.
.
Capítulo XL
Al día siguiente a la hora de la comida, mientras sentadas en la cocina Lexie y Candy hablaban con Ona y Rous sobre lo entendidas que eran las dos en cuanto al personaje de Kitty, la puerta se abrió y aparecieron Set y Doug.
—Buenos tardes, muchachos— saludó Ona.
—Buenos tardes Ona —respondieron los dos jóvenes al unísono.
—Hola, Rous —Set se dirigió hacia la muchacha, que bajó la mirada al suelo, y salió a toda prisa de la cocina.
—Ona —indicó Doug a la anciana—. Acabo de visitar a Geraldina, y he visto que tiene el abdomen en forma de pera. Para mi juicio está en fase prodrómica.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Candy con curiosidad.
—Qué nuestra Geraldina va a tener su ternero en horas—respondió Ona al ver con tristeza cómo se marchaba Rous.
Candy no quería ver más dolor en los ojos de la anciana, así que se levantó y alcanzó a la muchacha a mitad de las escaleras.
—¿Qué pasa? ¿Por qué te vas?
Como la chica no la miraba, Candy le levantó la barbilla.
—Quiero que me contestes. ¿Qué te pasa?
—Me siento mal —murmuró con los ojos llenos de lágrimas—. No quiero que…
—Si es por la perdida de Rob —interrumpió Candy—. Todos nos sentimos mal.
—Ya lo sé —asintió limpiándose las lágrimas.
—Rous, tú mejor que nadie deberías saber lo que Rob pensaría si viera lo que estás haciendo. Estoy segura que diría «Rous, la vida se vive sólo una vez, agárrate a ella»
—Candy, no quiero que Ona se quede sola —dijo rompiendo a llorar—. He estado siempre con Rob y con ella. Me han tratado como a una hija y creo que sería horrible que en estos momentos en los que me necesita yo comenzara a salir con Set. ¿No lo entiendes?
—Claro que lo entiendo —asintió Candy—. Y estoy segura de que si Ona te escuchara, se enfadaría muchísimo. Rous, ¡por Dios! Ona nunca estará sola, porque siempre tendrá tu amor y el amor de todos los que la queremos.
—Sí, pero…
—No hay peros que valgan —dijo Candy—. Ella te quiere ver feliz y amada, no llorosa y amargada. Rous, las personas que amamos, y eso lo sabes tú mejor que nadie, por desgracia mueren, y aunque en un principio creas que todo se paraliza, lo único que se paraliza es tu vida. El mundo continúa. Por lo tanto —señaló con una sonrisa—, haznos el favor a todos, incluidos Ona y Rob, de subir a tu habitación, ponerte guapa y bajar a la cocina antes de que Set se marche.
—¿Por qué? —susurró la muchacha aún llorosa.
—Primero porque te lo ordeno yo —indicó con seriedad—. Segundo, porque Ona está esperando que le des nietecitos a los que malcriar. Y tercero, porque Set está como loco porque lo mires y le des una mínima esperanza.
—¿Crees que Ona no se sentirá mal?
—Por supuesto que lo creo —asintió Candy—. Es más, te lo aseguro.
—Vale —asintió Rous que corrió escaleras arriba—. No tardaré.
—Oye, ponte mi chaqueta azul de Versace, esa que tanto te gusta—animó Candy—. Y tranquila, no permitiré que Set se vaya antes de que vuelvas.
Tras un suspiro Candy se volvió para bajar las escaleras, y de las sombras apareció Ona con una radiante sonrisa.
—Gracias Candy —agradeció acogiéndola en sus brazos—. Gracias cariño mío, por ser como eres y por querernos como nos quieres.
Permanecieron abrazadas unos segundos en silencio, momento en el que oyeron el sonido del motor de un coche.
—Candy —dijo Ona—. Me haría muy feliz malcriar a más nietecillos aparte de los de Rous.
Al escuchar aquello ella sonrió, y al ver a Archie y Karen besarse a través de la puerta dijo haciendo reír a la anciana.
—¿Sabes, Ona? Si Karen y Archie no se matan, creo que te llenaran esto de nietecillos.
En ese momento Albert entró en la cocina tan guapo como siempre, y caminando hacia ellas, dio un beso a Ona en la mejilla.
