el reino Shirakumo.
Hisashi Midoriya coloca en el cuerpo del niño sin nombre las manos de los difuntos. Le da especialmente la de su padre, y el niño la mantiene tercamente frente a su cara. Tenerlas cerca lo tranquiliza.
Eso ayuda.
Lo observa. Adivina su historia antes de que el niño entienda su pasado.
—Tomura —le dice—. Necesitas un nombre; Tomura será tu nombre.
Tomura es una palabra que, en los dialectos más antiguos que se convirtieron en la lengua común del norte, significa extrañar o añorar a alguien después de su muerte. Tomura añora el pasado que él mismo mató, así que el nombre es adecuado.
—Y Shigaraki —dice Hisashi Midoriya—, ese es un buen apellido. —Luego se queda pensando y agrega, más para sí que para el niño—: Era el apellido de mi madre.
El niño sonríe tal y como lo hizo en un pasado, cuando todavía era Tenko Shimura y así, Tomura Shigaraki ha nacido.
Izuku observa con curiosidad a su propio padre ser más paciente de lo que fue nunca. Es curioso buscar al monstruo que tantas veces le pareció ver de niño —antes de entender que la maldad de su padre era desesperantemente humana— y no encontrarlo. Tomura Shigaraki no conoce la violencia que él si conoció, ni las palabras hirientes, ni el rechazo absoluto que Izuku sufrió desde siempre. Hisashi Midoriya va y viene y educa a un niño ajeno, hasta que acaba por llevarlo a la corte.
Después de todo, todo va y vuelve a Hisashi Midoriya. El principio de todo, el final de todo.
Quizá aquella es una venganza, comprende, porque Tomura Shigaraki lo quería y entre Katsuki e Izuku se lo arrebataron. Quizá aquel es un reclamo de lo que siempre iba a ser para él, aunque no estuviera para él el papel protagonista: la herencia que Izuku despreció.
Izuku comprende y no comprende.
Tomura Shigaraki es mucho más de lo que pensó nunca y lo asusta incluso más que antes.
Tiene un alma. Izuku se ha asomado a ella y la conoce. Piensa en ofrecerle un abrazo, pero también la odia. El recuerdo de los dedos en su cuello y la promesa de entregarle la cabeza del Rey Bárbaro se pelean contra el impulso de Izuku de buscar a un niño desgraciado y ofrecerle el consuelo que nadie le dio.
Y así como empezó todo, termina.
—Ahora recuerdo —dice Tomura—; recordé hace tiempo…
Izuku respira de manera entrecortada.
—No puedo perdonarte. —Prácticamente escupe las palabras—. Pero… tampoco… no puedo… no puedo odiarte.
Busca su mirada. Los ojos rojos de Tomura Shigaraki parecen burlarse de él. A Izuku ni siquiera se le ocurre intentar atacar en ese momento. Estratégicamente no serviría de nada: no tiene un arma ni algo con lo que contrarrestar la magia de Tomura. Si quiere matarlo, lo hará.
Izuku simplemente confía en que retrasará el momento, en que no lo matará allí, en una habitación olvidada del templo de Jaku.
Tomura Shigaraki toca con sus cinco dedos el grillete en uno de los brazos de Izuku y este se desintegra. Luego, con cuatro dedos, aferra su muñeca.
—Sabes lo que ocurre si pongo el último dedo —dice, mirando a Izuku. Lo ha asustado así ya suficientes veces como para que Izuku contenga la respiración y piense lo peor. Lo obliga a caminar de un jalón, hacia la salida—. Vamos, Izuku Midoriya, todo termina hoy.
«Izuku Bakugo», piensa, mientras camina tras Tomura Shigaraki.
Qué cosa tan absurda para pensar cuando uno está al borde de la muerte.
Tomura sólo lo suelta cuando están en la estancia principal del templo, allí donde ya no hay un altar, pero sí pedazos de un tapiz en donde se adivina la figura de La Madre, Nana Shimura. Aunque es incorrecto decir que lo suelta: más bien lo arroja hacia adelante e Izuku trastabilla, intentando mantenerse en pie, pero Tomura lo empuja hasta que cae de rodillas frente al tapiz. Sus huesos truenan con el suelo.
