Aviso: ¡Este es el penúltimo capítulo! Como todas las historias, esta también debe terminar y lo hará en el capítulo 40, que se publicará, sin falta, el 7 de abril (el 7 es un número cabalístico, así que por eso fue elegido). Alisten sus palomitas, que ya nada más nos quedan las resoluciones.


Capítulo XXXIX.
Bajo las estrellas


I.


—Escribiré cartas, mamá —promete Izuku.

Llevan un buen rato despidiéndose. Inko Midoriya le sacó la promesa de que iría a visitarla entre el equinoccio de otoño y el solsticio de invierno. Katsuki está seguro de que Izuku cumplirá aquella promesa, aunque no tiene idea de si el lo acompañará esa vez. Tampoco puede alejarse demasiado tiempo del norte y ya empieza a florecer el verano, tras el solsticio. Así que sólo aguanta, mientras siguen despidiéndose. Denki y Eijiro están alejados, esperan. Mina platica con los hermanos de Lady Tsuyu, todos de cabello verde oscuro, mientras todo el mundo está listo para la partida. Katsuki bufa. Desea ir al norte. El sur ya obtuvo de él lo suficiente.

Alguien le toca el hombro.

Se da la vuelta y se encuentra cara a cara con Shouto Todoroki. Por lo que Katsuki sabe, están preparándose también para partir. Él y su madre irán todavía más al sur, al reino Todoroki. Izuku le contó que Rei Todoroki sólo había salido de su aislamiento por que había llegado la noticia de su hijo desaparecido y eso parecía haberla despertado de un largo letargo. La Reina no es tan amable consigo misma, admite que la recuperación de su mente será mucho más larga, todavía, cuando camina del brazo de su hijo. Katsuki también la ve, vestida de blanco y azul, muy digna e imponente. Está más lejos y habla con parte de su guardia, vestidos de azul, con el emblema del copo de nieve de los Todoroki.

A Shouto Todoroki lo acompaña Keigo Takami, con las alas rojas retraídas, mucho más pequeñas que como las había visto antes; están atadas, observa, en la base, por alguna clase de metal o hielo; no puede aletear ni levantar el vuelo a voluntad. Katsuki sabe que hicieron un trato. Por lo que sabe, seguirá siendo parte de su guardia real, siempre a sus órdenes. El Rey Bárbaro no duda que Takami no será nunca más realmente un hombre libre y que el precio de su traición será permanecer siempre a la sombra de Shouto Todoroki, sin poder respirar libremente. El príncipe quizá teme lo que podría ocurrir si lo deja libre, a sus anchas. La magia de las sirenas es poderosa y no puede ser contenida. Keigo Takami cayó en la trampa de Touya Todoroki, anhelando al príncipe que alguna vez imaginó que fue. No podrá volver a hacerlo jamás.

—Rey Bárbaro —dice Shouto.

Sigue siendo una viva y firme representación del sur, en todo su esplendor. El cabello largo de dos colores, perfectamente divididos a la mitad, que le cae por la espalda sin que ni un solo mechón se le escape. La peineta con el copo de nieve, en su chongo donde el rojo y el blanco se revuelven y hasta el que llegan dos trenzas.

—Príncipe —espeta Katsuki. No va a decirle «Su Alteza». Ni muerto. Eso está sólo reservado para Izuku. A solas. En algunos momentos.

—Quería agradecerte —dice Shouto—. Por todo.

Katsuki alza una ceja, espera a que el príncipe se explique.

—No hubiera podido encontrar a Touya si no hubieras ido a buscar a Izuku; tú y el dragón, prácticamente solos… —dice Shouto, se corta—. Es cierto que no deseaba que su destino terminara tan… abruptamente. —Baja la vista y parece, por un momento, pensativo. Katsuki no pretende comprender el duelo que está viviendo, cuando está sintiendo la pérdida, de nuevo, de un hermano que ya creía muerto—. Me quedé con muchas preguntas, todavía. —Carraspea—. Pero lo agradezco, Rey Bárbaro. De un modo u otro, las cosas terminaron. Mi padre pasará una temporada en Hosu, sanando. —Nadie menciona que el ataque destrozó a Enji Todoroki de muchas maneras. Lo obligó a enfrentarse a la cara con su propia crueldad. Mina le contó a Katsuki todas las habladurías de la corte mientras él y Eijiro estuvieron lejos, sobre como Enji Todoroki se desmoronó bajo el peso de todos sus errores—. Y después… —Shouto desvía la mirada otra vez, hacia el horizonte, buscando un camino que todavía no está allí. Finalmente, vuelve a fijar sus ojos en el Rey Bárbaro—. Arreglaremos lo que tengamos que arreglar. Gracias. El sur te recordará como un amigo.

—¡El sur y el norte no son amigos!

Aliados en tensión, quizá. Amantes extraños. Pero amigos no exactamente. Katsuki entiende a Izuku, algunas cosas, algunas costumbres. Todo lo demás se le escapa.

—Tendrán que serlo —declara el príncipe Shouto Todoroki— si queremos mantener la paz.

A Katsuki sólo le queda bufar con desagrado.

—Bien viaje —dice Shouto—. Que la madre los acompañe.

Katsuki le dedica un asentimiento educado. No es capaz de más. Voltea a ver a su guardia, que es su sombra.

—Takami, vámonos —dice.