Después tomó la mano de Candy y la miró de aquella forma que la hacía levitar.
—Coge algo de abrigo y ven conmigo.
—¿Adónde? —preguntó poniéndose el abrigo de Rob.
—Ya lo verás.
—Albert, tesoro —señaló Ona con una sonrisa—. Doug me acaba de decir que Geraldina ha comenzado la primera fase del parto.
—No te preocupes Ona —indicó con una sonrisa—. Llevo el walkie y en cuanto me llaméis estaré aquí.
Sin decir nada más salieron al exterior donde Puppet corrió a su alrededor.
—¿De quién es este coche? —preguntó Candy al ver un todoterreno negro.
—Sube y espera —respondió Albert—. Prometo responder a todas tus preguntas.
Con una sonrisa en la boca, Candy se montó, y observó cómo Albert hablaba con Archie y Karen. Les estaría dando indicaciones sobre Geraldina. Una vez que Albert subió al coche y arrancó el motor, Candy saludó a su hermana con la mano, quien le guiñó un ojo y sonrió.
Tras salir a la carretera en pocos minutos apareció ante ellos el castillo de Eilean Donan, iluminado con las suaves luces del atardecer.
Albert detuvo el vehículo en el arcén. El paisaje merecía unos segundos de disfrute.
—Es increíble —susurró Candy—. No me extraña que mi cliente quiera que su anuncio se grabe aquí.
—¿Por qué piensas ahora en el trabajo? —preguntó Albert ceñudo.
—No lo sé —respondió—. Quizás porque este castillo y en especial su maldito conde son los responsables de que yo esté aquí.
—Te llevo justamente allí —señaló Albert—. Vamos a ver de cerca eso que tu cliente necesita.
—Uau… ¡Qué bien! —gritó haciendo reír a Albert.
Pocos minutos después, Albert, tras saludar a un chico de la entrada, dejó el todoterreno en el aparcamiento.
—Madre mía —sonrió Candy mientras cruzaban andando el puente de piedra—. La cantidad de veces que he visto este puente y este castillo en las películas. Nunca pensé que algún día yo estaría aquí.
—El primer asentamiento que hubo aquí fue en el siglo VI—indicó Albert con orgullo—. Se cree que su nombre proviene de un obispo irlandés llamado Donan que llegó a Escocia alrededor del año 580 de nuestra era.
—¡Qué fuerte! —susurró Candy mirando la espectacular mole de piedra y años.
—En 1220, por orden de Alejandro II de Escocia, se construyó un castillo sobre las ruinas del antiguo fuerte de los Pictos. Con el paso de los tiempos ese castillo fue adoptando diferentes formas hasta llegar a ser lo que es hoy.
Candy, obnubilada, escuchaba todo aquello que Albert le indicaba, hasta que llegaron junto al castillo.
—Es majestuoso —susurró tocando su oscura y fría piedra.
—Espera un segundo aquí —indicó Albert.
Eran las 17:05, y los trabajadores del castillo se marchaban a casa. Albert volvió tras hablar con ellos y estos sonrieron.
—¿Qué ocurre? —preguntó al ver cómo la miraban.
Parecía que la estudiaban. Se sintió observada por aquellos dos muchachos desde el primer momento que la vieron llegar.
—El horario de visitas ha terminado —indicó cogiéndole la mano, y guiñándole el ojo sonrió—. Pero para algo soy la mano derecha del conde. ¿No crees?
—No te meterás en líos ¿verdad?
—Tranquila —sonrió besándola—. El conde y yo aquí somos la misma persona.
Tras pasar por su puerta ojival donde un escudo encastrado en la piedra presidía la entrada, Candy preguntó.
—¿Qué horario tenéis de visitas?
—Por norma de 10:00 a 17:00 excepto en julio y agosto de 9.00 a 18.00. Pero en este instante, princesa —y haciendo una reverencia indicó— todo el castillo es para ti.
—¡Genial! —sonrió Candy—. Ahora sólo falta que aparezca el conde.
—Tranquila, aparecerá —respondió con una sonrisa.
Una vez llegaron a la primera sala, Candy miró con curiosidad una exposición sobre la historia del castillo para pasar después a otra estancia de decoración recargada donde sus ventanas góticas y sus mesas y sillas de roble la hicieron silbar.