Izuku intenta mirar alrededor y así se da cuenta de que no están solos. Pegados a las paredes están en resto de los aliados de Tomura. El mago de fuego, la bruja, el hombre lagarto. Izuku los ve sin mirarlos, porque su cerebro está intentando a toda costa encontrar una manera de ganar aquella pelea. Sin armas, sin números favorables, sin magia. Sólo él contra un hechicero.
Siente la mano de Tomura en su nuca. Cuatro dedos, cuenta. Aunque tiene la idea de que ya no necesita los cinco para usar su magia, pero disfruta torturándolo.
—Arrodíllate ante ella, que sea lo último que mires —espeta—. La odio, ¿sabes? La odio también.
—Ella me dijo… —intenta Izuku.
—Nana Shimura empezó todo el círculo de odio y todo lo… —Tomura se corta de repente, como si hubiera hablado de más—. Abandonó a su propio hijo y después fue incapaz de salvar incluso a sus descendientes. —La furia fría impregna su voz—. ¿Y así puedes amarla?
—¡Me pidió por ti! —grita Izuku—. ¡La vi una vez y…!
—¡¿Te habla a ti pero no se atreve a presentarte ante mí?! ¡Es una diosa y no puede ni siquiera dirigirnos una mirada…!
—Es una mujer —responde Izuku—, sólo una mujer. Nosotros… la volvimos divina…, pero antes que diosa es mujer y… —Alza su mirada para atisbar la figura de La Madre. Divina y etérea. Alejada de todos lejos. Izuku cree en ella como nunca ha creído en alguien más; se ha encomendado a ella en cada momento, en cada lágrima, en cada error y en cada sonrisa. No sabe si Nana Shimura ha velado realmente por él, sino es más que una mujer que predicó el amor convertida en diosa a la que le construyeron templos llenos de lujos que nunca tuvo en vida, pero le basta con creer que sí—. Vi como la mirabas, entonces…
—Entonces es mucho tiempo —espeta Tomura—. Me abandonó a mi suerte. No me rescató nadie más que tu padre, al que dejaste que tu esposo matara. ¿Se sintió bien destruir su legado?
No es sólo furia lo que hay en las palabras del hechicero. Izuku encuentra también la tristeza y comprende con un dolor extraño que Tomura no comparte sangre con su padre, pero fue más hijo de Hisashi Midoriya que nadie. Conoció una faceta que para Izuku nunca estuvo presente y quizá también lloró su muerte —o gritó de frustración para que el mundo escuchara—; el príncipe se ve cercano a su enemigo y comprende que son dos líneas paralelas destinadas a nunca entenderse, no del todo. Izuku ve el dolor de Tomura sin comprenderlo y Tomura ve el miedo de Izuku sin saber de dónde viene.
Los cuatro dedos del hechicero siguen sobre su cuello. Izuku tiene claro que planea acabar con todo. No tiene un plan. No todavía. Necesita tiempo.
—¿Vas a matarme? —pregunta.
—Ya sabes la respuesta.
Traga saliva.
—Katsuki te matará entonces.
—No si yo lo hago antes. —No puede ver la expresión de Tomura, pero Izuku juraría que sonríe de una forma taimada.
Eso lo hace soltar la primera lágrima que se vuelve un torrente. No sabe si lo asusta más la posibilidad de la muerte de Katsuki que la propia. O ambas.
«Madre de todos nosotros…», empieza, para mí. Los ojos de Nana Shimura le devuelven la mirada.
—No lo mates —pide. No, suplica—: Por favor. —Apela a la generosidad inexistente del enemigo.
«… cuídanos en nuestras horas más oscuras…»
Los dedos se aprietan en su cuello.
—Por favor —insiste. No le importa la humillación. Su orgullo no va a mantenerlo vivo y, estratégicamente, a Tomura parece deleitarle verlo así. Quizá…, un momento más. No sabe qué hacer. Pero quizá. Un momento más.
«… y alégrate en nuestras horas más claras».
Los labios de Tomura Shigaraki rozan su oreja. El aire se llena de hedor a magia maldita como en los recuerdos.
—Le daré tu cabeza a tu esposo antes de matarlo —promete. Izuku tiembla.
«Qué hago», pregunta en una súplica sin respuesta. Nana Shimura le dijo que no huyera de su destino y ahora lo está encarando. ¿Es eso? ¿Allí acaba todo?
