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Capítulo XLI
A la mañana siguiente, un ruido mecánico y continuo les despertó. Aún continuaban abrazados cuando Albert alargó el brazo para coger el walkie.
«¡Oh, Dios mío!, me encanta estar entre tus brazos», pensó Candy somnolienta.
Cuando dormía con Neall, desde la primera vez que lo hicieron juntos, cada uno despertaba en su lado de la cama, ambos necesitaban su espacio, pero con Albert era diferente, le gustaba sentir su cuerpo, su calor y su cercanía y eso le hizo sonreír.
—Cariño —dijo de pronto Albert que saltó de la cama—. Te prometo que esto se repetirá tantas veces como quieras. Volveré a traer té del Starbucks, piratearé estrenos y compraré palomitas, pero levántate —susurró mientras cogía sus pantalones—. Archie ha llamado. Geraldina está de parto.
Mencionar el nombre de aquella vaca la activó. Era la vaca de Rob, y todos ansiaban que esta vez el ternero consiguiera sobrevivir.
Sin apenas hablar por las prisas, en menos de quince minutos estaban en el todoterreno camino de la granja. Al llegar allí se encontraron con Karen, quién buscó en la mirada de Albert respuestas pero intuyó que no le había contado la verdad.
—¡Maldita sea! —susurró al verlo pasar por su lado.
Albert se paró al escucharla, y se volvió hacia ella.
—Tranquila, cuñada —señaló dándole un beso en la mejilla—. Intente decírselo pero vuestra pasión española no me lo permitió—aquello la hizo sonreír—. No te preocupes que en cuanto resuelva el parto de Geraldina, te prometo que me la vuelvo a llevar y se lo diré. De hoy no pasa.
—Te tomo la palabra —asintió Karen al verlo correr hacia el establo.
—¿De qué le tomas la palabra? —preguntó Candy al acercarse a ella.
—Ehhhh…, vaya Candy —se mofó su hermana al verla—. Te noto hoy con la tez más tersa y radiante. ¿Tienes algo que contarme?
—Nada especial —sonrió y corrió tras Albert—, sólo que soy feliz.
—Hola, tía Candy —saludó de pronto Lexie acercándose a ella.
«¿Tía Candy?» pensó Candy, pero como quería ver el parto de Geraldina, sólo la saludó con una sonrisa y siguió a Albert.
Nunca había visto algo así en directo. Al llegar al establo se encontró con Ona, Set, Archie y Albert, que se miraban con cara de preocupación.
—¿Qué ocurre? —preguntó al entrar.
—Han llamado al veterinario —señaló Albert arremangándose— pero viene desde Aberdeen y eso está demasiado lejos.
—¿Y vosotros no sabéis qué hay que hacer? —preguntó incrédula Candy—. Se supone que estáis acostumbrados a estas cosas.
—Sí, tesoro —asintió Ona con gesto de preocupación—. Lo que pasa es que nos acabamos de dar cuenta de que el ternero viene de costado.
—Ona, vamos —indicó Archie asiéndola por el brazo—. Ahora que Albert y Candy están aquí vamos a desayunar nosotros. No hemos tomado nada desde hace horas y creo que todos lo necesitamos.
La anciana se movió de mala gana, pero tras convencerse de que no se podía hacer nada hasta que el veterinario llegara, se marchó con Archie y Set.
Durante más de una hora Albert y Candy estuvieron junto a Geraldina, no podían hacer nada pero tampoco podían marcharse y dejarla sola.
—Cliver ya está aquí —anunció Doug que entró junto a un joven veterinario.
—Hola, Cliver —saludó Albert tendiéndole la mano—, creo que el ternero viene con problemas.
—No te preocupes —el chico empezó a sacar de su maleta el instrumental—. Esta vez Rob nos ayudará, y todo saldrá bien.
Fue una ardua tarea, donde en muchos momentos pensaron que Geraldina no lo superaría, sin embargo la pequeña cabeza peluda apareció detrás de las pezuñas, y el parto terminó con éxito.
Albert, con la felicidad dibujada en el rostro, abrazó a Candy, que aún estaba conmocionada con lo que había visto. No podía apartar la vista del ternero que acababa de nacer.
—Aún estoy temblado —señaló al recibir un dulce beso de Albert.
—Yo también, pero de emoción. La pequeña España vivirá —dijo con los ojos vidriosos—. Seguro que el abuelo tiene que estar aplaudiendo de felicidad.
