Regresamos un poco antes de lo esperado. ¡Cuack! ¡Cuack!
Amor Prohibido - Capítulo 47
—¡Jack!
El conejo estaba saliendo de su sala de clases para despejar la mente durante el recreo, cuando fue interceptado por sus cuatro ex compañeros de banda. Charlie iba al frente dirigiendo la comitiva. Venía saludando alegremente con su mano, pidiéndole al joven un poco de su atención.
—¿Qué sucede? —preguntó el joven un tanto sorprendido por la presencia del grupo.
—¡Jack! —respondió el labrador—. Te estábamos buscando.
El conejo los observó con una ceja arqueada y con las manos en los bolsillos.
—Mira —comenzó su discurso—, la verdad es que hemos estado conversando en este último tiempo, y la verdad… este…
El labrador se rascaba la nuca con fuerza mientras miraba hacia una esquina del pasillo. Su discurso rápidamente se transformó en un balbuceo inteligible.
—No hemos encontrado otro guitarrista para la banda —intervino el mono—, o al menos no uno tan bueno como tú.
Jack terminó por arquear su segunda ceja mientras se cruzaba de brazos.
—Entonces pensamos: ¡Hey! ¿Por qué no hablamos con Jack? —prosiguió el mono—. Total, ha sido nuestro gran amigo por años, y a fin de cuentas, ¿para qué mantenernos separados?
—La verdad fue Francesca quien insistió en que volviéramos a hablar contigo… —intervino el lobo antes de recibir un codazo de parte de la cerda.
—El punto es que —Charlie retomó la palabra intentando mantener la vista fija en Jack—… ¿Te gustaría volver a la banda?
El silencio entre el grupo no se hizo esperar. Jack ya se había hecho a la idea de haber perdido a la banda para siempre. De hecho, su mente se encontraba ocupada con sus problemas familiares. El embarazo de su madre lo mantenía preocupado, expectante ante lo que pudiera pasar. Aunque vigilaba con recelo a Jacob, el joven no volvió a tener un arrebato de ira. Se le hallaba incluso más tranquilo y amable de lo que estaba hasta antes de aquel arrebato. Parecía que poco a poco volvía a ser el de antes.
Intentó animar mucho a Yuri, quien en secreto, era su hermana favorita. Los últimos golpes de la vida la habían afectado bastante. La invitaba a jugar videojuegos y se dejaba ganar sin que se percatara, con la esperanza de regalarle un instante de felicidad. Jimmy por su parte comenzó a actuar extraño. Era algo que simplemente no podía descifrar. No existía una actitud particular que lo delatase. Simplemente percibía algo extraño. Intentó conversarlo con Yenny, quien por fortuna parecía haber superado todo sus traumas, pero tampoco tenía respuestas. También se acercó bastante a Francesca, con quien compartía todas sus preocupaciones. En poco tiempo se habían vuelto muy unidos.
Jack miró al grupo como quien observaba a un extraterrestre con detenimiento. Su encuentro fue una parada crítica en medio de la batahola de ideas y pensamientos que volaban en su cabeza. En ese preciso instante se preguntaba en dónde podía encontrarse el Maestro Jobeaux.
—¿Qué me dices? —insistió Charlie con nerviosismo ante el silencio del conejo.
—Yo… la verdad —comenzó a hablar con nerviosismo—… no lo sé… han pasado tantas cosas últimamente que no creo tener cabeza para la banda…
—Jack —se adelantó Francesca—, te hará bien distraerte un poco. A mí me ha servido con lo del tema de Amalia. Sé que no va a solucionar tus problemas, pero te hará un poco más feliz.
—Lo mío es diferente —respondió Jack buscando inspiración en el techo—, hace poco casi se muere Yenny y mamá, Jimmy anda súper raro, Yuri se ve bastante deprimida, no confío en lo que anda haciendo Jacob, ni hablar de la vez en que papá también casi se muere. Además, estoy muy nervioso con esto del embarazo de mi mamá que…
—¿Tu mamá está embarazada? —intervino repentinamente el lobo.