—Madre de todos nosotros —empieza; quiere decirlo en voz alta una última vez, rogando que Tomura simplemente lo permita, arrancándole momentos al destino—, cuídanos en nuestras horas más oscuras —y se rompe un poco su voz, buscando la respuesta a su destino, pero continúa igual— y alégrate en nuestras horas más claras.
Shigaraki lo empuja un poco. Izuku casi pierde el equilibrio, pero alcanza a escuchar sus palabras.
—Ella no vendrá.
Izuku cierra los ojos. Comprende entonces. Todo está en sus manos.
II.
Mientras más se acercan al templo de Jaku, más lo llena la furia. Esa siempre ha sido la fuerza que lo ha movido por el mundo, pero ahora lo ahoga. No está en su tierra, lo han arrastrado hasta el temible sur para obligarlo a pelear en un terreno que no conoce por aquellos que ama.
No marcha en busca de aquello que le pertenece, porque Izuku nunca será suyo.
Es grande y brilla con una luz a la que Katsuki sólo puede rezar por acercarse y suplicar que nunca elija otro camino, que se quede a su lado, que le permita permanecer a su lado. Izuku no sé da cuenta de que es lo que causa, pero Katsuki lo ve con la claridad del día y por eso insiste en mantenerlo tan cerca de sí.
«Formar una familia se trata de velar por ella también, Katsuki», oye la voz de su padre, gentil, intentando explicar la ruda forma de ser de su madre, la manera en la que lo obligaba a esconderse debajo de la mesa cuando era niño aunque él soñara con pelear. «Protegerla cueste lo que cueste. Nosotros los bárbaros…». Recuerda la pausa, las palabras muertas en la boca de su padre. «Nosotros los bárbaros nos abocamos con rabia a cuidarnos los unos a los otros. Familia a familia. Aldea tras aldea…».
Izuku es familia y hogar para él. Junto a él es capaz de construir un mundo nuevo.
Eijiro, bajo él, vuelva en silencio. Tienen mucha práctica comunicándose de aquella manera. Cuando ven los restos de una aldea bajo ellos y notan que ya no están muy lejos del templo de Jaku, Eijiro empieza a descender de manera vertiginosa. Empieza, también a tomar su forma humana mientras se acerca más al suelo y al final se queda sólo con las alas a las que se aferra Katsuki para no caer al suelo. Una vez en tierra, las repliega más no las esconde bajo la piel humana, como suele hacer.
—Aquí apesta —hace notar.
—¿Magia? —pregunta Katsuki—. Puedo sentirlo.
—Magia —confirma Eijiro, torciendo la nariz; el olor para él debe ser mucho más desagradable que para el Rey Bárbaro—. Apesta un chingo aquí. —Katsuki observa que se ha dejado pedazos de piel cubiertos de escamas rojas en la piel. Está listo para la batalla y su estilo siempre ha sido la fuerza bruta—. ¿Vamos?
—Vamos.
—No podemos llegar haciendo un desastre —le recuerda Eijiro. Esa había sido su manera de pelear mucho tiempo, pero en ese momento saben que es peligroso, hay demasiadas cosas en riesgo—. Así que… cautela… Tenemos que saber a qué nos enfrentamos antes, Katsuki.
No es el mejor estilo de ninguno de los dos, pero han tenido tiempo de practicarlo en el pasado.
Y así, lentamente, se mueven por Jaku, aproximándose a su templo.
Katsuki sube las escaleras del templo de Jaku sin saber qué es lo que va a encontrar dentro. Aferra la empuñadura de su espada, ya desenvainada, listo para lanzarse al ataque en el momento adecuado. Eijiro va unos pasos por delante, convirtiéndose en su escudo. Conocen perfectamente los movimientos del otro y pueden pelear juntos. Lo han estado haciendo por años. Además, se recuerda Katsuki, siempre es bueno cuando Kirishima va unos pasos delante: suele evitar que Katsuki se lance tras el peligro sin fijarse en nada más.
Oyen las voces en los últimos escalones.
«Ella no vendrá». Suena extraño, lejano. Es la voz de Shigaraki y a Katsuki le hierve el cerebro. Eijiro se detiene. Interpone una mano entre el mundo y Katsuki, asegurándose de que no salte, de que pueda mantener un momento más la cabeza fría. Eijiro es bueno en eso. Ha aprendido a que debe mantener la cabeza fría cerca del Rey Bárbaro y no le da miedo interponerte para protegerlo. Pelearon mucho cuando eran más jóvenes y Katsuki no medía ninguna clase de peligro; Eijiro siempre tuvo un temperamento mucho más calmado y entendía lo que era perderlo todo: ya lo había hecho una vez. Siempre fue fuerte, pero no siempre creyó en su propia fortaleza. Ahora que la entiende, puede hacer eso,
—Espera —murmura.