Katsuki los de alejarse. Las alas de Keigo Takami se agitan, como si desearan volar. Pero no puede. Están atadas, en su espalda. Katsuki supone que estarán así mucho tiempo, sin poder alejarse realmente.

El Príncipe Shouto Todoroki se reúne con su madre, que lo espera más lejos.

—¡Katsuki! —llama Izuku, desde donde están él y su madre, aún hablando, aún despidiéndose, aún preparándose para la ausencia del otro.

El Rey Bárbaro se acerca hasta ambos.

—Que tengan buen viaje, Katsuki —dice Inko, cuando la tiene al alcance de sus brazos. Inko estira la mano, para apretar su hombro—. La Madre estará con ustedes. Todo el camino.

Katsuki no responde inmediatamente. No cree en los dioses, ni siquiera en los suyos. Sigue los ritos, los respeta. Le es difícil tener una fe como esa férrea de Izuku. Pero cree en el príncipe. Fija en él sus ojos.

—Gracias —responde.

Inko Midoriya no se parece a Mitsuki Bakugo dándole un zape, diciéndole que más le valía llegar vivo a su destino y volver vivo para encontrarse con ella. Mitsuki solía gritarle que no lo había traído al mundo para que lo mataran, para que no fuera capaz de cuidarse. Cada que se marchaba, cada que lo entrenaba, cada que tenía oportunidad de recordarle el valor de su propia vida. Inko es mucho es más gentil, diferente, más dulce. Pero su roce siempre le recuerda al de su propia madre.

—La Madre estará con nosotros —concluye Izuku—. En las horas más claras y en las horas más oscuras. Siempre.

—Buen viaje —le repite Inko a Katsuki—. Cuida de Izuku; él cuidará de ti.

Ante eso, Katsuki tiene tan sólo una palabra:

—Siempre.


La primera noche después de que cruzan el río de la frontera, Katsuki respira hondo. El aire del norte y el aire del sur no son diferentes, pero él puede sentir una diferencia, aunque solo esté en su cabeza. Eso la hace real, sentirla en el imaginario.

Hacen una fogata cuando montan el primer campamento, lejos todavía de las aldeas que todavía sobreviven en la frontera. Aunque el norte y el sur estén ya en paz, todavía quedan los rastros de la destrucción. Hay, todavía, varias aldeas abandonadas; algunas donde sólo quedan escombros. La reconstrucción será lenta, porque la gente difícilmente olvidará las masacres de los soldados del sur. El norte no perdona, no olvida. No continúa la guerra, porque no tiene caso lanzar a sus guerreros y guerreras a la muerte por un pedazo de tierra que está ya en paz. Pero no olvidan. No perdonan. Recordarán por siempre y la desconfianza quedará en sus venas por generaciones. La reconciliación será lenta. Katsuki e Izuku lo saben. Entienden lo que simbolizan. El Rey Bárbaro y su consorte, un Príncipe del Sur. La reconciliación en pleno por medio del amor.

—Tengo una historia —dice Denki, cuando el silencio alrededor de la hoguera se hace pesado.

—A ver —dice Katsuki.

—Es una historia del sur —admite Denki—; la contaron unos soldados y Eijiro y yo les preguntamos por los detalles. Nos pareció… bonita. —Parece dudar.

—Bueno, Denki, cariño, ¿la vas a contar o no? —pregunta Mina.

—A eso voy, a eso voy. —Suspira, preparándose para empezar—. Los soldados dijeron que era una historia de la época en que hubo muchas hadas en los Reinos. Cuando terminó el Imperio…

Izuku asiente. Parece entender. Los demás lo dejan pasar. Ya preguntarán luego.

—Dijeron que una vez había una pareja de brujas que se amaban mucho. La gente de su aldea creía en el amor porque ellas existían, porque estaban allí, porque podían verlas —empieza Denki—. Era fácil creer en el amor con una visión así. Fácil entregarse a él, sin miedo, sabiendo que estarían siempre juntas. —Aprieta los labios. Eijiro lo abraza por detrás. Para ambos, «siempre» es una palabra que carga temores muy profundos. Los mejores días, Katsuki sabe que no piensan en ello, aunque a veces el mundo se los recuerde. Las vidas de los humanos son muy cortas para los dragones—. Hasta que un día ya no fue fácil. Habían ofendido a un hada. Nadie sabe por qué. Pero la furia de las hadas es grande y eterna, por lo que se transformó en una serpiente y picó a una de ellas para robarse su alma. No se le ocurría una mejor venganza que separarlas para siempre.

»Fue verdad. La que se quedó atrás entró en un letargo. El amor había muerto para ella, para su aldea, para el mundo entero. Ya no había luz. Lo único de lo que fue capaz fue tomar su flauta y sus pócimas y marcharse. Dejar atrás su aldea. Ir hasta el Gran Bosque para recuperar el alma de aquella a quien amaba tanto. Recorrió entero el valle de Naruhata, caminó hasta que sus zapatos se deshicieron y no le quedó más remedio que ir descalza. Soportó todas las tempestades y, una vez en el Gran Bosque, lo único que pudo hacer fue sacar su flauta y entonar todas las canciones que le había dedicado a su compañera. Todo el amor en unas cuantas notas.

Katsuki voltea a ver a Izuku. Por lo que nota, conoce aquella historia; debe ser una de las que todavía no ha tenido tiempo de contarle. Tiene lágrimas en los ojos, los labios apretados. Sabe lo que viene.

