Capítulo 127.- El concurrido café Novelty
Salamanca.
1 de enero de 1937
«Otra actividad a la que estaban dedicadas las afiliadas, compaginándola seguramente con la antes referida [enfermería], fue el trabajo de confección de uniformes y ropa en general para las milicias y los frentes. Estos talleres habían empezado a funcionar al parecer en la clandestinidad pero en los primeros meses de guerra debieron ampliarse en número y en turnos de trabajo. (…)
En Salamanca también se organizaron rápidamente talleres de costura y fue el lugar desde donde se realizó la entrevista que la Delegada provincial concedió a El Adelanto, en la que vaticinó que la organización femenina estaba llamada a desarrollarse plenamente, pues crecía el número de sus afiliadas. El día de la entrevista Cándida Cadenas aseguró que la Sección Femenina contaba en ese momento con dos "falanges" completas y una en proceso de formación, es decir, había alrededor de sesenta a setenta afiliadas. »
«La sección femenina en Salamanca y Valladolid durante la Guerra Civil.
Alianzas y Rivalidades»
María Beatriz Delgado Bueno
El dolor en su vientre cesó en cuanto Irene Larra cruzó portal y Victoria agradeció por ello que lo hiciera. Quedaron los tres frente al río helado, observando el puente desde el cauce, la luz del paso temporal ya extinguida.
—Ya está —musitó Julián Martínez—. Ahora a hacernos pasar por falangistas y a esperar el siguiente portal.
—Parecéis animado —juzgó Padre.
—Hemos salido del bucle del Florida (*1) —suspiró Martínez—... No sé si animado o no, pero poder volver a hacer un poco lo que me salga del nabo me parece un avance. Aunque no te voy a mentir, Alonso. Aquí entre el facherío, como que me siento menos seguro.
Padre no replicó a mal el comentario, mas Victoria supo por su gesto que no le había agradado.
—Olvidáis que Unamuno parecía conoceros de antes (*2). En un bucle de esos al menos vos seguís —señaló—. Y no os engañéis, que inseguros estamos en todos lados en esta guerra, amigo mío. Fusilan en ambas retaguardias y en el frente hombres mueren —murmuró Padre—. Mezclémonos entre el facherío, como decís, sin levantar sospechas y tratemos de acabar esta misión.
Martínez fue a contestar, mas Victoria quiso impedir inútil discusión ofreciéndole Chispitas a Padre. Él se negó.
—Julián y yo vamos juntos y vos estáis sola —razonó—. Quedaos con ella y seguid sus consejos. Sé que bien sabéis cuidaros sin ayuda, mas debemos fingir y pretender, y en eso reconoced que os falta experiencia. Y datos. De eso la Amelia máquina anda sobrada.
—Reconocerlo debo, Padre, mas soy la única que sabrá que viene portal —protestó Victoria—. Quizás sería mejor si os la quedáis vos.
—Tenemos aún una saboneta, Viqui —sonrió Julián—. Además, yo paso de esa cosa. Cuídala tú, ponla a cargar de vez en cuando y no dejes que te coma la pelota, ¿vale?
—Que... ¿qué?
—Que os enrede —explicó Padre—. Vamos. Seguimos con el plan de Irene Larra. Toca encontrar el hostal de señoritas.
Encontrado el hostal de señoritas, Julián vio despedirse a papá oso y a la osita, ante la atenta mirada de la hostelera a la que, por la pinta, la habían debido de echar del convento por rancia.
Alonso finalmente se despidió de Victoria y volvió de la puerta.
—Supongo que ahora nos toca encontrar dónde hacer noche a nosotros —murmuró.
—El plan era presentarnos ante algún mando de la Falange —recordó Julián—, pero no sé si después de lo de Unamuno es buena idea. Por aquí me conocen ya.
—Puesto que os conocen, si acaso es así, no veo por qué no os pueden conocer ya como falangista —razonó Alonso—. Es algo que ha sucedido ya, mas entiendo que debéis decidir aún, ¿no?
—Pues también es verdad macho. También es verdad.
Victoria observó la fría mañana desde la ventana de su habitación.
