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Capítulo XLV
Un par de días de reflexión llevaron a Candy a la conclusión de que el contrato de Eilean Donan estaba totalmente perdido. En su cabeza no entraba la posibilidad de llamar a Albert para negociar. Sabía que los asociados de R.C.H. Publicidad, tras romper su compromiso con Neall y terminar mal con Anny, no la miraban con los mismos buenos ojos.
En un principio eso le molestó, aunque ahora, en ese momento, le daba igual. Había decidido dejar la empresa y en su cabeza comenzaba a fraguarse la idea de montar la suya propia.
Sentada en el sillón de su amplio salón, con música de fondo de Michael Burlé, y ante el portátil, intentaba redactar su carta de dimisión. No iba a permitir que la echaran, y eso es lo que harían los asociados en el momento que les informara de que no traía consigo el contrato del castillo.
De pronto se fijó que en el escritorio del portátil había dos carpetas que no conocía. En una ponía Fotos Karen y en otra Carpeta de Rob.
Al leer aquello se le paralizó el corazón.
Abrió el archivo de Rob con lágrimas en los ojos, y vio que aparte de varias pruebas que debió hacer en su momento, había una carta para ella. Aquello la desconcertó. Se levantó para encender un cigarrillo, quizá también para intentar calmarse. Pero se llenó de valor y abrió el archivo.
Hola Candy.
Gracias a que me has enseñado a manejar este chisme, me he animado a escribir esta carta, que aunque no lo creas es la primera carta que escribo en mi vida.
Espero que cuando descubras el engaño de mi nieto sepas perdonarnos y comprender que Albert lo hizo para darte una lección de humildad. Lo que no sabía mi muchacho era que la vida es muy caprichosa y que se había enamorado de ti, y por eso te trajo a nuestra casa. Tu casa.
Tú y tu hermana habéis sido esa corriente de aire fresco que tanto yo como mi amada Ona, mi querida hija Rous y mis queridos nietos Archie y Albert, necesitábamos. En mi corazón han quedado momentos divertidos, como cuando te tomaste tres vasos de whisky en mi cumpleaños, o cuando corrías y Puppet te perseguía, o cómo cada mañana salías con ropa extraña para trabajar en el campo. ¡Ah… muchacha qué graciosa eres!
Recuerda que debes saldar las cuentas con tu familia. La familia lo es todo en la vida, muchacha, nunca lo olvides. Y deseo de corazón que si alguna vez Albert y tú os dais la oportunidad de ser felices, lo seáis como lo hemos sido Ona y yo.
Te quiere
Rob.
Pdta.: Ojalá algún día tengáis una Pauna en vuestras vidas y yo lo vea.
Tras leer la carta lloró.
Aquella carta era la cosa más emotiva y bonita que le habían escrito en su vida, y abriendo el fichero que ponía fotos, rió y se comió los mocos al ver las fotos que había guardado su hermana allí. Fotos que comenzaban en la tediosa tarde que el coche las dejó tiradas, divertidas fotos de la fiesta de cumpleaños de Rob, en las que aparecía Ona feliz en su cocina rodeada por sus amigas. Pero cuando apareció una foto de Albert en su moto, se llevó las manos a la boca y de nuevo se derrumbó.
Una hora después, mientras suspiraba por los sentimientos contradictorios que sentía se encendió otro cigarrillo, y tras cerrar aquellos archivos y el portátil, intentó olvidar, y se centró en mirar el correo acumulado durante el tiempo que estuvo fuera.
Además de cartas del banco tenía doce invitaciones a cenas e inauguraciones. Muchas de ellas habían pasado, pero había tres que todavía no se habían celebrado.
«Necesito salir, despejarme y divertirme. Llamaré a Tom, seguro que estará encantado de asistir a esta fiesta» pensó con una triste sonrisa en la boca al ver la invitación de la discoteca Pachá.
Lo llamó al instante y éste quedó en pasar a buscarla sobre las nueve para cenar juntos antes de ir a la fiesta.
Una vez colgó, y decidida a cambiar su vida, no lo pensó y llamó a la oficina. Al otro lado sonó la voz de Patricia, su secretaria.
—Hola, Patricia.
—Buenos días, señorita White —saludó la muchacha que al reconocerla se atragantó; su peor pesadilla había vuelto—. ¿Cómo va su viaje?
