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Ángeles guardianes
Londres, 25 de enero de 2000, 11:24a.m
Había pasado un año y medio desde que entré en prisión, y la rutina se había asentado de tal forma en mí, aparte de la total falta de esperanza, que hacía las cosas de forma automática. Me estaba institucionalizando, lenta pero sostenidamente. Incluso el sabor de la comida había mejorado con el paso del tiempo, pero eso se debía a que no había nada más para comer. La alternativa era la inanición, y aquella era una opción que había considerado al principio, pero los biólogos saben que el instinto de supervivencia era capaz de sobreponerse hasta a la más férrea de las creencias. Ni el uno por cierto que regía el mundo en este momento se salvaba de esa condición. Sáquenlos de sus mansiones, pónganlos en la selva, y actuarán como cualquier otro ser humano.
Pero yo no estaba en la selva, y a veces deseaba estarlo. Al menos, tendría más opciones para comer, y no estaría encerrado en un lugar donde tu piel se volvía cada vez más pálida y macilenta. Pero la falta de sol no solamente tenía efectos externos. Los científicos sabían que la exposición moderada a la radiación solar estimulaba la síntesis de vitamina D3, la que, aparte de fortalecer los huesos, también mejoraba la respuesta inmunológica del organismo. Eso podría explicar por qué me resfriaba con más frecuencia estando en prisión que siendo libre.
En fin, ese día había salido de mi celda a la misma hora de siempre, caminando por los mismos pasillos de siempre, llegando al mismo comedor de siempre, y comiendo la misma porquería de siempre, siendo observado por los mismos rufianes de siempre. Lo positivo de mi situación era que hasta la falta de atención por parte de los animales que violaban cualquier agujero que se les pusiera enfrente era constante. Aquello era lo que me sustentaba todos los días de esos quinientos cuarenta y siete amaneceres que había pasado tras las rejas. No era esperanza, sino más bien un hecho de la causa, porque el día doscientos de mi encarcelamiento, supe cuál era la razón por la que no me violaban. Dicho en palabras simples, no era el tipo de ellos.
Aquella era una explicación que no me satisfacía, sobre todo al ver el comportamiento de esos animales. Realmente no le hacían asco a nada; gordos y delgados, altos y bajos, bonitos y feos, con barba o sin ella, aquellas distinciones no eran importantes para ellos. Por eso aquella respuesta no me convencía, pero después, escuchando a uno de los guardias, supe que había sido mi crimen lo que les disuadía de atacarme. Al parecer, los tipos con ideas subversivas no satisfacían el apetito de un violador en masa.
Volviendo a mi narración, comía mi avena rancia con una manzana que podría competir con un queso suizo por cuál tenía más agujeros, cuando vi a uno de los guardias plantarse delante de mí como una torre de músculos. Me miraba con unos ojos calcados a los de los demás guardias de la prisión. En serio, esos sujetos eran tan similares entre ellos que parecían clonados por algún laboratorio. Me puse de pie, como tantas veces cuando los guardias pasaban revista por las celdas, para comprobar que nadie hubiera escapado, o trajera algo de contrabando, porque este último era bastante común en las prisiones, en cualquier parte del planeta. Estuve tentado en preguntarle qué había hecho de malo, pero tragué saliva, más que nada para ver si podía tragarme las palabras también.
—El alcaide quiere verte —dijo el guardia, y mi teoría de que ellos eran clonados cobró más fuerza, porque hasta sonaban igual—. Sígueme.
Pensando en qué pude haber hecho esta vez, seguí al guardia con un aire de aprensión rodeándome como una nube tóxica. Durante mi estadía en prisión, había sido llamado en dos ocasiones a la oficina del alcaide, y en ninguno de ambos casos había sido por algo bueno. La primera vez fue para indicarme que debía limpiar los orinales de los guardias (y allí descubrí que ellos tenían la misma puntería para mear que la que tendría un borracho), y la segunda fue para hacer labor de archivo para el alcaide (quien se caracterizaba por ser alérgico al orden lógico). No tenía ninguna razón para esperar algo distinto de aquella tercera entrevista con el alcaide.
Mientras seguía al guardia por los pasillos que conducían al edificio administrativo de la prisión, tuve la misma sensación que cuando desfilé por esos mismos lugares hace tiempo atrás, la de salir de un mundo para entrar en otro muy distinto. Apenas entré al edificio donde se encontraba la oficina del alcaide, el ambiente opresivo cambió por completo. El interior se asemejaba a lo que uno podría encontrar en un edificio de oficinas, e incluso había macetas con helechos aquí y allá, aunque pienso que estaban allí solamente para decir que tenían áreas verdes. Había tubos fluorescentes (y no había ninguno que estuviera estropeado), escritorios de caoba con sillones giratorios de cuero auténtico, donde había guardias tecleando cosas ininteligibles desde mi posición.
