Capítulo 124.- Hacia el bucle del Florida

Cabra, 7 de noviembre de 1938

Y Salamanca, Año Nuevo del 37.

«Por la tarde a las cuatro fue el entierro.

Los empleados de la funeraria bajaron el féretro

hasta el portal de la casa y allí se produjo una escena tensa

entre los claustrales, compañeros del muerto, y los falangistas,

que violentamente se apoderaron del ataúd y lo sacaron a la calle»

«Agonizar en Salamanca»

Luciano G. Egido.

Victoria no supo cuánto tiempo estuvo llorando en su hombro; en ningún momento Pacino aflojó en su abrazo o en sus intentos de consuelo. No deseaba que la viera así, desnuda en la bañera y humillada, mas así habíala visto ya. Dormida se había quedado y él habíase temido lo peor, descubriéndola en su secreto. Congoja y terrible vergüenza la invadieron por que él supiera de su desgracia; en verdad había esperado pasar las que serían las últimas horas con él de otro modo.

Ahora tendría el juicio nublado, como le había pasado a Padre.

Logró Victoria calmarse, al cabo, y aflojó abrazo con él.

–Dejadme, os lo ruego –pudo roncamente decir.

Él asintió. Comprobó que lágrimas no caían y con ojos al suelo marchó hacia la puerta.

–He preparado algo de comer –informó, abatido–. Estaré abajo esperándote.

Y se fue.

Victoria salió entonces de la tina, sin querer mirarse las cicatrices y moraduras. Tras secarse con el lienzo se puso el apolillado vestido negro que hallado dentro de un baúl, recordaba a hábito de monja.


El circo que se montó abajo fue de importancia, lo que les vino de perlas para poder salir de la buhardilla de la keli de Unamuno.

Asomados al borde de la escalera veían el ir y venir de las hijas, las protestas, los «por favor», los «esto es un atropello». ¡Cómo se atreven! De nada les sirvió: el grupo de falangistas arrebató en la puerta el ataúd de Unamuno a los sepultureros, y se lo echaron al hombro. Total, que la ocasión la pintaban calva, así que los cuatro bajaron cagando leches aprovechando que la atención estaba en otro sitio, y se juntaron con la media docena de visitas que consternadas contemplaban la escena.

El nieto lloraba.

Una mezcla de miedo e indignación en las caras de todos.

–Disculpen –murmuró Irene sin querer contestar preguntas.

Guió a los demás fuera, al fresquito, por la puerta principal de la casa de Miguel de Unamuno en dirección contraria a por donde la multitud se llevaba el cuerpo. Tardecita fría de cojones. Salamanca estaba helada.

–Y ahora qué –murmuró Julián ofreciendo el brazo.

Irene se lo tomó, en plan cari.

–No lo van a tirar al río si eso te preocupa.

Comprobó que Alonso y Victoria les seguían también cogidos del brazo, pero dejando espacio; maniobra de dobles parejas, disposición seis del manual. Si a vosotros os piden papeles, nos dais la opción de escurrir el bulto. Irene envidiaba a veces a Alonso: no entendía cómo podía estar en modo misión las veinticuatro horas, después de siete años encerrado en Cabra.

–Me quedo más tranquilo si no le tiran, mira –contestó Julián–. Pero me refiero a qué con nosotros. ¿De verdad es buena idea separarse?

Irene suspiró. Ese era el plan buhardillil. Las Chispitas no habían protestado, ni intervenido, así que se suponía que era lo que para la Chispitas más mayor ya había sucedido. O eso quería pensar.

–Más allá de un paseo no van a ver con buenos ojos que nos hospedemos chicos y chicas en el mismo lugar, ya lo hemos hablado. Aguantamos en Salamanca cada uno por su lado y si aparece un portal, nos reunimos en él. Si es el del Florida voy yo sola –repitió Irene–. Ahora bien… Antes de que eso suceda, novio mío…

–Soy tu prometido, cari. Eso de novio invita al pecado y en la Falange el pecado no nos va. Dime.

