Capítulo 126.- Leiva (II)
Ministerio del año XXIII
y Cabra, 7 de noviembre de 1938
«Salvador se negó a que los funcionarios pudiesen viajar por razones médicas.
Pero los compañeros de Leiva se solidarizaron con él y eso acabó en una huelga.
Al poco, Leiva y sus seguidores se radicalizaron y la huelga se convirtió en revuelta.
Organizaron un plan secreto para tomar el Ministerio, pero alguien lo traicionó.
Y Leiva y los suyos fueron encarcelados y borrados del mapa»
T01 E07«Tiempo de venganza»
El Ministerio del Tiempo
—¿Qué tenemos?
La pregunta cayó como la mierda sobre todos los presentes a la reunión; a falta de una expresión mejor Armando Leiva pudo apreciar que básicamente la caca había deslizado perneras abajo.
Armando supuso que Segismundo Ortigosa habría organizado aquel despropósito a posta; ya sabía que no tenían nada. Cosas de jefes. Aquí estoy yo y mis huevos morenos y todos los demás hacéis lo que os digo que para eso soy el nuevo Subsecretario del Ministerio. Punto.
El silencio duraba demasiado sobre la mesa de lucecitas de neón. Una especie de serpiente naranja que se volvía sobre si misma como mil veces, flotaba sobre ella como recordatorio de que estaba en el futuro; a su alrededor, una docena de funcionarios encontraban más fácil mirar a cualquier otra parte que no fuese a Ortigosa, o a aquella monstruosidad de luz y texto.
—Nada —contestó Armando, práctico. Panda de bebés—. No tenemos nada.
Le mantuvo la mirada a Ortigosa porque no era cuestión de desafiarle, pero desde luego no iba a dejarse intimidar como aquella panda de niñatos.
Ortigosa era un tipo de unos sesenta y tantos, que con una de aquellas terapias génicas tan de moda en el siglo XXIII, aparentaba como treinta. Moreno, guapete, anacrónico peinado de raya a la izquierda. Armando no tenía claro cómo funcionaban muchas cosas tan adelante en el futuro, lo cual tuvo que aceptar práctico que era un problema importante; sin embargo, querer darle gusto al jefe y no conseguirlo era cosa atemporal y de eso entendía. Ortigosa estaba encabronado.
Y tenía motivos.
—¿Cómo que nada?
—Les teníamos en el Continental, pero nos vieron llegar. Escaparon todos por encima de varios agentes. Todos menos el tal Méndez —explicó—. Cuando le teníamos arrinconado en el pasillo, apareció un portal y lo sacaron de allí. No fueron sus compañeros, que sepamos. Les perdimos en los combates callejeros.
Un solícito edecán pulsó un botón, por aquello de hacer méritos supuso Armando, y en la serpiente apareció un símbolo rojo. «Hotel Continental, 7 de mayo de 1937. Punto fijo número 3», decía. Murmullos de que el asunto era cosa seria saltaron a lado y lado de la mesa.
—¿Lo sacaron?
—Alguien metió los brazos desde el otro lado del portal y le metió dentro. Parecía campo o un pueblo. No pude ver quién lo hizo —se encogió de hombros Armando. Luego señaló a la mancha de luz—. ¿Qué se supone que es eso?
—Es... Un modelo de las bifurcaciones temporales dentro del laberinto —contestó un jovencito cerca de Ortigosa. Ese debía ser el pelota—. Es… Un poco avanzado para su tiempo, como puede ver.
—Parece complicado de cojones, sí —gruñó Armando—. ¿Nos sirve de algo o es una de esas cosas que algún chupapollas hace a toro pasado para quedar bien?
El chupapollas se quedó un poco alterado. Los modales del futuro, que eran muy finos.
—Pe… ¿Perdón?
—Que si nos dice dónde podemos encontrar a la patrulla renegada —insistió Armando con calma.
