Capítulo 123.- Pelo rapado

Cabra, 7 de noviembre de 1938

Y Salamanca, Nochevieja y Año Nuevo del 37.

«Las mujeres sufrieron especialmente durante la Guerra Civil,

pues a menudo fueron víctimas del conflicto y de los desórdenes que trajo consigo.

En la zona republicana, numerosas detenidas por

grupos de incontrolados fueron violentadas y asesinadas,

aunque en la zona franquista esos abusos fueron más frecuentes.

Con el avance de las tropas rebeldes, infinidad de ellas fueron maltratadas,

rapadas al cero y violadas por los vencedores,

cuando no ejecutadas por sus ideas o parentesco.

Todos los progresos sociales y políticos que las mujeres habían logrado con la República

quedaron abolidos en la zona franquista. Allí, la imagen de la mujer activa,

independiente y dueña de su propia vida se planteó como algo negativo,

y fue sustituida por un modelo de mujer sumisa, esposa y madre,

hogareña y religiosa»

«La Guerra Civil contada a los jóvenes»

Arturo Pérez-Reverte

Pacino la sacó de allí.

Nadie les salió al paso ni les preguntó; con la ropa destrozada, de polvo y escombro hasta las cejas, el río de gente con el que se cruzaron les olvidó como a dos pobres desgraciados más que salían del puto horror. Eso incluyó a varios soldados de patrulla y a una pareja de guardias civiles que tras mirarles de arriba a abajo unos segundos, les dejaron ir hacia las afueras sin decirles nada.

El pelo rapado significaba que a la pobre Victoria la habían purgado.

Pacino recordaba historias oídas de crío. A las que tenían familia de rojos, decían, las rapaban y les daban aceite de ricino. Luego las hacían desfilar delante del pueblo, cuando el laxante hiciera efecto. Para dar ejemplo. La otra Victoria, la del futuro, le había contado que se había rapado el pelo para parecer una salvaje más en un mundo de salvajes (*1). Se le ocurrió con amargura que la que tenía a su lado, tratando de dejar atrás los chiquillos muertos por las bombas, compartía con ella precisamente eso: el estar rodeada de salvajes.

–Debemos… Debemos encontrar lugar donde escondernos –murmuró Victoria. Parecía ida, sin mirar en ninguna dirección, agarrada de su hombro con tono neutro–. Cambiarnos. Encontrar ropa. El próximo salto os llevará de vuelta con los demás y yo debo proseguir sola en busca de Padre.

–¿Alonso? ¿Os habéis vuelto a separar? –murmuró Pacino–. ¿Qué paso?

–La misión es lo primero –evitó contestar.

Su tono había cambiado. Ya no había duda. Sólo convicción. Como un puto robot con el cerebro bien lavado. Ya se había olvidado de los niños muertos con los que había crecido y volvía a observarlo todo como enseñaban en el Ministerio. «Situational awarenéss», que decía a veces Julián. Comprender lo que pasa a tu alrededor a wer cómo de jodido te ves.

–Allí –dijo al señalar un caserón al final de una huerta, las ventanas tapiadas.

–¿Cómo que allí? ¿Y si vive alguien?

–No lo creo. Es la antigua casa del maestro Orsa. Conozco el lugar. (*2)


–No me puedo creer que Alonso te haya hecho chocho-blocking

Irene no se había sentado aún a su lado y tuvo que parpadear un par de veces antes de poder contestarle. Julián tenía esa sonrisa torcida y cínica tras la barba; la que tenía siempre que no estaba mohíno, o sea, no muy a menudo. En la buhardilla de la casa de Unamuno había poco espacio y menos luz. Tras más de seis horas allí, a pesar de haber dormido la mayor parte del tiempo, Irene comenzaba a cansarse un poco de tanta cercanía y tantas confianzas.