Durante un buen rato estuvieron recorriendo el castillo, mientras Candy con curiosidad observaba y escuchaba todas las explicaciones que Albert le daba encantado, y ella cogía de cada sala distintos papeles informativos del lugar.
Incrédula observó cómo Albert le enseñaba un mechón de cabello del príncipe Bonnie Charles, para muchos considerado un objeto de culto, mientras la mezcla de piezas antiguas creaba un ambiente acogedor y mágico que la transportaba siglos atrás.
Maravillada, observó las enormes librerías, las increíbles chimeneas e incluso rió cuando Albert, acercándose a alguno de los cuadros bromeó e indicó que aquel era antepasado suyo.
—¿Por qué crees que este buen hombre no puede ser mi antepasado? —le preguntó él.
—Vamos a ver, Albert —se mofó—. Es como si yo te dijera que mi tatarabuela fue Minnie Mouse. ¿Me creerías?
—Hombre, ahora que lo dices, por supuesto que sí —contestó divertido—. Conoces a la perfección el mundo Disney, ambas tienen ojos grandes, mandonas y presumidas. ¿Por qué no?
—¡Anda, calla pedazo de tonto! —rió dándole un puñetazo.
Al llegar a la cocina Candy se partió de risa al conectar Albert unos ruidos que simulaban el sonido de unos ratones, que dio realidad a una cocina de los años 30. De allí pasaron a un salón enorme donde coloridos tapices con los colores del clan McArdley colgaban de su pared.
—Qué sitio más precioso. Todo él desprende historia y sobre todo romanticismo —Candy se sentó en una de las sillas—. No me extraña que tu jefe se piense a quién alquilar el castillo. Sería terrible que poco a poco todo esto se fuera destruyendo. Los humanos somos bastante incívicos y la verdad, esto tiene tanta magia, que es una pena que se pierda. Si fuera mío no permitiría la entrada a nadie.
—Me alegra escuchar eso —asintió complacido. Aquellas palabras le habían dicho mucho más de lo que ella creía—. ¿Sabías que los lectores de la revista Escocia en el año 2007 votaron a este castillo como uno de los iconos de Escocia?
—¿En serio? No. No lo sabía, aunque en mis notas estará —asintió interesada—. Pero oye. Lo que me ha llamado la atención son los terminales informáticos que he visto por ahí.
—Son para las personas que sufren de movilidad reducida—indicó Albert apoyado en el quicio de la puerta—. Debido a los tramos de escaleras algunas zonas del castillo son de difícil acceso para ellas, Por eso pusimos los terminales informáticos. No queremos que nadie se quede sin ver o conocer la historia de nuestro castillo.
—Una de las noches que hablé con Rob, me dijo que en el año 1719 un destacamento español de cuarenta y seis soldados que apoyaban la causa jacobita, tomó el castillo y construyeron un polvorín mientras esperaban armamento y un cañón español.
—Sí —asintió Albert—. Pero aquella noticia llegó a oídos de los ingleses, y éstos enviaron tres fragatas que durante tres días bombardearon el castillo sin éxito, gracias al grosor de cuatro metros y medio de sus muros. Al final, el capitán de una de las naves envió a tierra a varios de sus hombres que consiguieron derrotar a tus compatriotas.
En ese momento entró un chico pelirrojo y desde la puerta ojival indicó que se marchaba.
—Hasta mañana, Glen —se despidió Albert.
—¿Se van todos?
—Sí —asintió Albert agachándose para quedar a su altura—. A excepción de un par de guardas. No tienes nada que temer.
—¿Sabes? —Candy estaba nerviosa—. Se me hace curioso pensar que entre estos muros sangre española como la mía, luchó con sangre escocesa como la tuya.
—Entonces algo nos une ¿no crees? —Albert la besó un instante—. Quién sabe si alguno de aquellos españoles no era un antepasado tuyo que no ha descansado en su tumba hasta traer de nuevo aquí más sangre española.
—Oh, Dios —sonrió Candy al escucharlo—. ¿Crees en esos cuentos para niños?
