Capítulo 65. Ejército de los vivos

Para Arthur de Libra, resultaba liberador dejar de vigilar cada palmo del Santuario, permitiéndose el lujo de expandir sus sentidos extraordinarios por el mundo entero.

En el norte, Bluegrad, vio a Lesath y Aerys acompañando a la armada de Tetis. Había sido una buena decisión desviar el rumbo de esos dos; por mucho que estuviese aclarado el asunto del pasado año, era conveniente conseguir un primer acercamiento entre santos y guerreros azules lo menos problemático posible. Y si de paso se tenía a un buen rastreador al tanto de los movimientos de los guerreros del mar, mejor.

Dirigió la atención hacia Oriente, donde una flota de barcos negros surcaba las aguas del Pacífico, bajo la línea del Ecuador. Ninguno era un navío común, sino vulgares imitaciones del Argo Navis impulsadas por remos invisibles, con una tripulación igual de excepcional: doscientas sombras de bronce y diez de plata en cada cubierta, vistiendo imitaciones de toda clase de mantos sagrados, salvo los de Águila y Altar. Hasta una orden herética como Hybris tenía figuras que no debían usurparse, como lo eran su líder, Gestahl Noah, y la que fuera su mejor soldado, Hipólita.

Encabezaba la expedición el barco mejor elaborado, con un cuervo negro extendiendo las alas sobre el mascarón de proa. Allí estaba erguido Munin, muy firme y orgulloso las veces que no echaba una ojeada al mar para vislumbrar, así fuera un instante, las sirenas que custodiaban el avance de su nave.

«No solo sirenas —entendió al momento Arthur. En el mar podían distinguirse varias criaturas hechas de agua, todas con forma femenina—. También ninfas, ¿eh?»

En el barco insignia se hallaba también el Gran General Sorrento, vistiendo las escamas de Sirena que lo distinguían como líder de la armada en ese frente. En realidad, solo la mitad de los presentes en esa cubierta eran caballeros negros, mientras que el resto eran guerreros del mar, desde los fornidos hombres que balanceaban pesadas anclas hacia el horizonte en gesto desafiante, hasta la mano derecha del general, cuya mirada Munin de Cuervo Negro tenía la sensatez de evitar. El santo de Libra solo se fijó en ella un momento, con sincero interés por la hermosísima armadura que vestía, blanca como una perla; sobre las hombreras redondeadas caían los rizos de la criatura, en forma de tirabuzones. Eran del mismo color que el cabello de Aqua, signo de las hijas de Nereo.

La nereida y Munin alzaron la mirada al cielo, acaso sabiéndose espiados. Arthur, admirando la fuerza mental de ambos, prefirió observar el resto de navíos. Y es que los caballeros negros, por una cuestión de orgullo, se habían adelantado al resto de una flota mucho más grande, no muy rezagada a pesar de que consistía en una centena de barcos hundidos en el océano centurias atrás. Resultaba fascinante ver esa mezcla de siglos, y más todavía comprobar que se mantenían a flote no solo los que transportaban hasta cincuenta guerreros de mar, sino también aquellos que eran dirigidos por cíclopes. Estos, a diferencia de los de Siberia, no contaban con más protección que los veinte metros de carne, hueso y puro músculo que representaba cada uno.

«¿De cuántos seres mitológicos dispondrá Poseidón? —se preguntaba Arthur—. En teoría, los espíritus de los ríos, lagos y mares, incluyendo los Oceánidas del Atlántico Norte y las Oceánides del Pacífico Sur protegerán el resto del mundo. ¿Y los demás monstruos marinos? ¿Sigue contando con algunos de los magos del Índico?»

Aun si no era así, resultaba evidente que el ejército de Poseidón distaba mucho de la armada de primerizos que cazaba a la vieja humanidad en tiempos del diluvio. Los santos se hicieron fuertes a la par que los marinos, como ocurría cuando dos fuerzas equivalentes se enfrentaban a lo largo de los milenios, sin posibilidad de una derrota total de uno u otro. Así pasaría siempre que dos dioses decidían combatir.