–Bueno, para empezar no estaba intentando liarme con la niña –murmuró Irene. Había que joderse. Para una estudiante en la residencia con la que había intimado, intima-niñas se había ganado–. Y en segundo, a mí no me chocho-bloquea nadie. Si quiero, pillo.

Julián puso las manos a la altura del pecho, en petición de tregua. Estaba de coña, jefa.

–Aprovecho para darte las gracias –dijo cambiando de tema–. Por lo que vas a hacer por Pacino y por mi, con el tema del bucle del Florida. No va a ser fácil lo que te vas a encontrar después. Es decir, si hacemos caso aquí a las robotinas tocapelotas.

–Bueno, no me lo agradezcas aún que todavía no lo he hecho –gruñó al tiempo que trataba de apartar la idea de verse entre rejas–. Y con suerte igual no tengo que pasarlo tan mal. De ahí la idea de hacerme de la Sección: si aparezco en una celda de la cárcel de Ventas, igual puedo explicar el malentendido a los guardias. ¿Te has aprendido ya el «Cara al Sol»?

–Sí.

–¿Y los grados de la Falange?

–Sí, pesada. Escuadra, falange, centuria, servicio, bandera, tercio, milicia… Y luego los subgrados… Las flechas de colores, los yugos de colores… No somos fascistas sino nacionalsindicalistas. La Patria es una síntesis trascendente. Volverá a reír la primavera. Y me mola José Antonio.

–No, no –corrigió Irene–. José Antonio no te mola. A José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia le idolatras. Y ojito dónde dices que está muerto o vivo, porque a estas alturas no está nada claro en esta parte del frente. ¿Estamos? Esto no va a ser como Barcelona o Madrid, donde no nos pidió papeles ni el tato. Si como parece vas a estar pirulando por Salamanca, ahora y más atrás, hazte a la idea de que te la juegas cada segundo. Puede que fuera de la Falange no sean capaces de saber que eres un impostor, pero si te encuentras con alguien de dentro que controle un poco no va a valer que le enseñes el carné.

–Estamos, vale –gruñó Julián. Luego suspiró–… ¡Joder! La verdad es que la primera vez que vine a este tiempo estaba acojonado con esta época y ahora que debería estar acojonado, no lo estoy.

–¿Cuándo fue eso?

–Con lo de Himmler en Montserrat. Que estaba buscando el Santo Grial, nos encontramos con Lola Mendieta y se nos llenó el Ministerio de nazis… Parece como muy lejos y fue hace nada.

Irene suspiró también.

Echaba de menos aquellos tiempos.

Todo parecía más simple.


Victoria tenía razón.

El caserón estaba vacío. Forzaron una entrada sin quitar los tablones clavados en aspa y al entrar, oscuridad, polvo y un par de palomas asustadas fue todo lo que les recibió dentro. La casa estaba echa unos zorros. Muebles rotos, armarios vaciados, baldas desnudas sobre la chimenea y cachitos de cosas tiradas sobre el suelo de terrazo. La carita de Victoria bajó el ánimo varios enteros cuando llegaron a lo que parecía una biblioteca; no quedaba un puto libro, pero por las estanterías peladas Pacino supuso que el maestro habría tenido una pequeña colección.

–No te preocupes –trató de animarla–. Sólo necesitamos un par de baldes, abrir un grifo y pillar algo de ropa que quede. Algo encontraremos.

–No es eso… Es… Padre y yo pasamos aquí muchas tardes... Este lugar guarda recuerdos… –murmuró pensativa, casi nostálgica. Luego cambió el tercio, de nuevo, soldado preparada–. Hay pozo en la cocina, dudo que encontréis agua corriente. Prepararé fuego.

Pacino encontró un par de cubos que no perdían demasiada agua y empezó a sacar del pozo. En la cocina quedaban además un par de pucheros que no olían demasiado mal, así que servirían para calentar el agua. Victoria se puso a ello una vez hubo prendido el fuego. El triunfo magnífico de la muerte fue la tina. Una vieja y pesada tina de cobre estaba solita y escondida bajo un montón de tablones en la primera planta. Aunque Victoria protestó, protestaba alegando que era un despilfarro de agua, Pacino dijo que ni de coña iba a pasar la oportunidad de darse un bañito y que en aquella misión más valía bañera bajo culo que ciento volando.