—Conmovió a las hadas —sigue Denki— y estas intercedieron en su favor. Le rogaron al hada que se había robado su alma que a devolviera. Al final, terminó aceptando con una condición. La bruja no podrá ver a su amada hasta que saliera del Gran Bosque. No estaría segura de que era su alma, tendría que confiar; si no cumplía aquella simple regla, el alma de su amada sería por siempre propiedad de aquella hada. No le quedó de otra más que aceptar la condición y caminar con la zozobra, con el miedo, con la esperanza.

»Tuvo la tentación de voltear múltiples veces y estuvo a punto de sucumbir, hasta que dos halos cubrieron sus ojos. Dos manos. «Sigue», parecían decir, «yo te guiaré». Y así caminó, ciega a casi todo, confiando.

—¿Y su esperanza? ¿Se vio recompensada?

Denki asiente. Revela el final en un gesto.

—Cuando al fin pudo verla, de pie sobre los valles de Naruhata, su compañera le pareció la bruja más hermosa del mundo. Fue a buscarla. Hasta el fin del mundo. Sólo por amor.

Denki fija la mirada en Izuku y Katsuki y el Rey Bárbaro siente que esos ojos dorados queman.

—Conozco pocas personas que sean capaces de hacer eso —es lo único que dice. Parece querer agregar algo más pero, en vez de eso, lo deja en el aire.

Izuku lo mira.

Ojos verdes sobre ojos rojos.


Está allí de nuevo.

En el sueño que existe, como todos los sueños. Rodeado de columnas de jade con grabados en los que el cráneo de un venado esta ahora lleno de flores y enredaderas. Es un bosque entero. El resto es demasiado blanco, para que el verde resalte y lo inunde todo.

—Katsuki —escucha, detrás de él.

No quiere darse la vuelta, por un momento. Ese es su nombre dicho en el acento de su dialecto, que sólo habla en la mente y, a veces, le dice algunas palabras a Izuku. Todavía no ha tenido tiempo de enseñárselo a conciencia. Ya lo tendrá. Tienen toda una vida por delante y quizá el entienda algunas de las variantes del acento del sur, como la manera en que dicen las «s» y doblan las «r».

—Una cosa curiosa, tu cabeza.

Es casi lo mismo que le dijo la última vez. Es la lengua de su infancia, la voz de su cabeza. El dialecto en el que piensa, antes de la lengua franca. Las variaciones que hacen que las palabras suenen más toscas y las «r» más duras. Las palabras salen golpeadas, se estrellan contra el piso. Aun así, Katsuki encuentra el cariño. Ahora es mucho más capaz de verlo que a los quince años, cuando le gritaba a Mitsuki que era una vieja bruja insoportable y ella le respondía con un zape bien ganado en la nuca. Ahora lo reconoce. El cariño que se esconde tras la crudeza de su madre, mezclado con desesperación por hacerlo un buen rey.

Se da la vuelta y allí está. Un poco más baja que él, pero con los mismos ojos rojos y el mismo cabello rubio. Una capa que es muy parecida a la suya, pero que no está tan maltratada. Katsuki simplemente nunca parchó la suya, nunca dejó que Mina la arreglara. Está exactamente igual que el día que Mitsuki y Masaru murieron.

—Siempre eres tú —dice él.

—¡¿Eso es lo único que se te ocurre decir si podemos hablar?!

Katsuki bufa.

—Sólo decía… Papá, él…

—Oh, Katsuki. —Lo dice tan suave, tan extraño, tan ajeno. Esa no es la manera en la que hablan—. No creo que pueda explicarte lo que ocurre después. Bueno, no es después; no hay después cuando el tiempo se termina. Quizá algún día tu padre…

Katsuki asiente, cortándola. Entiende lo que quiere decir. Quizá algún día ocurra, en su sueño, quizá no. Pero esa manera casi dulce no es la manera en que Mitsuki habla con él y le resulta extraña, difícil, incomprensible.

—¿Por qué estás aquí, entonces?

—¡Estoy y eso debería bastarte, Katsuki! —Un zape aterriza sobre su nunca. Incluso después de la muerte, hay costumbres que nunca cambian.

—¡Quizá eres sólo mi imaginación!

No sabe cuál es el motivo de ese encuentro. Ahora no está perdido buscando una respuesta, como la primera vez que Izuku se fue cuando ya estaban enamorados. Está de vuelta a casa, con su familia, la que construyó durante todos esos años. Eijiro, a quien rescató con un ala herida; Denki, a quien salvó de su propia aldea; Mina, que los encontró ella misma y decidió seguirlos por convicción. En el norte lo espera Kyoka, una mujer a la que le confiaría su vida, que se les unió tras una masacre que la dejó sin otra familia que ella misma, en los pueblos de la frontera; Hanta, a quien le parecieron lo suficientemente valientes y temerarios como para seguirlos. Lady Ochako y Lady Tsuyu son ya parte de aquel grupo. E Izuku, por supuesto, Izuku. Ojos verdes, voz amable, expresión pacífica. La definición de la integridad de un guerrero, el entregarse en el amor al otro, el sacrificarlo todo por los ideales, entregarse al amor, mostrarse vulnerable ante el enemigo. Su esposo.

Ahora está seguro de que está siguiendo el camino de su destino. Y sin embargo, Mitsuki está allí, viéndolo de manera curiosa, con la cabeza un poco ladeada, con una sonrisa a medias que Katsuki calcó desde niño.