Por esa razón Arthur pasó más tiempo del conveniente viendo aquel espectáculo. Las posibilidades generadas por una alianza entre dos dioses colmaban todas las expectativas que este pudiera tener. Veía a las sirenas y ninfas saltar ociosas entre los barcos, marinos y negros, cantando una melodía sin duda tan dulce como mortal, y apenas podía creer que hasta los viles caballeros negros la degustaban con franca alegría, gracias a Sorrento. El Gran General tocaba la flauta incansable, protegiendo con su magia las mentes y corazones de los hombres.

Cerraba la marcha un bote con dos remos normales y corrientes, más allá del hecho de que se movieran solos. En él estaba Oribarkon, de ropas blancas y negras bajo una coraza de escamas; su expresión oculta por el yelmo de perro. Detrás de él había un enorme cofre de siete lados, cada uno representando a una de las siete escamas: Hipocampo, Escila, Limnades, Crisaor, Kraken, Sirena y Dragón del Mar.

«Sabrán apañárselas —decidió Arthur. En ese frente no había ningún santo visible, ya que Shizuma de Piscis prefería aparecer solo cuando era necesario y Ofión de Aries ya llevaba tres días inspeccionando el resurgido continente Mu. Eso era peligroso cuando se pensaba en una alianza trabajada a lo largo de seis meses y unida por una líder primeriza, no obstante, por lo que podía ver, los guerreros del mar y los caballeros negros podían concordar al menos en una cosa: querían salvar el planeta en el que vivían, no tenían otro—. Simple, pero eficaz. Buen trabajo, hermanita.»

Fiándose ya un poco más de las fuerzas aliadas, decidió echar un vistazo al frente donde mayor presencia de santos había: Naraka, una tierra tan muerta como el territorio de los Heinstein, influenciada de tal forma por el Hades que la humanidad prefería ignorar que existía. Ningún satélite en el mundo llegaba a captar imágenes de la Torre de los Espectros, ningún comerciante pasaría por allí ya fuera por tierra o por aire, ninguno de los gobiernos de los países con los que ese rincón del mundo tenía fronteras siquiera pensaría en levantar allí una base, lanzadera de misiles o instalación de cualquier clase, así estallase una Tercera Guerra Mundial en ese mismo momento. Así era cuando el territorio de los dioses y el de los mortales se encontraban: amos y esclavos se volvían iguales, polvo bajo las uñas de los dioses. Las fantasías de rebelión no tenían lugar en el mundo más allá de las artes, porque el mismo aliento que les impulsaba a vivir y crear, entendía lo fútil que sería levantarse en armas contra lo incognoscible.

Los santos de Atenea eran una excepción. Y pronto una más se sumaría, la de la Guardia de Acero que Akasha y Azrael construyeron en secreto. Arthur podía ver la base móvil del ejército: el portaaviones Egeón, un coloso marino revestido de gammanium artificial transportando treinta mil soldados y veinte cazas Pegasus no-tripulados. Buena parte eran reclutas del Centro de Investigación Asamori, siendo el resto miembros de la guardia del Santuario. Si se descontaba a las amazonas y los Toros de Rodorio, podía decirse que cualquier sub-clase de los santos de hierro de Akasha vestía ahora el acero: los Heraclidas seguían luchando con los puños, solo que ahora gozaban de exoesqueletos para potenciar la velocidad, la fuerza y la resistencia, según el caso; los vigías, incluido Faetón, engrosaban un batallón de tiradores con cañones de raíl, armas láser y visores lo bastante avanzados como para tornar la buena vista de los vigilantes en el ojo de auténticas águilas listas para cazar; al final, los guardianes, habituados a la lanza, de nuevo contaban con armas de combate cercano. Todo era, en cierta forma, igual que antes, solo que mejorado. Actualizado.

En ese momento, Azrael conversaba con un funcionario del gobierno chino —uno de los países colindantes con Naraka, a mil kilómetros del monte Lu, era China— sobre los permisos necesarios para el transporte de tropas. Naraka no tenía costa, así que debía pasarse sí o sí por un territorio con gobierno y leyes. Por suerte, los gobiernos llevaban unos cuantos milenios agachando la cabeza ante el Santuario, era raro que pusieran trabas irrazonables, a buen seguro podrían haber llegado a un acuerdo incluso sin que el enlace gubernamental fuera, en cierta forma, uno de ellos.

«Puedes estar orgulloso de tu hijo, Shiryu. Donde quiera que estés.»