—¿Qué no te acuerdas que Francesca nos contó el otro día? —le increpó el mono regalándole un codazo en las costillas.
—Perdón, es que ese día estaba distraído —se disculpó con una sonrisa nerviosa.
—Pues, podríamos ir a celebrar esta tarde —propuso Charlie—. ¿Qué tal si vamos al centro comercial después de clases?
Jack estaba a punto de replicar, cuando Francesca se le adelantó:
—¡Vamos! ¡Te hará bien! —se acercó a él y entrelazó sus manos con las suyas.
Jack suspiró. Habían pasado tantas cosas malas que mantenerse optimista era todo un desafío. La mirada brillante de su novia le regalaba el impulso sobre su esperanza que le impedía negarse a su invitación. Le regaló una sonrisa de vuelta mientras le acariciaba la mejilla.
El grupo vitoreó la aceptación de la invitación.
—No tengo nada —admitió George.
Él y Jacob se encontraban en el suelo de uno de los pasillos cercanos a su sala jugando un juego de estrategias con cartas. A pesar que Jacob aparentaba verse distraído, lo estaba poniendo en serios aprietos.
—¿No me digas que pasas de nuevo? —preguntó el conejo.
—Dale, te toca —respondió con impaciencia.
—Ni siquiera te estás esforzando —le recriminó su amigo.
—¡Al contrario! —alegó la tortuga—. ¡Estoy usando el mazo de los dioses griegos! ¡Me costó una fortuna conseguirlo!
—Por eso es mejor crear un mazo en base a apuestas de cartas —respondió Jacob—. Así creas tu propia estrategia en vez de usar las estrategias creadas por Trevor.
Prosiguieron con dos rondas de turnos más hasta que finalmente George se rindió.
—No recuerdo que fueras tan malo —le recriminó Jacob.
—Al contrario —insistió George—, no recuerdo que tú fueras tan bueno.
—Quizás tu secreto eran las cartas en japonés —comentó el conejo.
—Te apuesto que ni con ellas te podría ganar —insistió George—. No lo sé, ¡dime tu secreto!
Jacob no tomó en cuenta la petición de su amigo. Su mirada se concentró en las cartas desparramadas, y recogió una en particular. Se titulaba como «Cronos, el padre tiempo», y aparecía una imagen clásica del dios griego.
—Es curioso que mi familia se esté pareciendo a la familia de Cronos —comentó. Comentario que descolocó a su amigo.
—¿Te refieres al dios? —preguntó extrañado.
—Sí —respondió—. ¿Te sabes la historia?
—Es el padre tiempo —explicó George—. Era el creador de las edades y del zodiaco. Representa todo lo que tenga que ver con el paso del tiempo. Es una carta de doble filo. Involuciona a todos los monstruos del campo de batalla a su fase 1. Puede servir con Hermes, quien es más poderoso en esa fase.
—Él se casó con su hermana Rea y tuvo seis hijos —agregó Jacob—. Es curioso que ahora nosotros vayamos a ser seis.
La tortuga comprendió hacia dónde iba el asunto. Intentó proseguir con la conversación, pero ninguna pregunta o acotación que se le venía a la mente la consideraba oportuna.
Ambos comenzaron a recoger sus cartas al tiempo que el timbre resonó en todo el colegio.
—¿Qué piensas hacer con ese asunto? —George se atrevió a preguntar luego que el timbre les permitiera hablar.
—La verdad no lo sé —respondió con pesar—. Simplemente no he tenido ideas.
El vacío era la respuesta a su meditación sobre el asunto. Era un hecho más que claro que sus padres eran hermanos. Era otro hecho más que claro que ellos lo estaban ocultando con todas sus fuerzas. Era un tercer hecho más que claro que sería todo un desafío convencer a sus hermanos de los hechos. Aunque, era cierto que todos sospechaban de alguna u otra forma. Por mucho que fuera un sueño, Yenny y Jack se debían aferrar a este. Yuri se lo tomó con una ligereza tan grande que le molestaba. Jimmy lo aceptó de una forma que simplemente no tenía explicación. Tal parecía que él era el único que tenía los pies en la tierra sobre el asunto. Él debía poner las cartas sobre la mesa y aclarar este problema de una vez. El problema era el cómo. Jobeux y Lina habían desaparecido de sus vidas. Cualquier idea que tenía, su mente la tachaba con un no profundo. Al final, simplemente se estaba dejando arrastrar por la vida, esperando que un milagro le permitiera dilucidar la verdad.