—¿De verdad que le vais a llamar España?
—Por supuesto —asintió Albert—. El abuelo me dijo que el ternero se debía llamar o España o Candy.
Incrédula al oír su nombre, escuchó reír a Albert a carcajadas.
—Ni se te ocurra llamarla Candy —protestó cariñosamente—. Sólo me faltaba ahora tener nombre de vaca.
—No, cariño —corrigió aún riendo—. En todo caso la vaca tendría tu nombre.
—Anda… anda, ve —dijo al ver cómo Ona no dejaba de mirarlos—. Ve y dile a Ona que todo ha salido bien.
Tras darle un rápido beso, corrió hacia su abuela como un niño, que al escucharlo se llevó las manos a la boca y lo abrazó. A la alegría colectiva se unieron Archie y Set, mientras Lexie y Karen se acercaban a ellos acompañados de Puppet.
«Rob, lo has conseguido, tu pequeña España, ya esta aquí» pensó Candy emocionada mientras miraba al ternero.
—Señorita —dijo el veterinario con varias cosas en las manos—. Sería tan amable de coger este papel.
—Sí… sí, por supuesto —sonrió acercándose.
—Tome —dijo entregándole varios documentos—. La copia rosa es para ustedes. La amarilla necesitaría que la firme el conde McArdley y me la devuelvan.
—No se preocupe —sonrió Candy—. En cuanto el conde regrese de viaje se la entregaremos para que la firme y se la haremos llegar.
Al escucharla el veterinario, extrañado la miró.
—¿Para qué me la van a mandar por correo, si el conde esta ahí?—indicó el veterinario con la cabeza.
—No le entiendo —Candy aún sonreía.
—Disculpe —insistió el—. Quizás no la he entendido yo. Creí que había dicho que el conde estaba de viaje.
—Y así es —asintió Candy.
Ahora sí que el veterinario estaba hecho un lío.
—Pero si el conde está ahí —indicó señalando hacia el grupo que reía—. William Albert McArdley.
Candy sintió que la sangre se le congelaba al escuchar aquello pero mantuvo la compostura delante del veterinario.
—No se preocupe —murmuró comenzando a andar hacia el grupo que se felicitaba en el porche de la casa grande—. Ahora mismo el conde se la firmará.
Mientras caminaba hacia ellos, Candy sentía cómo el corazón le latía con fuerza y solemnidad. La habían vuelto a engañar como a una imbécil, y ella de nuevo había caído en la trampa.
«Te odio, Albert McArdley, por segunda vez en mi vida me han utilizado y eso no te lo voy a perdonar», intentó contener las lágrimas.
Karen, tras soltarse del abrazo de Archie, volvió la vista hacia su hermana, y la sonrisa se le congeló al ver cómo ésta se dirigía hacia ellos. Su mirada fría como el hielo le indicó que Candy lo había descubierto todo.
—¡Conde William Albert McArdley! —gritó parándose a escasos metros de todos ellos.
Albert cerró los ojos al escuchar su voz y tomó aire antes de volverse hacia ella.
La calidez de su mirada de minutos antes había desaparecido, y sólo veía ahora en aquellos ojazos verdes, rabia y desilusión.
—Escúchame Candy, déjame que…
—¡No! —gritó tirándole el papel amarillo—. No quiero escucharte. Firma este maldito documento para que el veterinario culmine su trabajo, y a partir de este instante olvídate de mí, maldito hijo de puta.
—Ven, Candy —susurró Karen tomándola del brazo, pero también la rehuyó.
—Lo habéis pasado bien ¿verdad? —gritó mirándolos—. Os habéis reído todos a mi costa durante estas últimas semanas. Maldita pandilla de mentirosos. Por un momento creí que os importaba y que vosotros erais lo más verdadero que había conocido en mi vida.
Ona, con gesto serio, no apartaba su vista de ella. No podía decir nada, sabía que la muchacha se sentía decepcionada por todos y ella era una más en aquel entramado.
—Necesito un coche para volver a Edimburgo ¡ya! —gritó andando hacia la casa. Al pasar junto a Albert él se interpuso en su camino—. Quítate de en medio, conde.
—Por favor cariño. Necesito que me escuches —intentó explicarse desesperado por cómo se había desencadenado todo—. Anoche intenté en varias ocasiones decirte la verdad pero…
—Anoche me utilizaste.
—Eso no es así y tú lo sabes.
