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Capítulo XLVI

Vestida con un oscuro traje de Armani, Candy aparcó el coche en su plaza reservada. Con el maletín en una mano y el móvil en la otra, se encaminó hacia la oficina, donde al entrar el vigilante de la puerta se cuadró.

—Buenos días, señorita White.

—Buenos días —respondió con una sonrisa al entrar en el ascensor.

La glamorosa oficina de R.C.H. Publicidad, que tanto le había gustado, de pronto se convirtió en un lugar cerrado, sin aire y sin sol.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron de nuevo, ante ella apareció el pequeño pasillo recorrido durante años. Lo miró notándolo extraño. ¿Habían cambiado la moqueta?

Según se acercaba a su despacho, se cruzó con un par de trabajadores, quienes al verla torcieron la cabeza e hicieron como si no la vieran. ¿Siempre hacían aquello?

Al llegar ante su despacho, Patricia, a quien ya se le notaba bastante el embarazo, se levantó y corrió ante ella para abrirle la puerta. ¿Siempre se la abría?

—Buenos días, Patricia.

—Buenos días, señorita White —saludó la muchacha que sacó un pequeño cuaderno y comenzó a cantar como los niños de San Ildefonso—. La reunión convocada para las 9:30 ha sido retrasada a las 9:45; el motivo es porque el señor Martínez llegará un poco más tarde. A las 12:00 vendrá a visitarla la Sra. Clark, responsable de la revista Elle en España.

—No hay problema, Patricia —indicó sentándose en la silla.

Como una autómata su secretaria salió del despacho y en menos de dos segundos volvió a entrar dejándole varios documentos sobe la mesa. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué estaba tan acelerada?

Candy, siguiéndola con la mirada, vio que salía otra vez, y a los pocos minutos llegaba con una taza de café.

—Aquí tiene, señorita White. Solo, doble y sin azúcar.

—Patricia, me gustaría hablar contigo. ¿Podrías sentarte?

La muchacha, al escuchar aquello, cambió de color, y tras sentarse, metió la mano en el bolsillo trasero de su pantalón premamá y dejó encima de la mesa un papel.

—¿Qué es eso? —preguntó Candy.

—Mi carta de despido.

—¿Carta de despido? ¿Por qué?

—Me dijo usted que podría trabajar aquí sólo hasta que regresara de Escocia. ¿No lo recuerda?

Candy se levantó, y tras cerrar la puerta del despacho volvió a sentarse, pero en la silla que estaba junto a su secretaria.

—Vamos a ver, Patricia. Me acuerdo perfectamente de lo que te dije, por eso lo primero que voy a hacer es romper esta absurda carta —dijo Candy sorprendiéndola—. No voy a despedirte y menos porque estés embarazada.

—Gracias —suspiró la muchacha que cerró los ojos—. Gracias de todo corazón. No sabe usted el favor que me hace.

—Lo segundo que quiero hacer —prosiguió Candy— es pedirte que me llames por mi nombre. Se acabó eso de Señorita White. A partir de ahora soy Candy, sólo Candy. ¿Entendido?

—Sí, señorita White,

—¿Cómo? —preguntó con una sonrisa.

—Ups… perdón Candy.

—Y lo tercero —dijo tomándole las manos—. Pedirte disculpas por lo mal que te lo he hecho pasar con mis malos modos y mi mala actitud.

Patricia sorprendida por aquello, no acertaba a hablar.

—Oh… no, no se preocupe señorita… Candy.

—Lamentablemente sí que me tengo que preocupar —dijo al ver por primera vez la cara de muñeca que tenía Patricia—. He sido una pésima jefa, y antes de dejar de serlo quiero escuchar que me perdonas. Por favor.

—Por supuesto que la… que te perdono —sonrió.

—Patricia, sólo espero que cuando deje la empresa…

—¿Dejar la empresa? —interrumpió la muchacha—. ¿Por qué? Eres una publicista excepcional. No creo que a la empresa le interese que…

—De eso quería hablarte —intervino Candy—. Voy a montar mi propia empresa de publicidad y me gustaría saber si tú querrías trabajar conmigo.

Patricia, no lo dudó un segundo.

—¡Oh, Dios! Por supuesto que sí.

