A principios de marzo, Shawn inicia la gira mundial.

Regreso a casa, con mi familia, luego de los días de febrero, y Shawn se va de viaje por los países cardinales de Europa, acompañado por su mánager y todo un equipo adyacente. Nos dedicamos al otro por la noche y nos contamos acerca del día. Me gusta oírlo hablar de los conciertos, el contexto total en que suceden; magnánimos, mágicos, inolvidables..., y gasto mis horas de sueño en ocuparme por completo de ello. Es casi como si estuviese ahí, con él. Las horas en las que tiene que descansar la voz, y preservarla para el próximo espectáculo, me pertenece dilucidar. Otras veces, escribo hasta llevarme a la locura, lugar cada vez más recurrente y familiar. Mediadas ocasiones, Shawn compone una melodía al hablarme, y es entonces que me consagro a admirarlo, sabiéndolo mi músico.

Su cercanía con Alessia Cara surge inoportuna.

En los días donde los rumores son especialmente fuertes, Shawn se queda hasta tarde al teléfono, recordándome con su sola presencia la honestidad de sus sentimientos. Nos observamos, el uno al otro, generalmente con una almohada bajo la mejilla, cuando los silencios dicen más que mil palabras, y dormimos siempre ante una última mirada hecha y coincidida.

Así, a marzo lo sucede abril, y con ello, la primera etapa del tour se da por finalizada.

Viajo a Canadá, como presta petición de Shawn, y él pasa a recogerme del aeropuerto.

Jake, su guardaespaldas, sostiene un cartel con mi nombre inscrito, a mi espera; llama la atención por la heroica postura que, tan naturalmente, adopta. Es un gran hombre, muy fornido y, contrario a mi buen Felipe, calvo. Sus ojos parecen demasiado pequeños en su rostro.

—Hola —digo, muy atentamente.

Jake arquea una imperceptible ceja.

—¿Eres África?

—Eso depende —respondo—. ¿Debo suponer que tú eres Jake?

—Soy Jake —dice Jake.

—Correcto, soy África, desde luego.

Jake sutilmente sonríe, estropeando una expresión generalmente estoica.

—Me pregunto qué pasos llevaron a nuestro niño bonito hacia ti.

—Eso —replico— es algo que no puedo revelar.

Me guía al estacionamiento del aeropuerto, hacia los brazos de Shawn, quien espera recargado en el vehículo. Está en pantalones vaqueros y chaqueta de mezclilla, resaltándolo joven y guapo. ¡Qué espera más larga ha sido esa! Los últimos de febrero han jugado con nuestra ambición, y marzo ha convertido nuestra paciencia en sincera calamidad. Abril es el reencuentro que esperábamos con avaricia.

Me planto frente a Shawn, él se incorpora y me contempla con notable atención. Merodea sitio, detalle y característica en mi cuerpo y rostro, como si estuviese relacionándome con la África de sus recuerdos. Empuño la camiseta blanca que usa bajo la chaqueta, interiormente tan... agitada. Shawn ahueca gentilmente mi mejilla en la cálida palma de su mano, roza cosquilleante mi pómulo con su dedo pulgar, y sé que me ha reconocido innata. Suspiro, embriagada, y le devuelvo la mirada por debajo de mis pestañas.

—Qué doloroso es extrañarte —le digo.

—Y qué maravilloso es tenerte —me dice.

Besa larga y dulcemente mis labios; caricia que pretendo profundizar al encontrarnos a solas, pero que disfruto igualmente. El desconsuelo, de la mano con la melancolía y el ahogo, se mitiga. Así que de esta manera debía de ser... no lo hubiese imaginado. Nada es como pensé que sería. No se parece a nada que haya conocido antes. Incluyéndolo a él.

Un suspiro sobrecogido, proveniente de fuente desconocida, se hace escuchar.

Echo una mirada a juicio sobre el hombro de Shawn, a un joven adulto sosteniendo una cámara de vídeo.

—Mamá denunciará a cualquiera —le advierto, y frunzo las cejas— que me grabe sin mi consentimiento.