Según lo poco que sabía, Shoryu fue encontrado por Shunrei cuando era un bebé, poco después de la anterior Guerra Santa. La joven cuidó de él durante años, contándole maravillas del santo de Dragón, Shiryu, hasta el día en que aquel despertó y se reunieron los tres. Para cuando Akasha fue enviada al monte Lu, en parte acompañando a Azrael, en parte todavía tratando de convertirse en santa tras notables fracasos, Shiryu era a todos los efectos esposo de Shunrei y padre del niño Shoryu. Una familia.

«Fuera del radar del Santuario —reflexionó Arthur—. No deberíamos confiar tanto en estos héroes de leyenda, tendentes a desaparecer cuando más se les necesita.»

Shiryu, el último que tendría motivos para desaparecer, fue de hecho el primero en marcharse sin decir a dónde ni cuándo regresaría. Al año siguiente, Hyoga le siguió, después Ikki. ¿Quién se marcharía ahora? ¿Shun? ¿Seiya? ¿Y a dónde? No lo sabía y eso lo incomodaba, sobre todo por Orestes. Ese hombre tenía el deber sagrado de atraer a los santos de Atenea a la causa del Hijo y ahora se dedicaba a pagar una supuesta deuda con Akasha. Tal actitud parecía un sinsentido, a menos que el caballero de la Corona Boreal ya hubiese cumplido su misión y ahora solo los estuviese distrayendo.

«De momento, nos sirve —decidió, viéndolo durante un segundo en la cima de la Torre de los Espectros. Ni él ni su compañero, Ícaro de Sagitario Negro, necesitaban permiso de nadie; no hay fronteras para quienes pueden alcanzar la velocidad de la luz.»

Entretanto, Shoryu y Azrael terminaban la discusión de los términos acordados. El hijo de Shiryu demostraba una vez más lo sensatos que fueron sus padres al no instruirle en la lucha, sino darle la oportunidad de conocer otra clase de vida. Primero como autodidacta, solo apoyado por su madre, después con estudios pagados por la Fundación. Shoryu demostró genialidad desde muy temprana edad, llamando la atención de las personas adecuadas en el momento adecuado. En teoría, ahora era un universitario terminando la primera carrera; en la práctica, el enlace entre China y el Santuario. Sí, podía haberse solucionado este asunto sin jugar sucio, por decirlo de alguna forma, pero cada hora de tiempo que ganaban era una victoria.

La Guardia de Acero empezó a movilizarse. Por supuesto, Egeón no podía entrar a Naraka, pero nunca fue el objetivo del Santuario que tamaño ejército cruzara kilómetros y kilómetros. El ex-Sumo Sacerdote estaba estabilizando un sub-espacio entre el universo físico y otros planos con conexiones a puntos clave de los diversos frentes: Naraka, el territorio Heinstein, los barcos de la Fundación, sobre el gélido mar de Siberia, y las bodegas de los navíos de Hybris, sobre el océano Pacífico. Una buena parte estaba destinada a los frentes norte, probable objetivo del Aqueronte, y sur.

En cuanto a los santos de Atenea, al igual que Orestes e Ícaro, no entraban dentro del engorroso trato. Mientras Azrael y Shoryu formulaban los pros y los contras de introducir un ejército con armas hechas de tecnología no existente en país extranjero, Ishmael, Makoto, Emil, Ban, June y muchos más, cruzaron media China y aterrizaron en Naraka como meteoros, invisibles al radar. Tuvieron tiempo de sobra para organizarse, separando a quienes servirían de oficiales, con el santo de Ballena como máxima autoridad en la región, de quienes, por carecer de dotes de mando, se mantendrían como fuerza de apoyo. Todo eso podía deducirlo Arthur por cómo se intercambiaban conversaciones en uno y otro lado de Naraka, hasta Ícaro y el parco Orestes le dejaban entrever el buen hacer de Ishmael, por cómo el primero lo criticaba.

«Será mejor que acabemos pronto con el frente occidental —pensó Arthur, muy atento al joven e impetuoso Ícaro—. Si no, tarde o temprano habrá problemas.»

