Amor Prohibido - Capítulo 51

-A continuación, el nuevo éxito de la Corchetis. ¡Primavera! Disfrútenlo.

Los primeros acordes de una guitarra emanaron del televisor tras la presentación del anunciador. Frente a la pantalla se encontraba un pequeño conejito color verde botella desparramado sobre un sofá. Uno de sus pies se balanceaba a varios centímetros del suelo, mientras que su mirada lila estaba fija en el techo. Memorizaba las líneas naturales de la madera que conformaban las tablas del cielo. Suspiraba pesadamente mientras dejaba pasar de largo la melodía.

Jack apena tenía cuatro años y se aburría como ostra. Mamá trabajaba desde su computadora en su habitación, mientras tenía un ojo atento a Jacob, quien se encontraba en su corral durmiendo, rodeado de juguetes coloridos. Yenny había comenzado a ir a la escuela, pero apenas alcanzó a ir dos semanas. Le dijeron que no podía regresar a la escuela, pero podía seguir yendo a clases a través de su computadora. Todas las mañanas se conectaba junto a papá, y en la pantalla aparecía el rostro de otros niños junto a sus padres, sus hermanos y sus mascotas.

Él estaba deseoso de ir al jardín, pero error administrativo retrasó el inicio de sus clases por un mes. Mes que se estiró hasta convertirse en seis y contando. Para peor, las salidas los fines de semanas se acabaron. Ya no iban por las tardes al parque por helado o tan siquiera por un rayo de sol. Solo se podía conformar con el patio trasero, el cual a esta altura le aburría. El televisor era el único soldado en pie en la lucha contra el aburrimiento, y estaba perdiendo.

De un salto se puso de pie y se asomó por la ventana. Había poca gente circulando por las calles. Todos usaban una mascarilla en el rostro. Había de todas las formas y colores. Algunas dejaban al descubierto la nariz. Otras se la amarraban en la nuca. Algunas eran sencillas. Otras mostraban una dentadura fiera. Otros usaban un pañuelo para cubrirse la nariz y la boca. Todos caminaban con aprensión, apurando el paso lo más posible. Muchos traían paquetes y bolsas con mercadería. Algunos en bicicleta traían la mascarilla de collar. A pesar que el panorama era similar desde hace meses, no dejaba de sorprenderle. Mamá y papá también usaban una cuando salían a la calle. Él y Yenny también debieron usar una las pocas veces que salían. La suya era color celeste cielo que se amarraba en la nuca. No le gustaba usarla, sentía que le faltaba el aire. Cada vez que hacía trampa y sacaba su nariz sobre su mascarilla, sus padres o su hermana se la reajustaban.

Tenía ciertas nociones de lo que ocurría. Una vez cuando su hermana estaba en clases, él se unió a la reunión con papá y Yenny. Más bien era por aburrimiento y soledad. Allí, una amable mapache que hacía de profesora aceptó que el pequeño se asomara a través de la cámara. Era una de las primeras clases, y les estaba explicando a los pequeños de primer año lo que estaba ocurriendo. Hablaba de una enfermedad llamada Coronavirus, y que era muy contagiosa. Había mucha gente que se contagiaba con facilidad, recibiendo los síntomas similares a un resfriado pero más fuerte. Era una enfermedad que aún no tenía cura, así que la prevención era la clave. Les habló de las mascarillas, del distanciamiento físico y del lavado de manos. El pelaje de sus manos se había resecado tras lavarse las manos por lo menos cinco veces al día desde que todo comenzó. El alcohol gel no le gustaba. Era viscoso y tenía un olor desagradable. Por fortuna, no le tocaba usarlo mucho. Solo una vez por una emergencia con Jacob le hicieron untarse sus manos con aquel gel en el hospital. También la vez en que acompañó a papá al supermercado le obligaron a usarlo.

No alcancé ni a salir

Cuando me dijeron que tenía que entrar

De la calle olvidarme

Al colegio unirme por una pantalla

Y no me puedo concentrar

-Bien, nos veremos mañana. Espero que se preparen para el examen de la próxima semana –anunciaba una cabra barbuda y con gruesos lentes a través de la pantalla.

