.
.
Capítulo XLVII
Quedaban tres días para finalizar el año cuando Candy llegó a Edimburgo. El subidón de adrenalina que sintió estuvo a punto de hacerla gritar. Karen, Ona y Rous sabían que Candy volvía, pero nadie más. Candy quería que Albert sintiera en sus propias carnes lo que era ser engañado, y tirando de su artillería pesada volvió con energías renovadas.
—¡Oh, Dios! —gritó Tom—. Pero qué frío hace aquí.
—No me seas nenaza —sonrió Candy—. Si esto te parece frío, ¿qué va a ser de ti cuando vayamos a las Highlands?
—¡Dios mío! —susurró Tom—. Lo que tiene que hacer uno para encontrar novio.
—Candy —llamó María—. Estoy preocupada por Óscar.
—Cariño, tranquila —sonrió Raymond—. Estoy seguro de que no tardarán en traerlo.
—Con lo bien que se porta —se quejó María—. No entiendo por qué no ha podido viajar con nosotros en el avión. Pobrecico mío. ¿Cómo estará?
—Mamá, no te preocupes, verás como enseguida lo sacan.
—¡Ay, Dios mío! como nos hayan perdido a Óscar tu hermana nos mata —murmuró preocupada Mary— y te juro que yo los asesino.
Candy y Raymond cruzaron una mirada cómplice. Estaban encantados el uno con el otro, y cuando Candy les pidió que la acompañaran a Edimburgo, éste no se lo pensó.
—Ahí lo traen —sonrió Tom al ver a Óscar junto a una de las azafatas—. Míralo qué mono, pero si hasta se le ve guapo.
—¡Cosita preciosa! —gritó Mary que corrió hacia el animal, que al verla comenzó a saltar de alegría mientras los demás le hacían carantoñas.
—Candy—llamó Raymond— muchas gracias por hacerme sentir uno más de la familia invitándome a acompañaros en este viaje.
—Para mí siempre has sido de mi familia, y quiero que sepas que si vosotros sois felices, yo estoy ¡superfeliz! Además, quiero que Albert se dé cuenta de que yo también tengo una familia que me respalda y que es capaz de mentir tan maravillosamente bien como la suya.
—¡Mirad quién está aquí! —dijo Mary acercándose con el perro.
—Hola mastodonte —sonrió Raymond que tocó al animal.
Óscar, encantado los lamió a todos. Él también se alegraba de verlos.
—Hola guapetón —saludó Candy con cariño.
—Bueno, pues ya estamos todos ¿no? —gritó Mary feliz.
—¡Casi todos! —indicó Candy agarrándola del brazo—. Venga mamá, vámonos al hotel.
Cuando llegaron al Hotel Glashouse, la señorita de recepción miró a Candy. ¿De que la conocía? pero cuando vio a Karen aparecer, la identificó rápidamente. ¡La Española!
—¡Óscar! —gritó Karen que corría hacia ellos.
—Qué mona —señaló Tom—. A los demás que nos den morcillas.
—No seas pelusón —regañó Candy.
Con la felicidad dibujada en la cara, Candy observó cómo su hermana abrazaba a su madre, a Raymond y a Tom, mientras Óscar saltaba y la chupaba donde podía. Recibir a Raymond en la familia, a Karen le supuso una gran tranquilidad. Ahora que ella no estaba tan cerca de su madre, saber que ésta tenía a Raymond, le gustó más de lo que nadie pudiera imaginar.
Finalizados los abrazos y besos, la señorita de recepción les entregó las llaves de las habitaciones. Tras dejar a Raymond y a Mary a solas en la suya, Karen acompañó a Tom y a Candy a la que compartirían.
—¡Virgen del tuperware! Qué habitación más alucinante.
—Karen —susurró Candy—. ¿Estás bien?
—Oh, sí. Ahora que estáis aquí, sí —asintió sin mirarla mientras jugaba con su perro.
Pero cuando Candy observó que la mochila de su hermana estaba junto a su equipaje, supo que mentía. Había ocurrido algo y no lo quería contar.