–Me vas a tener que explicar algunas cosas del futuro, porque si acabo encerrada en Ventas como parece, igual activo alguna alarma y Leiva viene por mi. Me gustaría saber a qué atenerme si me acaban capturando. Puedes empezar por contarme qué te convenció para volver con nosotros.

Irene no había querido tener aquella conversación con Julián en Barcelona, pero con la que le iba a caer, enterarse de cosas por quien ya había estado en territorio enemigo parecía lo propio. Además, si había entendido bien, Julián había vuelto al sendero de los justos antes de saber que Amelia estaba muerta. La razón para volver debía haber sido potente. Él suspiró y le salió una voluta de vaho a través de la barbita; no parecía cómodo.

–Me hicieron participar en un par de misiones para cambiar la Historia aquí o allí. Alargar la Segunda Guerra Mundial, retrasar la expansión americana… Eso fue chungo, pero tragué (*1). La que me acabó de convencer para volver fue Lola. Encabeza un bando que quiere que el otro Ministerio no exista.

–¿Encabeza? ¿Cuántos…?

–Por lo que sé, es la única –prosiguió Julián–. Amelia era un bando intermedio entre los otros dos. Por un lado el de Lola, que quiere acabar con el Ministerio alterno, y por otro el del hijo de Ortigosa, Segismundo, que quiere mantenerlo a toda costa, especialmente si es a costa de nuestros cuellos. (*2) Si Amelia murió a manos de Salvador (*3), como cuenta Alonso, es porque Ortigosa de un modo u otro ahora está al mando. Amelia quería traernos a su Ministerio. Conmigo lo logró y con Alonso también. Pero eso ha encabronado a los del otro lado que nos quieren fuera del laberinto y preferiblemente muertos; supongo que por eso se la cargaron.

Irene asintió. No conocía al hijo de Ortigosa, pero supuso que ser subsecretario del Ministerio en un mundo futuro no sería precisamente un sacrificio. La excusa de que la anterior jefa era una blanda, no quitaría para hacerse con el poder y no soltarlo.

–¿Cómo te convenció Lola?

–Yo andaba rayado por un par de temas, de antes. Un día me pilló por banda y primero me dijo que el Ministerio alterno no debería existir –concluyó Julián–. Luego me enseñó por qué.

–¿Que te lo enseñó?

–En un sitio llamado «El Cuarto de las Patrullas Olvidadas». (*4)

Irene parpadeó perpleja.

Ernesto tenía razón. (*5)

Aquel lugar existía.


–Este es sin duda el peor hervido de verduras que he probado jamás –murmuró Victoria.

En verdad que lo era.

La col estaba a medio cocer y las patatas, mal peladas, aún conservaban en partes piel. Y si la primera estaba dura, las otras aún peor. Por la falta de sabor no podía culparle; nada más que cucharas y dos platos rotos habían encontrado para servirse. Ni sal, ni aderezos en la casona abandonada. Trató Victoria, no obstante, de enfocar la crítica con una sonrisa pues divertido le pareció. Largo silencio se había hecho entre ellos, en la pequeña mesa de la cocina, y por su amargo gesto al masticar supo que Pacino pensaba de igual manera.

–Puedo arreglarlo –contestó él.

–Mejor lo terminamos –intentó sonreír Victoria. Su boca se negó a hacerlo y, por un momento, no supo por qué, lágrimas quisieron volver a sus ojos. Las detuvo, pues no era el momento–. Mucho problema será volver a calentar todo –concluyó con un hilo de voz.

–No hablo de la comida. Hablo de lo que te pasó. Puedo arreglarlo. Dime dónde fue. Cómo. Cuándo –rogó–. Lo cambiaré cuando llegue allí.