—Escocia está plagada de cuentos, y leyendas fantásticas—susurró—. Aquí tenemos mucho respetó a las leyendas. Ven, sígueme.
Sin preguntar, Candy se dejó guiar a través de las estrechas escaleras hasta que llegaron a una puerta de madera oscura. Albert sacó de su bolsillo una llave, abrió la puerta y al pellizcar al interruptor de la luz, la estancia se iluminó.
Ante ella apareció una maravillosa habitación, tan lujosa o más que la de un carísimo hotel. Las paredes y el suelo eran de piedra y madera como en el resto del castillo. A la derecha, un sofá en color beige con cojines marrones descansaba ante la enorme chimenea que calentaba la estancia. Al otro lado de la habitación había una preciosa y enorme cama en hierro forjado que hizo que el pulso se le acelerase.
—¿Qué te parece? —preguntó Albert divertido.
—¿De quién es esto?
—Es uno de los aposentos privados del castillo —respondió Albert ayudándola a entrar para cerrar la puerta tras ellos—. Aquí los turistas no pueden acceder.
—Creo que no deberíamos estar aquí —murmuró Candy apoyándose en la puerta. Su cabeza no dejaba de discurrir, ¿qué ropa interior se habría puesto aquella mañana?—. Si tu jefe se entera de esto podría despedirte. ¡Vámonos!
Con una seductora sonrisa, Albert plantó las manos en la puerta a ambos lados de la cabeza de Candy, y dejándose caer sobre ella, la besó con dulzura.
—Tranquila, cariño —susurró haciendo que el vello se le erizara— el conde y yo nos llevamos muy bien. Estoy seguro que no le importará que utilice esta habitación.
Candy trató de impedirle que continuara con aquella locura, pero tenerlo tan cerca resultaba demasiado tentador. Su tono de voz, su mirada, su cuerpo y su olor podían con ella. Era imposible resistirse a aquel hombre cargado de testosterona que la miraba con ardor.
—¿Estás asustada? —dijo rozando sus labios contra su sien—. Lo veo en tus ojos cada vez que te miro. ¿A qué temes tanto?
—A ti. Te temo a ti porque estás consiguiendo lo que nunca nadie ha conseguido de mí.
—Mmmmm… me gusta escuchar eso, pero —dijo separándose de ella—, te he traído aquí para hablar contigo y para cumplir alguno de tus deseos.
Atontada y sin escucharlo miró cómo los músculos de sus brazos con los reflejos de la luz de la chimenea parecían tener vida propia.
«¡Ay Dios! Deseo desnudarte y que me desnudes, y que me hagas el amor de una santa vez» pensó mirándolo con deseo.
Pero volviendo en sí, se obligó a no pensar en cómo se comportaría Albert desnudo encima de ella, en aquella cama enorme.
—Cumplir mis deseos… —se obligó a decir—. ¿Qué deseos?
—Proporcionarte un baño caliente me es imposible en este lugar, pero sí puedo ofrecerte —dijo cogiendo tres DVD—, ver cualquiera de estas tres películas de estreno, sentada en este confortable sofá sin que nadie te moleste.
—¡Una película de estreno! —gritó emocionada, haciéndolo sonreír.
—Todo eso acompañado con… —tomó algo de una disimulada nevera—. Coca Cola Zero.
Al ver la Coca Cola Candy se tiró de cabeza a por ella.
—¡Ay, Dios mío! —gritó al tenerla en sus manos—. Cuánto te he echado de menos.
—También puedo ofrecerte palomitas, sandwiches de jamón y queso y…
—¿Y? — gritó emocionada como una cría.
—Una maravillosa y calentita taza de té Earl Grey, recién traído desde el Starbucks más cercano.
—¡Dios mío! —gritó incrédula—. ¿De verdad que has traído un Earl Grey?
Albert, muerto de risa por aquella nimiedad, sacó un par de termos, y un par de vasos típicos de las cafeterías Starbucks.
Emocionada por aquella atención se sentó, y suspiró al oler el té que le estaba sirviendo Albert.
—Te cambio un riquísimo té negro con toques de esencia de bergamota de la región de Sri Lanka, por uno de tus besos españoles —susurró Albert sentándose junto a ella.