—Vamos a ver —agarró a Óscar por el collar—. ¡Tiempo muerto!—y volviéndose hacia su hermana preguntó—. Me vas a contar lo que pasa o voy a tener que usar la fuerza bruta para sacártelo.
—¡Cuidado con Tyson! —bromeó Tom.
—¡Joder, Candy! —protestó al escucharla—. Archie y yo hemos discutido.
—Por mi culpa ¿verdad?
—Oh, Dios… —suspiró Tom— se masca la tragedia.
—Candy —dijo Karen—. Cuando Ona comentó en la cocina que hoy llegabas de España y que te casabas con Neall, el muy gilipollas me dio a elegir entre tú o él.
—¡Qué osado el highlander! —gritó Tom.
—Y por supuesto —gimoteó Karen—, te elegí a ti. Esta mañana me ha despertado. Tenía preparada mi mochila, sin despedirme de Lexie me ha hecho montar en su coche y sin decirme nada me trajo hasta aquí y se marchó. ¡Me ha echado de su casa el muy animal! —gritó Karen—. Eso no se lo voy a perdonar jamás.
—Así me gusta —señaló Tom—, ¡dignidad ante todo!
Candy no quiso sonreír, pero aquello ya lo había vivido con su hermana.
—Pero vamos a ver —susurró Candy acercándose a ella—. ¿Por qué no le dijiste la verdad? No quiero que vosotros tengáis problemas por mi culpa.
—¿Sabes? —susurró Karen limpiándose las lágrimas—. Archie no tiene derecho a darme a elegir entre mi familia y él. Yo nunca le he dado a elegir entre Albert y yo, porque entiendo que Albert es su familia y a mi me encontró en la calle.
—Y nunca mejor dicho —asintió Tom.
—¡Por qué no cierras el pico! —gritó Karen.
—Imposible. Ante semejantes comentarios no puedo —respondió él.
—Chicos, paz —pidió Candy.
—Anda, Karinloca —señaló Tom—, dame un abrazo que yo te quiero mucho.
—Y yo a ti también, tontuso —dijo abrazándole—. Por cierto Candy, Ona y Rous te mandan millones de besos.
—Estoy deseando verlas —asintió Candy—. Y Albert… ¿Cómo está él?
—¡Madre mía, Candy! —suspiró y soltó a Tom—. Cuando Albert escuchó a Ona decir que regresabas hoy a Escocia porque al final utilizarías las instalaciones del castillo para casarte ¡Dios! Tenías que haber visto su cara. Era el demonio en persona, y tras dar un puñetazo a la mesa se marchó, pero no sé adonde. Luego fue cuando el estúpido de Archie discutió conmigo. ¡Es un cabezón!—gritó Karen.
—Le dijo la sartén al mango —susurró Tom haciéndolas sonreír.
—No te preocupes, conocemos a Archie —señaló Candy— seguro que antes de un par de horas ya está buscándote o llamándote por teléfono.
En ese momento sonó la puerta. Al abrir entraron Mary y Raymond.
—Chicos ¿que os parece si nos vamos a cenar? —dijo Mary.
—Excelente idea —asintió Tom—. Este estrés me produce un hambre atroz.
Diez minutos después, tras dejar a Óscar tranquilo en la habitación, los cinco salieron del hotel sin ser conscientes de que un ceñudo Albert los observaba a través de los cristales oscuros de su despacho. Volver a ver a Candy hizo que su corazón comenzara a latir con fuerza y tuvo que usar todo su aplomo para no salir y correr tras ella.
Llevaba sin verla varias semanas, convirtiéndose aquel tiempo en una eternidad. En más de una ocasión había estado tentado en ir a buscarla a España, pero no quería presionarla, quería que ella lo perdonara. Ése fue el motivo por el cual se encargó de hacerle llegar el contrato firmado de Eilean Donan. Si algo le importaba a Albert en aquellos momentos era ella, única y exclusivamente ella.
