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Capítulo XLII

El viaje de vuelta a Edimburgo en el todoterreno conducido por Albert fue terrible. Candy volvió a buscar en su interior su yo malicioso, y consiguió recuperar su gesto de superioridad y su mirada de advertencia, que no pasó desapercibido para ninguno.

Archie y Albert no hablaron, simplemente se dedicaron a llevar a las chicas a Edimburgo. Cada uno iba pensando en sus propios problemas y a pesar de las veces que Candy, tras sus gafas Prada, veía a Albert mirar por el espejo retrovisor en busca de su mirada, en ninguna de ellas le hizo ver que se daba cuenta.

Al llegar al hotel, sin esperar a que le abrieran la puerta, bajó del coche, y quitándole de las manos a Albert el trolley intentó andar, aunque él la detuvo.

—¿Quieres hacer el favor de tranquilizarte y dejar que me explique?

—No vuelvas a poner tus asquerosas manos en mí ¿has entendido?

—Candy, por favor —se desesperó Albert—. Dame la oportunidad de poder explicar por qué lo hice.

—No me interesa.

—¡Por todos los santos! —bramó agarrándola del codo—. Te quiero. ¿No te has dado cuenta todavía?

Escuchar aquello no fue fácil. Durante una fracción de segundo el corazón comenzó a latirle con fuerza y deseó besar aquellos labios que tanto le gustaban, pero negándose a pensar, Candy logró olvidarse de aquellas maravillosas palabras y soltarse de un tirón.

—Yo a ti no te quiero. No siento nada por ti.

—Y una mierda —gritó él—. Mientes. Sé que mientes.

En ese momento Candy deseó tener la rapidez de pensamiento de Karen, para poder soltar una palabra hiriente que lo dejara destrozado. Pero de pronto alguien la llamó y sus ojos no dieron crédito al comprobar que se trataba de Neall.

—¡Candy! —volvió a llamar Neall, acercándose a ella.

—¿Y este gilipollas de dónde sale ahora? —exclamó Karen.

Archie y Albert se miraron. Aquella mirada no pasó desapercibida a una boquiabierta Karen que sin aún entender qué hacía el ex de su hermana allí, comentó.

—A vosotros dos os ponen un polígrafo y lo reventáis.

—¿Neall? —Candy parecía que estaba viendo a un fantasma—. ¿Qué haces aquí?

Como un pincel, Neall se plantó ante ellos vestido con un carísimo traje color gris marengo de Elio Berhanyer, unos relucientes zapatos italianos y una camisa de Ralph Laurent. Al llegar junto a Candy la abrazó, dejándola sin palabras por aquella muestra de afectividad en público, mientras Albert hacía grandes esfuerzos por no liarse a tortas.

—Por Dios, peluche —exclamó Neall—. Qué pintas tienes.

—¿No se te ocurre algo mejor que decir? —bufó Candy.

—Llevo buscándote cerca de una semana por toda Escocia, peluche. ¿Estás bien? —sonrió al verla, sin percatarse de que aquellos que vestían vaqueros gastados, jerséis de lana y botas de montaña sucias, eran los mismos hombres que días antes lo habían enviado de vuelta a Edimburgo.

Al escuchar aquello deseó gritar que No. Que estaba mal, destrozada y humillada. Pero en vez de eso, utilizó sus armas de mujer, le miró a los ojos y le dijo para desagrado de Albert:

—Ahora que tú estás aquí, me encuentro mejor —y volviéndose hacia Karen que les miraba con la boca abierta, añadió—. Decide lo que vas a hacer esta noche. Mañana a las nueve de la mañana te espero aquí. Si quieres algo, estaré en la suite de Neall.

Sin decir nada más, sin dedicarle una mirada a Albert, ni una palabra, se encaminó hacia los ascensores donde con gesto alegre, desapareció.

—¡Qué coño haces ahí parado! —siseó Archie—. Haz algo antes de que se vaya.

—No —respondió ceñudo—. Por mi parte ya he dicho todo lo que pensaba. Hoy ya es tarde pero mañana me vuelvo para la granja. Ona me necesita.

Se sentía furioso y desesperado, y así se encaminó hacia el fondo del hotel, donde saludó a un par de empleados, abrió una puerta y desapareció.

—¡Oye, tú! revientapolígrafos —señaló Karen a Archie—. Quiero que me cuentes ahora mismo de qué conocéis Albert y tú a ese gilipollas engominado.

