XCVII.
«Con la respiración agitada, las manos ensangrentadas y los ojos anegados en lágrimas, InuYasha cayó de rodillas en medio del claro y rugió con todas sus fuerzas. El dolor era como una soga que se le había enredado en el cuello y hacía más que asfixiarlo con cada segundo que pasaba.
Los pájaros huyeron en bandada, asustados, y los animalillos del bosque corrieron a esconderse por el violento lamento. El silencio, la quietud, la soledad fue la única respuesta que el medio demonio obtuvo del universo.
Porque ya no habría más "Yasha", no más cálidas sonrisas, no más aromas embriagadores y únicos, no más palabras capaces de hacerlo perder la razón, no más miradas oscuras y brillantes que lo hacían perder el sentido de la realidad…
No más…
No más… la jodida razón de su existencia.
Una nueva oleada de furia y devastación asoló su pecho, alimentada por el dolor, la desesperación, la ira y la pérdida, que le dio la suficiente fuerza como para volver a levantarse y sin mirar siquiera lo que había a su alrededor, se desquitó con cualquier cosa que encontrara en su camino, deseando alejar de alguna manera aquel agujero negro que estaba ahora en el lugar dónde debía bombear su corazón.
Sus huesos crujieron. La sangre goteó de sus manos y cuando intentó quitarse las lágrimas que le nublaban la visión, su rostro se cubrió de escarlata. Las gotas se mezclaron con el agua salada de sus lágrimas y sintió su extraño sabor a hierro y sal cuando se deslizaron por encima de sus labios.
Sangre, esa voz que tan conocida se le estaba haciendo ya, le habló en un murmullo suave al oído. Dame sangre y te haré olvidar. Te lo prometo: no más dolor, no más lágrimas. No más. Solo dame sangre fresca y nunca más sentirás esto…
Sonaba tan malditamente atrayente…
Hazlo y serás invencible.
Rugió, golpeando el tronco del árbol más cercano con sus nudillos y escuchando el crujido de la madera de fondo, se dejó caer de rodillas y se encogió sobre sí mismo; sus pulmones luchando por conseguir oxígeno mientras su cabeza no dejaba de dar vueltas y vueltas.
Dame sangre y no habrá dolor, ni tristeza, ni agonía… Solo un poco de sangre y pasará todo…
Sus oídos desarrollados consiguieron captar el sonido de las patas de un cervatillo que huía a poca distancia de él. Qué fácil sería llegar a él. Con qué facilidad le rebanaría la garganta y se embriagaría de ese líquido escarlata. Y después iría en busca de su manada, que no debía estar muy lejos… ¡Qué fácil!
Sangre…
No más dolor… No más recuerdos….
No más…
Gritó, llevándose las manos a la cabeza y golpeándosela con fuerza.
¡No, no podía caer! ¡No, no!
Sin embargo… no podría aguantar mucho más con este tormento… No podría… Iba a volverse loco de dolor y desesperación…
¡Pero le había prometido qué…!
¿Promesa?, se burlaron en su cabeza con oscura satisfacción. ¿Promesa para quién? ¿Ella? Te ha abandonado; se ha ido, te ha dejado atrás. Estás solo. ¿Qué más da esa estúpida promesa?
«No me separaré de ti, pero tienes que esperarme. Volveré, si tú lo haces. Volveré a ti, ¿me oyes, InuYasha? Todo irá bien.»
Volveré….
¿Volver a dónde, si te has ido a un sitio mucho más lejos? ¿A un sitio inalcanzable para sus jodidas manos de medio demonio?
¿Ves? Es inútil. Nunca lo hará… Te ha dejado… Estás solo, ella no volverá a ti jamás… ¿Duele? Dame sangre y todo se acabará…
El ciervo se había detenido cerca de un arroyo para beber, podía oír cada una de sus pisadas en la hierba. Se había tranquilizado. Estaba confiado. Vulnerable.
Fácil. Demasiado fácil…
Deja todo atrás… Ya sufriste su pérdida una vez, ¿para qué seguir con este sufrimiento? Olvídala. Está muerta.
Muerta.
Muerta.
Muerta.
—Muerta— gaznó casi sin voz.
Cuando InuYasha tomó conciencia de sí mismo poco después, volaba por el bosque con un destino en cabeza. Se detuvo al llegar al arroyo y con el cuerpo tenso, observó su presa atentamente. Tan vulnerable. Tan apetecible. Tan…
Olvida…
Dejó sus colmillos al descubierto, que habían crecido considerablemente y tensó sus garras, cubiertas por su propia sangre. Estaba ahí a tan solo unos pasos… y era tan fácil…
«No importa lo que me digas, yo jamás me iré de tu lado, Yasha. Te quiero y sea lo que seas, te seguiré queriendo, con orejas de perrito, con ojos raros o con uñas afiladas. No me importa. Yo te quiero a ti, a mi Yasha.»; la imagen de una Kagome de ocho añitos mirándolo con adoración y vulnerabilidad lo golpeó con tal fuerza que lo hizo caer al suelo. Recordó: fue el día en el que le contó su secreto, cuando no tenía más de 8 años; en el que se descubrió ante ella por completo y colocó su jodido corazón en las manos de una pequeña de sonrisa mellada y cálidos ojos.
Ya lo has hecho una vez…
—Muer… ta— repitió a duras penas.
Sangre…
«Te quiero, InuYasha»
Sangre…
«Yo soy Kagome y te amo tal y como eres: no-humano y no-demonio. Solo InuYasha. Y como cambies, ya sea a humano o a demonio, haré caer mi furia sobre ti.»
Sangre…
El medio demonio gritó, cayendo una vez más de rodillas, y se quedó inmóvil mientras veía al animal emprender la carrera, huyendo despavorido de aquel sonido.
El silencio volvió a adueñarse del lugar.
—InuYasha...
Súbitamente alzó la cabeza y se giró a su espada. Al principio le costó enfocar la mirada, sin embargo, rápido la figura se volvió reconocible y esos ojos, ese rostro… se le clavó con saña en pecho y se retorció perversamente.
InuYasha apenas pudo recuperarse de ese último y certero golpe.
—Ma… ma...
Palabras: 963.
Qué me encanta haceros sufrir, lo reconozco...