—Nada nos dice dónde los vamos a poder encontrar —contestó Ortigosa, grave—. Por eso estás tú aquí. Vente conmigo a mi despacho. A los demás —dijo mirando alrededor de la mesa—, permisos y vacaciones se han acabado hasta solucionar este asunto. Quiero todos los oídos y ojos del Ministerio entre 1936 y 1939. La próxima alarma que suene, podría ser la última. La política de Folch para con ellos se ha terminado. Que corra la voz. Los quiero a todos muertos a cualquier precio.
Victoria bien conocía por Padre la regla no escrita del Ministerio.
Nunca había que decirle a un agente cómo decía la Historia que iba a morir.
Si bien era norma que no había roto del todo, y morir en la misión era algo que todos acabarían haciendo por el hecho de dejar de existir, tuvo que aceptar que había sido injusta con Pacino al decirle que, en algún momento del laberinto, él se quedaría atrás. Había obrado llevada por el enojo, como si acaso él tuviera culpa alguna en lo que le había pasado.
Victoria acabó su insípido hervido y recogió los platos, si bien poco sentido había en ello.
Luego buscó a Pacino por la abandonada casa del maestro, encontrándole de nuevo en el huerto. Miraba en dirección del camino sin que pareciera mirar realmente. Fue hacia él, pues ya atardecía y por mucho había querido permanecer separado.
—Lo siento —le dijo.
—Podemos cambiarlo —insistió él. No había enojo en su voz, ni apremio. Calma, quizás—. Lo de los dos. Lo tuyo y lo mío. No tiene por qué pasar.
—Eso no lo sabéis. Sólo pretendéis saberlo.
—Pero es que eso es. ¡Tú tampoco lo sabes! —protestó Pacino—. Ya bastante tenemos con lo que tenemos en este asco de misión como para no poder quitarnos de encima la mierda cuando tenemos la oportunidad. Mira, tú no estabas —continuó—. Tú no estabas en Coruña, ni estabas en Nuevo México… No sabes lo que daría por poder cambiar aunque sólo fuera…
Ella le puso el dedo en los labios, demandando silencio.
—Ya lo sé. Ya me lo contasteis. O lo haréis.
Él asintió, pensativo, y decidió callar con frustración en el rostro.
—No hablemos de eso, os lo ruego. Poco tiempo nos queda antes de que partáis a Salamanca —recordó ella—. Debemos emplearlo en que aprendáis a sobrevivir allí.
—¿Salamanca?
—Es donde os reuniréis conmigo de nuevo. Quiero decir, en mi pasado.
Pacino asintió y por fin una leve sonrisa se dibujó en su rostro. Diríase, pensó Victoria, que como de costumbre deseaba apartar la negrura de él.
Más que en esos momentos no podía amarle, cuando sonreía así.
—¿Qué es lo que pasó entre nosotros? Para ti, digo.
—Eso no os lo pienso decir —sonrió ella—. No deseo cambiar nada.
Se miraron, en silencio, en mitad del huerto al atardecer. No pudo por más que preguntarse Victoria de nuevo al tener a Pacino tan cerca, ¡tantas veces se había hecho ya esa pregunta!, si acaso encontrarse tan adelante con él le había hecho verla con los ojos de un hombre enamorado cuando volviera atrás. Para él aquello estaba en su futuro; para ella en su pasado. Amarle se había convertido en otro de los bucles de aquel endemoniado e inacabable laberinto.
Entonces recordó el diván, dentro de la casa, le tomó de la mano y le pidió que regresase con ella.
Aún sentía que había tiempo antes del siguiente portal.
Ortigosa le ordenó cerrar la puerta del despacho al pasar, mientras se servía un coñac.
El sitio no había cambiado mucho desde la última vez que lo había visto, en tiempos de Salvador. Bustos, alfombra, antigüedades… Quizás las sillas, más de diseño. Supuso que a Folch le había faltado nervio para romper con la tradición. Lo mismo le habría pasado a Ortigosa. Aún no podía imaginar cómo la misma niñata que se había encontrado con la intentona con Isabel II (*1) había llegado a subsecretaria, por cierto. Había leído mil informes para ponerse al día y le costaba creer que esa hija de puta de marca mayor y la niñata fuesen la misma persona.