—Sólo si me prometes que mañana no te marcharas —respondió cogiéndola por la cintura.

—Tú cuéntamelo —sonrió Karen—. Y dependiendo de lo que digas, así tomaré una decisión.

Candy, al quedar a solas con Neall en el ascensor, dándole un empujón se lo quitó de encima. Este la miró como si estuviera loca.

—¿Qué coño haces aquí? —gruño ella.

—¿Desde cuándo utilizas ese vocabulario tan soez, peluchito?

—Desde que no tengo nada que ver contigo —respondió pensando dónde pasar la noche.

—En tu oficina me dijeron cómo llegar hasta ti —comentó el engominado acercándose a ella—. He intentado localizarte, pero ha sido materialmente imposible. Hace más de una semana que llegué a Escocia. Alquilé un coche y con la ayuda del GPS fui hasta un pueblucho llamado Dornie, lleno de gente vulgar, donde me…

—Dornie no es un pueblucho —interrumpió molesta, y volvió a empujarlo— y sus gentes son encantadoras, amables y muy cariñosas.

A partir de ese momento Neall le relató su viaje, y sorprendió a Candy al relatarle que estuvo en la granja de Robert y que allí un tal Rob Bucker, y no Buttler, le indicó que la persona que buscaba se había marchado con ellas a Durham. Conteniendo la risa Candy escuchó las penurias que tuvo que pasar cuando pinchó una rueda y tuvo que esperar la grúa, y que a pesar de todo su viaje no encontró al tal Robert Buttler.

Una vez llegaron a la suite de Neall, Candy le indicó que necesitaba ducharse y una vez entró en la ducha cerró la puerta con pestillo para que éste no pudiera pasar. Desde allí llamó a recepción y tras reservar otra suite a nombre de Daniel Leagan de Jerez se duchó. Pero antes de salir llamó al aeropuerto donde se enteró de los horarios de los vuelos a España. Una vez hecho aquello, salió del baño vestida.

—Creo que tenemos que hablar —dijo él que intentó asirla por la cintura.

—O me quitas tus manos de encima o te juro que te pateo el culo—bufó ella haciendo que Neall se apartara.

—¡Es increíble! —suspiró él—. Llevas un mes con tu hermana y ya hablas como ella. ¿Qué te ha pasado?

—Vamos a ver, Neall —se plantó ante él dejándolo de nuevo sorprendido—. Creo que las cosas entre tú y yo están muy claras. No va a haber reconciliación. No quiero tener nada que ver contigo. Sólo podemos ser amigos. ¿Te ha quedado claro?

Incrédulo por la forma en que se comportaba, Neall se sentó en la cama. Candy, sedienta, abrió el minibar y al ver una cerveza la cogió con una sonrisa. Colocó la boca de la botella junto al minibar y con un certero golpe con la mano, la abrió.

—Pero… pero peluche ¿Dónde has aprendido esos modales de camionero?

Candy dio un trago, y se apoyó contra la pared para mirarlo.

¿Cómo podía haber estado enamorada de aquel tipo tan ridículo? Compararlo con Albert era imposible. Era como comparar al bombón sexy del anuncio de Coca-Cola con el payaso tonto del anuncio de Micolor.

Sin poder remediarlo se rió, aquella comparación era odiosa, y se avergonzó por haberla hecho.

—Coge un vaso por lo menos —insistió Neall mirándola mientras ella se sentaba—. ¿Cómo se te ocurre beber de la botella?

—Porque me gusta —contestó dándose cuenta de que en realidad le gustaba.

—¡Eso es ridículo! —exclamó Neall.

—Ahora me toca preguntar a mí, ¿vale Neall?

—Dime.

—¿Cómo se te ocurrió a ti hacer un trío el día antes de nuestra boda a menos de diez metros de mí?

Aquella pregunta le bloqueó.

En todos los años que habían ejercido como pareja, Neall llevó las riendas de su relación. Al principio porque Candy estaba impresionada con él, y al final porque se había acostumbrado a complacerlo. Nunca hubo discusiones entre ellos. Nunca hubo pasión. Sólo conformidad, conformidad y más conformidad.

—No sabes qué decir ¿verdad Neall? —dijo levantándose, para dejar la cerveza encima de la mesa, coger su trolley para dirigirse hacia la puerta.