Yin se despidió junto con los veinticinco estudiantes asomados en cada cuadro de la pantalla. La juventud brillaba a través de su mirada, a pesar de las gruesas ojeras moradas bajo sus ojos. Era imposible adivinar a simple vista que estaba a punto de ser madre por cuarta vez. Su enorme vientre estaba oculto por entre la ropa de cama sobre la que estaba acomodada. Su deseo de superación era más fuerte y valioso. Tras el nacimiento de Yenny se había decidido por estudiar derecho. Fueron años complicados. Debía además ser madre y traer dinero a la casa. Toda la ayuda de Yang no era suficiente para criar una conejita que con el paso de los años terminaron siendo tres. La aparición de Yuri simplemente complicaba más las cosas. Nada de eso la afectaba. Era su cruz, su destino, su desafío. Estaba dispuesta a afrontarlo con todas sus fuerzas.

Cerró su laptop y suspiró. Una pequeña patadita le anunció que dentro de ella había una vida que estaba deseosa por salir. No era un buen momento para hacerlo. No era solo porque una pandemia había cambiado la vida de un planeta entero. La situación económica no era la mejor. De sus estudios había conseguido una beca de mantención que apenas le alcanzaba para cubrir la comida familiar. Los ingresos de Yang eran vitales en aquella época, pero había perdido su trabajo por la pandemia. Desde entonces, ella había conseguido trabajos esporádicos de consultoría legal online que le ayudaba a soltar un poco más el cinturón. A pesar de todo, las deudas comenzaron a acumularse, mientras que los pocos ahorros se les habían acabado.

La coneja se puso de pie. Un vestido largo color beige le llegaba hasta las pantorrillas. Su vientre era notorio. Estaba atenta a que en cualquier momento se le rompiera la fuente. A diferencia de su experiencia anterior, este embarazo resultó bastante tranquilo. A pesar de todo, Yang insistió en que se moviera lo menos posible para evitar cualquier complicación, y que cualquier cosa estaría ahí. Hasta entonces, había cumplido a cabalidad. Se hacía cargo de las clases online de Yenny, jugaba con Jack, vigilaba a Jacob por las noches ante cualquier complicación. Venía a verla al cuarto cada vez que podía. También se hizo cargo de las tareas del hogar, como limpiar y cocinar. Desde que no pudo retomar su trabajo, se hizo cargo de todo lo necesario durante aquellos extraños días.

Le regaló una rápida mirada al corral. Jacob dormitaba tranquilamente. Traía un mameluco lila claro que le cubría hasta las orejas. Dormitaba chupándose el dedo. Un mono de felpa vigilaba sus sueños con su mirada brillante. La coneja no pudo evitar sonreír. Por él, valía la pena cualquier sacrificio.

-Así cuando el lobo cayó por la chimenea, el agua estaba hirviendo y se pegó tal quemazo que salió gritando de la casa, y no volvió a comer cerditos en una larga temporada –leyó Yenny tropezándose solo un par de veces durante la lectura.

-¡Muy bien! –exclamó la mapache que era maestra a través de la pantalla-. Ahora niños, ¿quién me puede contar con sus propias palabras lo que acabamos de leer?

-Bien hecho –agregó Yang luego de asegurarse que habían apagado el micrófono.

Ambos se encontraban en el comedor del hogar. Era mucho más pequeño que el que poseían actualmente. De hecho, su antigua casa era más pequeña. Con tres pequeñas habitaciones en el segundo piso, debían ingeniárselas para recibir al nuevo miembro de la familia. En un cuarto dormían Yin y Yang, con un rincón para la cuna de Jacob. Otro estrecho cuarto era para Yenny. El tercer cuarto era de Jack, el cual ya habían dividido para que recibiera a Jacob, y que este le dejara su espacio a Yuri. Sabían que este reajuste causaría problemas de espacio a futuro, pero no tenían los recursos para solucionarlos por el momento.