Victoria encontró sorpresa en poder pasar de leve alegría a una profunda tristeza, para luego llegar a un enojo que incapaz era de controlar. Cambiarlo pretendía. Valiente patán.

–Cambiar algo de lo que pasó arriesga que no estemos hoy aquí –repuso con dureza–. Ya lo sabéis. Nada de esto deberíais haber sabido, os ruego lo olvidéis.

Su rostro patilludo y flaco se la quedó mirando con vidriosos ojos.

Debería haberlo visto venir, maldijo. Pacino había sido hombre de ley en su tiempo y acostumbrado a las injusticias no estaba. Dudaba que sintiera por ella poco más que cariño en ese momento; mas, a Padre le había pasado lo mismo: había tomado su desgracia como una afrenta que a él le incumbía. A ninguno de los dos, juzgaba Victoria, lo que aquellos hombres habían hecho de ella les debía incumbir.

–Cuando Irene nos avisó en el bucle del Florida (*6) y nos dejó a Chispitas –insistió él–, pudimos cambiar detalles. Ella quería que matasemos al primer asesino que fue a por Julián, pero no lo hicimos (*7). Y a pesar de que no lo hicimos, no la liamos. ¿Entiendes? Los asesinos del otro Ministerio no pillaron a Julián: el bucle se mantuvo. Chispitas te ha comido el coco. No veo por qué...

–Olvidadlo os digo –insistió Victoria.

–¡No! ¡No voy a olvidarlo! ¿Tú estás mal? ¿Cómo pretendes qué…?

–¡Porque nada podréis hacer! –explotó, finalmente–. ¡Ya habréis muerto!

Victoria se encontró con los puños cerrados, en pie, de nuevo las lágrimas buscando sitio en sus ojos para caer sin control. Se arrepintió de haber dicho aquello nada más las palabras salieron de su boca mas… No, no había excusa... Enojada con él estaba y sin un buen motivo que pudiera encontrar. Y en aquel enojo sin causa, quizás sólo sucedía que quería estar enfadada con alguien, había revelado lo que nunca debía haberle hecho saber.

Pacino iba a morir, sí.

Y su muerte era vital para que la misión continuara con éxito.


La tarde comenzaba a oscurecer y hacía un frío del carajo.

Siguieron caminando en dirección al puente romano y Julián no pudo evitar recordar cuando se encontraron al Lazarillo. Puta mierda. Me hago mayor.

–¿Qué viste en ese cuarto? –le preguntó Irene.

–No fue lo que vi, que también. Tú escribiste un informe de nuestra misión en Nuevo México, por ejemplo. Las partes en la que se mencionaban al otro Ministerio, no existían –trató de explicar–… Se deshacían… No eran… De verdad… Mira, más que lo que vi, fue lo que sentí. Lola me dijo que la existencia del Ministerio alterno era un error; que continuar en él y mantenerlo podía poner en peligro la línea temporal. Todo lo que sentí allí me hizo pensar que Lola tenía razón. La otra Amelia nunca debió crear la paradoja. No sé si al final de esto nos espera un agujero negro o un apocalipsis nuclear, o una mierda en un bote de melocotón, pero creo que hay que pararlo.

–¿Qué le pasó a Lola? ¿Puede ayudarnos todavía?

–No lo sé. Cuando salimos del cuarto nos descubrieron y me dio su bolsa de cachibaches; me dijo que debía ir a ayudar a Alonso, que estaba preso en la Modelo y probablemente de camino a Paracuellos. Ella se quedó atrás y supongo que la capturaron para que yo pudiera escapar.

Irene se quedó pensativa, unos segundos.

–Joaquín, el ingeniero… Antes de morir nos dijo lo mismo: la línea temporal peligra. Toda la existencia del Tiempo mismo. Es en eso en lo que se basa la programación de Chispi –explicó Irene–. Supongo que no estaba muy equivocado.

–Sí, bueno –gruñó Julián–… La programación de Chispitas se basa también en ser un poco hija de...