Éste baja el equipo de grabación.

—¿Hablas de A-Argelia... Ruiz? —El camarógrafo traga visiblemente saliva.

Shawn voltea para verlo.

—Está bromeando, Louis —le dice, riendo—. África ya sabe quién eres.

Louis Flaherty parece despertar de una pesadilla, y se suelta a reír, nervioso, aún así aliviado. Tengo entendido que está a cargo de perseguir a Shawn, en todo momento, grabarlo en su quehacer diario; su habitualidad. La empresa de entretenimiento con la que Shawn firmó está reuniendo material para el documental, la filmación arranca con el inicio de la gira mundial.

Jake, el guardaespaldas, se mantiene cerca, y estudia divertido el intercambio.

—Mucho gusto, Louis Flaherty —digo.

Louis equilibra la cámara nuevamente.

—¿Puedes decir algo sobre ti, África?

Shawn sonríe.

—Oh, ella es muy buena en ello.

¡Qué embuste!

—Tengo una pregunta, en realidad. —Miro a Shawn e inquiero—: ¿Es prudente hacerla?

—Mmm —dice él, realmente cauteloso.

—Por supuesto —expresa, incauto, Louis.

—Al momento de editar este material... y añadir los pertinentes nombres, cierto, ¿me presentarás como «África Ruiz; novia de Shawn»?

Louis está patidifuso.

—Es posible.

Alzo mis cejas.

—Respuesta ambigua. —Suspiro—. Creo que sería más claro que, al momento de enfocarlo a él, lo presentaras como «Shawn Mendes; novio de África».

Louis parpadea.

—Bueno —Shawn sonríe—, eso ya te ha dicho un mundo sobre ella, ¿no, Louis?

—Sería más productivo —digo.

—Suena atrayente —se hace confesar Louis.

Louis Flaherty sube al vehículo estacionado, luego ha grabado más y lo suficiente, y parte rumbo. Tengo efectivas discrepancias, la verdad, sobre la idea de aparecer en cámara, en un trabajo que debería abarcarlo a él y únicamente a él. Shawn quería que hiciese esto, no obstante, y oponerme a sus deseos me está resultado imposible.

Me atrae hacia sí y descansa su mejilla a un costado de mi cabeza, dejando al tiempo transcurrir. Se conforta jugando con los largos mechones de mi cabello, que no termina de admirar.

—¿Lo tienes?

Busco en los bolsillos del abrigo un sobre de papel y lo meneo a sus ojos. Shawn lo atrapa y se apresura a abrirlo, sustrayendo las hojas de papel y leyéndolas con avidez. Kyandi e Italy han recibido un par similar.

—«En nombre del Comité de Admisiones —lee—, me complace ofrecerle la admisión a la Clase Grant Allen de 2019».

Shawn sonríe, como tenía tiempo sin apreciar, y me toma de las mejillas para plantar un profundo beso en mi boca, que me toma completamente desprevenida. El corazón me brinca exaltado en el pecho. —Estoy muy orgulloso de ti, bonita —susurra en mi oído, haciéndome sonreír—. Celebremos tu admisión en el restaurante —me dice—. Ya he hecho reservación, por supuesto. Creo que escuché a Marie soltar un suspiro de alivio, no estoy seguro.

—Es una cita.

Jake nos apremia a entrar al vehículo ante la vista de un fotógrafo. Con los conciertos siendo una certidumbre, la seguridad a su alrededor ha sido reforzada. En el auto, Shawn sube las ventanillas y conduce hacia el oeste por Highway 409.

—Temía que Argelia se mostrase en desacuerdo al permitirte venir conmigo —comenta.

—Se expresó transigente.

Shawn estira el brazo para combinar nuestras manos en una sola.

—¿Qué ha pasado? —El tono pesaroso en mi voz no le ha pasado por desapercibido.

—¿Sabes cómo, al descubrir algo, poco a poco, cosas que normalmente te desconciertan cobran el más exacto sentido?