Candy omitió responder la pregunta, y comenzó a sentirse fatal al notar la frialdad con que le hablaba.
—Necesito que convoques una reunión urgente con los asociados mañana a las 9'30 de la mañana.
—Ahora mismo me pongo con ello —asintió la muchacha—. ¿Alguna cosa más?
—¿Qué tal todo por la oficina? —preguntó sorprendiéndola.
—Bien, señorita. Ningún cambio. ¿Usted está bien?
«No, estoy hecha papilla» pensó Candy.
—Llegué hace unos de días de Escocia. Pero no digas nada. ¿De acuerdo?
—No se preocupe, señorita White.
—Bien, pues gracias Patricia —respondió Candy con una sonrisa.
—Señorita White… ¿Está usted bien? —preguntó la chica consciente de que era la primera vez que oía a su jefa hablarle con normalidad, y sobre todo dar las gracias.
—¿Por qué preguntas eso?
—Oh… por nada —mintió, y supo que tenía que haberse callado.
—Vale… vale —sonrió al sentir cómo aquélla casi se quedaba sin respiración—. No te preocupes, pero me gustaría hablar contigo mañana a primera hora ¿de acuerdo?
—De acuerdo, señorita White —susurró consciente de lo que le iba a decir. Todavía recordaba la conversación que mantuvieron la última vez que hablaron—. Hasta mañana.
Tras decir aquello la muchacha colgó, dejando a Candy con el teléfono en la oreja. La sensación que le quedó al notar el miedo con que la muchacha le hablaba no le gustó nada, y contrariada cerró su móvil.
Aquella noche, cuando un guapísimo Tom acudió a buscarla, ella le esperaba vestida con un traje de Roberto Cavalli. Una vez cogieron el coche de Candy ésta lo llevó a cenar a Sparring. Un restaurante de alta cocina innovadora donde había oído que servían un exquisito salmón.
Sentados en su preciosa mesa color pistacho y con música chill out de fondo, Tom miraba a su alrededor como un niño con zapatos nuevos.
—Mamá me contó lo de Raymond.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró y bebió de su Martini—. Espero que supieras comportarte, contener tu lengua de víbora y no ser demasiado borde con ella.
—¿Por qué dices eso? —se molestó Candy.
—Venga, Candy. No creo que haga falta repetir lo que creo que ha salido por tu preciosa boquita de diseño. Lo extraño es que Mary no me haya llamado para contarme las perlas que le habrás lanzado.
—Oye, idiota —dijo mirándolo—. Que sepas que si mamá no te ha llamado es porque no le habrá hecho falta. Además, ella es mayorcita para decidir y saber con quién quiere estar y con quién no.
—Candy… ¿Eres tú?
—Pues claro que soy yo, pero ¿por qué clase de persona me has tomado?
—¿Quieres sinceridad?
—Por supuesto.
—Ni lo sueñes —señaló Tom—. Que luego no quiero que me montes un pollo. Nos conocemos, y sé cómo las gastas.
—Tom, por Dios —susurró acercándose a él—. Quiero que seas sincero conmigo. No sólo quiero que me digas las cosas bonitas. Necesito que me digas también las que hago mal y no te gustan.
—¡Ay, Virgencita del Rocío! ¿Qué te han echado en la bebida?
Al escucharlo, se tuvo que reír.
—Vamos a ver, pedazo de petardo. Si he dicho que no me voy a enfadar, es que no me voy a enfadar.
—Vale. Tú lo has querido —sentenció Tom y tomándose el Martini de un golpe dijo—. Creo que eres la persona más exigente, con menos sentido del humor y más gruñona que he conocido en mi vida, aunque no sé por qué extraña situación yo te quiero a rabiar. Pero aunque me odies tengo que decirte una cosa, Mary merece ser feliz, y si su príncipe azul es tu ex suegro, que está forrado de millones para que los disfrute, mejor que mejor. Y ahora sonríe y dime que me quieres a rabiar como yo a ti.
—Te quiero a rabiar.
Él se quedó con la boca abierta.
—¡Ay, Dios mío! —gritó y sacó el móvil—. Puedes repetir eso para que lo pueda grabar. Llevaba tantos años sin oírlo que estoy emocionado.