Subimos por unas escaleras hasta el último piso del edificio. Era lógico que el alcaide debía estar en la parte más alta de la prisión, porque podía ver todo lo que se tejía en su reino. Para cuando llegamos al último peldaño, me ardían las rodillas y traté de recuperar el aliento, cuando el guardia abrió la puerta y me ordenó que entrara, no sin antes encadenarme de manos y pies, de modo que no intentara nada que pudiera poner en peligro la dictadura del alcaide.
Entré en su despachó, y el guardia cerró la puerta detrás de mí. El alcaide me miraba a través de sus lentes cuadrados, con montura metálica, reclinado hacia atrás sobre su silla giratoria de respaldo alto, y fumando un puro. Vestía un traje sastre, de color negro, camisa blanca, corbata que hacía juego con el resto del traje, y asumí que todo el conjunto debía valer más que el alquiler de mi apartamento. En cuanto a lo que era él, se trataba de un hombre relativamente joven, de unos cuarenta y tantos, con apenas arrugas, ojos de color castaño, una boca ancha con apenas labios, y una nariz recta. Siempre me había dado la impresión que el alcaide había pasado su juventud en alguna rama de las fuerzas armadas, lo que casaba con la disciplina con la que regía su reino y a sus súbditos proscritos de la ley.
—Señor Burns —dijo el alcaide, sonando, como ya sabía, muy similar a mi jefe en el periódico—. Tengo una noticia que seguro le va a interesar.
Claro. Lo mismo había dicho en las otras dos oportunidades en las que había estado en esa misma oficina, a menos que alguien considere una buena noticia limpiar los orinales de personas que no sabían orinar, o luchar contra la naturaleza entrópica de la persona frente a mí.
—Al parecer, usted tiene un ángel guardián —continuó el alcaide, viendo que yo no decía nada. De todas formas, no estaba autorizado para hablar, a menos que él expresamente me lo pidiera—. Un hombre, identificado como Alex Rivers, pagó su fianza hace una hora atrás. Desde hoy, es usted un hombre libre.
De acuerdo, eso no me lo esperaba. Había perdido la esperanza de que alguien me sacara de la prisión, más que nada por la cantidad ridícula de dinero que había que pagar por mi liberación. ¿Quién diablos podría disponer de los fondos, exclusivamente para sacarme de la cárcel? ¿Quién podría estar tan empeñado en que yo fuese libre? Pero sabía que no valía la pena hacerme las preguntas, cuando no había forma de obtener las respuestas, al menos de momento.
—Un guardia le conducirá hacia el depósito, donde se le entregarán sus efectos personales —dijo el alcaide, en una voz dignificada que ocultaba su molestia al ver a uno de sus reos ser liberado—. Una vez completado ese paso, deberá firmar los documentos de salida, y ya está. Hasta donde yo sé, ya hay un vehículo esperándole allá fuera. Eso es todo. Puede retirarse.
Temiendo que aquella escena fuera un espejismo de mi conciencia, me retiré de inmediato, y el guardia me desató. Al parecer, estaba al tanto de mi liberación, porque me condujo por otros pasillos, hasta llegar al sótano del edificio, donde se encontraba el depósito. Siempre acompañado por el gorila del guardia, esperé hasta que el tipo del depósito me entregara mis pertenencias. Después, entré en una especie de cambiador para que pudiera ponerme la ropa con la que había llegado a la prisión, y entregué mi uniforme de preso al mismo tipo del depósito. Cuando me hube asegurado de que no faltaba nada (y era difícil recordar lo que uno llevaba consigo hace un año y medio atrás), el guardia me condujo a una oficina en el primer piso, en cuya puerta decía "Egresos". Por un momento albergué la esperanza de encontrar a una mujer detrás del escritorio, pero, al parecer, la prisión no era lugar para el género femenino. Había una razón por la que había cárceles para mujeres, teniendo en cuenta la clase de población que había en la prisión de la que iba a salir.
Había un tipo que parecía haber salido de un equipo de rugby, vistiendo el uniforme del guardia, dando la impresión que éste se podía romper en cualquier momento. Sin decir palabra alguna, me entregó unos papeles para que los firmara. Los leí de forma concienzuda antes de garrapatear mi firma en ellos, porque la letra chica era un mal que no solamente existía en los contratos bancarios o en las leyes que se promulgaban en el parlamento. Considerando que las condiciones de mi liberación eran razonables, firmé los papeles, el rugbista los guardó en una carpeta con mi nombre, y dio el visto bueno para que el guardia me escoltara hacia la salida. Vale la pena mencionar que el guardia en cuestión no dijo nada desde que me comunicó que el alcaide necesitaba verme, y siguió con ese comportamiento cuando me dejó en la salida de la prisión. Daba la impresión que tuviera una pelota en la garganta, a causa de su postura, la que no tenía nada que envidiar a la de un chuzo (118).