–Además, agua en el pozo hay para aburrir –zanjó mientras empezaba a despelotarse–. Y no sé tú pero yo creo que después de bombas y polvo nos hemos ganado un respiro.

Pacino se quitó la mierda fuera y luego se metió en el agua calentita, ¡oh qué buena estaba!, sin darse cuenta de que se había quedado en pelotas delante de Victoria. Ella se había dado la vuelta, un bulto de ropa que había encontrado en la buhardilla en el brazo.

–Os daré algo de intimidad –dijo.

–Vale –aceptó Pacino mientras empezaba a frotarse con un trozo de jabón que había encontrado por el suelo–. Cuando acabe cambio el agua y te dejo listo el tema.

–No será necesario. Me valdrá una palangana.

–Lo es, cielo. Apestas –trató de bromear Pacino–. ¡Baño para todos!


Victoria hizo sitio para que Padre se le sentara al lado y cuando lo hubo hecho, puso la cabeza en su regazo tal y como había estado antes con Irene Larra. Padre acarició su cabello y su frente y como recordaba, sus manos callosas fueron dulces y tranquilizadoras.

–Mejor ella que un hombre, ¿no os parece? –bromeó Victoria–. Al menos si lo que teméis es que os engendre nieto.

Detuvo las caricias Padre, sin duda molesto por el apunte.

–Poca cosa es Irene Larra para mi hija –gruñó–. En demasía casquivana y alegre, si me permitís el juicio. Sólo seríais otra nombre en su historial de conquistas. Merecéis cosa mejor, ya sea hombre o mujer.

Asintió Victoria, algo sorprendida, mas tuvo que aceptar que aunque Padre fuese hombre de tradiciones, el que todos sus compañeros de patrulla fuesen invertidos sin duda le había hecho de mente más abierta.

–¿Son todos así en el futuro? ¿En el Ministerio?

–¿Cómo?

–Ya sabéis. De inverso género –explicó Victoria en un susurro–. Poca gente hay así en este tiempo y supuse que así sería en otros. ¿Ayuda quizás tener gustos tales a ser mejor agente del Ministerio?

Padre tardó un poco en contestar, lo que a Victoria le pareció extraño.

–Es… Ciertamente casualidad –explicó Padre–. Antes de esta misión ni siquiera supe que… Julián y Pacino… Ya sabéis…

–En verdad pude ver que Julián tomó con gran disgusto la pérdida de su compañero –pensó en voz alta Victoria–. Mas he de decir que no puedo ocultar que Pacino me parece hombre bien parecido.

Padre, de nuevo, tardó en contestar.

–Una lástima en verdad que tenga… Gustos diferentes a los vuestros... Espero sepáis respetar esa parte de sus vidas, hija mía –continuó Padre–. Incluso en el futuro, la intimidad es cosa seria.

–Lo entiendo, Padre. No le importunaré.

Padre asintió silencioso y por su semblante, harto satisfecho.

Victoria iba a preguntarle sobre cuánto tiempo más creía que iban a tener que esperar; sin embargo, en ese momento, el grito de un niño se oyó por toda la casa. «¡Que lo van a tirar al río!», entendió Victoria en la angustiada voz.

–Preparaos –ordenó entonces Irene Larra–. Es el momento. La Falange se lleva el ataúd de Unamuno.


Le llevó un rato, pero tras el bañito que le supo a gloria bendita, Pacino pudo vaciar el agua de la tina y cambiársela a la Viqui.