Candy, entrelazando los dedos en el pelo de él, le inclinó la cabeza y le besó profundamente, haciendo que Albert se excitara en segundos al demostrarle aquel beso tan salvaje y temerario.
—Si me vas a besar así siempre —dijo Albert sonriendo—, te prometo que pongo una franquicia de Starbucks donde tú quieras.
Al escucharle Candy sonrió, soltó la taza y lo cogió de los hombros para atraerlo de nuevo hacia ella. Aquel hombre era demasiado atractivo y también le gustaba demasiado como para no perder la cordura. Ya no le importaba si llevaba puestas sus mejores bragas de La perla o las de cuello vuelto de algodón de Ona. Ya no podía más. Lo deseaba, y lo deseaba ya.
—Ehhh, princesita —susurró Albert separándose de ella para su decepción—. Estamos aquí para cumplir tus deseos, no para cumplir los míos.
—En estos momentos, cromañón —sonrió rozándole los labios—, tú eres mi mayor deseo.
—Ufff… —suspiró Albert intentando contener sus salvajes apetencias—. Te aseguro que estoy echando mano a todo mi autocontrol para no lanzarme sobre ti, arrancarte la ropa y hacerte las cosas que llevo semanas deseando hacer.
—No te contengas —contestó Candy al sentir la dura erección— porque yo no voy a contener las locas apetencias que tengo de ti. Ahora ya no.
—Espera un momento —sonrió Albert al verla tan excitada—. Creo que antes deberíamos de hablar. Tengo cosas que contarte que…
—¡Por todos los santos, Albert! —gruñó Candy al sentir cómo la sangre se le convertía en fuego y el corazón le latía a mil revoluciones por minuto—. ¿Quieres hacer el favor de callar y hacerme el amor? Te deseo, maldita sea, y no quiero esperar más.
Al escuchar aquello, Albert sintió que el pantalón le iba a explotar.
—A sus órdenes, Lady Dóberman —dijo tomándola de la mano para que se levantara, momento en que Candy se lanzó.
A trompicones Albert llegó hasta la cama con Candy colgada a su cuello.
—Siéntate —le ordenó ella, mirándolo a los ojos.
Albert, obediente como un cordero se sentó al borde de la cama y ella quedó sentada encima. Durante unos segundos notó cómo Candy apretaba sus muslos contra los suyos, consiguiendo que su erección se endureciera de tal manera que le comenzara a doler el simple hecho de respirar. Cada vez que ella tomaba las riendas en los momentos íntimos Albert se quedaba paralizado, pero la boca caliente de Candy rozándole el cuello le hizo reaccionar, por lo que sujetándole las manos se levantó aún con ella en brazos y tras un rápido movimiento que hizo que Candy diera con su espalda en el colchón, fue Albert el que habló.
—No, princesita, no —susurró devorándola con la mirada—. He deseado este momento seguramente antes que tú, por lo que, por favor, cierra los ojos, relájate y déjame disfrutar lo que tantas veces he soñado.
«Ay, Dios, creo que voy a gritar» pensó Candy dejándose llevar.
Con una sensual sonrisa Candy se arqueó, momento en que Albert le quitó el jersey de Moschino que dejó caer a un lado, soltando un silbido al encontrarse con un sujetador negro de copa baja de lo más sensual.
«Gracias a dios que llevo el conjuntito negro de La perla» pensó Candy al ver cómo aquél la miraba.
Con la respiración entrecortada, Albert bajó su boca y mordiendo el enganche delantero del sujetador, lo soltó. Los pechos quedaron liberados ante él, secándole la boca.
—¡Qué maestría para quitar un sujetador! —señaló Candy al ver la facilidad con que con la boca había deshecho el broche.
—En esta vida he aprendido de todo, pequeña —se mofó deseando chupar aquellos duros y rosados pezones.
«Serás fanfarrón» pensó, y en un arranque de rabia, se movió con rapidez, poniéndose de nuevo encima de Albert.
—Qué maestría para tenerme a tu merced —indicó con una sonrisa que al escucharla se esfumó.
—En esta vida he aprendido de todo, pequeño —contestó dándole donde quería.
Las chispas saltaban entre los dos. Eran amantes al tiempo que rivales. Por lo que Albert, con su hombría herida, se levantó de la cama con ella en brazos y apoyándola en el respaldo del sillón, quedó sentada con las piernas alrededor de él.