Rápidamente, entre ráfagas de viento silenciado y grácil conducción, Shawn toma el carril derecho y se incorpora a la autopista 401. Nos conduce, ininterrumpidamente próximo, a la privacidad de su casa, en Arjay Crescent.

—¿Qué has descubierto?

—Una fotografía —respondo—. En la alcoba de mamá.

—¿Registraste entre sus cosas?

Hago un mohín.

—Suenas igual que Florida.

A principios de Semana Santa, mamá no se consiente vacaciones. Bien podría, pero no lo hace. Últimamente, está distraída en demasía, dueña de llamativas ojeras e indicios de conversaciones que nunca empieza o da por acabadas. Mamá en la vida está presta a ser una mujer preocupada, pero, óyeme, esto es excesivo. Si no quiere que me entere de algo, por lo menos debería esforzarse mejor. Luego de pensármelo medio día, arrastro a Florida por el pasillo, escaleras abajo, y nos plantamos ante la alcoba de mamá.

—No lo sé, África —dice Florida, mirando aprensiva la puerta de caoba; tiene la habilidad de expresar demasiado con tres o cuatro palabras.

—Nunca has tenido problemas en hacer esto antes —replico—. Estoy bastante segura de que esa chaqueta que traes puesta pertenece al armario de tía Jordania.

—¡Eso no tiene nada que ver!

Sin más, ahueco la perilla de la puerta y la hago girar. Para mi fortuna, –y remoto alivio–, la descubro abierta. Recelaba lo contrario. Entramos a la alcoba de mamá. Está oscura. Palpo la pared en busca del interruptor y doto de luz, como Dios sólo puede presumir ilimitadamente. Mamá incluso tiene un pequeño vestíbulo hacia el interior del dormitorio, ¿de qué te dan ganas?

Florida se acerca a zancadas al minibar y se arrodilla ante éste, desplegando sus puertecillas. En lo oculto, residen todo tipo de botellas de vino, tequila, sobres de té y granos de café. En la superficie, copas de cristal, tazas de porcelana, sobres de azúcar y una cafetera parecen ofrecer una expresa invitación.

—Argelia —suspira— es mi tía favorita.

—Tía Grecia no debe escucharte.

Se oye el tintineo de los frascos de cristal.

—«Cosecha 1991» —cita Florida, sosteniendo la botella de un vino tinto—. ¿No es ése el año en que nació Jartum?

—Sí, mamá tiene un vino de cosecha por el nacimiento de cada uno de nosotros.

Ella remueve un poco más el minibar.

—«1998». ¡Vientián! Pero, ¿dónde está mi África? Oh, ¡aquí estás! —Florida está sujetando una botella de vino que contrasta significativamente con las dos otras; ésta es más delgada y alargada—. ¿«Vino de hielo»? Pero... oh.

Le quito la botella de las manos.

—¿No es ese un viñedo canadiense? —indago, leyendo la etiqueta en el cristal.

—¿Cómo voy a saberlo?

Bajo la botella y observo a Florida; mi prima está mirando un punto insustancial en la alfombra tejida. Debe notarme verla, porque despereza su desatendida expresión y me lanza un guiño solazado. Le devuelvo el vino y ando con más énfasis hacia el dormitorio. La cama de mamá está dispuesta, con la colcha doblada de forma diagonal. Un saco de poliéster está tendido sobre las sábanas, probablemente descartado en el último minuto. A lo largo de la pared, empotrado, está un sofá en compañía de una mesita redondeada, abundante en papeles, y una taza de café vacía. Husmeo entre los oficios y rozo la vista por encima de lo esencial. Encuentro acuses, informes de valor, alguna que otra descuidada fórmula matemática, pero nada digno del interés que me hizo abrir la puerta en primer lugar.

Algunas otras hojas están garabateadas con distintos nombres de lugares; escojo una al azar y la amplío. Son ciudades, ciudades de Canadá. «Toronto», «Montreal», «Regina», «Vaughan», «Cataratas del Niágara»...

—Incluso estaba Pickering —digo a Shawn.

Está guiando el auto por el camino de entrada a la casa.