Con el fin de atajar la parte más problemática de la guerra de un solo golpe, los cuatro generales del Santuario estaban destinados a Alemania, justo antes de entrar al territorio Heinstein. Podía verlos ya posicionados, Sneyder y Shaula al frente; Garland, más cauto, retirado, junto a la totalidad de la división Pegaso y la mayor parte de la división Dragón —Fantasma de Lira y Noesis de Triángulo estaban en Bluegrad y Naraka, respectivamente—. Todos lo esperaban, porque cuando él apareciese, significaría el fin del plazo dado por Bolverk y el inicio de la batalla.

De todo esto pudo ser consciente Arthur en tan solo ese preciado minuto de libertad. Con el tiempo, podría ser consciente de todo cuanto acontecía en el planeta sin siquiera pretenderlo, cosa que le asustaba e intrigada a partes iguales. ¿De qué era en verdad capaz? ¿Dónde estaba el límite? Quería saberlo, a eso planeaba dedicar el tiempo de paz que vendría después de la guerra, dejar de ser Juez y convertirse en Observador.

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Dos mil hombres marchaban al mando de los santos de Centauro, Lagarto y Auriga. Algunas familias le hicieron preguntas, y otros tantos se dirigieron al más amigable Seiya, quien mientras revolvía el cabello de algún chiquillo, lanzaba sin pensar la promesa imposible: que todos volverían sanos y salvos.

Poco a poco, la masa de personas se iba reduciendo. Los aldeanos, aunque todavía preocupados por sus vecinos y familiares, decidieron volver al hogar o a realizar sus labores. Y así, Seika quedó a la vista, todavía con el niño sobre sus hombros.

—¿Eh? ¿No vas a saludarla? —dijo Seiya, despertando a Arthur de un codazo.

—Creía que no te gustaba que la saludase.

—Acababa de salir de un coma —espetó Seiya, divirtiéndole la idea de que Arthur pudiese guardar rencor—. La cabeza no me funcionaba muy bien que digamos.

—¿Estás insinuando que la cabeza te funciona bien ahora?

—Vaya, los santos de oro han perdido mucho en estos años —contraatacó Seiya con una gran sonrisa—. Se rebelan, gastan bromas, se quedan dormidos… ¿Cuánto lleva Nimrod sin reportarse? ¿Tres días?

Arthur ni siquiera tuvo que pensarlo para asentir. Era cierto, lo último que supo de él fue que escogía el frente norte. Hasta la audiencia que concertó con la Suma Sacerdotisa fue en la Colina del Yomi, acaso por temor de ser espiado por Arthur. Por lo demás, el santo de Cáncer bien podía llevar una siesta de días allí, no sería raro en él.

—Nunca pensé que Seiya de Pegaso diría algo como «se han perdido las formas» —bromeó el Juez, tratando de restar importancia al asunto—. ¿Te importaría ir hasta su casa y darle un tirón de orejas? Tengo entendido que puedes ir y venir de ese plano.

—Gracias a la sangre de Atenea —corroboró Seiya—. ¿Y qué hay de ti? ¿Quieres dejarme incluso el trabajo de despertar a un anciano perezoso?

—Necesitas calentar esos músculos, cuñado —replicó de pronto Arthur, en un impulso que hizo dar un par de pasos hacia atrás al invencible santo de Pegaso—. Para darle una buena paliza a nuestro viejo enemigo.

Ese último comentario cambió por completo la expresión de Seiya, como esperaba.

—Por Ichi, Nachi, Geki, Shaina… —El santo de Pegaso calló un momento—. Por ellos, debo enfrentarme a Caronte. Tengo que ser yo. Le pese a quien le pese.

A Arthur le pareció que el héroe tenía alguna clase de conflicto interno al respecto, pero antes de poder tomárselo en serio, Seiya recobró su actitud de siempre y le guiñó el ojo antes de hacerse un lado. Seika seguía esperando.

Llevaba tiempo atrasando en ese momento, después de un par de días de lo más ajetreados. Sí, se habían visto y hablado, pero siempre con prisas y estrés. En buena parte era por una pequeña discusión que tuvo con la Suma Sacerdotisa, a buen seguro la primera de muchas, sobre la necesidad de separar a la persona del líder. Fue lo bastante malicioso como para usar el incidente en la taberna, con Tiresias, los guardianes y los vigías, para que Akasha diera independencia a Azrael en lo que durase la guerra; si ella quería darle autoridad dentro de la Guardia de Acero, tendría que permitirle ser más que un asistente, convertirlo en un militar de rango, un oficial. Y un oficial no puede pasarse la vida pegado a otro, tenía que tomar decisiones por sí mismo.

