Capítulo 128.- Deseos de servir

Salamanca.

Primeros de enero de 1937

Y algo de Cabra también en noviembre del 38.

«Nada más llegar a Salamanca empecé a reorganizar la Sección Femenina.

(...)

Por aquel entonces estaba en Valladolid Mercedes Sanz Bachiller,

viuda de Onésimo Redondo, mujer dotada de muy buenas cualidades y,

muy segura de sí misma, empezó en cierto modo a agrupar a la Sección Femenina.

Tenía la facilidad de haber estado siempre en zona nacional,

lo que le había permitido organizar la de Valladolid

e influir en otras provincias limítrofes.

Al llegar yo a Salamanca, me encontré con ese problema

que se crea a veces en períodos de crisis,

y que no siempre es efecto de mala voluntad,

sino de deseos de servir. »

«Recuerdos de una vida»

Pilar Primo de Rivera

Coser a máquina resultó tarea compleja, incluso con los consejos susurrados de la fiel Chispitas.

Una suerte de nudos efectuaba la aguja al pasar entre los tejidos, mas requería de coordinación deslizar las telas sin perder la rectitud de la costura, así como darle al pedal que bajaba la aguja con el ritmo adecuado, y Victoria no podía evitar morirse de envidia al ver cómo las otras chicas de la sala eran capaces no sólo de aquello, de dar puntadas limpias, rectas y rápidas, sino además, ¿cómo era posible tal prodigio?, ser capaces de charlar animadamente entre ellas mientras tanto. Tras arruinar las dos piezas que debían conformar las perneras de un pantalón, confesó su incapacidad a una de las camaradas que la había traído hasta allí, la alta, quien obtuvo de su confidencia una indisimulada satisfacción.

—Eres una inútil —le dijo demasiado alto—. Todas sabemos coser. ¿Es que te has criado en una granja?

No encontró Victoria broma o complicidad en el comentario, sino cruda y directa burla. Dudó unos segundos, mas el silencio en las charlas de las demás le hizo comprender que aquello había sido intencionadísima afrenta. Tragó amargamente la bilis tratando de recordarse que estaba en misión y que no debía dejarse llevar.

—Todas colaboramos a la causa con lo que sabemos hacer, camarada —fue capaz de decir, una mezcla de vergüenza y enojo subiéndole por el pecho—. Sé coser botones y zurzir calcetines. A más de eso no se me enseñó, mas estoy dispuesta a aprender.

—Inútil y además quiere que la enseñemos —desdeñó la otra—. Tiempo no tenemos para enseñar a nadie. Nosotras aquí estamos para ayudar a la causa, ¿te enteras?

Victoria sintió las miradas de todas las demás sobre ella; alguna empezó incluso, desde su sitio, a reírse quedamente. Notó los dedos clavársele en la palma en su mano, cerrándosele en puño.

—¿No dices nada? ¡Anda! ¡Vete de aquí! ¡Inútil! —le ordenó. No entendió Victoria la causa de la crueldad hasta oírla en la siguiente frase—. ¡Pavoneándose con carné de camisa vieja! Seguro que sólo sabes darle el brazo a algún guapo. O a los que se tercien.

Victoria torció el gesto. Envidia. Envidia era lo que tenía aquella mujer, comprendió. Mas el último comentario había pasado una línea que Victoria vio en las caras de las demás muchachas. «Guapos» había dicho, en plural. Ofendido había sido su honor.

La visión se le nubló y tumbó a la alta de un puño.


De camino al hostal de la niña, joder qué bueno le había sabido el café, Julián trató de ser positivo y ofrecer a Alonso opciones ante el marrón. Que no era marrón. Era marroncillo. Lo que pasaba era que el abuelo era un exagerado. Además hacía una mañanita fría, pero agradable. Lo último que le apetecía era no perder el buen humor. En plazas más difíciles hemos toreado, Alonso; no seas un puto agonías.

—Mira, macho. Si es muy simple. Convencemos al ayudante engominado de que te haga la prueba —insistió—. Era su idea inicial y no parecía muy convencido con la decisión de Millán-Astray. Luego vas hacer la prueba y la cagas y ya está. Pones voz rara o algo, y así no tienes que locutar nada. El otro Ministerio no se entera de que estamos aquí, y saltamos en el siguiente portal.

Asintió Alonso, pensativo.

—¿Voz rara, decís?

—Tartamudear, o poner voz de pito. No sé. Lo que más te vaya.

El careto de cabreo a Alonso se le pasó un poco al ver una salida y Julián suspiró satisfecho. No estaba seguro de si era por las canas o por las miserias que llevaban de misión, pero recordaba a su colega con un poquito más de paciencita. Además, evitar cagarla les ponía en movimiento de nuevo y, quieras que no, después de haberse despedido de Irene volver a la dinámica ministerial y chapucera, como que era una agradable vuelta a la rutina.