—Eres un payaso ¿lo sabías? —respondió muerta de risa.
Verla sonreír de aquella manera hinchó el corazón de Tom. Llevaba tanto tiempo viéndola seria y con aquel terrible gesto de superioridad, que casi se cae de la silla al verla así.
—¿Qué miras?
—Por Dios, Candy. Pero si hasta tienes muelas. Las he visto cuando te has reído.
—Pero bueno, Tom ¿qué te pasa?
—¡Ya lo tengo! Tú no eres Candy, eres mi Karinloca ¿verdad? —al ver que ella volvía a reír añadió—. Ese lenguaje de camionero no es propio de una chica ¡cool! como tú.
—Creo que me gusto más siendo así que como era hace un mes.
—No me extraña. Antes eras un auténtico muermo, con tanta clase y tanto glamour.
—En serio. ¿Era tan muermo?
—¡Buff! Sólo te diré que cuando te movías chirriabas. Al final va a tener razón Mary con eso de que Escocia te ha cambiado.
—¿Pero no decías que mamá no te había llamado? —preguntó divertida.
—Es mentira —sonrió sacándole la lengua—. Pero quería decirte todo lo que te he dicho y que no te enfadaras conmigo. Y oye, ¡he bajado hasta de peso!
—Odio pensar en la persona que me convertí.
—¿Pero a ti qué te han hecho en Escocia para que hayas vuelto así?
—Un lifting de sentimientos —asintió mirándolo.
—¡Uau! qué profundo.
—Sí. Allí me he encontrado con personas tan diferentes de las que estaba acostumbrada a tratar, que me he dado cuenta de lo estúpida que he sido, y de lo que es realmente importante en la vida. Por cierto, voy a dejar R.C.H. y estoy pensando montar mi propia empresa de publicidad.
—¡Eso es magnifico, Candy! Tú vales mucho y estoy seguro de que triunfarás.
—Me he cansado de trabajar para los demás y he decidido trabajar para mí —y mirándole preguntó—. ¿Puedo contar contigo como peluquero y maquillador para posibles trabajos?
Al escuchar aquello Tom se atragantó del susto.
—¿Acabas de proponerme que trabajemos juntos?
—Sí. Quiero que seas mi socio. ¿Qué te parece?
—Pero, si yo sólo soy un simple peluquero de barrio.
—Eres un estilista excepcional. Más quisieran muchos de los creídos conocidos tener la clase que tú tienes.
—¡Ay, Dios! Me va a dar un tabardillo.
—Escucha. Mi cartera de clientes es envidiable y sé que por lo menos quince de las mejores marcas europeas estarán encantadas de trabajar conmigo, aunque sea fuera de R.C.H. Al fin y al cabo lo que contratan son mis ideas y mi ingenio, no la marca.
—¡Un whisky doble! —pidió Tom al camarero con la boca seca.
—He pensado montar una empresa pequeña. Donde seamos capaces de dar al cliente el mejor trato al mejor precio. ¿Qué te parece?
—¡Por Dios, Candy! Pero si no puedo hablar de la cagalera que me está entrando.
Emocionados, continuaron hablando de la futura empresa, hasta que Tom preguntó.
—Y de tu Highlander, ¿qué me dices? ¿No le vas a dar ninguna oportunidad?
—Oh, Albert, Albert —susurró al pensar en él—. Estoy tan colgada por él que sería capaz de cruzarme el Canal de la Mancha a nado, aunque a veces sienta que su vida y la mía nunca encajarían. Pero creo que lo mejor es que cada uno continúe por su camino y nada más.
—Mira, socia —susurró Tom acercándose a ella—. Te voy a dar un consejo de amigo. Si yo hubiera encontrado al machote de la Coca Cola Light, atractivo a rabiar, con sentido del humor, buen cuerpo, amigo de sus amigos, que está loco por ti, y que por tu sonrisa de vicio presupongo que es un excelente amante, y encima forrado de dinero, ¡no me lo pensaba ni medio minuto! Ahora deberías decir ¿por qué, Tom?
—¿Por qué, Tom? —repitió ella.
—Porque como dicen las Azúcar Moreno, sólo se vive una vez, y porque el corazón tiene razones que la razón no entiende.