Candy lo fulminó con la mirada, y sin responderle lo rodeó para entrar en la casa, pero antes de cerrar la puerta gritó sin volverse.
—Quiero un coche para regresar a Edimburgo en diez minutos Albert, no voy a volver a repetirlo.
Cuando la puerta de la entrada se cerró, todos se miraron confundidos. A su modo, cada uno de ellos se sentían partícipes de aquella trama, cargando su parte de culpabilidad por no haberlo aclarado y haber dejado que la mentira continuara un día tras otro.
Karen, con el corazón en un puño, sintió que le había fallado a su hermana. Pero ya nada se podía hacer, Candy se había enterado por un extraño, y eso sabía que le había llegado al corazón.
—Albert—llamó Karen atrayendo su atención.
—¿Qué?
—Te lo dije —susurró entrando en la casa.
Cuando Karen entró en la habitación, se encontró a Candy metiendo en su trolley Versace sus escasas pertenencias.
—Candy yo…
—¡Cállate! No quiero escucharte. Eres tan embustera como todos ellos —gritó—. ¡Eres la peor! Se supone que eres mi hermana y que al menos tú deberías de haber sido sincera conmigo.
—Tienes razón —susurró sentándose en la cama—. Y te juro que lo intenté. Lo intente cientos de veces pero…
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Me enteré la tarde que estabas en la clínica —respondió y comenzó a llorar—. Me enfadé muchísimo cuando me enteré, y te lo pensaba decir, pero ocurrió lo de Rob y me dejé llevar por mis sentimientos, y Albert me hizo prometer que le dejaría a él decírtelo.
—Oh, sí, claro. Vas tú y le concedes a ese idiota más tiempo para que se siga riendo de mí ¿verdad? —gritó tirando los carísimos zapatos rojos manolos contra el trolley—. Gracias, hermanita. Gracias por nada.
—Candy, por favor. Entiendo que estés enfadada, pero… tú misma me dijiste que aquí tu vida estaba cambiando, incluso me animaste a seguir mi relación con Archie porque su fondo te parecía excepcional.
Al escuchar aquello se llevó las manos a la cabeza y cerró los ojos. Aquello que su hermana le decía era cierto. Su corazón le había gritado que aquella gente, cuando le sonreía, lo hacía de verdad, pero se negaba a pensar aquello, así que continuó con su equipaje.
—Creo que ya es hora de volver a la realidad —asintió sentándose junto a Karen, quien cogió el pijama de tomatitos cherry y lo metió a escondidas en el trolley—. Quédate si es lo que deseas y…
En ese momento se abrió la puerta y entraron Ona y Rous.
—¿Podemos pasar? —preguntó la anciana.
—Por supuesto —Candy endureció la voz—. Estás en tu casa.
Con el portátil de Rob en las manos, Ona se acercó hasta Candy. En su cara se veía la pena y la tristeza por lo ocurrido, pero la rabia de Candy le impidió reaccionar.
—Llévate esto —dijo Ona tendiéndole el portátil—. Aquí nadie lo va a usar y es una pena que algo tan valioso se eche a perder.
—De acuerdo —Candy lo arrojó de malos modos en el trolley.
—Te traigo la chaqueta que me dejaste —susurró Rous— y quería decirte que te voy a echar mucho de menos.
—Vale… vale —asintió fríamente Candy al escuchar a la muchacha.
Tras un silencio sepulcral, Ona y Rous decidieron marcharse aunque la anciana aún tenía algo que decirle.
—Candy, te entiendo —susurró con una extraña voz—. Entiendo que pienses que todos te hemos engañado y seguido un absurdo juego que al final se ha vuelto en contra nuestra. No me gustó en un principio y mucho menos al final. Pero Albert…
—No quiero oír hablar de Albert —respondió Candy.
—De acuerdo —asintió la anciana—. Sólo permíteme decirte una cosa más. Nunca dudes de los sentimientos verdaderos y sinceros que Rob tenía hacia ti.
Escuchar aquello fue demasiado.
—Ona —susurró Candy con un hilo de voz, y caminó hacia ella—. Gracias por los bonitos momentos —y tomándoles a Rous y a la anciana de las manos añadió—. Nunca os olvidaré.
Una vez dicho aquello Candy se volvió y cuando Rous y Ona desaparecieron, Karen la acogió en sus brazos donde, durante unos largos minutos, lloró.
CONTINUARA