Poco había descansado por la noche tras separarse de Padre, pues le había costado dormir sobre el colchón de lana; algunas horas había robado al sueño, eso sí, entre pensar qué habría sido de Irene Larra y la preocupación por Padre y su amigo Julián Martínez. La ciudad de piedra y viejo amanecía escarchada y un aire helado e incierto se colaba por entre las juntas de la ventana; como a pesar de las nubes se colaba algo de claridad, colocó a Chispitas para que se recargase un poco.
—Gracias —dijo la máquina.
—No hay de qué.
Luego se aseó con algo de agua de la palangana y volvió a vestirse. Debía bajar en unos minutos. Según la hostelera las horas del desayuno eran sagradas.
—¿Crees que estoy realizando mi misión de forma satisfactoria, Victoria?
Victoria parpadeó sorprendida por la pregunta mientras acababa de ponerse un zapato.
—Nos habéis ayudado a llegar hasta aquí —contestó—. A pesar de nosotros mismos, debo añadir. Creo que no podemos pedir mejor compañera y ayuda. Aunque quizás, deberíais empezar a llevaros mejor con el agente Martínez.
Victoria acudió a la ventana y tomó la máquina en sus manos. Presentaba la imagen de relicario: una Amelia Folch santa con una barra de pan y un cordero en el regazo. Alegaba sentirse a gusto en aquel disfraz.
—He encontrado difícil llevarme bien con él —confesó bajo su aureola. A Victoria le parecía estampa un poco cómica cuando se movía, mas se mantuvo respetuosa—. Es demasiado impredecible. Echo de menos compartir información con mi versión pasada. Era todo más simple.
—Tal vez necesitamos a alguien impredecible para poder continuar —aventuró.
—Tal vez —admitió Chispitas—. Pero todo sería más fácil si los agentes de la patrulla compartieran mis puntos de vista.
—Si todos compartiéramos vuestros puntos de vista no podríamos encontrar soluciones cuando vos no las halléis —intentó hacerle ver—. Sed paciente con Julián Martínez, os lo ruego. Por lo que me contó Padre es hombre que ha pasado por mucho y poco agradable.
Y pasaría, se recordó. Si bien iba a conocer a Unamuno en su futuro, aun quedaba para él también, como recompensa, su sacrificio en Pina de Ebro (*3). Difícilmente podía creer Victoria que hombre así no fuese buen compañero de patrulla, por muy impertinente que fuera.
Victoria oyó pasos por el pasillo y como temía la puerta se abrió sin aviso. La hostelera, áspera y fría como los témpanos que colgaban del alfeizar, la miraba detrás de sus anteojos con no escondido recelo.
—¿Con quién hablaba usted?
—Rezaba, doña Ana.
Asintió la hostelera con satisfacción
—Bien, bien. Dijo anoche usted que estaba afiliada a Falange —recordó—. Me enseñó un carné.
—Así es.
—Han venido compañeras suyas buscando ayuda —informó—. La esperan abajo.
—¿En verdad creéis que es buena idea? —dudó Alonso.
—Yo no sé tú —murmuró Julián—, pero antes de ir a ver a la niña, casi que necesito un café. Pero sin el casi.
Julián entendía los recelos de Alonso, pero el cuerpo no le daba para más. Habían encontrado hostal femenino para Victoria bastante fácil, pero Salamanca convertida en corte de Franco, en Año Nuevo estaba petada de soldados de permiso. Tras varios intentos en hoteles y fondas completos, habían podido compartir una habitación con dos legionarios de permiso que, si bien habían sido majos al compartir aguardiente, habían llegado a las tantas de juerga rompiéndoles el sueño.
Y roncaban. Los cabrones roncaban. Julián necesitaba un café.
Entró en la cafetería de la plaza Mayor sin mirar a nada más que a la barra y pidió un café. No tenía ni puta idea de si con la guerra tenían café, pero le daba igual. Había una cafetera, así que tendrían café. ¡Café, café, café! (*4) Se lo sirvieron. Guay. El de la barra no le reconocía. Un marrón menos.
—¡Estarq! —oyó entonces desde el fondo del bar. Una voz recia. Marcial. De cagarse—. ¡Antoñito Estarq! ¡Valenciano falangista! ¡Con usted quería hablar yo, hombre! ¡Véngase para acá y no haga esperar a este pobre tullido!