Le llega a los ojos.

—Oh, niño idiota, todavía no eres capaz de entender… —dice Mitsuki y cruza la distancia entre los dos. La cierra, la elimina. Lo rodea con sus brazos con la desesperación de una madre. Ahora Katsuki siente todo lo que escondían los abrazos de Mitsuki y no le alcanza el tiempo para arrepentirse de haber evitado sus brazos, tan raros como eran, por años—. Estúpido —insiste—. Katsuki —lo llama, finalmente, soltando un suspiro contra sus hombros—. Katsuki.

»Hice de ti un buen rey. Tu padre también. —Se separa un poco y le agarra las mejillas como si fuera un niño. Proablemente Mitsuki, aun muerta, es la única persona capaz de salirse con la suya y hacer eso. El Rey Bárbaro está demasiado sorprendido para si quiera reclamarle o reaccionar—. Hiciste de ti un buen rey, Katsuki —sigue ella—. No sé cómo lo hicimos. No sé… —suspira—. Lograste lo que quiso hacer Toshinori Yagi y dejó a medias.

—¿Lo sabes?

No sabe qué le está preguntando si sabe. Mitsuki está muerta. Hay algo, un lugar, un momento, un concepto guardado afuera del tiempo, quizá, para las almas. ¿Pueden ver?

—Una madre siempre sabe cosas, Katsuki. Siempre he podido ver. Incluso cuando estaba viva —le dice. Suelta sus mejillas, deja de apretarlas. Da un paso para atrás. Le pone la mano en el pecho, al lado del corazón—. Aquí, Katsuki.

—Estupideces.

—Estoy orgullosa de ti.

Lo dice en su dialecto, con esa manera de rodar las palabras de la lengua franca y hacerlas diferentes. Katsuki siente que se queda sin aire. Es una frase que suena extraña en Mitsuki y no puede recordar si la dijo en vida, exactamente. Quizá sí lo dijo. O quizá sólo lo dijo con palabras veladas. «Tenía que hacer de ti un rey. A veces creo que fui demasiado dura…». «Yo te parí, te saqué de mis entrañas, ¡no morirás por tu terquedad!». «¿Por qué peleamos, Katsuki?». «¡Dime por qué peleamos, carajo!». «¡No serás un rey si no aprendes a sobrevivir y a salvar a aquellos que lo necesitan, Katsuki!». «Me alegro de que estés vivo». Tiene tantos diálogos de su madre en la cabeza que no alcanza a recordar alguno en específico.

«Así no hablamos, mamá».

Mitsuki se ríe.

—¡¿Qué?! ¡¿Te dejé sin palabras?!

—Mamá… Maldita sea. Vieja bruja.

El zape no tarda en llegar.

—No le digas así a tu madre, Katsuki. Pero es cierto, estoy orgullosa. Deseo veo el mundo que vas a construir. Desearía poder caminar en él.

—Mamá…

«Calla». Pero es demasiado cruel pedirlo. A él también le gustaría. Lo destrozó su muerte como nunca antes lo había destrozado un suceso, una tragedia.

—Ya sé, ya sé —corta su madre. Extiende sus brazos en dirección a Katsuki—. A ver, enséñame tus manos. Quiero ver…

—¿Lo sabes? —pregunta Katsuki.

—¡Estamos en tus sueños, lo riñe Mitsuki! ¡Es lógico que lo sepa todo de ti!

Así que Katsuki estira las manos y le muestra las chispas. Son erráticas. No tiene control real sobre ellas, ni siquiera en el sueño. Pero ya entiende un poco más de cómo conjurarlas. Mitsuki sonríe al verlas y eso lo tranquiliza.

—Tendrás que tener cuidado, niño problema —le advierte—, eso es peligroso.

—Lo sé. Si estás aquí para sermonearme…

—No —interrumpe su madre—. No vine a sermonearte. ¡Aunque a veces me gustaría! Me alegra que hayas encontrado el amor. —Mitsuki Bakugo observa las columnas, con cuidado—. Parece haber florecido.

Katsuki traga saliva. Desvía la mirada. No puede verla.

—Hubiera estado bien que me acompañaras —dice—. Por el pasillo. Frente al fuego… —admite.

Mitsuki sonríe, no dice nada. Después de todas las veces en las que lo amenazó con que sería ella la que lo condujera hasta su boda, se quejara Katsuki lo que se quejara, ya no tiene palabras: sólo una sonrisa idéntica a la del Rey Bárbaro.

—Tienes que cuidar ese amor, Katsuki. Es mucho trabajo.

—¿Viniste a sermonearme?

—¡Escucha, niño idiota! —espeta Mitsuki y le jala una oreja—. Tienes que cuidarlo. Es duro. Tan duro como ser Rey. Pero será mejor, mil veces mejor, te lo prometo. Ya no tengo consejos que darte sobre cómo ser el Rey Bárbaro. Lo sabes bien. Sobre ese verde…, en cambio… —Señala las columnas—. Cuídalo, Katsuki. Más te vale cuidarlo toda tu vida. Y si él también lo hace, tendrán un buen futuro.

Katsuki bufa.

—Gracias —dice, conteniendo un gruñido.

—No sé si volveré a verte, Katsuki. Siempre es incierto, cuando se siguen los senderos oníricos y uno se acerca a este mundo —le dice Mitsuki—. Así que sólo tengo algo más que decirte. —Y sonríe de lado, con esa sonrisa retadora que le legó al Rey Bárbaro—. ¿Por qué peleamos?