—¿Qué ocurre después?

—Naturalmente, busco en sus cajones.

En el buró, al lado de la cama, una lámpara de noche posee el espacio. Una libreta con resortes sostiene la tinta de un bolígrafo azul. Mayormente, se tratan de recordatorios. No encuentro nada relevante en el primer cajón, y Florida se limita a vigilarme –más no a ayudarme– desde el marco de la puerta, juzgándome con su quisquillosa mirada.

En el último cajón, descubro un libro.

Podrás imaginar cuál; el mío, con obviedad.

Extrañada, lo tomo en mis manos y lo observo con atención, como si algo en la portada pudiese explicarme la singularidad en la situación. Hojeo las páginas, y es entonces cuando hallo una fotografía incrustada entre las hojas pergamino. Se trata de un joven hombre, detenido frente a la Torre CN, donde alguien le toma una fotografía, –la misma que sostengo–, y le sonríe, lozano y divertido, a la cámara.

Primeramente, pienso en Jartum; es su cabello, su floja postura, incluso la expresión descarada en su semblante, pero resulta inverosímil. La fecha es de mayo del año 1991. Jartum siquiera era un embrión, pues nace a finales del mismo, en diciembre.

Sé quién es éste hombre –y sé que me niego a aceptarlo, como no he hecho con ninguna cosa antes. Es el hombre de Vaughan, aquél que pidió mi firma, con el eco de su juventud, frente a la librería de Leonie Lyon, me negó su propio nombre, y se alejó como si hubiese vencido un miedo.

Es el donador.

No existe distinta explicación. ¿Por qué, de otra forma, tendría un excéntrico parecido a mis hermanos? Vientián y él comparten la estatura y el tono de piel. Mamá no guardaría una fotografía suya, entre las páginas de mi primera novela literaria, y no me habría ocultado la verdad, si lo contrario fuese.

—África —llama Florida.

Escucho su voz como no la he escuchado; asustada, entristecida.

Le doy la vuelta a la fotografía y leo el revés. Únicamente una palabra: «Silvestre».

¿Silvestre? ¿Es ése su nombre?

Devuelto la fotografía al interior del libro, en el mismo número de página, y lo pongo en el interior del último cajón. Me levanto, desperezo las piernas de la posición acuclillada, y miro en torno a la habitación de mamá. ¿Tiene lógica el sentirme insegura? Estoy temiendo sus paredes, temiendo lo que pueda encontrar en otros cajones de seguir escarbando, pues mamá me ha mentido, me ha dicho que no lo conocía, cuando le miré a los ojos y confié en sus palabras. Me había decidido olvidar. No estoy resentida, simplemente confundida. ¿Por qué mantendría la fotografía del donador del proceso In Vitro, Silvestre? ¿Mero agradecimiento, debo suponer?

Me acerco al clóset. Florida extiende la mano, como si quisiese aprehenderme del brazo. Deslizo la puerta de madera y enciendo el interruptor. El clóset está agradablemente organizado; mamá es caracterizada por la armonía de sus costumbres, un equilibrio que mantiene sin exceder la obsesión. Centenares de ganchos de ropa, plazas con prendas ponderadamente dobladas, y estantes con zapatos. Destiendo los ganchos y descubro el compartimiento del otro lado. Unas puertecitas esconden una caja fuerte. Mamá guarda nuestros documentos ahí dentro.

—¿Vas a abrirla? —pregunta Florida, sin osar a entrar al clóset.

—No —digo—. Desconozco la clave.

—Estoy segura de que podrás adivinarla.

—No voy a arriesgarme a descubrirlo —declaro—. Si me equivoco, mandará una alerta al teléfono de mamá.

—Claro que lo hará.

Ya hemos bajado del auto. Camino junto a Shawn escalinatas arriba. Jake desciende de su vehículo y ronda la propiedad. Desde el salón circular, deambula una ligera melodía afable hasta el vestíbulo. Las luces están encendidas y se respira un cálido aroma a comida recién hecha. En los sillones de la estancia están mantas destendidas, y en su brazo se recarga una guitarra clásica, la mesita central está ocupada con papeles; acordes. La comparación, contra los días de enero, es abismal y beneficiosa. Luce como un hogar, en cada pequeño espacio, y la sensación es... sobre todo, encantadora.