Alonso llegó a la barra en ese momento y giró la vista hacia donde Julián ya había puesto los ojos. Un tipo con un capote del tercio, vestido de civil debajo y bigotito de los años 30 le hacía señas para que se fuera a su mesa. Con su único brazo.
El tipo tenía un puto parche en el ojo, como un pirata.
—¿Estarq? —murmuró Alonso acompañándole hasta la mesa.
—Es el nombre que puse en mi carné de Falange. Quien sea el pirata me conoce.
Alonso murmuró algo ininteligible. No parecía contento.
—¿Se puede saber qué diablos de nombre pusisteis en el mío?
—¿Tu nombre, camarada?
Eran dos mujeres, no mucho mayores que ella. La estudiaban de arriba a abajo y con ella a su carné.
—Gris. Juana Gris —respondió Victoria. Ignoraba por qué Julián Martínez había elegido aquel nombre, mas le sonaba lo suficientemente discreto—. No sabía dónde encontrar a más camaradas en Salamanca. De haberlo sabido, me hubiese presentado.
—No vienes en una misión, entonces —dijo la más alta.
Le tendió el carné y Victoria lo tomó. La otra parecía un poco impresionada de verlo.
—Acompaño a mi padre y le ayudo en lo que puedo —contestó—. No hago preguntas de lo que hace. Ni las respondo.
—Es carné de hace más de un año —apreció la otra.
—Igual hasta conoce a José Antonio —añadió la alta con guasa. Victoria decidió no contestar—. Nos faltan manos —dijo a las claras—. Vente. Te presentaremos a las demás.
—Debo obediencia a mi padre —aclaró Victoria—, pero iré con vosotras hasta que me reclame.
Quedó dado el recado a la hostelera de que informase a Padre si acaso pasaba por allí, y Victoria siguió a las mujeres. De camino Chispitas indicó en susurros desde el abrigo que sus rostros no parecían pertenecer a la base de datos del Ministerio.
—Pueden ser locales —advirtió—. Personas de este tiempo que trabajan para el Ministerio sin saberlo o como intermediarias. Ruego precaución.
—Mas no puedo negarme a ir con ellas sin levantar sospechas —argumentó Victoria—. ¿No es este el comportamiento que se espera de una falangista? ¿Contactar con más camaradas?
—Sí, pero ten cuidado.
Victoria volvió a cerrar el abrigo y las siguió hasta una elegante casa. Allí la hicieron pasar a través de varios pasillos hasta un gran comedor reconvertido, habían máquinas de coser Singer ordenadas en hileras, en taller de costura.
—Ven, camarada —dijo la alta—. Los uniformes no se hacen solos.
Victoria contuvo una maldición. Coser.
Hubiese preferido una trampa.
Julián se acercó despacito a la mesa tratando de ubicar al tipo.
Era un personaje de la Guerra Civil y la carcundia, pero no le ponía puto nombre… El parche en el ojo, manco… Joder… ¿Cómo se llamaba? ¡Era colega de Franco! Se dejó el café en la barra, porque igual con los nervios se lo tiraba por encima.
—Buenos días tenga usted…
—… General —continuó Alonso a su lado, rápido al quite y poniéndose firme.
Julián suspiró de alivió. Alonso sí le había reconocido.
—¡No me llame general hombre! —rió el general, en plan buen rollo y machote—. ¡Don José valdrá, pero sólo si es usted amigo de mi Antoñito!
—Lo soy, lo soy —respondió Alonso perdiendo el firme.
—Este es Esteban Rogelio, don José —presentó Julián, aliviado por las aclaraciones—. Me alegra… Volver a verle.
—Tiene usted muchos cojones de venir aquí después del lío que montó el día de la Raza, Antoñito —sonrió don José, maligno—… Pero el pobre don Miguel ha pasado ya a mejor vida y las cosas son como son… Siempre me cayó usted bien... —Luego miró a Alonso, de arriba a abajo—. Es usted soldado, ¿verdad don Esteban?
—Lo fui. Hace tiempo.