Katsuki traga saliva.

—Para cuidar nuestra tierra. El norte.

—¿Por qué peleamos? —repite Mitsuki, implacable. Quiere una respuesta concreta e insistirá hasta sacársela, aunque sea por la fuerza.

—Para defenderlos.

Mitsuki se acerca, pega su frente a la de Katsuki. Hay en sus ojos un brillo de fiereza y cariño que deja sin respiración al Rey Bárbaro. Sólo ha visto esos ojos en las felinas que se tiran a matar para defender a sus crías, en las guerreras que lo dejan todo atrás para proteger lo que aman. Lo deja sin aire reconocerlo tan tarde. Ahora podrá buscarlo en el pasado y allí estará siempre, esa mirada.

—¿Por qué peleamos, Katsuki? —repite.

El dialecto en el que hablan es hermoso, siempre ha sido hermoso. No puede dejarlo morir. No puede reducirlo solo a los sueños.

—Mamá…

—Dime por qué peleamos, Katsuki.

—Para proteger lo que amamos —dice, finalmente.

Mitsuki sonríe.

—Bien, Katsuki. No olvides nunca quién eres.

—Katsuki Bakugo.

Antes que Rey Bárbaro, antes que todo. Katsuki Bakugo.


Kyoka está esperándolos cuando llegan. Hanta salió a alcanzarlos en cuanto vieron venir la caravana. Katsuki agradece el regreso, la vuelta.

La mujer de cabello morado le sonríe y le acomoda el cráneo de ciervo que usa como corona. Ladea la cabeza. A Katsuki le parece que se ve interesante con el parche que tiene en el ojo. Se ve feliz, también, con la Princesa Yaoyorozu a su lado. Algún día tendrán que arreglar aquella pesadilla diplomática. Algún día. El sur no parece demasiado preocupado por reclamarle a una princesa que huyó por su propio pie renunciando a todo.

—Te estábamos esperando —le dice Kyoka—. Los estábamos esperando.

—Tendrán que contarnos todo lo que ocurrió —agrega la Momo Yaoyorozu. Katsuki asiente, súbitamente cansado de la atención y del viaje.

Están en casa.


II.


La normalidad es extraña, pero no le cuesta trabajo acostumbrarse a ella. Izuku y Katsuki acaban encontrando una rutina, una manera de ir viviendo, día tras día. A veces hay sueños y pesadillas, lágrimas de Izuku, imágenes que lo acosan desde otros mundos. Pero siempre emerge de nuevo, entre los brazos de Katsuki. Apenas pueden controlar la magia que tienen dentro, pero lo intentan. El Rey Bárbaro mira sus palmas a veces, con ojos interrogantes, y ve salir las chispas. Izuku medita, buscando una manera de controlar la magia que quedó en su cuerpo. Es un proceso lento.

Vuelve a entrenar con Kyoka, siempre que ella está en la Fortaleza y no ha salido con la partida de caza. Le enseña el progreso y ella, a cambio, lo ayuda a ejercitar sus brazos debilitados y aprovechar las piernas para dar patadas contundentes. Ochako sigue progresando con la magia de la mano de Mina; Tsuyu, sin poderes, se contenta con mirarlas y agitar sus orejas de mujer del mar, el por siempre recordatorio de que algún Asui se había enamorado de una criatura del agua.

A veces, Izuku también puede practicar con Momo, que es diestra con las armas. Sin embargo, la antigua Princesa General se muestra interesada también en otros trabajos: es común encontrarla en el huerto o con los animales; ayuda también con materiales de construcción y siempre tiene ideas de qué hacer con las escamas que tira Eijiro con los cambios de estación. Siempre dice que sólo desenvainará su espada para la guerra cuando sea necesario, cuando deba proteger a alguien. Mientras tanto, no tiene sentido guerrear por guerrear. Manda cartas al sur que regresan sin respuesta. Sus padres no entienden el rechazo a todos sus títulos y a un destino que ellos consideran glorioso. Momo dice que en realidad no la conocen demasiado. Nunca tuvieron tiempo, siempre entre riquezas y planes: no por nada el Reino Yaoyorozu era el más rico de los siete.

—¿Otra vez? —sugiere Kyoka.

—Otra vez.

Izuku se pone en guardia de nuevo, listo para resistir otra embestida.

—Me parece que es mi turno —dice una voz desde atrás e Izuku enrojece, como si no llevara más de un ciclo de estaciones entero en ese palacio.

Se da la vuelta y lo encuentra allí, con la capa roja y las pieles al cuello. Traga saliva.

—Katsuki.

El Rey Bárbaro desenvaina la espada.

—¿Puedo?

Kyoka se ríe en el fondo. De no ser por el ruido de las carcajadas que está intentando disimular, Izuku ya la hubiera olvidado y la hubiera dejado fundirse con el ruido de fondo.

—Parecen un par de adolescentes —la oye decir.

Izuku se pone en guardia.

Usar una espada es como un baile. Todo el cuerpo está implicado: cada dedo, cada articulación. Sus piernas deben moverse con destreza, sus brazos deben ser rápidos aunque no letales. Debe fijarse en los movimientos de Katsuki y acoplarse a ellos. Sólo quien consiga superar los del otro ganara.