Shawn tararea algo y me lleva al salón, tirando cortésmente de mi mano.

—Por la mañana viajaremos a Pickering, si no estás lo suficientemente cansada.

—¿Por qué estaría cansada? —me atrevo a preguntar.

Shawn sonríe al mirarme.

—No me creerás un hombre con escrúpulos, ¿verdad, bonita? No te he besado, tocado, complacido en semanas. Tú y yo, recuperaremos el tiempo perdido.

Así sucede, tal como él lo describe. Por el día, nos recluimos en el estudio de música y tocamos una que otra sonata. Shawn entona la canción que ha estado componiendo. Algunas partes de la letra me son tan íntimas y familiares. Me reprendo de preguntar, sin embargo, sobre quién trata, con el temor de que sea sobre mí. Aunque es insinuante y perfectamente alegre, contrario a lo que parece. Probamos bocadillos, en los descansos, y entre largos tiempos nos besamos. Juntos, las cosas rápidamente evolucionan. Un segundo, estamos besándonos con dulzura y, al prodigio siguiente, me tiene sobre el níveo piano, entrometido entre mis piernas como si no existiese disyuntiva sino venerar la humedad de mi femineidad. Nuestra dedicación está en adorarnos la piel más que en culminar vacíos y sin voz.

Por la noche, nos preparamos para la cena en The musician & The maroon, reservada a las 8:30. Shawn olvida ese intemperante detalle cuando, al entrar al dormitorio y encontrarme, su novia, en un suelto vestido negro de encaje, de delgados tirantes y cuello profundo, –remontándonos a la visión de nuestra noche, ese San Valentín–, se arrodilla ante mí, con la excusa de atar las tiras de mis tacones, tirando de su oscuro pantalón de vestir y tensionando la camisa negra en torno a su torso y brazos, que lo abraza magnífico. Cumple su promesa. Los peinados rizos castaños se pierden bajo la falda de malla del vestido, agitando las capas, y se acerca a punta de besos a mi intimidad. Ya me ha bajado las bragas.

—¿Has continuado teniendo sueños? —pregunta, abusando de satisfacción.

Lame la cara interna de mi muslo, y cubro mi boca, mordiendo la palma de la mano en un intento por no evidenciar mi desbordante excitación. Murmuro una respuesta positiva. —Muy bien —gruñe Shawn—. Hagámoslos realidad.

No hace falta más. Este mes lejos nos ha hecho desesperados, propensos y fáciles de actuar. La distancia, no se va a negar, ha acrecentado el deseo, ya descomunal, y lo ha hecho salvaje e imprudente. Nos quita toda moderación. Su lengua conoce su feminidad, como nadie lo ha hecho –como nadie nunca lo hará. Tiemblan mis piernas, tiembla mi mundo. Fortuitamente, mis terminaciones nerviosas se sacuden, perturbadas, y tratan de controlar la fuente que les da vida. Shawn se abraza a mis caderas, moldeándome al carácter de su apetencia, y hunde más su rostro entre mis piernas. Sangra mi boca por la sujeción de mis dientes, pero la excitación supera cualquier dolor superficial. Él introduce su lengua en mis pliegues, explotando en mí un torrente húmedo y sofocante. Mueve sus diestros labios, –dueños de un canto mágico–, en la danza de un beso lento. Lo hacen tan bien... Asgo su cabello en dedos enrojecidos, manteniéndolo justo así. Shawn empuña la tela de mi vestido y profundiza. Entreabro los labios y en borrascas de agitado aliento clamo su nombre. Con la velocidad de su lengua y los juguetones chupetones, llego en largas dosis; el tornado, cada vez más familiar, se rompe y cae por mi feminidad. Inunda su boca y él satisface su sed.