El día avanzó en la ignorancia para los hermanos Chad. No tenían ni la menor idea de las andanzas de sus padres. A ninguno de los adultos testigos de estos hechos se les pasaba por la cabeza la tan sola idea de informarle a alguno de los chicos sobre el estado de sus progenitores. Después de clases, Yuri regresó temprano a casa junto con Jimmy. Jacob y George los acompañaron para seguir jugando y conversando en casa. Jack se fue con sus amigos a pasar el resto de la tarde. Yenny aprovechó también de salir junto con Susan y otros amigos al mismo centro comercial.
Estaban reunidos en una heladería, sentados, despreocupados. De improviso, Susan le dio un codazo a Yenny y la acercó para hablarle en voz baja sin que el resto del grupo se percatara.
—¡Mira! ¡Es Jack! —exclamó en susurro.
Yenny observó hacia el costado al que apuntaba su amiga. Del otro lado de unas macetas con helechos de plástico, se podía apreciar el grupo de amigos de Jack. Le sorprendió que hubiera regresado a reunirse con la banda. Luego de la separación, solo se le había visto junto a Francesca.
—Sí, es él —confirmó la coneja.
Ambas se miraron, expectantes.
—¿Crees que debería ir a saludarlo? —preguntó la osa.
—¿Es en serio? —le recriminó su amiga. No esperaba que luego de absolutamente todo lo ocurrido, volviera a lo mismo de antes.
—¡Solo dime sí o no! —insistió su amiga.
—¡No! —le ordenó Yenny—. Creí que luego de lo de Francesca, tus padres y tu acercamiento a él ya no andabas con eso de buscarlo de esa forma.
—Es que es la primera vez en mucho tiempo que no lo veo él allí y yo aquí —le explicó la osa con nerviosismo—, eso me recuerda los viejos tiempos. Además que ni siquiera me importa esa golfa.
—¡Susan! —le recriminó su amiga.
—¿Qué? —insistió la osa—. ¿O me vas a decir que la prefieres a ella antes que a mí?
Yenny estaba por replicar, pero sintió que sería un caso perdido.
Mientras, el grupo de Jack se partía de la risa. El conejo no podía sentirse más liberado que en aquel momento. Al fin llegó un momento en que los problemas parecían no afectarles. Francesca tenía razón. Le estaba haciendo bien.
—¡Oh! Yo recuerdo ese comercial de Rippa en donde poco menos te querían tirar la lata por la pantalla —comentó Charlie aguantándose la risa—. Decía «Rippa, Rippa, Rippa».
Todo el grupo estalló de risa. Aquel comercial de gaseosa era emitido por todos los canales a cada rato hace cerca de diez años atrás.
—¡Y yo recuerdo a Rebecca! La muñeca que camina sola —agregó Francesca—. La sacaron del mercado porque estaba endemoniada o algo así.
—En realidad fue porque estaba fabricada con tolueno o algo así —le aclaró Jack antes de tragarse una cucharada cargada de helado de menta.
Los recuerdos afloraban con facilidad frente al tema de conversación escogido. Yenny rogaba en aquellos años por la muñeca, que era la moda hace unos ocho años. Para cuando se la regalaron en Navidad, una anciana amargada que tenían de vecina le contó la leyenda de la muñeca poseída. Por lo mismo jugó muy poco con ella, salvándola de la intoxicación masiva que hubo en aquel tiempo.
—Yo ansiaba tener una —comentó Francesca—, pero nunca me la compraron.
—¡De la que te salvaste! —intervino el mono—, a mi hermana se la compraron y casi se muere con esa cosa.