Izuku no nota que Kyoka los está mirando, ni que junto a ella se han juntado más gente —Itsuka, Hanta—, hasta que le estorban en su campo visual y se distrae. La distracción es fatal porque en un momento siente casi perder el equilibro con un golpe de Katsuki y, por no caerse, lo que pierde es el control de la espada que acaba en el suelo a sus pies. Todavía intenta alejar a Katsuki con una patada, pero antes de que pueda lograrlo el filo de la espada del Rey Bárbaro está en su barbilla.

—Estás muerto —dice Katsuki.

Izuku le siente pesado el pecho, le cuesta respirar por un momento, tragar saliva. Los ojos rojos del Rey Bárbaro lo perforan. Mira sus labios y desea acercarse y agarrar su capa por sus hombros para obligarlo a agacharse un poco, hasta su altura, para besarlo. Pero entre los dos hay una espada y el filo y su barbilla. Esa escena no debería ser tan íntima, piensa Izuku. Pero lo es.

—Una revancha, Rey Bárbaro —pide. Entorna los ojos, determinado.

A Katsuki aquella actitud le gusta, porque le sonríe de lado, retador. Baja la espada y vuelve a ponerse en guardia.

Esta vez, Izuku no le da ni un respiro. Ignora todo lo que está a su alrededor. La audiencia que ya juntaron. No ve quien más se acerca. No tiene ojos más que para Katsuki y su espada y sus movimientos. Vigila sus brazos, sus pies. Se adapta a las circunstancias. Es como un baile. No se parece nada pelear por supervivencia ha hacerlo así, con esa gracia, sólo buscando desarmar y superar al otro. Cuando hay alguien a punto de morir es más una suerte desesperación que un arte, pero así, con aquellos movimientos, aquellas estocadas, Izuku entiende perfectamente por qué hay poetas que se refieren a él como un arte.

Se ayuda de sus piernas y de una sola patada hace que Katsuki pierda la estabilidad y el equilibrio. Cae sin remedio, cuando antes intenta asirse a algo con la mano izquierda, desesperadamente. Izuku lo ve soltar unas cuantas chispas desde su palma antes de que aterrice en el suelo. No le da tiempo a levantarse. Pone su pie sobre la mano que se estira para volver a agarrar la espada, sin pisar demasiado fuerte y su espada en la barbilla del Rey Bárbaro.

—Estás muerto —declara, con la mirada dura, segura de lo que hace.

Katsuki sonríe de lado, enseña los dientes. Es retador y con esos ojos le reconoce una victoria digna a Izuku.

—¿Vas a besarme, Príncipe?

Izuku deja de respirar un momento. Deja la espada a un lado, la retira de la barbilla de Katsuki.

—Quizá —dice, pero no hace ademán de agacharse hasta que Katsuki estira la mano que no tiene presa bajo uno de sus pies y lo jala, haciéndolo tropezar y caer encima de él. Sólo allí recuerda Izuku que tienen público y enrojece. Pero Katsuki no quita su sonrisa retadora y lo besa, a pesar de que aquellas muestras de afecto entre ambos, ante tanto público sean inusuales.

Alguien los interrumpe con un carraspeo.

Ambos, desde el piso, voltean. Es Mina, que los ve con una expresión divertida.

—Katsuki, solicitan audiencia —anuncia—; es importante. —Hay una pausa e Izuku se pregunta qué es tan importante—. Es Shouta Aizawa —agrega.

Izuku se pone en pie para dejar que Katsuki se pare. Usualmente deja que los asuntos del Rey Bárbaro corran por su cuenta de la misma manera que deja que el sur haga caso al Consejo. Él sólo es un mediador. Pero Mina carraspea de nuevo.

—Izuku, deberías venir también.


Teme malas noticias. Después de todo, aún tienen al prisionero de Shouta Aizawa en los calabozos. A los otros Katsuki los ajustició en sus ausencias, pero a Kurogiri, el difunto Oboro Shirakumo, lo mantienen allí. Nadie sabe muy bien qué hacer con él. ¿Se puede matar a alguien que ya está muerto?

Sin embargo, cuando entran a la sala que Katsuki dispone para las audiencias, encuentra a Shouta Aizawa acompañado de Hizashi Yamada, con el pelo caído y recogido y una niña custodiada por un gato de piel púrpura y dos colas. Así que Hitoshi sigue con ellos.

—Bakugo —saluda Aizawa.

Katsuki mira a la niña de reojo preguntándose por qué está allí. Parece entretenida con el gato, así que no se acerca. Izuku intenta sonreírle y ella le devuelve el gesto, aunque sólo a medias.

—Y…, Su Alteza —saluda, dirigiéndose a Izuku. Él le dedica un asentimiento. No usa realmente el honorífico en el norte, pero entiende por qué Aizawa lo usa.

—Creí que habían ido el sur —dice Katsuki. No pregunta nada. Quiere que le cuenten.

—Tomamos un desvío —informa Hizashi Yamada— y nos encontramos con algunos problemas.

El gato maúlla, molesto. Se sienta a un lado de la niña y se transforma para ocupar su forma humana. Ambas colas se mueven, molestas.

—Un desvío es un eufemismo. —Se pone de pie y levanta a la niña en brazos un momento—. Nos detuvimos en el bosque, nos atacaron los Shie Hassaikai. Y eso no hubiera sido un problema, realmente no. Pero la tenían a ella. —Señala a la niña con la cabeza—. El desvío se convirtió en una misión y luego encontramos a tres viajeros entre los que iba un hada y luego la rescatamos y luego… ¿Qué pasó después, Eri? —le pregunta a la niña, que se ha quedado mirándolo con los ojos muy abiertos.