El conejo la observó con una sonrisa mientras la pequeña se concentraba en la pantalla. A pesar que recién estaba empezando el primer grado, ya leía casi tan bien como un niño de segundo. Le recordaba cuando a Yin le había pasado algo similar a los seis años. Todos la celebraban por su lectura, mientras que él apenas la dominó a los ocho años. Definitivamente Yenny había heredado la inteligencia de su madre.

-Voy a ver si tu madre necesita algo –le susurró antes de ponerse de pie y abandonar la habitación.

La pequeña solo se resumió a asentir con la cabeza.

Yang subió por las escaleras, y golpeó la puerta de su cuarto con delicadeza. Se sorprendió al ver a que la propia Yin le abría la puerta.

-¿Qué haces de pie? –le recriminó-. Debes descansar.

-Estoy aburrida de estar en cama –respondió invitándolo a pasar-, además, me siento bien. Acaban de terminar mis clases y Jacob se ve tranquilo.

Yang observó el lugar. Se encontraba bien iluminado gracias a una pequeña ventana junto al corral de Jacob y una lámpara de pie encendida en el otro extremo. Era un lugar bastante estrecho, volviéndose todo un desafío la subsistencia. Gracias al ingenio de Yin, cada cosa ocupaba su hueco preciso, advirtiendo que no cabría un alfiler más. Yang se sentó junto con Yin en la cama. La barriga parecía ser incluso más grande que en sus embarazos anteriores. Era buena señal según creía Yin. Él por su parte temía que salieran una docena de conejitos de allí.

-¿Cómo están los chicos? –preguntó Yin.

-Yenny está excelente –respondió su pareja-. Sabe leer tan bien como tú a su edad.

Yin no pudo evitar sonreír ante ese recuerdo. Eran esquivos los momentos en que la memoria la arrastraban hasta los días del orfanato. A pesar de las carencias materiales, se tenían mutuamente para suplir las carencias emocionales. Yang, aquel conejo que estaba frente a ella, ha estado a su lado desde el mismo día en que nació. Pasando del orfanato a la academia, y de la academia a la vida, siempre ha estado a su lado. La vida podía ser una montaña rusa, pero siempre podía contar con su compañía. Gracias a su mirada, volvió a recordar que todo problema era perecedero.

-Ella es una niña muy lista –contestó Yin-. Solo espero que todo esto de la pandemia sea un mal recuerdo.

-Se está tomando bien eso del encierro –respondió Yang-. No así Jack.

-Lo sé –Yin suspiró ante esa respuesta. Jack había heredado la energía e hiperactividad de su padre. Le encantaba salir al parque y perseguir a las aves. Corría hasta quedarse dormido. El encierro era una de las peores cosas que estaba viviendo. Intentaba entretenerse con cualquier cosa al interior de la casa, pero nada lo divertía por mucho rato.

-Tenía pensado en sacarlo a pasear un rato –propuso Yang-. Podría ayudarle a dormir mejor esta noche.

-No lo sé, Yang –contestó insegura-, con esto de la pandemia no quiero que…

-Tranquila –la interrumpió-, prometo llevarlo a un lugar apartado del parque. Así, si se saca la mascarilla no habrá riesgo de contagios.

-Pero… -replicó Yin.

-Y lo haré usar el alcohol gel y lavarse las manos cuando regrese –insistió.

Yin suspiró. En el fondo sabía que Yang también se sentía afectado por la cuarentena. También era de esas personas que le gustaba salir y realizar actividades al aire libre. Le regaló una sonrisa. Se merecía una salida.

-Está bien –afirmó-. Solo cuídense.

-Te lo prometo –contestó sujetándola de las manos.

La mirada de cada uno se encontró frente a frente. Una sonrisa se posó en los labios, sorprendidos por el momento. Un beso terminó por sellar la escena.

Aquella noche Jack se durmió temprano, con una sonrisa en los labios y recuerdos felices en la mente.