Su voz se pierde en el viento.
Katsuki se coloca a un lado de la entrada y Eijiro, deliberadamente, a modo de escudo, se coloca delante de él. Y luego, se asoman.
Más tarde Katsuki seguramente dirá que lo primero que distinguió fueron los rizos medio largos —casi hasta los hombros ya— de Izuku. Pero no.
Sus ojos se encontraron primero con el cuerpo de Tomura Shigaraki inclinado amenazadoramente sobre el príncipe Izuku, con una mano en su cuello. El príncipe de rodillas y el hechicero como su sombra.
La furia lo ciega.
O quizá es el miedo de estar tan cerca y tan lejos de Izuku.
Por un momento lo traiciona toda su consciencia y olvida que el príncipe —que es su esposo— no es un ser indefenso. La preocupación y el dolor y la rabia lo hacen desear poder convertirse en el escudo de Izuku, desea abrazarlo y protegerlo de todo mal. Sabe, muy dentro de él, que aquello no es posible, que sería minar la fuerza de Izuku, que sería no confiar en su esposo, en el amor de su vida. Pero no puede evitarlo.
Eijiro capta su atención, lo ve señalarle algo. Tarda un momento en distinguir a que se refiere.
A lo largo de las palabras, están otros aliados de Shigaraki. Atacarán en cuanto los vean.
Katsuki tiene todavía el collar que le dio Shouto Todoroki, podría usarlo. Pero prefiere esperar hasta tener la situación clara.
—Yo te cubro —murmura Eijiro—. Irás por Shigaraki, ¿no?
Katsuki asiente.
—Bien. Cuenta tres. —Eijiro cambia de posición con él. Katsuki aprieta la espada.
«Uno».
Han hecho esto tantas veces que ni siquiera tiene que pensar.
«Dos».
Katsuki fija sus ojos en los rizos de Izuku.
«Tres».
Eijiro lo empuja con fuerza y Katsuki recorre la mitad de la distancia antes de que alguien intente atacarlo. Ni siquiera responde cuando los oye venir, porque confía en que Eijiro le cuide la espalda, que es exactamente lo que el dragón hace. Katsuki se lanza sobre Tomura Shigaraki, todavía de espaldas a él y lo hace tropezar. Izuku cae en el proceso. (Tendrá que pedirle perdón después).
Oye gritos sin escucharlos.
Oye una voz que le devuelve la vida, la esperanza. Una voz que suena como música en sus oídos aunque la situación en la que está metido sea una suerte de desesperación sangrienta.
—¡Kacchan!
Respiraría de alivio si Shigaraki no se defendiera con fuerza, si la magia del hechicero no estuviera a punto de sobrepasarlo de nuevo. Apenas si puede desprenderse la otra espada del cinto y voltear un poco para lanzarla hacia Izuku con cuidado de no golpearlo y servírsela en bandeja a un enemigo.
—¡Creo que eso es tuyo! —dice, en vez de saludar.
La sonrisa de Izuku se ensancha.
—¡Kacchan, gracias! —grita.
Izuku la desenvaina justo cuando Shigaraki derriba a Katsuki. Por qué. Por qué siempre lo supera con tanta facilidad. Por qué Katsuki no puede con su magia. Por qué sigue siendo un pobre idiota indefenso ante la magia del hechicero.
—¡SUÉLTALO!
Es un alarido que destroza los tímpanos de cualquiera. Incluso Eijiro se detiene un momento. El tiempo parece quedarse esperando y lo único que Katsuki ve es a Izuku con un rostro furioso y desencajado, que se lanza contra Shigaraki. Katsuki jura que nunca antes lo ha visto así. Sus ojos brillan con una ira que no puede explicarse.
—¡Si me quieres a mí, no te atrevas a hacerle nada a él! —grita Izuku y lanza una estocada. Katsuki no alcanza a ver qué ocurre con Shigaraki—. ¡Me quieres a mí! ¡Y al reino que dejé! ¡Entonces ven a mí! ¡No te atrevas a hacerle daño a…!