Pero el mazazo que sufrió al enterarse de que volvía a Escocia para casarse, y encima con la sangre fría de hacerlo en el castillo, le dejó tocado el corazón. ¿Cómo podía casarse con otro cuando sus ojos le habían gritado que lo amaba a él?
No había visto con claridad la cara de Neall, pero a Candy sí. El aura de felicidad que vio en ella cuando sonrió le impactó. Sólo la había visto tan radiante y expresiva una vez. La noche del castillo.
Verla agarrada a aquel tipo, y tan feliz, le hizo replantearse su situación. Quizás Candy sería más feliz con el estirado de Neall. Reconocer aquello le dolió, pero amaba a Candy y por encima de todo quería que fuera feliz, y si en esa felicidad él no entraba, sólo podía retirarse y dejar libre el camino a quien verdaderamente se la pudiera dar.
Aquella noche, consumido por los recuerdos, Albert escuchaba las noticias sentado en el sillón de su despacho, cuando se abrió la puerta y sé cerró de golpe.
—¡Maldita sea, Albert! —gritó Archie sentándose frente a él—. Maldigo el día en que esa cabezona española se cruzó en mi vida. Ojalá pudiera manejar el tiempo para poder retroceder al justo momento que la miré.
—Si pudieras hacerlo, ¿qué harías? —preguntó Albert que apagó el televisor.
—Lo tengo muy claro. La volvería a mirar —suspiró desesperado.
—Entonces ¿cuál es el problema?
—Creo que esta vez la he fastidiado, y la he fastidiado a fondo.
—¿Qué ha pasado?
—Ayer, cuando te marchaste malhumorado al conocer la noticia del regreso de Candy —susurró al ver cómo se le oscurecía la mirada—, Karen dijo que ella quería venir a Edimburgo para ver a su familia. Cuando regresamos a casa tuvimos una tremenda discusión y en un momento de rabia, le di a elegir entre su familia o yo.
—¿Cómo?
—Sí, tío soy un imbécil —asintió dándose un cabezazo contra la mesa—. Anoche no podía conciliar el sueño, furioso porque ella había dicho que su familia estaba ante todo, me levante, metí sus cosas en su mochila, la desperté, y sin dejar que se despidiera de Lexie, la traje a Edimburgo, y me fui, dejándola sola.
—¡Maldita sea, Archie! —exclamó incrédulo Albert—. ¿Cómo se te ha ocurrido hacer algo así?
—No lo sé, tío, me sentí tan mal cuando vi que tú…
—Eres un completo idiota —regañó Albert levantándose—. Karen, a pesar de lo que ocurrió en su momento, te perdonó y nunca te dio a elegir entre ella y yo.
—Lo sé… lo sé…-susurró y apoyó la cabeza entre sus manos.
Albert abrió un minibar para sacar dos cervezas, y tras dos golpes certeros le pasó una a Archie.
—¿Qué puedo hacer? Necesito hacer algo para recuperarla.
—Lo tienes fácil, habla con ella.
—Su mirada cuando la dejé daba miedo.
—¿Qué esperabas? ¿Que aplaudiera? Maldita sea, Archie, que la has echado de tu casa. ¿La has llamado al móvil?
—Lo tiene apagado.
Tras un incómodo silenció Albert habló.
—Esta noche vi a Karen y a su familia cuando salían a cenar.
—¿Les has visto a todos? ¿Todos… todos?
—Sí, a todos —asintió mirándolo a los ojos— mi princesa estaba preciosa.
—¿Y?
—Acabo de hablar con Steven. Mañana me marcho para México, a las cuatro de la tarde desde Aberdeen, no quiero estar aquí cuando ella se case con otro. No lo puedo soportar.
—Albert, tú nunca te rindes. ¿Por qué lo haces?
Al escuchar aquella pregunta Albert dio un trago de su cerveza, y tras mirarlo con una triste sonrisa respondió.
—Porque al menos uno de los dos merece ser feliz.
CONTINUARA
