Capítulo 24
SASUKE
–¡MIERDA!
Nunca había estado tan furioso. Ni una sola vez en toda mi vida me había sentido tan destructivo. Si hubiera tenido acceso a armas nucleares, habría sido una amenaza para aquel país y para el mundo entero, porque era la rabia la que estaba tomando todas mis decisiones.
Metí hasta la última de mis armas en el maletero del todoterreno y algunas más en el asiento de atrás, para tenerlas más a mano. Me puse un chaleco antibalas para que ninguna bala perdida pudiera impedirme recuperar a mi esposa.
Iba a matar a Bones.
Mi coche derrapó en el camino de entrada a ciento veinte por hora antes de que Obito clavara el pie en los frenos. El vehículo estuvo a centímetros de atropellarme, pero la proximidad no me alteró. Si se hubiera estrellado contra mí, habría reventado el coche sin sufrir ni un rasguño.
Obito saltó al exterior sin apagar el coche.
―¿Tú sabías qu...?
―Me he enterado hace diez minutos. Se escabulló mientras dormía. ―Metí una pistola en la cartuchera que llevaba en la cadera―. ¿Dónde te tenían?
―No lo sé. Me tapaban los ojos al trasladarme.
Lo agarré por el cuello y lo apreté con tanta fuerza que apenas lograba respirar.
―La vida de mi mujer está en juego ahora mismo. Vas a contarme hasta el último puto detalle que recuerdes. Se ha sacrificado por ti. Más te vale estar a la altura. ―Lo arrojé contra el capó del coche―. Ahora, habla.
Obito no se molestó en hacerse el listo, porque aquel no era el momento. Cada minuto contaba.
―Cemento por todas partes. Todas las habitaciones estaban hechas de cemento. Me traían las comidas en bandejas desechables con cubiertos de plástico. Las cañerías de los inodoros y de los lavabos iban hacia arriba, no hacia abajo. Los hombres no eran los que suelen estar con Bones. Parecían rusos, o alemanes. Me torturaban colgándome del techo. No me fracturaron los huesos, pero intentaron romperme emocionalmente. Mi cama era de plástico, no de algodón. ―Terminó por callarse, al no recordar más detalles―. Es todo lo que recuerdo.
Repasé la información mentalmente, intentando llegar a una conclusión.
―Rusos, alemanes... Cemento... Cañerías hacia arriba.
Obito esperó a que resolviera el caso.
―Parece que estabas bajo tierra.
Obito asintió.
―Menos las tuberías, el resto de las paredes estaba hecho de cemento sólido.
―Alemanes o rusos... Probablemente alemanes. Durante la Segunda Guerra Mundial construyeron barracones por aquí.
Arqueó una ceja.
–¿Cómo sabes eso?
―Lo sé y punto ―salté―. Probablemente la retengan dentro de un barracón, donde no pueda ser detectada por satélite. Eso explicaría por qué no conseguí encontrarte a ti.
―¿No le habías puesto un rastreador?
Abrí tanto los ojos que casi me desmayo. Quise darme un tiro en la cabeza.
―Por favor, dime que dejó mi móvil ahí dentro. –Estaba sincronizado con su dispositivo de rastreo y no podía accederse de ningún otro modo.
Obito lo sacó del soporte para bebidas y me lo lanzó.
Yo abrí el programa rápidamente, rezando para que su puntito rojo estuviera en alguna parte del mapa.
Pero no estaba.
―¿Eso qué quiere decir? ―preguntó Obito.
―O le han quitado el rastreador, o se le ha agotado la batería, o la señal no es detectable. ―Me metí bruscamente el móvil en el bolsillo, intentando no perder los nervios.
―Dudo que se lo hayan extirpado tan pronto. Me acabo de marchar del encuentro.
―Eso quiere decir que está bajo tierra.
―Y el barracón está en un radio de cincuenta kilómetros de la iglesia.
Me froté la nuca, intentando pensar.
―¿Ahora qué hacemos?
Saqué el teléfono y llamé al único oficial alemán que conocía.
–Es posible que tenga un plan.
.
.
.
ME HABÍA COSTADO UNA FORTUNA, pero había conseguido las coordenadas del último barracón en activo de Italia. Lo había comprado un ciudadano particular hacía casi diez años, y el nombre del comprador continuaba siendo anónimo.
Tenía que ser Bones.
Reunimos a todos nuestros hombres y los enviamos a las coordenadas. Irrumpir en la base subterránea no resultaría fácil. No podíamos derribar las paredes y meternos dentro así como así. Si accedíamos por debajo, toda la estructura se derrumbaría sobre sí misma, matando a Botón.
Pensar en ella hizo que quisiera gritar.
Podía estar tocándola ahora mismo... follándosela. Me enfurecía tanto que me temblaban las manos. Se me secó la garganta y no pude respirar. Tuve un ataque de ansiedad allí mismo, algo que nunca había experimentado.
Era otra vez como con Naori.
Todas las personas a las que amaba terminaban muertas... y Botón iba a ser la siguiente.
Obito me miró mientras conducía hacia las coordenadas.
―La recuperaremos, Sasuke.
Me puse a mirar por la ventana, evitándolo a propósito. Si hablaba sobre ella, saltaría. Ya tenía las emociones muy alteradas, y no conseguía pensar con claridad. Si la perdía, me mataría sin perder un segundo. Había encontrado a alguien sin quien no podía vivir, y la idea era aterradora. Sin ella, yo dejaba de existir.
―No te olvides de lo fuerte que es ―dijo Obito―. Si alguien puede sobrevivir a esto, es ella.
Apreté la mandíbula y miró por la ventana. Esperar a que los vehículos llegaran por fin siempre era la peor parte. Necesitaba que los coches fueran más rápidos. Tenía que llegar antes. Debía salvar a mi esposa de convertirse en el juguete de un monstruo.
―Sasuke...
―Deja de intentar hacerme sentir mejor. Hasta que esté a salvo, no podré hacer nada más que pensar en ello. Así que cierra la puta boca y conduce.