Me aburro como cualquiera

Pero sé que es cosa seria

Imposible ir contigo a jugar

Tu abrazo bien vale la espera

Una mañana como todas las demás, Yenny se instaló en la mesa del comedor, lista para un día más de clases virtuales. Encendió su computadora mientras desparramaba un cuaderno con varios lápices de dibujo. Yang acercó una silla junto a ella con una taza de café en la mano. Para la sorpresa de ambos, en vez de recibir el saludo de la profesora, apareció un dinosaurio pixelado corriendo por un desierto.

-¿Qué está pasando? –preguntó Yenny sorprendida.

Yang refrescaba constantemente la página mientras el dinosaurio aparecía en todos los intentos.

-No hay internet –anunció Yin bajando por las escaleras.

-¿Qué? –preguntó Yang con preocupación-. ¿Y ahora qué haremos?

Al instante recordó las múltiples razones por las cuales el servicio haya dejado de funcionar. No solo era el hecho de que la alta demanda significara cortes repentinos y constantes. Hacía más de seis meses que no lo habían pagado. Era más que evidente que el corte se veía venir. Los pocos recursos disponibles impedían su pago. Priorizaban otros pagos, como la comida, el agua o la electricidad. También debía costear el tratamiento de Jacob, que aunque recibían apoyo estatal, no era suficiente para cubrir todo. El internet había quedado fuera de la cobertura financiera, a pesar de ser tan imprescindible en aquellos días.

-Voy a hablar con los Robinson –contestó Yin con determinación mientras se dirigía a la salida.

-¿Con los Robinson? –exclamó Yang siguiéndola-. ¿Crees que ellos nos van a arreglar el problema?

-Ellos pueden compartirnos de su WiFi mientras no podamos pagar el internet –respondió la coneja mientras sacaba una mascarilla de un cajón junto a la puerta de salida.

-¡Ellos son los amargados del barrio! –exclamó Yang-. ¡Preferirían morir antes de compartir aunque sea una hoja de su jardín!

Su exclamación estaba lejos de ser exagerada. Los Robinson eran un par de hurones que vivían en la casa justo al lado de los Chad. Eran viejos y amargados. Desde que se habían mudado junto a ellos, sobraban los reclamos contra los niños por ruidos molestos. A pesar que la pandemia los había encerrado y que ella misma estaba junto a ellos, los hurones siempre regresaban incluso con injurias contra los menores. Era como si la existencia de los niños fuera suficiente para la desdicha de esa pareja.

-Sé cómo tratarlos –respondió con determinación frunciendo el ceño.

Yang se quedó de pie, sin saber que decir. Su esposa atravesó el umbral con una mascarilla rosa bien amarrada en la cara.

Treinta minutos transcurrieron antes de tener noticias. Yang decidió ver televisión junto con Yenny y Jack.

-Entre las noticias que tenemos –anunció la presentadora con un traje color amarillo pollito-, una diputada de Chile corrió como Naruto en medio de la sala del congreso tras la aprobación de un importante proyecto de ley que…

-¿Quién es Naruto? –preguntó Yenny de improviso con curiosidad.

-Un famoso ninja japonés –contestó su padre-. Hoy vende tacos en México.

-En otras informaciones –prosiguió la presentadora-, el Coronavirus está causando estragos en el mundo. Millones de contagiados se completan en Europa. Los sistemas hospitalarios están al borde del colapso en varios países de Latinoamérica. La muerte se expande en países como Brasil y Estados Unidos. Por lo pronto las vacunas son solo pruebas en desarrollo. Todo, mientras la crisis económica se agudiza. Millones de personas han perdido sus fuentes de ingreso y se han visto en la obligación de pedir limosnas en las calles. Sin mencionar la crisis psiquiátrica. Según expertos, el ser humano no aguanta este tiempo de aislamiento sin ver afectada su salud mental. Esto sin mencionar el avance de grupos extremistas como los antivacunas, quienes organizan protestas que rompen con todas los protocolos de seguridad. Estas situaciones han obligado a extremar las medidas en varios países del mundo, empujando al control de las Fuerzas Armadas y al aumento del atropello de los Derechos Humanos. Si usted considera que hoy es un buen momento de rendirse ante el miedo y olvidarse de un futuro prometedor, aceptando que el Apocalipsis está aquí, nosotros les decimos que sí.