Tal como había anticipado el alcaide, había un vehículo esperándome. En el interior, un hombre con una calva que podría reflejar la luz del sol esperaba por mi llegada, mirando al frente. Me acerqué al automóvil, y golpeé la ventanilla del copiloto con mis nudillos. El conductor miró hacia su costado y, al verme, se mostró más alerta, y me abrió la puerta. Deseoso de irme lo más lejos posible de allí (y no había pasado el tiempo suficiente para que la cárcel me institucionalizara por completo), entré al vehículo, cerré la puerta y me puse el cinturón de seguridad con cierta torpeza. No había tenido que hacer movimientos de ese tipo por un año y medio, y la cárcel se especializaba en quitar hábitos comunes para una persona cuando se estaba en libertad. Era una fortuna que el cielo estuviera nublado, porque los rayos del sol habrían aniquilado mis ojos. De todos modos, había más luz en el interior del vehículo que en mi celda.
—Señor Burns —dijo el conductor con una voz luminosa, en total discordancia con su expresión, pero después me di cuenta que el extraño arco que formaban sus cejas me hacía pensar que siempre estuviera enfadado por algo—. Un gusto en conocerle. Mi nombre es Alex Rivers, y formo parte del equipo que pagó su fianza.
Así que no había sido una sola persona la que había garantizado mi liberación. Había sido un esfuerzo de equipo. Era lógico. Reunir un millón de libras esterlinas era una tarea de locos para una sola persona, por lo que tenía sentido que más de alguien hubiera abierto su bolsillo. Lo que aún no sabia era cuál era ese equipo del que Alex había hablado, y, lo que era más importante, por qué me querían fuera de la cárcel.
—Mire, agradezco que me haya sacado de ese lugar de mala muerte, pero me gustaría saber quiénes son ustedes, y qué pretenden lograr pagando mi fianza. —Traté de no sonar demasiado escéptico, porque el que un grupo de personas desconocido pagara por tu libertad no ocurría todos los días. No obstante, Alex no presentó ninguna objeción por las preguntas, aunque sabía que no sabría las respuestas a bordo de un vehículo.
—Cuando lleguemos a nuestro escondite, le diremos todo lo que necesita saber sobre nosotros y sobre nuestro propósito con pagar su fianza. Esa información es demasiado importante para que se pueda decir por canales poco seguros.
Bueno, debí esperarme una respuesta como aquella. Alguien que se expresaba con vaguedades rara vez iba a ser demasiado abierto con sus motivos. Sin embargo, decidí mantener la guardia alta. Había un millón de razones por las que un equipo de personas me quería libre, y la mitad de ellas podían ser malas. Pese a que debía ser optimista, era precisamente eso lo que te quitaba la prisión, y era capaz de ver trampas hasta en las acciones más inocentes. Aparte de eso, todo lo que me había pasado me empujaba hacia el lado del pesimismo.
—Supe que usted era un periodista —dijo Alex, encendiendo el motor y conduciendo de vuelta a la ciudad, sin dejar de mirar hacia delante, como debían hacerlo los buenos conductores—. ¿Qué se siente no poder decirle la verdad al mundo?
La pregunta me pareció extraña. ¿Por qué un desconocido, que pertenecía a un grupo de gente que había pagado para que yo fuese libre, me preguntaría algo así? ¿Acaso sabía sobre mis esfuerzos por decir la verdad sobre el acelerador de partículas? ¿Sabría que aquella había sido la razón por la que había acabado en prisión en primer lugar? Escogí responder con la verdad. No había riesgo de que fuese honesto, si es que mis suposiciones eran ciertas.
—Es frustrante —dije, sin mirar a Alex, juzgando que habría sido una mala idea mientras esperaba que el semáforo nos permitiera la pasada—. Sobre todo cuando no tienes recursos, y tus enemigos tienen todas las herramientas para sepultarte y que jamás salgas del agujero. Sabía que podría echarme encima a algún peso pesado con mi investigación, pero no pensé que el gobierno fuese capaz de sacarme del medio, en aras de mantener su maldito cuento de hadas sobre el acelerador de partículas. A veces pienso que fue un error estudiar periodismo, pero luego recuerdo que ya lo hice, y que no hay vuelta atrás. Uno no puede arrepentirse de las cosas que ya hizo. Tengo que seguir adelante, y si ustedes en realidad están de mi parte, hará más fácil continuar por este camino.
Alex no dijo nada, mientras apretaba el acelerador cuando el semáforo cambió a verde. Parecía estar revolviendo lo que acababa de decir en su cabeza. Al final, después de recorrer tres cuadras, se detuvo nuevamente frente a un semáforo en rojo, y me miró por primera vez desde que nos pusimos en marcha.
—El gobierno le quitó la voz —dijo, curvando la boca en una sonrisa muy sutil—. Nosotros se la devolveremos. Cuente con ello.
(118) Un chuzo es una herramienta que consiste en una barra de metal (típicamente hierro), con una punta tradicional en uno de sus extremos. Se emplea en excavaciones, ya sea sirviendo de palanca para retirar escombros enterrados, ablandar tierra para después excavarla con palas, o demolición básica de escombros de concreto.