—De momento, sólo puedo prometerte el mismo sueldo que tienes aquí, pero si la empresa marcha bien, prometo ofrecerte más. Eso sí. Una cosa. De momento te pido discreción.

—Soy una tumba, jefa —sonrió e hizo que Candy también lo hiciera; ambas notaban que aquello iba a funcionar.

Aquella muchacha le acababa de dar una lección. Lo importante era el futuro, no lo debía olvidar.

Diez minutos después, Candy llamó a Chema y a Stear, también les debía una disculpa.

Chema, al entrar en el despacho, se puso a sudar, nervioso por lo que iba a escuchar, mientras Stear, con una sonrisa altiva parecida a la de Candy meses atrás, la retó con la mirada. Pero lo divertido fue ver sus caras cuando ésta levantándose de su silla, les pidió perdón por su comportamiento e hizo la misma propuesta laboral que a Patricia. Los dos aceptaron con los ojos cerrados. Candy era una jefa dura, pero intuían que su relación ya no volvería a ser lo que fue. La jefa había cambiado.

Cuando salieron de su despacho, por una mirada que Stear lanzó a Patricia, percibió que el guaperas de la oficina estaba interesado en su joven secretaria. Algo que le agradó y le gustó.

A las 9:40 Candy, con paso firme, y segura de su decisión, entró en la sala de reuniones. Ya estaban todos esperándola. Pocos minutos después las voces desde la sala de juntas se escucharon en toda la planta. Los asociados montaron en cólera cuando Candy les informó que había vuelto de Escocia sin el contrato.

Sentada con tranquilidad en una de las sillas de cuero negro de la sala de juntas Candy escuchaba cómo los asociados se despachaban en cuanto a quejas y reproches, cuando entró Patricia.

—Esto acaba de llegar, viene a tu atención —susurró la muchacha entregándole un sobre marrón.

—Gracias —sonrió Candy.

Mientras los asociados continuaban discutiendo sobre qué hacer con el cliente, Candy abrió el sobre, y llevándose las manos a la boca contuvo un gritó cuando vio que en sus manos tenía el contrato de Eilean Donan. Albert lo había firmado.

Con el corazón a mil revoluciones se levantó en medio de la reunión. Ya no quería oír más voces.

—¿Podrían escucharme un momento? —dijo haciéndoles callar.

—¿Qué narices quieres tú ahora? —gritó uno de los asociados.

Aquello hizo que Candy le clavase su mirada más asesina.

—Entregarles mi carta de dimisión —dijo tirándola de malos modos—. Adiós señores, espero que les vaya bien.

Haciendo caso omiso a las voces volvió a su despacho. Nerviosa sacó los papeles en busca de alguna nota de Albert, pero no encontró nada. Sólo el contrato firmado sin más.

Cogió el teléfono y marcó el número de móvil de su hermana Karen, con suerte estaría en Keppoch y tras un par de timbrazos la voz de una niña sonó.

—Lexie, ¿eres tú?

—Sí, soy yo.

—Hola cariño, soy la tía Candy —sonrió al escuchar la voz de la pequeña.

—Hola tía Candy. ¿Cuando vas a venir?

—No lo sé, cariño ¿Está Kar…?

—Candy ¡Oh Dios mío! —gritó su hermana quitándole el móvil a la cría—. Candy, de verdad eres tú.

—Sí, pedorra soy yo. ¿Cómo estás?

—¿Por qué no me has llamado antes?

—Estaba solucionando varios asuntos pendientes —tomando aire preguntó—. Karen, ¿cómo está mi highlander?

—Si te dijera que feo y gordo mentiría —respondió con alegría—, pero si te dijera que alegre y amable también. ¡Joder Candy! ¿Cómo coño quieres que esté?

—Lo quiero y no quiero vivir sin él.

—Pues ya estás moviendo el culo, cogiendo un avión y viniéndote para acá. ¡Ay Dios… qué alegría más grande!

—Pero escucha. No digas nada a Albert, ni a Archie, quisiera darle un poquito de su misma medicina a mi highlander antes de decirle lo mucho que lo quiero. Pero necesito tu ayuda, la de Ona y la de Rous.

—Mira que eres puñetera, Candy —respondió con una sonrisa—. ¿Aún quieres liar más las cosas?

—No te preocupes —respondió muy segura—. Las voy a liar para siempre.

CONTINUARA