-Tonterías –se quejó Yang apagando el televisor.

Tras esto, sus dos hijos lo observaron llenos de pesar.

-No le hagan caso –les respondió abrazando a cada uno con un brazo-. Sé que estos días han sido extraños, pero les prometo que esto pasará.

El conejo les sonrió, y prosiguió:

-Pase lo que pase, no los vamos a dejar solos.

Apretó su abrazo para ambos, al punto de sentirlos tan cerca que nada podía convencerlo de que no estaban vivos, ahí, presentes. Sus hijos le respondieron el abrazo con todas las fuerzas que podían a su corta edad.

-¡Listo! ¡Tengo la clave del WiFi! –Yin había regresado triunfante con la mascarilla en el cuello y agitando un pequeño papel cuando se topó con la escena. No pudo más que sonreír ante aquel enternecedor momento.

-Entonces, ¿podré entrar a clases? –preguntó Yenny terminando el abrazo y volteándose hacia su madre.

-Así es –contestó Yin.

-¿En serio? ¿Cómo lo conseguiste? –preguntó Yang sorprendido dirigiéndose hacia su esposa.

-Se requería un poco de convencimiento –respondió ella entregándole el papel y cruzándose de brazos.

Yang observó el mensaje escrito sin poder creérselo. Tenía en mente la idea de que los señores Robinson preferirían morir antes de entregar algo que fuera considerado de su propiedad.

-No-no te lo puedo creer –tartamudeó sin poder convencerse.

-Mejor apúrate en conectarte –le pidió Yin dirigiéndose hacia las escaleras-. Necesito conectarme yo luego. Tengo un examen oral en un par de horas, y necesito internet.

Con la mirada, Yang le pidió a su hija que lo siguiera al comedor para comprobar tan valiosa clave. A medio camino les siguió Jack.

-¿Papá? –le preguntó.

Padre e hija se voltearon.

-¿Puedo ir con ustedes? Es que me aburro –les pidió.

-¡Pero claro! –exclamó Yang con una sonrisa-. Ven.

Efectivamente, la clave calzaba con el nombre del WiFi. Desde entonces, los Chad compartieron internet junto con los Robinson durante un año y medio, hasta cuando los conejos se mudaron a un lugar más amplio. Los hurones jamás rechistaron ante tremenda afronta. Ni Yang ni sus hijos se enteraron jamás de lo conversado entre Yin y sus vecinos. Cuando se trataba de tratos misteriosos, Yin era una tumba. Solo eran testigos de los beneficios de aquellos tratos, que por lo general los salvaban de graves problemas.

Ojalá estés bien

Estos días para todos son extraños

Solo quiero decirte

Que no te imaginas cuánto echo de menos

El tenerte a mi lado

Durante la noche, Yenny fue despertada por el ruido de un gran alboroto proveniente desde el primer piso. Los gritos de su madre la alertaron, obligándola a salir de su cuarto. Al tiempo, pudo ver a Jack salir desde el cuarto contiguo.

-¿Qué está pasando? –preguntó el pequeño restregándose un ojo.

-No lo sé –respondió Yenny asustada.

De inmediato, ambos se asomaron por las escaleras. Vieron a papá ponerse su abrigo, su sombrero y una mascarilla, mientras conversaba con dos hurones ancianos. Ambos viejos venían con un grueso abrigo oscuro cada uno, y una mascarilla blanca colgando bajo la papada.

-¡Papá! –exclamó Jack bajando las escaleras, seguido por su hermana.

-Niños, se quedan a cargo de los señores Robinson –anunció hablando rápido-. Mañana irán al hospital con ellos para ver a mamá. Por ahora se quedan aquí con ellos. Adiós.

Los niños no alcanzaron a replicar. De un salto Yang se instaló en el auto, desde donde apenas pudieron divisar a mamá. El auto arrancó con rapidez, soltando un agudo chillido del derrape de las llantas contra el cemento.