No es que dudara de ese argumento, era consciente de la importancia que tenía la posición de Akasha en el Santuario, por lo que ayudarla a concentrarse en su misión era lo mejor que podía hacer como santo de Libra. Sin embargo, por esas mismas razones no era bueno que él descuidase sus funciones en el momento crítico.

«El asalto a Heinstein es mi idea. Yo estoy al mando. Si les fallo…»

A tal cuestión había dado vueltas todo el tiempo. El problema con Triela, la charla con Seiya y el vistazo a las tropas aliadas destacaban como buenas razones para no dar el paso, pero en el fondo solo eran excusas que iba dando.

«¿Qué demonios? Hay tiempo.»

Por los valiosos minutos que le quedaban, dejó de vigilar el planeta y posó los ojos sobre Seika. La mujer, vestida con camisa y falda larga a juego con el cabello rojo, le sonrió de tal forma que por impulso bien pudo haberse lanzado a la velocidad de la luz, como si la distancia que los separara fuera infinita, y el tiempo para recorrerlo, insignificante. No lo hizo, claro; seguro del margen con el que contaba, Arthur caminó como lo haría cualquier persona corriente.

Dio un paso, y Seika bajó al niño al suelo, dedicándole la misma promesa que su hermano dio a todo el pueblo de Rodorio. Dio otro, y el alocado Seiya se despidió de su hermana con palabras inteligibles. Al tercer paso, el santo de Pegaso ya regresaba a la villa abandonada por los santos y los guardias, corriendo como el asalariado que llega tarde al trabajo. Solo le quedaban tres más, pero no pudo darlos.

—¡Perdóname! —pidió el santo de Libra, directo a la mente de Seika, un instante antes de abandonar Grecia.

Entre la petición de auxilio recibida de Alemania, en medio del deber que él mismo aceptó tantos años atrás, donde la exigencia mínima era anteponer el mundo a la vida de una persona, incluso un ser querido, Arthur agradeció infinitamente la fugaz respuesta de Seika. En la batalla venidera, no dejaría de recordar su sonrisa.

«Una digna compañera, para un hombre no tan digno —reflexionó el Juez, ya lejos.»

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Fue algo repentino, tal vez una discrepancia entre lo que Bolverk consideraba el fin de los tres días de prórroga y lo que los santos de Atenea habían asumido. Más de un santo, de hecho, estaba teniendo una discusión en ese mismo momento, cuando el castillo Heinstein se cubrió de hielo y una tempestad imposible se desató sobre toda esa tierra.

Durante una fracción de segundo, imperceptible para la mayoría de los santos de plata y bronce, todos estuvieron a punto de morir. Sneyder, Shaula y Garland actuaron de inmediato, pero no podían limitarse a bloquear al ataque, omnidireccional, en un solo punto; si hacían eso, entendieron enseguida, en poco tiempo una nueva era glacial caería sobre el continente, aun en el mejor de los casos. Los tres generales se distribuyeron formando un triángulo alrededor del castillo y extendieron las manos hacia la cristalizada edificación, formando una barrera lo bastante fuerte como para reducir a una centésima parte la capacidad destructiva de la tormenta. Y no era suficiente.

En el punto álgido, los mantos de oro se aproximaban infinitamente al cero absoluto, siendo Sneyder la única razón por la que los mantos de Escorpio y Tauro no fueron destruidos en el acto. Más allá del muro defensivo formado por los generales, los santos de plata notaban el hielo cubriéndolos sin que ellos pudieran siquiera proteger a los de bronce. En medio de todo, una sorpresa surgió en la figura de Aqua; la santa de Cefeo expulsó una fuerza más allá de las expectativas de todos, incluyéndola ella misma, y pudo aminorar la furia de la tempestad ya filtrada por los santos de oro, al tiempo que tornaba en agua el hielo que se iba formando y mantenía los mantos sagrados de plata y bronce en un estado de vitalidad, por frágil que fuera.

Impresionados por el gran esfuerzo de la desconocida, Zaon y Marin instaron al resto a compartir fuerzas con ella. Varios cosmos de bronce y de plata se encendieron de pronto, bañando el aura plateada de Aqua hasta darle un nuevo color, como un arcoíris profetizando el fin de la tormenta. La santa de Cefeo concentró tan notable poder en sus manos, todavía sorprendida de lo que ocurría, hasta moldear una esfera.

