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Capitulo XLIII
El sonido del teléfono la estaba volviendo loca. Hacía sólo dos días que había llegado a Madrid, pero el dichoso ruido no había parado ni un segundo. Se tapó la cabeza con la almohada e intentó olvidarse de aquel tormentoso pitido. Lo único que quería era pensar en Albert, en sus ojos, en su boca, y en su sensual sonrisa. Apenas hacía cuarenta y ocho horas que no lo veía y aún no lograba entender cómo iba a continuar viviendo sin él.
No podía soportar más aquel impertinente sonido.
Se levantó, llegó al salón y de un tirón logró arrancar el cable de la pared. Se sintió mucho mejor cuando el silencio lo inundó todo.
Quería dormir, necesitaba dormir. Volvió a su elegante habitación, y nada más poner la mejilla en su almohada Tempur, aquel ruido volvió de nuevo.
—¡Maldita sea! ¿De dónde…?-gritó levantándose de la cama.
El ruido provenía de la puerta de entrada, así que sin importarle la pinta que llevaba la abrió. Ante ella, aparecieron su madre con Tom y el portero.
—Por la Virgen del Tuperware —exclamó su amigo al verla—. ¿Qué llevas puesto?
—Un pijama de tomates Cherry —casi gritó Candy momento en que el portero se marchó—. ¿Y a vosotros qué os pasa? ¿Sois incapaces de respetar el sueño de los demás o qué?
—Son las seis y media de la tarde —contestó Tom sin ganas—. Nos tenías preocupados y viendo que no coges el teléfono no nos ha quedado más remedio que presentarnos aquí.
—Mamá —Candy se dirigió a María—. Hablé contigo cuando llegué y te dije que estaba bien. Creo que me merezco un poco de paz.
—Tesoro —murmuró su madre al ver el aspecto de su hija—. Estábamos preocupados por ti. Entiéndelo.
—Pues haced el favor de no preocuparos tanto por mí e intentad respetar mi intimidad —gritó aún en la puerta.
—Porque te queremos mucho —Tom ahora parecía enfadado—. Porque, hija, es para mandarte a la mierda sin billete de vuelta. ¿Nos vas a invitar a pasar o piensas seguir ladrando mientras nos tienes en la puerta?
—Quiero dormir —bufó incrédula—. ¿Seríais tan amables de marcharos?
María no podía decir nada. Sólo observaba las grandes manchas oscuras que Candy tenía bajo los ojos y la hinchazón de su cara. Aquello, unido a los pelos de loca que llevaba y al enorme pijama de tomates, supuestamente Cherry, le indicó que su hija no estaba bien.
—Tesoro —insistió María—. Karen nos llamó. Está preocupada por ti y sólo queríamos…
—¡Mamá! Estoy bien, ¿no lo ves?
—Sí, estás maravillosa —indicó Tom—. Vámonos Mary —dijo agarrando a la mujer que en un principio se resistió—. Dejemos a la diva de los tomates Cherry.
—¡Adiós! —gritó Candy cerrando de golpe su puerta.
Pero cuando dio dos pasos hacia el dormitorio sintió una presión en el corazón, que le hizo volver, abrir la puerta y lanzarse llorosa a los brazos de aquéllos a los que minutos antes había rechazado.
Un par de horas más tarde Tom había bajado al Vip's en busca de comida y se había sorprendido al recibir una llamada de Candy pidiéndole que subiera cervezas. Mary afanosa en la inmensa cocina de su hija, preparaba algo de comer.
—Yo te veo muy guapa —señaló Tom ya sentado junto a su amiga—. Creo que el aire de la montaña te ha sentado muy bien. Es más, incluso te veo más delgada.
—¡Imposible! —señaló Candy— Allí he comido como una vaca.
Al decir aquella palabra, vaca, comenzó de nuevo a llorar.
Todo le recordaba a lo que tanto echaba de menos, así que Tom tuvo que sacar un nuevo Kleenex de la caja azul.
—Por Dios, Candy, te vas a deshidratar. Venga, intenta continuar hablando sin llorar ¿vale?
—Allí nada era light ni bajo en calorías —suspiró, mientras contenía las lágrimas—. Estoy segura de que reventaré la báscula.
Mientras hablaba de Escocia no podía evitar alternar los lloros con las miradas iluminadas. Esto no pasó desapercibido ni a Tom ni a María.
—Mira, Candy —prosiguió su amigo—. Siempre apoyaré lo que tú decidas, pero creo que quizás deberías pensar un poco mejor lo que has dejado allí y lo que tienes aquí.
—Aquí lo tengo todo, Tom. Mi trabajo, mi familia, mis amigos. Allí de momento, aparte de una hermana enamorada, tengo poco más.
—¿Tan enamorada está nuestra Karinloca? —rió Tom al escucharla.
—Como diría ella, hasta las trancas —sonrió al recordarla—. En ningún momento ha vuelto a mencionar a Joao, es más, creo que su highlander ha borrado cualquier sentimiento que pudiera tener por él.
—Ufff… Joao, menudo sinvergüenza —se quejó Mary entrando con un caldito—. Se presentó en casa para que yo le informara de dónde estaba Karen.