-¡Ya oyeron, niños! –se impuso la voz autoritaria y rasposa del señor Robinson-. ¡Vuelvan a sus cuartos! Mañana a las siete en punto van a estar aquí afuera, listos para salir.

-¿Qué pasó con mamá? –preguntó Yenny con temor.

-Está en trabajo de parto –la voz de la señora Robinson no sonaba más amigable como la de su esposo.

-¿Qué? –preguntó Jack confundido.

-¡Qué su nueva hermanita ya va a nacer! –gritó el hurón cerrando la puerta de golpe.

-¡Estos conejos que les guste multiplicarse! –se quejó su esposa.

Antes que los pequeños pudieran reaccionar, la señora Robinson los tomó a cada uno de una oreja y los arrastró rumbo a las escaleras.

-Iré a ver cómo está el más pequeño –comentó haciendo caso omiso de las quejas de los conejitos.

Tras toda esta revoltura de acontecimientos, era imposible volver a conciliar el sueño. Aunque cada uno permaneció en su cuarto, a través de pequeños golpecitos a través de la pared se avisaban que aún seguían despiertos. No podían salir puesto que la señora Robinson se encontraba en el cuarto de sus padres cuidando a Jacob, mientras que su esposo se encontraba abajo dormitando en el sofá. Aunque en el lugar se podía oír todo lo que ocurría en la casa, tuvieron la fortuna que aquellos golpecitos no fueran escuchados por los hurones.

Apenas el alba se encontraba asomando, los tres hermanos Chad se encontraban instalados en la parte trasera del viejo auto de los Robinson. Eran un viejo Volkswagen de los años sesenta que milagrosamente aún andaba. Olía a naftalina, se movía como asiento de cine 4D y sonaba como un tractor enfurecido una vez encendido. A falta de asientos para bebé, la señora Robinson improvisó una red de seguridad para Jacob a punta de tela y cinta adhesiva. A pesar de la evidente incomodidad, el pequeño no se quejaba. Yenny y Jack se encontraban en silencio, a la espera de que el tiempo les permitiera reencontrarse nuevamente con sus padres.

-Enciende maldita porquería –se quejaba el señor Robinson desde el asiento del piloto.

De pronto Yenny se acordó de algo importante.

-Ehm, ¿señor Robinson? –preguntó con timidez.

-¿Qué? –bufó el viejo.

-Creo que necesitamos las mascarillas –le dijo la pequeña.

El anciano no respondió.

-¿Señor? –insistió Yenny.

El motor por fin encendió, apagando cualquier réplica de la pequeña. La señora Robinson se subió al asiento de copiloto, y el auto partió.

La queja de Yenny era importante. Una vez en la entrada del hospital, un militar los detuvo. Traía su típico uniforme de batalla, un casco verde oliva, y una Carabina M4 entre manos. Su mirada sagaz de zorro solo enfatizaba su aire de seriedad y respeto.

-Señores, sus mascarillas –les dijo con voz cortante.

El señor Robinson estaba dispuesto a replicar, cuando retrocedió al ver el arma de servicio que traía.

-Este… yo… -balbuceó asustado.

-Tengan –el militar sacó de un bolso que traía en su espalda una caja llena de mascarillas. A los pocos segundos hasta el pequeño Jacob traía una puesta.

El hospital era un caos. El personal médico corría con un traje que asemejaba un astronauta. Había mucha gente, incluso varios estaban en cama y entubados en pleno pasillo. El señor Robinson arrastraba con firmeza a Jack y Yenny desde el cuello de sus abrigos. Su esposa traía a Jacob entre brazos. Los hurones les regalaban una mirada desconfiada a cualquiera que se acercara demasiado. Mientras, mascullaban palabras que no alcanzaban al oído de los pequeños.

-¡Papá! –exclamó Jack apenas pudo divisar a su padre entre la gente. No le importó que el hurón lo tironeara desde el cuello. Se soltó con fuerza y fue corriendo hacia Yang.

-¡Jack! –se alegró el conejo con una rodilla en el suelo recibiendo el abrazo de su hijo.