Julián se calló el último comentario porque, antes que sabonetas y PDAs se pusieran a vibrar, Alonso se acercó a ellos, con Victoria del brazo, más apoyándose en él que acompañándole.

–Portal se viene –informó.

La carita de dolor la niña, era para enmarcar.

–Es la hora –dijo una de las Chispitas entonces, la más mayor–. Este es tu portal Irene.

Julián bufó.

–¡Vaya! ¡Habló la gran ayuda de la patrulla! ¿No podrías haber avisado antes? –gruñó–. ¿Dónde…?

Se interrumpió en el lloriqueo porque de debajo de uno de los arcos del puente, vieron un fogonazo. Tocaba bajar al río. Había suerte. Una pareja de soldados se fumaba un pito en la otra orilla, junto a un camión, y no parecían haber visto nada. Deshicieron camino a paso ligero y bajaron al cauce helado. Llegar hasta el ojo de piedra estaba complicado, pero Irene podría si iba con paso tranquilo.

–Qué casualidad –murmuró Julián–. Primero Barcelona y ahora esto. Los portales parece que se nos aparecen de camino.

–Quizás lo hagan –pensó en voz alta Irene.


Les quiso mirar entonces, por última vez, tras comprobar que el hielo podría aguantar su peso.

–Tú, niña. Cuídate esa regla de mierda, ¿vale? –le recomendó Irene.

Victoria asintió, media sonrisa contraída de dolor. Dedicó a Alonso un gesto de cabeza, que él devolvió.

–Id con Dios, amiga mía –deseó.

–Tú también. Y cuando volváis a ver a Pacino, darle recuerdos. Algo me dice que aún está por ahí jodiendo la marrana.

Luego Irene se volvió a Julián.

–Ten cuidado –le recomendó él.

–Lo mismo para ti, figura –sonrió Irene, dándole un abrazo–. A ver si acabamos este laberinto de los cojones y podemos descansar de una puta vez.

Luego Irene caminó sobre el hielo bajo el puente, en dirección al nuevo portal que por la pinta al otro lado parecía una calle en Madrid, de noche. Se volvió con cuidado de no cascar el hielo, por Dios que no se cascara, la Chispitas joven en su mano.

Algo dentro de ella le dijo que iba a ser la última vez que les vería, es decir, si exceptuaba a Pacino y a Julián como cubas durante el bombardeo del hotel Florida. Era como con Ernesto: era la misma sensación que había sentido con él, antes de despedirse en Carabobo (*8)


NdA: ¡Montón de referencias en este capítulo! Sirve un poco de recopilación de ideas. Espero que no se haya hecho pesado. En la lista desplegable de fanfiction los números de capítulo están bien. Hay por hay en torno al capítulo 60 un descuadre en los títulos del texto que debería animarme a arreglar cuando tenga un rato. Aunque tengo los textos originales, siempre edito un poco en la web. De esos capítulos hace más de un año, así que tengo que bajarlos de nuevo y re-editarlos. Pereza :)

(*1).- C8 «Tiempo de pucherazo»

(*2).- C41 «La llama Victoria»

(*3).- C58 «La inesperada muerte de la subsecretaria Amelia Folch»

(*4).- C61 «El Cuarto de las Patrullas Olvidadas»

(*5).- C99 «La isla de los condenados»

(*6).- C87 «Brunete»

(*7).- C93 «CDEB(II) Nuevos recuerdos»

(*8).- C110 «Tres de mayo»

NdA: Unamuno murió el 31 por la tarde, el día 1 por la mañana hubo misa por su alma, y lo llevaron a enterrar el a las 16:00 del día 1 de enero. En el capítulo anterior doy a entender que la pandilla se queda encerrada en la buhardilla varios días. Lo he cambiado. En la buhardilla aprenden Falange 101 durante un día, que tampoco es mucha locura.