—A Yenny también le regalaron una —comentó Jack—. Le tuvo tanto miedo que apenas ni la tocó.
Las risotadas se volvieron a presentar sobre la mesa.
—¿Recuerdan el comercial de la mermelada Lucrecia? —de pronto comentó el lobo—. Ese que dice «mi mamá me da pastel con Lucrecia».
Las risas explotaron con aún más fuerza. A los clientes de las mesas vecinas les comenzaba a incomodar.
—Mi mamá me da pan con Lucrecia —secundó Charlie.
—Mi mamá me da brazo de reina con Lucrecia —terció Francesca.
—Mi mamá me da berlín con Lucrecia —agregó el mono.
—¿Quién le echa mermelada a los berlines? —cuestionó el labrador.
Las risas se extendieron de manera estridente. Los recuerdos de Jack lo trasladaron a aquella noche de invierno. La televisión era su única iluminación. El comercial se emitía con tanta frecuencia que parecía ser reproducido en bucle. La voz chillante de los dos gatitos de no más de cinco años que competían por cuantas cosas les daban sus madres con mermelada Lucrecia le atravesaba los oídos de manera hipnótica. Se encontraba junto con Yenny y Yuri en el living de su casa. Él era un pequeño conejito de tan solo ocho años. Su hermana mayor estaba a su lado en el sofá, con diez años recién cumplidos. Yuri recorría de un lado para el otro la habitación con apenas cuatro años.
—¿Quién rayos come berlines con mermelada? —cuestionó Jack un tanto hastiado por la trigésima tercera repetición del comercial.
—¡Oye! ¡Son ricos! —le recriminó Yenny lanzándole un cojín.
—¡Yo quiero mermelada con Lucrecia! —exclamó Yuri acercándose a sus hermanos.
—¡Ya vete a dormir! —se quejó Jack—. Es tarde para ti.
De inmediato escucharon la puerta de la calle abrirse, llamando la atención de los conejitos. Ese día estaban bajo el cuidado de los señores Marshall, una pareja anciana de ratones que vivían al frente de ellos. Era común que ellos vinieran a quedarse durante las tardes para recibirlos de la escuela. La señora Marshall era bastante cariñosa con Jimmy, quien en aquel tiempo apenas daba sus primeros pasos. El señor Marshall era un poco más apático, pero era muy bueno para evitar que Yuri se metiera en problemas.
—¡Mamá! ¡Papá! —exclamó Yuri, siendo la primera en reaccionar mientras corría disparada hacia la entrada.
Jack y Yenny la siguieron de inmediato. A pocos pasos de la entrada se encontraron con sus padres. Yin venía con un vestido holgado color beige que le llegaba a los tobillos, bajo un chaleco color café crema y un grueso abrigo de polar oscuro. Yang venía con pantalones verde oscuro, un abrigo de cuero completamente abrochado, y una bufanda a rayas color verde y naranja. Antes de poder reaccionar, Yuri ya se encontraba abrazando a su madre. Un instante después Jack se sumó al abrazo de su madre mientras que Yenny abrazaba a su padre.
—¡Niños! —exclamó Yin presa de la sorpresa—. Creí que estaban durmiendo.
Yang acariciaba con ternura la cabeza de su hija. Su pelaje era rebelde y solía encresparse a lo largo de toda su cabeza y brazos. Su madre lidiaba cuando podía para controlarlo. Más de una vez el pelo terminaba ganando y la pequeña terminaba pareciendo un cordero con largas orejas.
—¡Señores Chad! —una anciana ratona salía desde la cocina. Traía un delantal amarillo y se estaba secando las manos con un paño de cocina blanco con naranja—. ¡Qué gusto que hayan regresado!
—¿Cómo está Yanette? —preguntó Yuri mientras intentaba oír algo con sus orejas puestas sobre el vientre de su madre.
—¿Podemos hablar con ustedes un poco en la cocina? —preguntó Yang mirando a la ratona. El tono con que expresó aquellas palabras alertó a la anciana.