Y que la hija de puta se hubiese convertido en algo tan blando con el asunto del otro Ministerio, era otro misterio más en aquel condenado tiempo de acertijos.
Decidió coger el toro por los cuernos, porque Ortigosa tenía cara de úlcera.
—¿Cómo de jodidos estamos? —preguntó sin rodeos.
Ortigosa le dio un trago a su vaso y fue sirviendo dos más.
—Mañana mismo podríamos dejar de existir —dijo a las claras—. No tenemos controlada la situación para nada.
Armando se rascó lentamente la barba, tratando de comprender. Había esperado la cagada tradicional del Ministerio, no una completa sucesión de patadas en la entrepierna. Tenía claro que encontrar a Entrerríos y los demás era tan jodido como meterse en el laberinto, pero había esperado algún horizonte temporal claro. Las normas del Ministerio nunca habían estado muy claras sobre lo que podía suponer un cambio en la línea temporal, e incluso en el futuro, con sus lucecitas mareantes y sus palabros nuevos, tampoco parecían tenerlo claro especialmente con respecto a ese laberinto de los cojones.
—Creí que Folch tenía poder sobre el laberinto. ¿Lo hemos perdido con ella? ¿No podemos redirigirlo como hizo en Barcelona en el 34? (*2) ¿Como hizo con Entrerríos en Cabra? (*3) ¿Qué cojones ha cambiado?
Ortigosa dijo que «no» con la cabeza mientras observaba el coñac. Luego le dio un trago rápido.
—Influir en el laberinto era simple cuando estaba siendo atravesado en su inicio —explicó—. Con cada cambio introducido por la difunta subsecretaria Folch, con cada intervención nuestra, hemos ido perdiendo la capacidad de alterar la distribución de portales. Ahora podemos limitarnos a entrar en un puñado de puntos. Intentar modificar la distribución de portales podría hacerles llegar en el siguiente salto al punto de bifurcación. Es todo muy inestable. Nos jodieron bien eliminando al ingeniero (*4). A veces pienso que ese viejo cabrón era el único capaz de entender algo de la línea temporal… Y nos están jodiendo bien cada vez que se acercan al final del laberinto.
—Supongo que habréis puesto a hombres allí —dijo Armando aceptando el coñac—. En el final, digo. Casi que veo sensato esperarles donde Ferguson y darles matarile si acaso llegan.
—Nadie puede llegar allí —negó Ortigosa—. El laberinto existe por eso. Si se pudiese llegar al punto de bifurcación, ¿no crees que alguien lo habría hecho ya? Y tampoco puedo fiarme de gente de aquí. Ya has leído los informes sobre Lola Mendieta. Es posible que no trabaje sola—otro trago, esta vez taciturno—. El laberinto apareció porque una de las pocas cosas buenas que hizo Folch fue impedir que aquel punto temporal pudiese ser modificado. No voy a jugármela con él.
—A mi me sacasteis antes de morir casi en el mismo año —señaló Armando—. No veo la dificultad de dejar a alguien un par de años antes y pedirle que viaje a América, pero si tú lo dices, te creo.
Ortigosa fue a contestar de mala manera, pero se calmó. Armando supuso que, efectivamente, ya lo habrían intentado. Era lo lógico, pero no haber encontrado informes al respecto le había hecho dudar.
—¿Y ahora qué? —preguntó Ortigosa tras otro trago.
—Pues como en los viejos tiempos. Ponemos avisos en los dos bandos. Decimos que son espías del otro. Dejamos que la guerra los mate o los encierre y cuando volvamos a detectarles —suspiró Armando—, les eliminamos. Simple. No repetimos errores ya cometidos. Nada de trampas sofisticadas. Nada de atrapar a uno y esperar que los demás vengan por él, como esa cagada de Entrerríos en Paracuellos (*5). Como esa oportunidad dudo que tengamos otra. Vamos a ir pasito a pasito. Vamos uno por uno, eliminándolos cuando podamos y donde podamos.