Lamentablemente la cara de Alonso volvió a agriarse en cuanto llegaron al hostal, porque la momia de la hostelera les dijo que la niña se había ido con dos petardas de la Falange y al pobre casi le da un ictus.

—¿Dónde? ¿Dónde se encuentran?

La hostelera les dio la dirección y para allá que fueron. Al llegar al caserón no quisieron ni abrirles hasta que aceptaron que Alonso era el padre de la señorita Gris, a gritos desde la calle.

—Pues se la han llevado a donde doña Pilar —explicó una de las muchachas, asomada por una ventana.

Julián optó por el pragmatismo.

—Vale, cielo. ¿Y eso es bueno o malo?

—¡Usted verá! ¡Le ha sacudido a la delegada!

Alonso se llevó la mano a la frente y Julián le palmeó el hombro. Encárgate tú de la niña, le dijo.

—Yo voy a ver si pillo al engominado para convencerle de lo de la prueba que tienes que cagar.

Qué estrés, por Dios.


A Pacino le despertó una breve sacudida en su pecho. Sobre él, recordó aturdido y un poco desorientado, seguía Victoria. ¿Dónde estaban? Habían encontrado una manta vieja que olía a carcoma y aunque aquel diván le estaba triturando la espalda, habían podido descansar un poco. Ah, sí. En Cabra.

¿Qué hora era? Fuera del caserón ya no entraba el sol.

Volvió a sacudirse un poco, tumbada sobre él.

—¿Te ríes? —comprendió Pacino.

—Lo siento —bostezó—. Me acordaba de lo que pasó en Salamanca, unos días antes de que llegárais.

Se desperezó, aún encima, y cariñosona le acarició el careto. Apenas podía verla, pero la sintió treparle hasta que del pecho, pasó a apoyar la cabeza contra su mejilla. Demasiado cerca y en alcance de besitos, pensó Pacino. Y que fuese vestida de monja no quitaba para que se le clavasen en el cuerpo partes de Victoria que prefería que no se le clavasen.

—Ehhh… ¿Qué pasó? —pudo balbucear—. Bueno, da igual. Se supone que me ibas a enseñar cosas falangistas, ¿no? ¿Qué tal si nos levantamos y empezamos?

—¿Cosas falangistas? —repitió somnolienta.

—Sí. Para cuando vaya a Salamanca, en el siguiente portal.

—Aún hay tiempo… Lo que pasó… Es que me volví a encontrar con la señora Pilar —dijo sin fuerzas—. Supongo que nunca encontré sencillo pasar desapercibida.

Ella entonces le enredó los dedos en el pelo y siguió acariciándolo lentamente, hasta volverse a dormir.


Era ella, comprendió Victoria.

La habían hecho entrar a una vetusta oficina junto con la ofendida delegada; allí y tras el escritorio repleto de papeles, con secretarias y ayudantes entrando y saliendo, Pilar Primo de Rivera movía y releía documentos sin parar. Las ayudantes, atareadas abejas de gesto adusto y mirada penetrante, iban y venían sirviendo a la reina en su trono. Doña Pilar. La misma mujer que había conocido con Padre en el año 34, en Madrid (*1). La hermana de José Antonio. Apenas tres años para ella y más del doble para Victoria habrían pasado. No estaba segura de si la reconocería o no, pues niña había sido la última vez que se vieron; mucho menos podía imaginar sobre qué diría si, de revelar quién era, la veía con nombre falso.

Dudaba si hacérselo saber pues por un lado el cambio físico en ella podría extrañarla en demasía; mas tras haber arreado a la delegada, Victoria comenzaba a creer que cualquier ayuda sería poca. Su abrigo empezó a vibrar disimuladamente, y Victoria trató de hacerla parar: no podía acudir a Chispitas con aquellas dos mujeres tan cerca.

—Con todo el lío que tenemos con el Consejo Nacional para la Epifanía del Señor —gruñó doña Pilar—, y me importunáis con una pelea de niñas. Déjame ver el carné, anda.

—Hemos venido porque es carné antiguo —se apresuró a aclarar la acusica de la delegada—. Pero no puede ser. Los números corresponden a otra. No cuadran.

—Nunca cuadran, Marta —murmuró doña Pilar al devolver el carné, quitándole importancia—. Si todo cuadrase no tendríamos que preocuparnos de esa Urraca y de la Merche… Cuando todo esto acabe habrá que renumerar registros. Nosotras al menos tenemos cuidado. Los de Hedilla, ni eso. Esto es un caos.

Levantó la vista entonces. De rostro endurecido y seco, las ojeras caían sin disimulo. Mujer joven era, mas no lo aparentaba; pelo algo revuelto tras el moño. No pareció reconocerla.

—¿Dónde te afiliaste, Juana?

—En Madrid —improvisó.

—Pues los estatutos son los mismos aquí y en Madrid —abroncó doña Pilar, firme y marcial—. En la Sección respetamos la jerarquía. A las delegadas no se las atiza.