—¿Dónde vas Candy?

—Me voy a dormir, mañana vuelvo a España. Esta conversación se acabó hace mucho tiempo Neall, y por tu bien —indicó mirándole la entrepierna—, espero que nunca más la vuelvas a retomar.

Al salir por la puerta sintió una seguridad en ella misma que no había tenido nunca. Bajó a recepción y tras recoger la llave de su nueva habitación subió de nuevo, entró y se sentó frente al televisor. No podía dormir. Sólo esperar que las horas pasaran para marcharse de allí.

A las nueve menos cinco de la mañana, Candy esperaba en el hall del hotel. Neall se las había ingeniado para estar también a esa hora. Regresaban juntos a España. Cuando apareció Karen junto a Archie cogidos de la mano, solo con mirarla supo que se quedaba por lo que Candy pidió a Neall que llevara su trolley al taxi mientras se despedía de su hermana.

Con gesto serio Karen observó cómo su hermana, escondida tras sus enormes gafas, se acercaba a ella.

Archie intuyó que necesitaban estar a solas, por lo que tras dar un beso a Karen, y sin despedirse de Candy, se alejó de allí.

—Candy —susurró Karen tomándole de las manos— yo…

—No tienes que decir nada, pedazo de tonta —sonrió e intentó parecer feliz—. Si yo hubiera conocido a un highlander como el tuyo, quizá fuera yo la que me quedaba.

—Eso no es cierto. Albert es un tipo maravilloso aunque…

—No quiero hablar de Albert, por favor —pidió al sentir un pellizco en el corazón.

—Pero…

—No, Karen.

—Vale —sonrió dejándolo por imposible—. Dile a mami que en unas semanas volveré a casa, aunque será sólo para recoger mis cosas.

—Creo que es una idea excelente —asintió Candy.

—¿De verdad lo crees?

—Por supuesto que sí. Escocia es un lugar mágico y estoy segura de que aquí acabarás ese libro para el que viniste a tomar notas ¿no crees?

—¡Dios, no he tomado ni una sola nota! —suspiró con una triste sonrisa.

—A partir de ahora tendrás todo el tiempo del mundo.

Karen no pudo responder, simplemente la abrazó. El dolor que sentía al ver a su hermana tan hundida le estaba matando por dentro. ¿No estaría siendo egoísta?

—Candy —dijo separándose de ella—. Si me esperas quince minutos, me voy contigo a España.

—¿Tú estás loca? —susurró Candy cogiéndole la cara—. Mira, petardilla, aunque yo me vaya, no creas que te vas a librar tan fácilmente de mí. Por lo tanto, ya puedes ir diciéndole a Chewaka que contrate una línea ADSL para que podamos escribirnos correos electrónicos, chatear o utilizar el Skype. ¿Entendido?

—Vale —asintió Karen.

—Por mamá no te preocupes. En cuanto le diga que eres la novia de un tipo ricachón y que, además de guapo está loco por ti, será feliz. Eso sí ¡chata! —sonrieron las dos— prepárate porque cuando venga a visitarte mamá será de las que prepare una enorme paella para todos estos escoceses.

—Te voy a echar de menos, pija de mierda —sonrió Karen con cariño.

—Yo a ti también, Karinloca —respondió abrazándola— especialmente cuando esté en algún Spa, haciéndome un tratamiento de chocolaterapia para bajar todos los kilos de más que llevo de equipaje extra.

Tras decir aquello, Candy le dio un último beso a Karen y se alejó. No podía seguir allí ni un minuto más. Por lo que tras montarse en el taxi con Neall, movió la mano a modo de despedida y cuando éste arrancó, también arrancó ella a llorar.

Neall, que por primera vez no soltó un comentario desagradable consciente de la angustia de Candy, le pasó el brazo por los hombros ofreciéndole el suyo para llorar.

—Te voy a manchar el abrigo con el rimmel —susurró Candy.

—No importa —respondió él—. Me compraré otro.

Karen, hipando por la triste despedida, regresó al hotel, y no se sorprendió cuando al entrar vio a Albert junto a Archie mirando a través de la cristalera.

—Necesito un teléfono —gimió—. Tengo que llamar a mi madre.

—Ven conmigo cariño —indicó Archie, dejando solo a Albert todavía con el corazón en un puño al ver cómo se marchaba Candy recostada en el hombro de aquel idiota.

CONTINUARA