Parece que logra su cometido, pero Katsuki no está libre de peligro. Y luego todo es demasiado rápido. Shigaraki pega un alarido desesperado, de dolor, porque Izuku la conseguido herirlo. Sus secuaces se reúnen cerca de él. El hechicero grita de furia.
—¡A ver cómo salen de esta! —amenaza y se agacha. Pone la mano en el piso, cinco dedos.
El templo se desploma sobre ellos.
—Kacchan, Kacchan… —La letanía desesperada lo mantiene vivo.
Eijiro hizo aparecer sus alas a tiempo y se convirtió en un dragón, cubriéndose de escamas que pueden resistir los golpes, protegiéndolos de las rocas que les cayeron encima. Alcanzó a cubrir completamente a Izuku, pero Katsuki tiene una pierna atrapada que duele como los mil demonios. Debe de haber, al menos, un hueso roto.
—Kacchan, Kacchan…
Izuku, entre la mugre y el polvo, se arrastra hasta él, jalando su espada.
—Kacchan —repite, cuando por fin puede tocarlo—. Kacchan… Kacchan…
Aun así, la letanía desesperada del príncipe no se detiene en ningún momento. Parece que Izuku se está ahogando en su alivio y en una suerte de felicidad pasajera, en la que concentrarse por un momento, en medio de una situación mucho más terrible que un simple reencuentro entre dos amantes.
Y Katsuki, desesperando por sentirlo estira una mano tanto como puede. Siente los dedos desesperados de Izuku que en medio de la oscuridad primero alcanzan los suyos y luego su rostro.
—Te extrañé tanto, Kacchan. Te quiero tanto, Kacchan…
—Idiota —murmura—. Necesito ayuda. —Las palabras arden en su garganta, porque le gustaría proteger a Izuku tanto como él lo ha protegido hasta ese momento. Unas por otras supone. Izuku y él se han salvado mutuamente demasiadas veces—. Idiota —repite, esta vez con un tinte cariñoso.
—Kacchan. —Izuku respira de alivio. Alza la mirada—. ¿Eijiro? —pregunta. Sólo se oye un gruñido—. ¿Puedes moverte?
Otro gruñido dudoso.
—Prueba —pide Izuku, quien se arrastra un poco más para revisar la pierna de Katsuki. El Rey Bárbaro oye sólo su respiración y a su espada que se arrastra por el suelo—. Creo que está… bien… dentro de… todo. Creo que… —Suspira—. No está pulverizada —decide—. Sólo rota. Es algo que Mina puede arreglar perfectamente.
En el aire vuela que mina no está allí y que el alivio no será inmediato, pero ninguno lo verbaliza.
—Puedo moverme con una pierna rota —dice Katsuki—. Sólo necesito que… ¿Son muy grandes? —pregunta.
—Creo que puedo… —Katsuki lo oye maniobrar, antes que verlo. Escucha el golpeteo de una roca contra otras más pequeñas, pero nada más—. Tengo un plan. Creo que tengo un plan. Sólo no sé cómo. Necesito agarrar a Shigaraki distraído. Él sólo. Yo y él. Vi su pasado, Kacchan… —Habla a toda velocidad mientras sigue intentando mover las rocas y el Rey Bárbaro apenas si puede seguirlo, con todo y el dolor punzante de la pierna—. No sé cómo… Sólo yo y él. Tengo la respuesta. La Madre me dijo que no huyera de mi destino y…
—El collar… —dice Katsuki, concentrándose en buscar una manera para mantener a los aliados de Shigaraki alejados del hechicero—. El collar. Eso puede servir.
—¿Qué? —repite Izuku.
—El que me dio el príncipe. Todoroki. Ese —responde—. Me dijo que lo usara. Podría… ¡Eijiro! ¡Apúrate!
Un gruñido de queja. Luego intenta mirar a Izuku, pero en la oscuridad apenas si lo distingue.
—¿Estás seguro? —pregunta—. Que tú solo…
—Necesito ayuda —admite Izuku—. Pero no acabaremos con Shigaraki con fuerza bruta y creo que sé cómo… Creo que él, sin querer, me dio la respuesta, cuando me enseñó su pasado… creo que… ¡Ya! —Por el sonido, a Katsuki le queda claro que logró mover una roca más grande. Eijiro también está quitándose el escombro de encima, poco a poco—. ¿Puedes mover la pierna?
