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Capitulo XXXVIII

La tristeza inundó sus corazones. La muerte de Robert les cogió a todos tan desprevenidos que no era fácil asimilarlo.

Tras dejar a Lexie en casa de Joana, Karen, Archie y Candy llegaron a la granja, donde los sollozos de Rous y el mutismo de una Ona abrazada a Albert, les destrozó el corazón.

Rob había muerto de un infarto fulminante mientras descansaba. Había pasado del sueño mortal al sueño eterno sin darse cuenta, y eso fue lo único que les reconfortó.

Las horas pasaban lentamente y el agotamiento comenzó a hacer mella en todos. Una de las veces que Candy salió a fumar un cigarrillo al exterior, se encontró a Albert solo, ojeroso y pensativo. Sin dudarlo se sentó junto a él, pero no pudo hablar. La tristeza que vio en sus ojos le llegó al corazón de tal manera, que tiró el cigarrillo, lo abrazó y lo acunó como a un niño, mientras él lloraba y compartía con ella sus sentimientos.

La última noche de Rob en su casa la pasó acompañado por todos sus familiares y amigos. Candy y Karen casi no conocían a nadie pero aquellas personas las trataron con tanto cariño y se preocuparon tanto por ellas que se sintieron de la familia.

Ona, a pesar de su tristeza y dolor, cuando fue consciente del vendaje en la cabeza de Candy, rápidamente se preocupó por ella. Albert en varias ocasiones intentó que ambas descansaran pero era imposible. Tanto Ona como Candy eran dos grandes cabezonas que sólo dieron su brazo a torcer cuando Karen sacó su genio español. Algo que Albert y Archie le agradecieron con una sonrisa que ella aceptó.

Acostadas las dos en la habitación de Albert, Candy era incapaz de dormir. Le dolía horrores la cabeza, pero la pena por la pérdida de Rob no la dejaba descansar. Apenas podía moverse y quería que Ona durmiera. Le esperaba un día duro.

—Sabes, Candy —comenzó a hablar Ona con voz suave—. El día que Rob y yo llegamos a esta casa fue en esta habitación donde pasamos nuestra primera noche juntos. Recuerdo el miedo que tenía a nuestra noche de bodas. Había oído hablar tanto a mi madre y a sus amigas de lo que ocurría, que estaba aterrada por lo que tenía que pasar. Pero Rob fue tan galante, tan cariñoso y tan comprensivo conmigo, que aquella primera noche no ocurrió nada entre nosotros. A la mañana siguiente, cuando se levantó para ir a dar de comer al ganado, me dejó una flor en la mesilla con una nota que ponía: «Si sonríes, soy feliz».

—Qué bonito, Ona —susurró Candy mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.

—Sí, cariño —asintió la anciana volviéndose hacía Candy—. Mi familia por aquel entonces era una familia pudiente, a diferencia de la de Rob, quién siempre fue considerado un muchacho trabajador pero humilde. Alguien que no me convenía. Pero cuando todos se enteraron de nuestro amor, me dieron a elegir entre mi familia o mi corazón. Fue una época dura para los dos, pues yo estaba acostumbrada a ciertos lujos que casada no nos podríamos permitir. Pero Rob, una vez más, consiguió con su cariño y su amor que no echara en falta lo material y comenzara a disfrutar de cosas tan simples como una sonrisa, una caricia, un beso o una flor. Y ¿sabes Candy? nunca en todos los años que hemos estado casados me he arrepentido de mi decisión. Mil veces que volviera a vivir, mil veces me casaría con Robert—susurró resquebrajándosele la voz—. Por eso —prosiguió en un hilo de voz— quiero que aproveches tu vida. No existe nada más bonito en el mundo que sentirte parte de alguien y que alguien se sienta parte de ti.

—Ona —sollozó Candy—, ¿por qué dices eso?

—Porque la vida es más corta de lo que parece tesoro mío, y lo único que perdura en el tiempo es la familia, los amigos y en especial el amor —murmuró la anciana tomándole las manos—. No tengas miedo a enamorarte. Ese alguien especial puede aparecer cuando menos te lo esperas y ser quien menos imaginas.

—Lo dices por Albert ¿verdad?

—Sí, cariño —asintió con una triste sonrisa—. Rob el primer día que te vio me dijo «está española es el alma gemela de Albert»—al decir aquello ambas sonrieron—. Así lo creía él y así lo creo yo. He visto cómo os buscáis con la mirada cuando creéis que nadie os ve. He comprobado cómo vuestros cuerpos se hablan y he sido testigo de cómo vuestros corazones latían al mismo ritmo aun estando a cientos de kilómetros de distancia.

—Qué cosas más bonitas dices, Ona —sonrió Candy pasándole con dulzura la mano por la arrugada mejilla—. ¿Sabes? Al día siguiente de conocerme, Albert me dijo que me había besado con la mirada. En aquel momento no lo entendí, pero ahora… ahora sí.

—Candy —sonrió la mujer al escucharla—. Eso me confirma que mi nieto es como su abuelo. Puede ser cabezón, testarudo e incluso a veces un poco gruñón, pero tiene un corazón noble y eso en los tiempos que corren, no es fácil de encontrar, cariño. Cuando te mira, te sonríe, incluso cuando discutís, lo hace con tal pasión que a veces siento que es una pena que no os deis una oportunidad.

—No es fácil. Nos separan demasiadas cosas —se sinceró Candy.

—Sólo quiero que sepas que mi Albert, al igual que Archie, son unos buenos muchachos y que nunca os decepcionarán, a pesar de que en algún momento así lo creáis. Están hechos de la misma pasta de su abuelo, y esa pasta cariño, no es fácil de encontrar.

—Lo tendré en cuenta, Ona. Te lo prometo —asintió Candy tragando un nudo de emociones, mientras abrazaba a aquella anciana, que lloraba emocionada por aquella peligrosa palabra llamada AMOR.

CONTINUARA