Perdición de Tormentas —gritó a viva voz, inspirada, antes de lanzar la esfera de cosmos hacia la parte más alta del castillo. Un destello cegador bañó los cielos por un segundo, revelando después una cúpula de aspecto acuoso alrededor del territorio Heinstein—. ¡Ahora todo queda en manos de vosotros!

Ninguno de los generales oyó ese último grito, aislados en la cúpula, pero tampoco necesitaban que nadie se los dijera. Aliviada la carga de proteger el mundo, Shaula y Garland pudieron contraatacar a la vez que Sneyder seguía manteniendo a salvo los mantos sagrados de los tres en ese entorno, más helado que ningún otro rincón del mundo. Conforme hasta el último soplo de aire gélido era removido de la existencia por el santo de Tauro, este miró hacia atrás, a Aqua y los demás, dedicándoles una sonrisa de gratitud. Todo acabó un instante después, con Shaula desintegrando un sinfín de rocas de agua congelada a bajísimas temperaturas, las consecuencias de la tempestad.

Fue entonces cuando apareció Arthur de Libra.

Pese al intento del enemigo por hacerlo divagar entre las dimensiones, todo había acabado bien, al parecer. Una cúpula de hielo cubría por entero el área alrededor del castillo Heinstein; la temperatura, según observó, llegaba a rozar el cero absoluto, alcanzando los 273 grados bajo cero. De inmediato giró en derredor, cerciorándose de que nadie se acercara. Hasta un santo de bronce podría perder la mano en esas circunstancias. Pero todos seguían a una distancia prudencial, excepto Aqua, la responsable de aquel notable campo de fuerza.

Estaba por felicitar a la santa de Cefeo cuando cayó en la cuenta de que faltaban cinco en tierra. Entonces miró hacia arriba y no pudo evitar cambiar el semblante: Rin y sus compañeras estaban en el aire, acaso habiéndose elevado para frenar los restos de la tempestad no aprisionados por la Perdición de Tormentas de Aqua. Eso estaba bien, el valor y la prudencia eran grandes virtudes si eran bien administradas, el problema era que los mantos de bronce estaban congelados. Todos. Kiki tendría que ocuparse.

—Id a Jamir —ordenó el Juez.

—Pero pa… señor Arthur, no podemos irnos. —Como líder del quinteto, Rin tomó la palabra sin que las demás levantaran quejas—. Si solo mandáramos los mantos…

—Moriríais y no serviría de nada perder el tiempo en repararlos —cortó el Juez.

Por algún motivo, mientras daba las órdenes, Aqua quiso golpearlo y acabó de bruces en el suelo, desviado el ataque gracias a la Armadura Celestial.

—Lo has hecho bien, mejor de lo que esperaba, en realidad. No obstante, mi Uranus Armor fue desarrollada para combatir con mis iguales —señaló el Juez—. Si tienes algo que decirme, tendrá que ser con palabras, Aqua de Cefeo.

—Vienes tan tarde, cuando nosotros casi morimos y tus compañeros quién sabe cómo estarán, y nos das órdenes como si fueras nuestro líder… Cosa que eres —dijo Aqua de pronto mientras se quitaba el polvo del manto. Cualquiera diría que acababa de darse cuenta de eso—. Bueno, eso no importa, lo importante es que yo puedo solucionar el problema del hielo. Manipular el agua y sanar son mis especialidades como nereida.

—Entonces hazlo —dijo el Juez—. Pronto. Marin, Zaon, defendedlos mientras tanto.

Las santas de bronce descendieron a tierra y de inmediato agradecieron a la santa de Cefeo, la cual le restó importancia. Zaon y Marin, junto a Fang de Cerbero y otros más, se pusieron en vanguardia mientras Arthur avanzaba hacia la cúpula.