Ante esto, Yenny lo imitó. Soltándose del agarre del señor Robinson, corrió hacia su padre, y se unió al abrazo paterno.

-¡Papi! –exclamó la pequeña en su oído.

-¿Cómo están mis pequeños? –balbuceó con emoción. Acababa de ser padre por cuarta vez. Su garganta estaba hecha un nudo que le evitaba largarse a llorar.

Yang finalizó el abrazo cuando los hurones prácticamente estaban frente suyo.

-Muchas gracias por cuidar de los niños durante la noche –les dijo mientras recibía a Jacob.

Los hurones simplemente se remitieron a gruñir molestos.

-Solo mantén esas lacras lejos de nuestra vista –lanzó el señor Robinson.

Yang solo frunció el ceño. Cualquier respuesta quedó colgando de la punta de su lengua. Temía arruinar el trato que Yin había conseguido con esos vejetes.

-¡Papá! ¿Cómo está mamá? –preguntó Yenny tirando de los pantalones de su padre.

-¡Oh sí! Está muy bien. ¿Quieren pasar a verla? –les preguntó Yang volteándose hacia sus hijos.

-¡Sí! ¡Sí! –exclamaron los pequeños al unísono.

La sala era un enorme lugar llena de camas separadas por una cortina. Todas las camas estaban ocupadas por mujeres. Cada mujer tenía un pequeño bebé entre sus brazos. La señora cebra tenía una pequeña cebra bebé. La señora hipopótamo tenía un pequeño bebé. Había una leona que tenía un guepardo entre sus brazos, pero al lado suyo había un guepardo adulto. A la mitad de la sala encontraron la cama en donde estaba Yin. Entre sus brazos ya tenía una pequeña conejita de un rosado similar a su pelaje.

-¡Mamá! –exclamaron sus hijos corriendo directo hacia su cama. Ella estaba acompañada junto a una enfermera, quien estaba tomando notas en una libreta de pie a su lado. La enfermera traía guantes de látex, dificultándole el agarre del lápiz. Traía una máscara protectora facial y una mascarilla.

-¡Yenny! ¡Jack! –exclamó sorprendida al ver como sus hijos se acercaban con emoción hacia la cama. La coneja, al igual que todos los presentes, traía puesta una mascarilla blanca. La única que no traía una mascarilla era la pequeña bebé que tenía entre brazos.

-Les presento a su hermanita –les dijo a los dos levantando con cuidado la cabeza de la conejita. Apenas abría los ojos mientras bostezaba pesadamente.

-¡Es tan tierna! –comentó Yenny.

-¿Ella es Yuri? –preguntó Jack con curiosidad.

-Sí, ella es Yuri –respondió su madre.

La mirada de emoción no podía ser ocultada del rostro de Yang ni aunque la tapara con una mascarilla. Le hubiera encantado regalarle un beso, pero los días no estaban para ello. En vez de eso, se acercó a ella, y le mostró a Jacob.

-Mira eso, es tu hermanita –le susurró con ternura.

El pequeño se limitó a sonreír inocentemente.

-Los felicito por todo –intervino la enfermera-. En estos días tan complicados, es sorprendente imaginar que aún haya nacimientos.

Toda la familia centró su mirada en ella.

-Un regalo para la familia –anunció.

De inmediato se volteó mostrando una mesita metálica con ruedas. Sobre ella había un florero de plástico desbordante de flores de almendro. Pequeñas florecillas de un rosa tan pálido que bordeaba el blanco. Llegaban a tapizar la mesita metálica con sus pequeños y delicados pétalos.

-¡Son muy lindas! –comentó Yin.

-Son flor de almendro –explicó la enfermera-. Simbolizan la esperanza naciente. Florece cuando ninguna otra flor se atreve a florecer.

La enfermera sonrió, y prosiguió:

-Es increíble que a pesar de las dificultades, el mundo no se rinde, y dispone su esperanza en la generación de nueva vida. Estos pequeños nos recuerdan que todo lo malo pasará. Estos niños vivirán en un mundo en donde esta pandemia será solo un recuerdo en los libros de historia. Mientras haya niños, habrá esperanza. Mientras haya esperanza, ninguna pandemia nos ganará. Total, el invierno siempre tiene un final.