—Vayan al living —le pidió Yin a sus hijos—. En un rato más estaremos con ustedes.
—¿Está todo bien? —Jack se sorprendió a sí mismo haciendo aquella pregunta.
Yin se hincó en el suelo, a la altura de sus dos hijos mayores.
—Estará todo bien —respondió con una sonrisa fingida.
Luego de eso les regaló a sus tres hijos un enorme y largo abrazo. Un abrazo conciliador que escondía perfectamente sus verdaderas intenciones.
Los tres conejitos regresaron al living, mientras que en el televisor los gatitos se jactaban por trigésima cuarta vez de haber consumido mermelada Lucrecia.
Jack había notado la humedad en el pelaje del rostro de su madre. Le había quedado claro que había llorado. Eso le asustaba. Era su pilar fundamental que parecía desmoronarse. Si mamá lloraba, era porque estaba pasando algo demasiado malo. Algo de lo que ni siquiera ella podía defenderlo.
—¿Notaste eso? —le preguntó a Yenny apenas se vieron a solas en la habitación.
—Sí —respondió con preocupación.
—Debo ir a ver —el conejo se volteó rumbo a la salida.
—¡Oye espera! —exclamó Yenny intentando sujetarlo, cosa que no consiguió.
Con sigilo, el conejito se acercó rumbo a la cocina, abriendo lentamente la puerta. Su corazón latía rápidamente. El temor de lo que fuera que fuera a enfrentar se confrontaban con el temor de no saber qué estaba pasando. Cuando su valor se agotó, dejando la puerta abierta solo un par de centímetros, apareció Yenny. Su presencia lo motivó a abrir lo suficiente la puerta como para poder mirar a través de la abertura.
—Ayudándolos a sentir con el dolor —se le oyó decir al señor Marshall.
Yin se encontraba sentada sollozando sobre los hombros de la señora Marshall, quien la recibía en un apretado abrazo desde un asiento contiguo. Yang se encontraba de pie junto a su esposa, acariciándole suavemente la espalda con una mano, mientras que con la otra intentaba cubrirse el rostro. No podía ocultar su sollozo igual de intenso que el de su esposa. El señor Marshall se encontraba junto a él, regalándole esporádicas palmadas en el hombro.
—Ya, ya, tranquila —le decía la señora Marshall a Yin en un tono bastante dulce—. Sé que es una pérdida terrible, pero ya va a pasar, te lo aseguro.
Los chicos quedaron impresionados ante aquella escena. Rápidamente terminaron mirándose mutuamente, absortos, sin ideas, con temor.
En eso la puerta frente a ellos se abrió, y los recibió un señor Marshall en gloria y majestad. Los chicos retrocedieron al volcar su mirada hacia sus padres. Se les veía con los ojos enrojecidos, el pelaje descuidado y el rostro húmedo.
—Niños, vengan aquí —les pidió Yin con voz temblorosa.
En un principio los chicos temían obedecer. El señor Marshall se hizo a un lado, dejándoles el camino libre. Yin se puso de pie, y lentamente se acercaba hacia sus hijos seguida de Yang. Ante esto, los chicos decidieron obedecer, y acercarse a paso torpe. Cuando por fin los tuvo frente a frente, Yin se arrodilló frente a ellos, teniendo su rostro a la altura del de ellos. Los atrapó en un abrazo. Jack pudo sentir la humedad en sus mejillas, y los sollozos desgastados.
—Mamá. ¿Qué tienes? —preguntó Yenny asustada.
Los sollozos no dejaban hablar a la coneja. Intentaba pronunciar algo, pero sin resultado. Yang se arrodilló a su lado, sumándose al abrazo familiar. Los señores Marshall se instalaron de pie en un rincón de la cocina, observando aquella escena con pesar.
—Yanette —logró pronunciar Yin—, Yanette no va a nacer.
Tras pronunciar aquellas palabras, el abrazo se volvió más apretado y su llanto se volvió incontrolable. Terminó llorando en los hombros de Yang, quien tampoco podía aguantar sus lágrimas.