—Y dígame, en confidencia… No tendrá usted experiencia como actor, ¿verdad?
Julián parpadeó un par de veces tocado, sin entender ni guarra. ¿Por qué demonios aquel tío…?
—Una vez ensayé para una obra, mas debo admitir que nunca estrenó —contestó Alonso.
—¡Ja! ¿Lo ha oído Víctor? ¡Vaya ojo que tengo! —dijo el general al tipo que se sentaba frente a él. Julián se dio cuenta por primera vez de que había un tipo sentado frente a él, engominado y con cara cetrina. Con pinta de agobiado—. ¡Qué voz! ¡Es justo lo que necesitamos! ¿No le parece? ¡No me conteste! ¡Sé que tengo razón!
—Creo que podemos hacerle una prueba —murmuró el engominado, aparentemente tan sorprendido como Julián.
El general se levantó de la mesa pesadamente, la pierna parecía tenerla tocada también, y dio unos paternales manotazos a Alonso en el hombro cuando pasó a su lado.
—¿Qué prueba ni qué prueba? ¡No se hable más! —anunció a los cuatro vientos—. ¡Esteban Rogelio será el nuevo locutor de la nueva Radio Nacional de España! ¡Problema resuelto!
Y luego se marchó saludando al camarero con aire alegre y campechano.
Julián se quedó mirando al tipo de la gomina, el cuál les observaba con consternación.
—¿Qué cojones acaba de pasar? —murmuró.
—Ya han oído al jefe de la Oficina de Propaganda del Generalísimo —contestó el otro, levantándose de la mesa con prisas—. Pásense esta tarde por el palacio de Anaya. Es donde tenemos la redacción. Julián vio al de la gomina levantarse y seguir al cojo. En silencio, él había venido a lo que había venido, dejó a Alonso solo para ir a por el café porque no podía pensar con claridad.
Luego volvió a la mesa y se sentó frente a Alonso, sin atreverse a mirarle a la cara.
—Las misiones no deberían empezar antes de tomar un café —murmuró.
Alonso le lanzó una mirada que podía haberle clavado mil dagas vizcaínas.
—¿Os habéis dado cuenta de quién era? ¿Del lío en el que nos habéis metido por tomaros un café?
Julián sorbió. Qué rico estaba. Lo cierto era que no quería pensarlo. Se frotó los ojos, cansado.
—De uno a diez, ¿cómo de jodidos crees que estamos?
Alonso bufó y juntó las manos para tratar de tranquilizarse.
—Fuera de escala. Ese hombre era José Millán-Astray, fundador del tercio de extranjeros, mas eso nos ha de importar poco —repuso—. El problema es que, por si no os habéis dado cuenta, se le ha metido entre ceja y ceja hacerme locutor de radio. ¿No veis ahí un pequeño problema?
Julián acabó el café, que le supo a gloria a pesar de ser prensado, y pudo suspirar con propiedad.
—Mierda —murmuró.
NdA: (*1) C87.- «Brunete»
(*2) C121.- «Unamuno»
(*3) C86.- «El último baile de Juan Trampero»
(*4) No hay dobles sentidos aquí. Julián quiere café y punto. Lo aclaro porque durante sus años de clandestinidad, el dicho popular era que los falangistas para reconocerse pedían café. Son las siglas de «Camarada Arriba Falange Española». Ignoro por ahora si tenía relación con la otra expresión «dar café», que según he podido ver (de manera no explicada), entiendo era argot para mandar a fusilar a alguien.
NdA: El 19 de enero de 1937, desde Salamanca, Radio Nacional de España radió su primera emisión. Había otras emisoras anteriores en España, incluso en Salamanca durante la guerra, pero la creación de RNE fue cosa de ese señor, José Millán-Astray, que era un tipo peculiar por decir algo. Volvemos a la historia principal, aunque hemos dejado a la Victoria de más adelante y a Pacino un poco abandonados. Volveré a ellos.
Gracas por leer.
Edit: Erratas, un par de cosas fuera de sitio. Efectivamente Antonio Estarq, Esteban Rogelio y Juana Gris son nombre hispanizados de personajes de la Marvel. Julián es así. Pasa por fases :)