Mientras me recupero de los estragos restantes, Shawn sosiega los calambres en mis músculos al besar tiernamente mis muslos. Me viste con las bragas, a la postre, y se reincorpora en su estatura; sus manos se rehúsan a abandonar mi cuerpo. Se abraza lentamente a mi cintura, sedándome en calor. Le observo acercarse, enmudecida, agitada, enamorada, y posar en mis labios un beso con mi propio sabor.

—Eres lo más rico que he probado —susurra, en mi boca.

De buenas, Bea sólo está en casa los domingos.

Shawn informa a Jake que no requerirá su asistencia. A la puerta trasera de Fish and More, Roxanne nos recibe con una grata sonrisa y nos encausa al reservado de June y Johnny. En medio de la cena, no soporto la tensión. Deposito la copa con vino en la mesa y pido a Shawn acompañarme al tocador. Desato la liberación de sus puntos más tensos y en mejor control, ahí mismo, me arrodillo ante él, le desasgo el cinturón, y lo recibo en mi boca. Dios sabe que lo extrañé y que se lo demostraría. La añoranza, de los anteriores días, nos pasan cuenta. Me dejo a su merced. Shawn me toma por el cabello y guía suavemente mi cabeza de atrás hacia adelante. El eco de su desastrosa respiración llena el cuarto de baño. En último momento, emerge de mi boca con un viscoso sonido, y se vacía en su mano.

De vuelta a la mesa, con concupiscencia ya saciada, nos entregamos al carácter de la cita.

—¿Por qué Silvestre se acercaría a ti, esa noche en la librería? —inquiere Shawn.

Silvestre se había opuesto a decir su nombre, lo deduje trivial. Ahora tiene un motivo clarificado.

—Curiosidad —tanteo, incierta—. Tal vez deseaba conocer el resultado de su pequeño experimento.

—Es increíble —rezonga Shawn— cómo te gastas en burlarte de ti misma.

Compartimos el postre, «crème brûlée à l'érable», rico en maple y en trozos de cerezas.

—Algo sucedió entre Silvestre y mamá —digo.

Shawn detiene el tenedor, hinchado de comida, a medio camino hacia su boca.

—¿Ah, sí?

Si él fuese otro, posiblemente me reprendería tal comportamiento mío; andar de inmiscuida en la vida de mi mamá, una mujer adulta con vida e intimidades. Este caso no aplica con Shawn, pues oírme hablar de simplicidades es su pasatiempo.

—En las pruebas de Inseminación Artificial no es recomendable relacionarte con el donador. Mamá y él lo han pasado por alto; no me explico, de lo contrario, porqué ella guardaría su fotografía.

¿Quién es Silvestre? ¿Cuál es su verdadera cuna? ¿Cómo un supuesto hombre de Vaughan llegó a relacionarse con mamá?

—África —dice Shawn, y encuentra mi mano a través de la mesa—, tienes sus genes. Silvestre, en cierta forma, es tu padre...

—Pero no lo es.

—No —concede él—, no lo es. Pero...

—Ni siquiera sé porqué le doy tanta importancia. ¿Podríamos...? ¿Podríamos irnos a casa?

Shawn suspira.

—Lo que desees, bonita.

En casa, Shawn decide tomar una ducha, –de preferencia fría, ha dicho. He de aguardar en el dormitorio. Estoy frustrada y un tanto más molesta. No pensé hallarme en situación similar. Las cosas, inclusive las más insignificantes, están inmiscuidas en cambios tan precisos e irremisibles. Lo último que deseo es distanciarme de Shawn por una contrariedad que no le concierne. Mamá prácticamente se ha convertido en un fantasma en casa, lleva sus horas encerrada en la oficina. Florida no está de mi lado. Últimamente, ni siquiera la veo. Pasa demasiado tiempo con sus amigos, intentando cumplir su promesa a Silvain Desrosiers. Amelia está enfocada en entrar a la facultad de finanzas de Chiapas. Es cierto que el semestre final en la academia es demandante, y he quedado con Kyandi e Italy...

Estoy siendo, neciamente, irracional.