—Ahora eres mía. Mía y de nadie más.
Al escuchar aquello y sentir su fuerza y posesión, Candy comenzó a jadear. Sentir su sensual mirada, la dura erección contra ella, y la posesión con que le tocaba los pezones era lo más morboso y excitante que le había pasado nunca. Por lo que con una sonrisa buscó su boca y le dio un beso salvaje y ávido, mientras le subía lentamente la camiseta por las costillas hasta sacársela por la cabeza.
Los dos estaban desnudos de cintura para arriba. Mientras Albert bajaba su cabeza y jugueteaba con sus pezones, haciéndola estremecer, Candy fue consciente por primera vez del brazalete tatuado en negro que éste llevaba alrededor del brazo derecho.
«¡Qué sexy, qué sexy, por Dios!» pensó al rozarlo.
Aquello la excitó aún más, por lo que bajando sus manos desabrocho el botón de los Levi's de Albert, momento en el que él, sujetándole las manos, subió su boca para besarla mientras presionaba su erección contra ella, haciéndola gemir.
Candy deseaba ser penetrada, y estuvo a punto de gritar al sentir cómo Albert metía su mano por la delantera del pantalón. Sus dedos llegaron hasta la humedad que éste le había provocado y que ella deseaba con urgencia llenar. Con un rápido movimiento Albert le quitó los pantalones junto con las bragas, y quedó totalmente desnuda ante él.
—Eres más preciosa de lo que pensaba —susurró con voz ronca por la lujuria.
—¡Suéltame las manos y bájame al suelo si no quieres que comience a gritar! —se quejó ella.
—Mientras que sea de placer —sonrió haciéndole caso—. Grita cuanto quieras cariño.
—¿Tú vas a gritar?— preguntó juguetona.
—Ummm, no lo sé, dime tú.
—Vas a gritar —sentenció metiendo la mano en el calzoncillo para agarrar aquel pene duro y grueso, notando cómo él se tensaba mientras, lentamente, con la otra mano y la ayuda de los dientes bajaba el pantalón y el calzoncillo Calvin Klein.
Una vez estuvieron en el suelo, con su húmeda y caliente lengua, según se levantaba, chupaba el interior del muslo de Albert, y al llegar al pene, grande y terso, con una malévola sonrisa jugueteó durante unos segundos con él.
—Me estás matando —murmuró Albert y no tuvo más remedio que asirla entre sus brazos—. ¡Ven aquí fierecilla!
En dos zancadas la llevó hasta la preciosa cama con dosel, y tras posar con delicadeza la espalda de Candy se tumbó sobre ella, haciéndola vibrar al sentir cómo aquella dureza pugnaba por entrar en ella, mientras le daba en los muslos, reclamando su función.
Estirando la mano Albert sacó de su cartera un preservativo. Lo abrió con los dientes y se lo puso con rapidez.
—Creo que estoy tan caliente que siento decirte que no va a durar mucho, cariño.
—¡Disculpas… disculpas! —suspiró ella haciéndolo reír.
—Pero puedo prometer y prometo que las próximas cien veces serán infinitamente mejor —murmuró empujando de una riñonada que le hizo vibrar.
—¿Sólo cien? —jadeó Candy al sentir cómo su calor la inundaba.
Al escucharla Albert también sonrió, y comenzó a profundizar una y otra vez en su interior, asiéndola del trasero. Candy, muy excitada y jadeante, recibía aquellas deliciosas embestidas mientras se abría para él.
—Mi amor —murmuró al escucharla gemir.
Enloquecido, siguió embistiendo con dulzura y pasión una y otra vez, hasta que la oyó gritar y sintió cómo sus músculos se tensaban al llegar al clímax. Al notar que ella se dejaba llevar por el cenit de la pasión, entró en ella un par de veces más a fondo, hasta que notó que ya no podía más y hundiendo su cabeza en el cuello de Candy fue él quién gritó.
Aquella noche fue larga y placentera para los dos y culminada aquella primera vez, llegaron otras cinco más hasta que, agotados por el deseo, cayeron en brazos de Morfeo abrazados y felices.
CONTINUARA