A Jack le costó mucho tiempo dimensionar aquellas palabras. Sabía que venía una nueva hermanita en camino. Ya estaba acostumbrado a que la familia creciera cada cierto tiempo. Le alegraba compartir con cada vez más gente en su hogar. Que de repente le dijeran que esa hermanita no iba a nacer, no le cuadraba en un principio. Que dejaran de llegar más hermanos también le descolocó. Tuvieron que pasar cuatro años para que todas las piezas terminaran cuadrando en un solo rompecabezas.
—Mi mamá me da asado con Lucrecia —bromeó Charlie.
A Jack le pareció eterno aquel instante. Al parecer no se había perdido de mucho sobre la mesa. Los chicos seguían riendo felices, olvidando cualquier preocupación.
—¿Se acuerdan cuando terminaban con una guerra de comida? —comentó el lobo.
—¡Ese era otro comercial! —le corrigió Francesca.
De pronto Jack se vio poniéndose de pie y agarrando su mochila.
—¡Hey! ¿A dónde vas? —le preguntó Charlie.
—Lo siento, debo irme —se disculpó torpemente—. Olvidé que me habían mandado a limpiar la casa en mi casa, y me van a matar si no termino antes que lleguen mis padres.
Antes que cualquiera pudiera alegar, el conejo ya se había alejado un par de metros del local.
—¡Mira! ¡Ahí va! —le avisó Susan a su amiga de un codazo. Yenny pudo ver cómo Jack se iba corriendo del lugar—. ¡Es mi oportunidad! —agregó la osa.
—¡Oye! ¡¿A dónde vas?! —le recriminó a su amiga en voz baja, pero Susan ya se había puesto de pie.
En breve, la osa iba tras la siga del conejo.
Yenny quedó preocupada. Tenía deseos de llamar a su hermano para descubrir qué le estaba pasando. Por lo menos intentar mensajearlo. Lamentablemente, si lo hacía, él descubriría que lo estaba espiando, y terminaría por molestarse.
Jack corrió sin tener los pensamientos claros. Una aprehensión se aferró en su pecho. Su madre nuevamente estaba embarazada. La posibilidad de perder nuevamente a un hermanito era clara.
No quería repetir lo mismo de nuevo.
Sus pies lo llevaron al edificio en donde trabajaba su madre. A pesar que solo un par de veces había estado en su oficina, conocía el camino de memoria. Mientras recorría el lugar, varias personas se volteaban a observarlo. No era común ver a un escolar recorriendo aquellos pasillos.
Al conejo le dio un vuelco en el corazón al llegar frente a la puerta que versaba el nombre de su madre. A través de su ventana podía apreciar que las luces se hallaban apagadas. Él esperaba no encontrarse a su madre allí. Ella acostumbraba pasar fuera de allí, en cortes, o trabajos en terreno. Sin embargo, era infaltable la presencia de Myriam. Su fiel asistente siempre se encontraba atrincherada tras el escritorio de la antesala. Pretendía simplemente preguntarle por su madre, y regresar a casa con cierta tranquilidad. Lamentablemente, no pudo hacerlo.
—¡Mamá! —golpeó inútilmente la puerta. Era evidente que el lugar se encontraba vacío.
La desesperación estaba haciendo nido sobre su cabeza poco a poco, hasta que fue desinflada por una voz que oyó a su espalda.
—Con que aquí trabaja Yin Chad, ¿eh?
El conejo se volteó, y encontró a un sujeto extraño. Era un felino con largos bigotes blancos. Tenía el pelaje de un guepardo, con manchas y todo, pero el hocico le parecía ser más bien de una pantera, con colmillos de un tigre dientes de sable. Las orejas parecían ser de leopardo y la mirada de un puma. Vestía un traje formal completamente blanco. Desde los zapatos de charol, hasta la camisa y la corbata. Incluso el sombrero. Todo era de un blanco impoluto.
—¿Quién es usted? —preguntó Jack.
—Permíteme presentarme —respondió el felino quitándose el sombrero con una reverencia—. Mi nombre es Pablo Schneider.