-Esperanza –dijo Yin tras un necesario silencio mirando a la recién nacida-. Es un lindo nombre.

Aquel comentario atrajo la atención de su familia.

-¿Ya no será Yuri? –le preguntó Yang.

-Al contrario –respondió Yin acariciando a la bebé-. Desde ahora será Yuri Esperanza.

Todos centraron su mirada en la madre y su hija. Tras las mascarillas se escondían las sonrisas más amplias. La felicidad saltaba con un chispazo a través de las miradas. La bebé recién abrió sus ojos, mostrando un par de luceros color lila.

-Excelente nombre –comentó la enfermera.

-Bienvenida a la familia, Yuri –le dijo Yin a la bebé, quien observaba con curiosidad a su padre y sus hermanos.

Solo quiero que esto acabe

Y la vida vuelva entera

El invierno siempre tiene un final

Mañana será primavera

Mañana será primavera.


¡Patitos!

Con esto de tener que actualizar dos fanfics a la semana, comenzamos a adelantarnos un poco en la escritura de cada capítulo. Es por esto que teníamos el capítulo 51 preparado desde la semana pasada. En vez de publicarlo, decidimos crear un nuevo capítulo 51, que es el que acaban de leer. Probablemente lo consideres un capítulo de relleno, y por lo mismo te agradezco que hayas llegado hasta acá. La decisión de este cambio radica en los acontecimientos actuales vividos tanto en nuestro país como en el mundo.

La pandemia está golpeando con su peor azote en Latinoamérica. Países como Brasil, Colombia, México, entre otros tantos, están viviendo con cifras récords tanto de fallecidos y de contagios. Se augura que se vienen días peores.

Puedo hablarles de la extraña situación de Chile. A pesar que tenemos el record mundial en vacunación, también hemos roto el record de contagios diarios, superando los 7500 en estos últimos días. También los casos activos han superado los 40 mil. Familiares y amigos cada vez más cercanos han caído en esta enfermedad, acotando aún más el círculo de contagio. En particular este fin de semana, se tomaron las medidas más restrictivas desde el inicio de la pandemia. El comercio fue reducido a la venta exclusiva por delivery. Desde las grandes tiendas hasta el comercio de barrio se vio obligado a vender de esta forma o cerrar. En el conocido plan "paso a paso", durante el sábado y el domingo, las comunas en la fas cayeron a una hipotética fase 0. Esto equivale a más del 80% de la población chilena. ¿Realmente son medidas que irán en ayuda a reducir la tasa de contagios? ¿O solo traerán desesperanza mientras la pandemia no da tregua? Solo el futuro lo dirá.

Es en estos momentos más difíciles en que no debemos soltar la esperanza. Este es el mensaje de este capítulo. Con la inspiración del último tema de 31 minutos, escribí un episodio flashback sobre cómo la familia Chad vivió la pandemia. Es la primera vez que trato este tema tan delicado en la literatura. Quise usar esta primera vez para entregarles un mensaje de ánimo y esperanza, similar a la canción que lo inspiró. Sí, son días raros, difíciles, largos. Sí, llevamos más de un año en esto, y estamos cansados. Sí, pareciera que nunca va a acabar. Sin embargo, lo importante es nunca olvidar que esta etapa no durará para siempre. Llegará el día en que todo acabe, y recuperemos nuestras vidas.

Por lo pronto, cuídense patitos. Respeten las medidas sanitarias. Vacúnense apenas tengan la oportunidad. Y lo más importante: no pierdan la esperanza. Nunca olviden que el invierno siempre tiene un final.

Con amor.

Patito.

PD: revisen nuestro blog. Publicamos un artículo que presenta el "calendario de parones", con las fechas en que no podremos actualizar como una forma de evitar parones repentinos. Cuento corto, no actualizaremos este fic durante cada segundo fin de semana de cada mes, pero habrá compensaciones. Más detalles, visiten nuestro blog en Wordpress.