Deserto de los tacones en el dormitorio, y cruzo el pasillo, hacia donde el agua de la ducha se escucha correr.

Toco a la puerta del cuarto de baño; tres simples toques.

—¿Shawn?

—Cristo —jura él, desde el interior—, sólo entra aquí, África.

Descalzos, mis pies acarician el granito. Shawn está entregado al rocío en el centro del cancel, su cuerpo se halla difuminado, y tararea el coro de una melodía sin nombre. Abro el neceser y me dispongo a prepararme para dormir. Ignoro como mejor me conviene al hombre desnudo a mi espalda. El espejo, desdichadamente, me devuelve su tentador ritmo. Elijo una cinta y ato mi largo cabello en un moño, prosigo a desposeer mi rostro del maquillaje. Shawn calla de pronto. Alzo la mirada y la fijo en el reflejo. La regadera está encendida e irriga sobre él millares de gotas de agua. Shawn tiene los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás; disfruta plenamente de la lluvia artificial cayendo en su rostro. Muerdo mi labio inferior, solamente... contemplándolo. ¡Tengo el corazón de ese hombre!

—¿Puedes entrar aquí, África?

Respingo en mi lugar.

—¿Para qué? —respondo, a la defensiva.

Shawn abre precariamente sus ojos, brillando cual furor, y los posa en mí con una delicadeza que me eriza cada centímetro.

—¿Hacerme compañía, tal vez? Me frustras ahí quieta, preciosa. Ven aquí.

Titubeo. Cruzo y descruzo los brazos, asaltada por los nervios de una principiante.

—¿Debo desnudarme?

—Preferiblemente —responde Shawn, comedido—. A menos que desees estropear ese lindo vestido.

Un hálito de coraje luego, llevo las manos a mi espalda y bajo el cierre del vestido. Shawn no disimula gota de decencia al observarme a su antojo. Aclara la garganta al verme en fina ropa interior, y desvía la vista un segundo; parece sentir que ha recibido más de lo que esperaba. Pero ¡qué osado!

Vuelve la mirada, una vez he renunciado a la última de las prendas, y lame consideradamente la comisura de su boca. Trazo el camino a la ducha y abro la empañada puerta de cristal. Me recibe su desnudez masculina, proporcionada en cada aspecto.

Poesía... es la palabra que le hace justicia. La más hermosa y absoluta poesía; humana, imperfecta, pero sempiterna poesía. El sonrojo cubre su piel, debido a la cólera del agua, y el bronceado por las experiencias en Europa. El ejercicio ha endurecido su abdomen, y lo adorna en mortales cuadros, que mis dedos cosquillean por tocar. Sus piernas son altas y fuertes, velludas, como es normal. Y su hombría... creo que debe tratarse de la reencarnación del más dulce pecado.

Él igualmente me mira, y no luce tan modesto al respecto. Está llenándose con mi imagen, nutre sus ojos a través de mí. Las reacciones que él me provoca son perceptibles en mi cuerpo; el sonrojo, el erizamiento, la excitación... Me descubro tan naturalmente ante él, porque en él confío, porque soy suya, no temo serlo, y no hay pena que venga con esa certeza. Shawn atrapa el lazo que mantiene mi pelo sujeto y tira, desordenando el cabello sobre mis hombros; las puntas rozan las curvas de mi cintura, cubriendo por completo mi espalda y parcialmente mis senos. En sus ojos anidan muchos sentimientos.

Millones de ríos de cristal descienden por su tostada piel.

—Entra bajo el agua —dice, tan ronco que su voz deja de ser voz para convertirse en rebelión.

Pongo reticencias, a las que él desafía, y tomando mi cadera me apremia a sucumbir a la lluvia. La ha climatizado. El agua cae en mi cara con rudeza. Arrugo la nariz, fastidiada. Mi novio suelta una preciosa risa y retrae la fuerza de la regadera. Parpadeo contra las gotas de agua mojando mis pestañas; Shawn me está observando tan intensamente que me azora y la tensión que parece rodearnos se estrecha, y arde. Me tambaleo. Se apresura a sostener mis brazos y brindarme el equilibrio que me falta. Estoy embriagada, en amor y afecto, –tal vez también en dos copas de vino. Me acostumbro, día con día, a las experiencias de los sentimientos, pero a veces son tan fuertes, –como esta ocasión presume de serlo–, que, mareada, pierdo dominio.