Es una niña pequeña, no pasará de los seis veranos. Tiene el cabello blanco, largo y ojos muy grandes y curiosos. Además de eso, Izuku nota otra cosa curiosa en ella: a un lado de su frente tiene una pequeña protuberancia que parece que cuerno, como el que se dice que tienen los unicornios.

Katsuki alza la ceja.

—¿Y esto nos importa porque…?

—Nos detuvimos en una aldea un tiempo —dice Shouta Aizawa—. No podíamos aventurarnos al sur con una niña pequeña.

El tono de su voz indica que el caballero errante no parece muy dispuesto a dejar esa niña al cuidado de cualquiera. Ella empieza a removerse en los brazos de Hitoshi, hasta que la pone en el suelo. La corriendo hasta Izuku, aunque se detiene a unos pasos, cohibida.

—Eri… —llama Shouta Aizawa.

Izuku le quita importancia con un gesto. Se queda viendo a Eri, que lleva un curioso vestido rojo, a la manera del norte: corto para que sea cómodo y tenga las pienas libres para correr en sus botas de pieles. Izuku la imagina con una capa roja, más grande. Es una niña adorable, decide.

—No importa. —Se agacha, para que su cara quede a la misma altura que la de la niña—. ¿Cómo te llamas?

Ya oyó que Hitoshi le dijo «Eri», pero le parece una buena manera de empezar una conversación.

La niña se queda mirando un momento, hasta que parece decidir que es digno de su confianza.

—Eri —dice, con la voz bajita. Extiende sus manos hacia la tela de las mangas amplias del atuendo de Izuku, color crema todos los detalles y bordados verdes. Él entiende que quiere verlos y los despliega un poco, para ella.

—¿Te gustan?

La niña asiente, mientras traza los bordes del bordado con sus dedos.

—¿Por qué la tenían los Shie Hassaikai? —pregunta Katsuki, que siempre va al punto.

—Es una hechicera —revela Shouta Aizawa—; la magia que hay en su interior es muy poderosa. Y su toque es…

Ah, el toque de los hechiceros. A menudo algo maldito si no lo podían controlar o deseaban usarlo para el mal. Podría rearmar el mundo, cambiarlo. Izuku todavía recuerda el dolor del toque de Chisaki, que rompió los huesos de sus brazos para rearmarlos enteros. Mira a la niña, quien con un cuidado especial recorre, con un solo dedo, los bordados de sus mangas. Eri. Hechicera.

—Es complicado —corta Hitoshi—. Ese cuerno que tiene… dicen que fue bendecida por un unicornio —musita.

—No hay unicornios vivos en las Tierras de los Bárbaros —dice Katsuki—. Ya no queda ni uno. Murieron todos. Cuando peleamos contra los dragones.

—Quizá no fue aquí. —Hitoshi se encoge de hombros—. Pero fue bendecida y su toque… es como si regresara el tiempo. Puede eliminar todas las cicatrices, volver a lo que era antes. Consiguió devolverle su magia a un brujo que la había perdido. Fue accidental, pero…

—Es magia peligrosa en malas manos —dice Shouta Aizawa, finalmente—. Hay gente que todavía la busca, sospechamos. No podíamos ir al sur en esas circunstancias. Y no creemos que esté protegida en otro lugar que no sea esta fortaleza. Al menos hasta que pueda defenderse a sí misma. Le enseñaremos.

—Planean quedarse entonces.

—Si lo permites, Bakugo —interviene Hizashi Yamada.

Katsuki bufa. Mira a la niña y luego a Izuku, que sigue acuclillado a su lado. Se encoge de hombros.

—Es una fortaleza muy grande, un castillo inmenso. Hay espacio —decide. A Izuku no se le escapa que mira a la niña con curiosidad, aunque luego su mirada vuelve a centrarse en Shouta Aizawa y en Hizashi Yamada—. Además —agrega, con calma—, Kurogiri todavía está aquí.

Ambos asienten.

—Eri estará bien aquí —promete Izuku—. Quizá es lo que le falta a ese castillo. Niños.


Eri nació en el norte; nadie sabe quiénes fueron sus padres, sólo infieren que están muertos por las palabras de la niña. Habla, además de la lengua franca, una variante muy parecida al dialecto que habla Katsuki. No es el mismo, pero se parece, así que resulta curioso ver al Rey Bárbaro intentar hablar con una niña sin que nadie más lo entienda. Izuku entiende algunas palabras, allí y allá, no mucho. Así que vuelve a pedirle a Katsuki que le enseñe. Es un buen maestro, aunque carece de paciencia.

Shouta Aizawa divide sus horas entre el calabozo —intentando sacarle algunas palabras a Oboro Shirakumo y no a Kurogiri— y la niña, a la que siempre lleva de la mano. Resultan una imagen curiosa, el caballero errante y la niña hechicera. Hitoshi vuelve a acompañarlo en sus horas en la biblioteca, a veces como un gato sentado en su regazo, a veces simplemente escuchándolo leer. Pronto queda claro que el gato sigue tolerando tan poco al mundo como siempre, pero parece hacer una excepción por la niña. Historias curiosas. Hizashi Yamada siempre dice: «teníamos firmes intenciones de ir al sur, hasta las Tierras Malditas, pero ocurrieron otras cosas». Quizá no era su historia, agrega.