Luego la dejó a solas con el jabón y empezó a vestirse. Camisa blanca y pantalones y chaleco negros de domingo; pestazo a naftalina y le quedaba algo corto, pero tendría que valer. Tirantes. Pues también, por qué no. Sería ya el mediodía cuando se le ocurrió que en el huerto podría haber algo de papeo y, bingo. Sacó de la tierra asalvajada por los hierbajos una docena de patatas no muy grandes y lo que parecía una col. Luego fue a la cocina y dejó todo cociendo en la olla con la que habían ido calentado el agua del baño. El Ministerio Vegano. Mejor que no comer nada sería, se consoló. Cuando iba a empezar a preparar algo parecido a una mesa, se dio cuenta de que habría pasado ya casi una hora desde dejar a Victoria en la bañera.

Pacino empezó a rayarse. Que no panda el cúnico. Subió.

–¿Victoria? –la llamó sin entrar desde el otro lado de la puerta de la habitación de la tina.

Sin respuesta.

Mierda.

Aporreó la puerta.

Nada.

–¿Victoria? ¿Estás bien? –insistió–. ¡Victoria voy a entrar!

Ante el silencio como respuesta comenzó a sentir un sudor frío cayéndole por la espalda, así que empujó la puerta y encontró a Victoria dentro de la tina, con la cabeza ladeada contra el borde, sin sentido. ¡Joder! Se lanzó a por ella.

–¡Victoria! ¡Victoria! ¿Estás bien?

Le levantó la cabeza y le dio un par de bofetadas y al fin, desorientada, abrió los ojos. Pacino sintió que volvía a respirar. ¡Menos mal! ¡Creía que se había desnucado o algo!

–¿Qué…? –dijo ella, somnolienta

–¡Joder Viqui! –jadeó–. Me habías preocupado. Te he estado llamando y…

Entonces los vio.

No quiso verlos, pero los vio.

Bajo los hombros moratones y hematomas casi curados. Sobre los pechos quemaduras redondas, de cigarrillo, junto a marcas de lo que con un escalofrío comprendió debían ser mordiscos. Todo su cuerpo, no se atrevió a mirar más, maltratado y violeta hasta el punto que Pacino no podía entender cómo no se caía del puro dolor. Volvió su cara a la de ella, y se la encontró descompuesta y llena de lágrimas.

La sorpresa se convirtió en rabia.

–¡Idos! –rugió–. ¡Idos! ¡No me veáis así! ¡No quiero que me veáis así…!

Pacino la tomó de la mano que le empujaba y de rodillas en el suelo, mojada la ropa nueva por las sacudidas de agua, la abrazó desde fuera de la tina y no supo qué más hacer aparte de dejar que llorase sin freno sobre su hombro, desconsolada; no supo qué más hacer, qué más podía, qué más podía, sino llorar con ella también y decir mil veces «lo siento».


(*1) NdA.- Ver «Tiempo de futuros» cap 5

(*2) NdA: Existió un maestro Orsa que vivía entre Cabra y Priego, si no estoy equivocado; me he tomado la libertad de novelar un poco aquí dejando su casa vacía y convirtiéndola en un caserón abandonado, como era durante el encierro de Alonso y Victoria.

NdA: Respecto a la cita, no sé si recomendar el libro de Pérez-Reverte. Las ilustraciones son curiosas y es un buen resumen de los aspectos más importantes de la guerra, pero la verdad es que el texto es tan escaso y faltan tantos detalles y datos, que más que para jóvenes parece para niños. El tema para niños, no es que sea, la verdad.

En la cita veo algo inexacto que es algo que leo entre líneas. Aunque es verdad que la República tuvo logros sociales y políticos para la mujer, como el derecho a voto, el divorcio, y otros, la España de los años treinta era la España de los años treinta. El machismo y la opresión campaban rampantes entre la izquierda y entre la derecha, tanto en los movimientos más democráticos como en los totalitarios

Edit: He cambiado que no pasan varios días, sino unas horas. Pasó sólo un día desde la muerte de Unamuno hasta que lo enterraron.