Katsuki lo intenta, pero duele como los mil demonios.
—Necesito presión en… Carajo.
—Lo sé —responde Izuku, que parece mucho más adelantado que él. Se quita el cinturón y con ese envuelve el pedazo herido de la pierna de Katsuki, haciendo presión en él—. Lo sé. ¿Ahora?
—Un poco mejor. — Sólo un poco, pero consigue apoyarse en los codos para medio incorporarse—. ¿Cuál es tu plan?
—No estoy muy seguro de él —admite Izuku—, pero es lo único que se me ocurre. Tenemos que detener la amenaza. Aquí, ahora. No tendremos otra oportunidad. Pero creo que sé lo que la magia dentro de Shigaraki quiere. Aunque…
Eijiro suelta un gruñido cuando logra alzar la cabeza un poco, interrumpiendo a Izuku, y entra un poco de luz entre los escombros. Entonces, por fin, Katsuki mira con atención el rostro de Izuku, cubierto por el polvo, manchado por las lágrimas.
—Ey, ven —dice, en su voz más tranquila desde que llegó a Jaku. Faltan todavía unos momentos para que Eijiro los deje completamente libres, mientras sigue alejando escombros de sus escamas.
Izuku se acerca. Katsuki alza un dedo e intenta limpiarle las lágrimas, pero sólo se las embarra más, con los dedos llenos de tierra. Izuku le sonríe.
—Kacchan… —murmura, juntando su frente con la suya—. Kacchan.
Suena tan aliviado, tan feliz, como si creyera que todo tiene solución. Katsuki elige creerle. Lo besa y por un momento le parece que están de vuelta en el norte y que todo está bien. Están en la cama que comparten y Katsuki le dice «Alteza» al oído y lo recorre con los dedos. Por un momento, Izuku se deshace debajo de él y a Katsuki le parece oír en el viento la voz del príncipe que gime un «Kacchan» en el que envuelve todo su amor y su cariño y su adoración. Pero la realidad vuelve demasiado pronto, cuando el príncipe rompe el beso y todavía están en las Tierras Malditos, rodeados de magia enojada que tarde o temprano les pasará factura.
Alza la vista hacia arriba, buscando el cielo que todavía no pueden ver con claridad, pero del que se asoman algunas vetas por entre las escamas de Eijiro y las rocas que los cubren.
—Gracias —murmura, dirigiéndose a alguien más—. Gracias. —Suspira y Katsuki lo oye murmurar—. Madre de todos nosotros —empieza—, cuídanos en nuestras horas más oscuras y alégrate en nuestras horas más tarde.
Si no lo conociera, Katsuki estaría tentado a burlarse, a molestarlo, a despreciar sus rezos; quizá si no llevara un año y tantos observándolo y enamorándose de él, aquellas palabras le parecerían poco. Pero sabe que la fe de Izuku puede mover montañas, cabalgar el viento y salvarlo en los momentos en los que no hay esperanza. No la entiende y quizá nunca lo haga, porque su relación con los Sin Cara no se parece en lo más absoluto, pero sabe que la fe de Izuku es tan grande que no cabe en el mundo.
Cree en Nana Shimura.
Y cuando Eijiro alza por fin la cabeza al cielo, abriendo un espacio lo suficientemente grande como para que puedan salir y suelta un gruñido peligroso, Katsuki, aunque sea por un momento muy breve, también cree.
Se aferra a la esperanza de Izuku.
Notas de este capítulo:
1) Es uno de los más largos, por el flashback. En realidad AfO no existe en este universo, pero Hisashi cumple su papel, así que podría ser un AU de esos donde el papá de Izuku es AfO (aunque no realmente, porque AfO no existe). Ya tienen las respuestas de por qué Shigaraki es como es. Lo siento por el perro. Horikoshi lo hizo primero que yo.
2) La fe de Izuku siempre ha sido muy importante. No importa si Nana o no es una diosa o una simple humana que murió. La fe mueve muchas cosas dentro de esta versión que he hecho de Izuku y me gusta mucho representarlo. Creo que una de las cosas que más disfruto es inventarme religiones y todas las cosas que se mueven alrededor de ellas. Todos los Shimura son personajes increíblemente complejos y disfruté mucho usarlos aunque fuera un pedacito pequeño de la historia.
Andrea Poulain