Quizá no.

—¿Y qué es lo que estás intentando hacer?

—Izuku —riñe Tsuyu—, si no dejas de interrumpirla, no terminará nunca.

—Es una pócima que nunca he hecho sin ayuda de Mina. —Ochako intenta ocultar su nerviosismo, sin lograrlo—. No podía ayudarme porque se fue con Denki a recoger no sé qué flores al bosque y… Espero que salga bien.

—Saldrá bien —asegura Izuku—, eres una bruja maravillosa.

—¿Lo ves? Te lo digo todos los días —agrega Tsuyu.

Ochako enrojece y, cohibida, opta por cambiar de tema.

—¿Y tu magia? —pregunta, dirigiéndose a Izuku.

—No lo sé… —Se encoge de hombros—. Creo que todavía no la entiendo del todo. Me ayuda en los brazos. —Levanta sus brazos, llenos de cicatrices—. Duelen menos. Pero no sé qué hacer con ella.

Termina en un puchero.

—Es instinto —dice Ochako. La pócima da vueltas—. Ve con calma, Izuku.

Calma es lo todo que tiene.


Más tarde, encuentra a Katsuki en el balcón de sus aposentos. Está recargado contra la balaustrada, viendo el cielo nocturno. Izuku se acerca a la puerta.

—Kacchan —dice.

—Acércate —pide el Rey Bárbaro.

Y él se acerca hasta quedar a su lado. Llevan unas cuantas semanas de vuelta. Les ha costado adecuarse a la calma, pero no extrañan el ajetreo.

—Estaba pensando —dice Katsuki— en la primera vez que te invité a ver las estrellas. Ya estaba resuelto a decirte que te quería y quería una oportunidad contigo entonces. Antes ya sabía que sentía… algo, pero… Las estrellas. Para mí fue ese momento.

—La Biblioteca —murmura Izuku—. Significó mucho para mí. Cuando me dijiste que todo lo que había en la biblioteca era mío.

—Sigue siendo tuyo, Izuku, lo será por siempre.

Se quedan en silencio un momento y miran la negrura de la noche, iluminada por todas las estrellas, como un candelabro desde lo alto.

—Izuku —sigue Katsuki—. Creo que entendí cómo hacer que… Como hacer que salgan las explosiones cuando yo quiero. Como yo quiero. —Carraspea para aclarar después—: En mis manos.

Katsuki extiende sus manos frente a él. Entorna los ojos.

Poco a poco, empiezan a tronar y salen las primeras chispas, con cuidado. Brillan en la noche. Las explosiones van creciendo un poco, variando.

—Son hermosas, Kacchan.

—También peligrosas. Esto puede noquear a un enemigo.

—Hermosas —reitera Izuku—, son hermosas.

Incluso con su peligro, incluso con su poder. En manos de Kacchan, supone, aquel poder estará bien. Sabe la responsabilidad de tener la vida de alguien más en sus manos. Entender lo que significa clavar una espada en la carne de alguien más. Entender el valor de pelear.

—Es bueno, Kacchan, ¿sabes?

—¿De qué hablas?

—De no tener que pelear. No sentir que una parte del mundo está contra nosotros —dice Izuku—. Es bueno. —Sonríe—. También lo es ver fuegos artificiales en tus manos. Pero es mejor no extrañarte, no saber si un día nos separarán para siempre. Es bueno estar aquí, a tu lado, saber que soy tu esposo y que podremos estar juntos siempre que lo deseemos.

Mira a las estrellas y Katsuki lo imita.

—Sí, no está mal.

El silencio los envuelve un momento, hasta que Katsuki mueve su mirada del cielo hasta Izuku, que también se clava en sus ojos. Ojos verdes sobre ojos rojos. El Rey Bárbaro se acerca hasta quedar a milímetros de él.

—Bésame —exige. Izuku lo siente en su tono.

—¿Es una orden? —pregunta, con una media sonrisa.

—Esta sí, Alteza —dice Katsuki. Traga saliva—. Si deseas…

Entonces, Izuku se pone de puntillas hasta alcanzar sus labios. Katsuki lo toma por la cintura y el príncipe rodea su cuello con sus brazos, prácticamente colgándose de él.

Las estrellas los acompañan.


Notas de este capítulo:

1) Efectivamente, es el penúltimo capítulo. El último ya es puro fluff y tranquilidad. ¿Si o no les prometí final feliz? Pero aquí termina la historia de los Todoroki efectivamente, que fueron muy buenos compañeros secundarios esta vez. También la de Aizawa, Yamada y Hitoshi, que ahora vienen acompañados por Eri. Me gusta hacer cameos de Eri.

2) La historia que cuenta Denki que dice que le contaron en el sur, es una adaptación y arreglo del mito de Orfeo y Eurídice. Obviamente en el mito original es muy simbólico que Orfeo voltee (lo hace por su amor a Eurídice), pero como en este mundo no es esa misma y aquí son mis reglas, pues eso. Se podía hacer una adaptación.

4) También necesitaba volver a hacer aparecer a Mitsuki. Su relación complicada con Katsuki, incluso más allá de la muerte, fue de mis cosas preferidas de escribir en todo el fic. Es muy representativo de quién es el Rey Bárbaro.


Andrea Poulain