A una temperatura tan baja y respaldado por poderes tan grandes, el hielo generado requería como un poco un golpe preciso a la velocidad de la luz para ser perforado. Quienes eran conscientes de eso y contemplaban, como Arthur, la manera en que la cúpula se iba deshaciendo partícula a partícula, no podían sino admirar el terrible poder con el que Garland de Tauro contaba. El general de la división Dragón no rompía los átomos, como la mayoría, tampoco detenía su movimiento como los maestros en el arte de la congelación, él borraba la materia, arrojándola al Caos, de donde todo procede. El cosmos de Aqua solidificado en un campo de fuerza, el agua congelada bajo el mismo y el Lamento de Cocito latente en cada pedazo de hielo, todo fue aniquilado sin dejar rastro, revelando a los victoriosos santos de Tauro, Escorpio y Acuario.

—Dioses, ni siquiera hemos empezado —maldijo Arthur al ver los mantos zodiacales, de un preocupante azul hielo—. Aqua…

—No es grave —cortó Sneyder—. Podemos combatir.

El santo de Libra hizo un gesto de asentimiento. No podían malgastar ni un segundo, así lo sentía al percibir el estado de Rin y los demás. Más allá de la cuestión de los mantos sagrados, los cuales Aqua podía reparar, estaba el espíritu de cada combatiente. Todos habían sido afectados en mayor o menor grado, por eso experimentados guerreros como Zaon mostraban temblores incontrolables, por eso la voz de Rin estuvo por convertirse en un tartamudeo, por eso Aqua tuvo aquel traspié…

«No es posible que alguien con tanto poder sea así de patosa, ¿no? —pensó en un vano intento por relajarse. No podía. Con un vistazo entendió el tormento por el que sus compañeros debieron pasar al contener por sí solos toda la tempestad. ¡Y eran tres santos de oro! El poder combinado de Bolverk y Cocito era aterrador—. Él es…»

—Mi presa —completó el Juez en voz alta, llamando la atención de todos.

—La barrera de Hades no está activada —comentó Shaula, siendo esa una preocupación que tuvieron en mente, incluso sin la presencia del dios del inframundo—. Podemos organizar un ataque desde los flancos y uno frontal.

—Estoy de acuerdo —terció Garland—. No han salido del castillo, piensan que pueden derrotarnos desde el salón del trono. ¡Demostrémosles lo contrario!

En eso, los santos de Tauro y Escorpio, de notable fuerza, podían concordar. Cargar contra el enemigo, repartir puñetazos, victoria. Una secuencia simple. Pero Sneyder veía más allá, así se lo hizo entender sin palabras, mientras él alzaba la mano y el hielo circundante empezaba a vibrar a la par de la tierra. Un terremoto.

God Hammer —exclamó el Juez, solemne, antes de bajar la mano. El temblor se extendió por los cielos, las nubes se dispersaron y la tierra se abrió de tal forma que todos los santos, salvo el propio Arthur, debieron alejarse mil metros de la zona.

Para cuando miraron de nuevo, no había castillo de Heinstein, ni nubes, ni el lago, ni la montaña. Todo había sido aplastado por el puño de un titán celeste llamado Gravedad.

Notas del autor:

Shadir. ¿Alguna vez los muertos se levantan solo para una fiesta agradable y divertida? ¡Sería un soplo de aire fresco! Fresco, que no hiriente frío siberiano.

Creo que desde que empecé a escribir historias de Saint Seiya he visualizado a esos guerreros sobrehumanos, armados por increíbles armaduras y un aún más grande valor, en medio de una auténtica guerra. ¡Veamos si estoy a la altura!

Así es. ¡Bolverk, tu objetivo es conquistar, no destruir! ¡Controla, por todos los dioses!

Ulti_SG. El pan le debió sentar al cíclope como esas comidas microscópicas que dan en los restaurantes caros, pero la intención es lo que cuenta. Un ejército variado, sí, ¡los siete mares no podían ser representados por siete generales y una sola sirena!

Fue difícil decidir entre Terra e Ignis, la habilidad para las matemáticas del segundo fue decisiva. Seguro que les sirve de mucho.

¿Alguien conoce una empresa de reparaciones más eficiente?

Existe la posibilidad de que haya estado despotricando contra los santos de Atenea en un lenguaje nada apropiado para esta historia. Insisto, existe la posibilidad, no estoy afirmando nada. ¿Zordon? Pues le está dando el mando al White Ranger así que sí cumple su rol. Típico de las profetisas, siempre soltando spoilers. Lo bueno es que el camino hacia sus profecías queda en el misterio, que si no me arruinan la historia.