—¿Y Larra?
Armando probó otra vez el coñac. Estaba bueno.
—A esa la primera de la lista. No dudes ni por un momento que esa hija de perra está viva —masculló.
Asintió Ortigosa. Armando iba a irse cuando le hizo volver casi desde la puerta.
—Han llamado del hospital —le soltó así Ortigosa, de casual.
—¿Y?
—Enhorabuena. Tu hijo está curado. El futuro. Lo que tiene.
Armando asintió. Una cosa menos.
Tocaba cumplir su parte del trato; entre otras cosas porque si no lo hacía, nada de aquello iba a suceder.
Pacino sentía todo aquello como algo muy extraño.
Por un lado le recordaba un poco a lo que ya había vivido con la Lola del futuro (*6) porque Victoria no veía en él a él, sino a otro. Que era él. Pero que a la vez no lo era. Por otro lado con Lola había estado follando como si no hubiera un puto mañana, y para su tranquilidad, Victoria no le había enredado en lo mismo. Se conformó con llevarle a un diván, le pidió que se tumbara en él y ella se le tumbó encima, vestidos y en plan yogurines, la cabeza sobre su pecho, en silencio, oyéndole respirar después de mirarle la herida del brazo. Dolía, pero no mucho.
No sabía muy bien si no le había pedido nada más por lo que le había pasado, por lo que había visto en la bañera que le habían hecho, o porque él no era él y ella respetaba aquello.
—No quería decírtelo, pero con ese vestido pareces una monja —dijo Pacino, para matar el silencio.
—Era lo único que había en el baúl que no fuesen pantalones —murmuró ella—. En esta zona del frente no es recomendable usarlos.
—Yo lo decía por el diván, ya sabes…
Ella despegó la oreja del pecho de su camisa y le clavó la barbilla, mirándole de nuevo con una sonrisa. Había tocado un tema alegre para ella, quizás; entre el pelo rapado y aquella nueva luz en sus ojos, a Pacino le recordó a una niña. Joder, comprendió.
Lo era todavía. No tendría ni veinte años. Cuando me muera en esta misión, me voy directo al infierno de los agentes que nunca han existido.
—¡Ah, claro! —siguió Victoria con la broma—. Olvidé que erais un don Juan...
—Bueno, bueno. No exageremos —protestó—. El futuro es que es más liberal, ¿sabes?
Rió Victoria.
—Padre ya me previno sobre vos —le informó con unos golpes suaves de palma abierta en el pecho de la camisa, mientras se mordía el labio inferior. Luego cambió a un gesto serio, como si tuviese un bigote, y empezó a imitarle—. ¡Un fornicador, os digo hija! ¡Un conquistador! ¡De saltarín e inquieto miembro! ¡No seréis para él más que otro trofeo!
Pacino tuvo que reírse un poco, al menos hasta que recordó que en algún momento de aquello Alonso le iba romper de fijo todos los huesos del cuerpo.
—¿Cuánto nos queda de esto? —pensó Pacino en voz alta, no pudiendo recordar haberse sentido tan bien en mucho.
—No lo suficiente —contestó ella.
Se le quedó mirando unos segundos y luego, tranquila, cerró los ojos.
Pacino, bajo ella, también se acabó quedando dormido.
(*1) NdA: T01E07 «Tiempo de venganza»
(*2) NdA: C18 «Los hechos del seis de octubre (I)»
(*3) NdA: C45 «La trampa de Amelia Folch»
(*4) NdA: C12 «Gámbito de ingeniero (II)»
(*5) NdA: C57 y C58. «Paracuellos (I) y (II)»
(*6) NdA: C42 «La guerra que ya había empezado»
NdA: Otro capítulo sin historia, pero necesitaba afianzar los personajes del otro lado. En el siguiente prometo que habrá Salamanca y más laberinto. La cita es del capítulo de Leiva, de la temporada 1, de una de las escenas que más me gustan. Cuando la vi comprendí que estaba viendo algo muy diferente a lo que se había hecho en series en este país.
Gracias por leer