—La delegada dijo que me gusta ir del brazo de hombres guapos —se defendió—. Y que no sé hacer nada más que eso.

Pilar Primo de Rivera parpadeó, como sorprendida. Miró con dureza a la delegada y señaló su ojo morado.

—Aún así. ¡No es comportamiento propio de una Flecha de la Sección! ¡La obediencia ante todo! ¡Obediencia y voluntad de servicio! ¿Estamos?

—Sí.

—¿Y se puede saber quién te enseñó a golpear así?

Victoria suspiró, inquieta, y comprendió que estaba perdiendo opciones. Se acordó entonces de que algo parecido ya le había pasado en el frente del agua, en Guadarrama; allí Líster y el Campesino le habían perdonado la indisciplina por su puntería (*2). Mas Pilar Primo de Rivera no sabía de su puntería, y supuso que poco le valdría con ella su habilidad como soldado. No encontró mejor salida, pues. Dudaba de que en la Falange fusilaran, mas si su nombre aparecía en registro o era encarcelada por mucho, era muy posible que acabase delatando a la patrulla de cara al otro Ministerio.

—Creo que ya sabe usted bien quién me enseñó a pelear, doña Pilar. Fue mi padre.

—No te conozco. Y no conozco a tu padre.

—Íbamos con otros nombres entonces —recordó—. Y yo derribé a uno de los que la atacaban con un estacazo en la cabeza, porque aún no me había venido el estirón. Como agradecimiento don José y usted, nos invitaron a cenar a Padre y a mí, con unos amigos suyos.

Pilar Primo de Rivera se la quedó mirando, la boca abierta, y durante unos momentos la analizó de arriba a abajo para quedarse finalmente en su cara. Pasaron unos larguísimos segundos, hasta que con un gesto de cabeza echó entonces a la delegada, y una vez a solas, salió de detrás del escritorio y la tomó de las manos.

—Te… Yo te recuerdo… Pero eras una niña apenas… Te llamabas… Te llamabas…

—Victoria —completó—. Pero es nombre que no uso. Los asuntos de Padre requieren discreción.

—¿Qué asuntos son esos?

—Discretos —zanjó Victoria.

Doña Pilar asintió, sin esconder la molestia.

—Has crecido, niña. Mucho. No han pasado ni tres años... Recuerdo aquella cena... Fueron momentos gratos...

Se separó de ella por un momento y perdió la mirada primero en los papeles y luego en el frío que se colaba por la ventana. Victoria comprendió que era el momento; si quería salir airosa de aquello, tendría que ganarse a doña Pilar con algo más que un buen recuerdo.

—Padre y yo nos afiliamos poco después de conocerles —continuó—. Por prudencia usamos otros nombres. Son… Tiempos difíciles. Pero no crea usted que no somos fieles a la causa. Su hermano y usted dejaron gran impresión en nosotros.

Sonrió doña Pilar, con cierto aire de tristeza.

—No puedo ir premiando a las que se saltan el escalafón así como así —musitó—. A estas alturas toda Salamanca se habrá enterado de tu proeza.

—Lo lamento.

—No lo lamentes —sonrió doña Pilar con nueva y extraña luz en los ojos—. Creo que las dos podemos sacar provecho de esto.


Alonso llegó hasta el caserón cerca de la plaza mayor que le habían dicho servía de sede de la Sección Femenina.

Topose en la puerta con Victoria, quien salía como si tal cosa.

No pudo por más que abrazarla, muerto de preocupación.

—Hija, por el Cielo. ¿Qué ha sucedido? ¿Estáis bien?

Victoria parecía turbada.

—Bien ando, Padre. Estoy bien. Es sólo… Me he vuelto a encontrar con doña Pilar —murmuró mientras le tomaba del brazo y se alejaban de allí—. A cambio de olvidar una pelea que he tenido, me ha ordenado que espíe para ella.

Alonso no entendió, mas guardó las preguntas hasta estar en una calle más tranquila.

—¿Qué decís? ¿Pilar? ¿La hermana de José Antonio Primo de Rivera? ¿Está aquí? ¿Espiar a quién?

Victoria pareció recordar algo y sacó a Chispitas.

—Chispitas. Lo has oído todo, ¿verdad? ¿Puedes decirme quién es Mercedes Sanz-Bachiller?


NdA: (*1) Ver C38: «Las personas en el tiempo»

NdA: (*2) Ver C72 «El frente del agua»

NdA: Y acabadas las historias de ponis, vuelvo al lío. Llamo «delegada» a la alta con mala leche, pero aclaro que no es la delegada provincial. Mi completa incultura con respecto al funcionamiento de la Falange y la Sección durante aquellos años, me corta de darle un cargo que no sea el de «delegada» genérico. Es un personaje totalmente inventado. No pasa lo mismo con Mercedes y con «la Urraca». Me llamó la atención descubrir que en la esfera femenina del movimiento también hubo leches (no cómo las de Victoria), por hacerse con el poder.