—Te lo perdiste —se carcajeó Tom—. Yo estaba allí y te puedo decir que ese machito se fue con el rabo, y nunca mejor dicho, entre las piernas.
—Ésa fue la mía —sonrió María—. Me despaché a gusto con él. Le dije todo lo que pensaba, y no ha vuelto a aparecer.
—Me hubiera gustado estar presente —sonrió Candy—. Yo también le habría dicho un par de cositas.
María, mirando su hija, deseó acurrucarla entre sus brazos, pero todavía existía una pequeña puerta que era incapaz de traspasar. La frialdad que a veces Candy le mostraba la hacía frenarse en muchas cosas por temor a enfadarla o a sentir su rechazo.
—Tesoro —indicó María cogiéndole la mano—, sabes que estoy aquí para cualquier cosa que necesites ¿verdad?
—Sí, mamá. Lo sé —asintió Candy.
—Si necesitas hablar de Albert ya sabes que…
—No, mamá —retiró la mano de su madre—. Ni quiero, ni necesito hablar de esa persona. Quiero olvidarme de él y punto.
—Candy —señaló Tom dándole un empujón—. A veces eres más áspera que una piedra pómez.
«Es cierto», pensó Candy.
Ellos estaban intentándolo todo para ayudarla y sin embargo ella seguía como siempre, en su línea de mala víbora.
—Mamá. Gracias por tu ofrecimiento, pero sobre lo mío prefiero no hablar —e intentó sonreír—. En cuanto a Karen te diré que está feliz, y que dentro de unos días regresará, pero con la intención de volver a Escocia —al ver cómo a su madre le empezaba a temblar la barbilla añadió—. Pero no debes llorar, mamá, porque cuando conozcas a Archie y a la pequeña Lexie, vas a ser la mujer más feliz del mundo.
—Querida —saltó Tom—. Con el dinero que tienen… ¿Cómo no nos van a gustar?
—En la vida no todo es dinero y lujo, tontuso —sonrió María.
—Eso es cierto mamá —asintió Candy con tristeza—. Eso es muy cierto.
Sobre las diez de la noche, a pesar del ofrecimiento de aquéllos por dormir con ella, Candy lo rechazó, quería estar sola, por lo que Tom y María, tras prometer regresar al día siguiente se marcharon.
Una vez cerró la puerta, lo primero que hizo fue preparar el baño. Se iba a dar al fin un maravilloso y anhelado baño relajante con aceites esenciales. Cogió una cerveza fresquita de su moderno frigorífico. Después se quitó la ropa y se miró en el espejo.
—Bien —susurró mientras sacaba la báscula del rincón—. Ha llegado el terrible momento.
Se subió a ella tras lanzar un suspiro. Candy miró al frente esperando la odiosa voz que por norma le indicaba que había engordado. «Ha perdido dos kilos ochocientos treinta gramos».
—No me lo puedo creer —susurró bajándose para volver a subir—. Seguro que no me he pesado bien.
«Ha perdido dos kilos ochocientos treinta gramos» volvió a repetir la voz de la báscula, momento en el que Candy sorprendida cogió la cerveza, dio un trago y sonrió.
Tras el subidón de la báscula, se metió en su moderna y maravillosa bañera, donde durante una media hora disfrutó de un increíble baño, pero pasado ese tiempo comenzó a sentirse rara. Algo le faltaba y con lágrimas en los ojos rápidamente supo el qué.
Le faltaba el bullicio de aquella casa. La poca intimidad. Los comentarios nada femeninos de Rous, los ladridos de Puppet, las dulces palabras de Ona, y especialmente le faltaba Albert. Cerró los ojos e intentó retener las lágrimas. No quería llorar más, pero fue imposible.
Los momentos vividos hacía unas noches en el castillo con Albert no podía sacárselos de la cabeza.
Su mente continuamente volaba al momento en que le enseñó las películas pirateadas, los termos con té del Starbucks y sus besos. Esos besos calientes y con sabor a vida que tanto le habían gustado y que echaba de menos.
Levantándose de la bañera se dio una ducha rápida, y tras ponerse el albornoz, fue descalza hasta el salón. Se sentó en su cómodo sofá y puso la televisión con la intención de ver alguna película que la distrajera de tan dolorosos recuerdos. Pero incluso la televisión le recordaba a Albert. En un canal estaban emitiendo la película Braveheart.
«Oh, Dios… un highlander» pensó.
Como una tonta se puso a llorar al ver los campos de Escocia, por lo que cambió de canal. En éste ponían un documental sobre naturaleza, en el que aparecían ciervos que le volvieron a hacer llorar. Cogió el mando y saltó hasta otro canal, donde se quedó durante unos segundos viendo a una señora hacer una tarta de manzana, que le recordó a Ona. Cambió de nuevo e incrédula tuvo que desistir cuando vio al tío de Bricomanía arreglar el cercado de una finca.
«Esto es un complot», pensó.
Pero cuando volvió a cambiar y vio al actor escocés Gerald Butler hablar sobre la película Posdata: Te quiero, se derrumbó y, tirando el mando contra la pared, volvió a llorar como una idiota.
CONTINUARA