Acabada la cena, tomaron un taxi hasta la discoteca Pacha donde el ambiente a las doce de la noche era chispeante y divertido. Cuando dejaron sus abrigos en el ropero, fueron hasta la barra, y pidieron algo de beber.
—Dos Cosmopolitan, por favor, —pidió Tom y al admirar a su amiga dijo—. Ese vestido que llevas va a causar estragos esta noche. Cómo te mira el guaperas de allí.
Candy lanzó una mirada hacia donde le indicó Tom, y sonrió al ver al hombre que la observaba. Era un auténtico pijo, en su más extensa palabra.
—¡Qué horror de tío, por Dios!
—Pero si es tu tipo —sonrió Tom.
—Ya no —negó—. Ahora me gustan los hombres, hombres.
—¡Candy! —dijo una voz tras ella.
Al volverse se encontró con la sofisticada Anny, acompañada de los dos muchachos que ella solía llamar «los comodines».
—Qué horror —susurró Tom—. ¡La garrapata recauchutada!
—Hola, Anny—saludó Candy.
—¿Cuándo has vuelto?
—¿No te lo ha contado Neall? —preguntó extrañada.
—No. ¿Qué me tiene que contar?
—Fue a buscarme a Edimburgo y vinimos juntos en el avión.
—No sabía nada —contestó molesta, y omitió que Neall y muchos de los hasta entonces súper amigos, a raíz de ser descubierta en el hotel en situación nada decorosa, la habían excluido de sus fiestas y sus glamurosas agendas.
—¿Cómo es que has venido con «tus comodines», Anny? ¿No tienes a nadie más?
Rabiosa por escuchar aquello Anny atacó.
—Y tú. ¿Cómo es que vienes con ese peluquero marica?
—Woooo… ¡Habló la recauchutada! —sonrió Tom al escuchar a Anny—. Ten cuidado, vieja chocha, que el que juega con fuego se quema.
—Tom es un buen amigo —advirtió Candy— al que no califico por sus apetencias sexuales. Porque si así fuera, a ti te tendría que calificar cómo la asaltacunas, comepollas y lamecoños de las agencias de publicidad. ¿Te parece buena calificación?
—¡Candy! —regañó Tom al escucharla—. Ese lenguaje, corazón mío.
—¡Eres vulgar! —gritó Anny—. Tan vulgar como tu madre y tu hermana. Qué pena, todos los años que dediqué a crearte un estilo no han servido para nada. Tu cuna chabacana de barrio ha podido más que la elegancia y el saber estar.
—¡La madre que la parió! apártate Candy que a esta vieja le salto los implantes de la boca uno a uno —dijo Tom remangándose la camisa.
—¡Oh, no Tom! no te preocupes. —susurró Candy sujetándolo.
—¡Cómo que no me preocupe! —gritó al ver que Anny sonreía.
—Porque los implantes se los voy a saltar yo.
Tras decir esto, Candy soltó un derechazo en la mejilla de Anny que hizo que cayera encima de sus asustados «comodines» que se apartaron dejando a Anny caer de culo al suelo.
—Te la debía —señaló Candy.
—¡Virgen del Perpetuo Socorro! —gritó Tom—. Pero Candy ¿Dónde te han enseñado a hacer eso?
—¡Ostras! que leche le he dado —susurró Candy incrédula mientras estiraba su dolorida mano.
—¡Te voy a denunciar! —gritó Anny al ver que todos miraban— ¡Te voy a arruinar la vida! ¡Te lo juro!
—Mira, vieja loca —susurró Candy acercándose a ella—. A partir de este instante no quiero que te vuelvas a acercar a mí en lo que te queda de vida. No quiero que el nombre de mi madre o mi hermana ocupe ni un sólo centímetro de tu asquerosa boca nunca más y si tienes huevos, denúnciame. Mi madre estará encantada de sacarse unos eurillos extras con las fotos que tenemos enmarcadas.
Y dándose la vuelta con una sonrisa en la boca, Candy tomó a su amigo del brazo.
—¿Nos vamos, socio?
—Por supuesto, Tyson. —Tom, al pasar al lado de Anny no pudo evitar hablarle—. Te lo dije, recauchutada. El que juega con fuego, tarde o temprano se quema.
CONTINUARA