El tatuaje en él desaparece bajo mi mano cuando me sostengo a su antebrazo; Me ha dicho que desea uno nuevo. Le he respondido que no puedo esperar para añadirlo a mis fantasías. Veo su torso, el vello masculino, y siento cómo él me mira. Sé que es posible querer tanto a una persona que uno mismo pierde el temple que siempre lo ha caracterizado, al rendirse a sus sentimientos, porque así es como yo le quiero.

La vida ha sido buena conmigo, entregándome un amor como el suyo; honesto y correspondido.

Pego nuestros labios juntos y cierro fuertemente los ojos. Me disuelvo en sangre, latidos e impulsos; aquello que me mantiene viva con la misma fuerza que él. Shawn delinea gustosamente mi bermellón con su lengua y gime bajito. Perfila el contorno de mi silueta con la punta de sus dedos, electrificándome, y divaga por mi espalda. Los tendones bajo la palma de sus manos se tensan, haciéndome delirar. Me aprieta y aplasta mis senos contra su pecho; mis endurecidos pezones frotan sus duros pectorales. Nos separamos con un chasquido húmedo que corea hasta mis huesos.

—Lamento mi comportamiento de esta noche.

Shawn apresa mi barbilla y sombrea mi labio inferior con su dedo pulgar, abstraído.

—Te refieres a cuando tú...

—Eso no —reprendo, sonrojada.

—Bien. —Shawn vierte champú en su mano, de olor dulce, –como al caramelo–, y me envía una corta mirada de reojo, extremadamente persuasivo—. Es innegable el hecho de que algo está sucediendo, quizá desde siempre, pero, bonita, tienes que tratar de ser más asertiva a los cambios. De otra forma, te dañarán.

—«Asertiva», ¿huh?

Shawn resopla.

—De lo único que... —se muerde la lengua y me tira una crítica ojeada—. Connor está estudiando psicología, su influencia es como una bola de demolición. Que Freud esto, que Vygotsky esto otro...

—Y tú eres verdaderamente receptivo —digo, sonriendo.

Totalmente indiscutible. Shawn es, como ya he dicho, un imán. Las cosas, representadas como el hierro, vienen hacia él inducidas en un campo de magnetismo, su esencia, y lo nutren. Desde la psicología, de un fotógrafo amigo, hasta la literatura, de su novia y compañera. Sus conocimientos son variadísimos, y no lo notarás de no oírlo hablar bajito por la noche.

Es un fiel oyente.

El primer paso para empatizar con el prójimo es conocerse a sí mismo; algo que Shawn ha aprendido a hacer, quizá por las malas, pero con resultados espectaculares. Es un proceso de nunca acabar.

Shawn abraza mi cabeza con sus manos y comienza a masajear. Murmullo, no pudiendo evitar sentirme complacida. Es muy bueno con las manos... Francamente, no es de sorprender. Shawn peina mi pelo con los dedos y con las yemas frota mi cuero cabelludo. Dejo caer la barbilla en su pecho, y respiro de manera suave, deleitada. Le escucho reír por lo bajo. Se siente como si le hiciese el amor a mi cabello.

O quanto te quero —susurra, conmovido, en mi oreja.

El cálido rocío continúa cayendo alrededor y por nosotros.

—No sólo eso —digo, en voz baja.

—No sólo eso —armoniza él.

Palabras mayores están a la espera, suspendidas en los momentos que dejamos atrás. Se trata de alcanzarlas y ser merecedores de usarlas, sin llegar a denigrarlas.

Esto es lo que somos. Amor, intimidad, respeto. Sólo él y yo. No terceras partes y la actuación de un mundo. Privacidad, en todas sus formas.

Y así he de considerarlo siempre.