DISCLAIMER: Este fic se ambienta durante la Primera Edad, cuando tanto los reinos de Gondolin como el de Doriath han caído en desgracia, y los sobrevivientes de ambos dominios conviven ahora a las orillas del Sirion. Ninguno de los personajes que aquí aparecen son de mi propiedad, solo la propia visión que tengo de ellos. Las imágenes de la portada y de la cabecera del capítulo tampoco me pertenecen; la última es obra de la gran artista Elena Kukanova.

Dicho esto, ¡espero que disfrutéis de la lectura!

[-Elwing: Lily Collins]


La suave brisa marina revolvía sus cabellos oscuros, ondulados como la espuma del mar al chocar contra las olas, a los pies del acantilado. El aire salado impregnaba sus fosas nasales, dejándole un regusto amargo y a la vez dulce en el fondo de la garganta. La frescura del lugar humedecía su piel, blanca y tersa como decían que había sido la de su abuela. Le hablaban mucho de ella, de su abuela. Ella nunca había llegado a conocerla; y a sus padres, podría decirse, tampoco.

La mujer dejó escapar un suspiro de manera inconsciente. No era un suspiro de los que una persona suelta cuando se siente satisfecha, relajada, o ni tan siquiera aburrida; era un suspiro que muy levemente aliviaba la tormenta que abatía su corazón, así como el incesante y molesto cosquilleo que sacudía su estómago y aquel dolor de cabeza que martilleaba su frente, como si una cruenta batalla estuviera librándose en su mente, impidiéndole descansar en paz. Aquella sensación siempre la había acompañado; pero, desde hacía unas semanas, se había agudizado sobremanera.

Aquella ansiedad había comenzado cuando su padre adoptivo (su verdadero padre, podría decirse, o al menos la única persona que se había comportado como tal) había marchado al Oeste, hacía ya unos cuantos años. Se había hecho a la mar con la que era su esposa, y con la que a su vez sería su suegra. Lo habían hecho una noche, sin decirle nada a nadie, ni siquiera a su hijo; y nunca más habían vuelto a saber de ellos.

Elwing había sentido cómo una parte de ella moría aquel mismo día. Hubiera sido egoísta reconocer delante de los demás que aquella había sido la primera pérdida que había sentido en su vida; y de hecho, por esa misma razón, nunca se lo había reconocido a nadie. Ninguna persona sabía que ella siempre se había sentido huérfana; no solo de padre y madre, ni de hermanos, sino de patria. La última hija de un linaje ya largo tiempo olvidado, la guía de un pueblo que no necesitaba como líder a una niña de leche, sino a un guerrero, o, como mínimo, a un protector. No, Elwing nunca había protegido a su pueblo; de hecho, su pueblo la había protegido a ella.

Estaban la dama Galadriel, que había sido la mano derecha de su bisabuela, la reina, cuando ésta aún vivía en Arda; y estaba su esposo, el señor Celeborn, pariente del Rey, y por tanto, pariente suyo. Ambos habían sido siempre muy buenos y amables con ella. Galadriel era para ella como una madre, la madre que nunca había tenido. La había criado, le había enseñado a convertirse en una mujer, y podría decirse que a protegerse por sí misma. De hecho, aunque la misma elfa nunca se lo había contado de forma explícita, Elwing sabía que había sido ella quien la había salvado la noche en que su reino cayó.

La mujer cambió un mínimo su postura, rodeando ahora las rodillas con sus brazos. Un gesto un tanto infantil para una persona hecha y derecha como ella, pero así era la vida. Todos nos seguimos comportando como niños en nuestro fuero interno, solo que hemos aprendido a controlar nuestros comportamientos de cara al exterior. Cuando aún podemos controlarlos, claro está. A sus pies, las olas seguían estrellándose contra el acantilado, como hacían día y noche. Aquel sonido que la había acompañado desde su más tierna infancia, ahora no la ayudaba a relajarse tanto como ella querría.

Lejos, colina abajo, dos niños de cabello oscuro correteaban entre la hierba, jugando a perseguirse el uno al otro. Era un cálido mes de agosto, y los altos tallos, que durante el resto del año eran verdes y espesos como una selva, ahora lucían amarillentos y secos.

— ¡Elrond, Elros, tened cuidado! — les gritó ella desde lo alto, volviendo por un momento al mundo real al ver que uno de sus hijos se había caído al suelo tras haber tropezado. El jovencito, que debía ser Elrond, se levantó con ligereza y saludó a su madre con una mano, sonriendo de oreja a oreja. Ella le devolvió el saludo, sonriendo a su vez sin darse cuenta. Mientras los pequeños volvían a sus juegos, Elwing notó cómo una sombra se proyectaba a sus espaldas.

— Parece que se lo pasan bien — pronunció una voz grave detrás de ella.

La mujer se giró sobre sí misma, sonriendo levemente al recién llegado. La persona que tenía ante sí era muy conocida para ella: alto, fornido, de pelos platinos y ojos grises como la niebla.

— Son niños — contestó la joven, devolviendo la mirada al océano bajo sus pies. — Aprovechan mientras pueden.

El elfo permaneció un momento en silencio, antes de preguntar: — ¿Os importa si me siento a vuestro lado?

Ella le volvió a devolver la mirada y asintió con brevedad. — Claro que no.

El aludido tomó lugar a su derecha, posándose sobre el mismo tronco caído sobre el que se asentaba su princesa. La desembocadura del Sirion era un lugar en su mayoría recubierto de densos bosques de árboles agrestes, encinas y abedules. Sin embargo, allí, tan cerca de la costa, los árboles se desperdigaban en una y otra dirección, habiendo caído muchos al suelo hacía mucho tiempo, y el paisaje lo dominaban aquellos hierbajos altos que crecían por doquier.

La pareja compartió otro momento de silencio mutuo, hasta que el elfo lo rompió, comentando:

— Hasta hace poco vos erais así.

Elwing volvió a dirigir la mirada a sus hijos. Elrond y Elros ahora caminaban codo con codo, retomando el paso de la colina cuesta arriba. Parecía que volvían a casa.

— Creo que yo era más pequeña aún cuando os hicisteis cargo de mí, vos y vuestro padre.

El elfo asintió con lentitud, como pensando en otra cosa.

— Sucedió hace tan poco — murmuró, más para sí que para la princesa. — Y sin embargo parece que hubieran transcurrido siglos desde entonces...

La joven le devolvió la mirada, y se quedó escrutando el rostro de su acompañante durante un largo tiempo. Cuando ya hubieron pasado varios segundos así, éste preguntó, intentando no parecer incómodo: — Mi Señora, ¿puedo preguntaros qué miráis tan ensimismadamente?

Ella sonrió levemente, antes de preguntar, con tono inocente: — Thranduil, ¿por qué nos parecemos tanto tú y yo?

El aludido dejó escapar una sonora carcajada, y contestó risueño: — Bueno, Señora, no es por fardar de mi emparejamiento con la Realeza, pero vos y yo somos familia. Lejana, es cierto; pero familia al fin y al cabo. De hecho, os parecéis bastante a vuestro bisabuelo, el Rey Thingol.

— ¿Sí? — inquirió ella, alzando las cejas. — Bueno, nadie me lo había dicho antes. Siempre me habían comentado que me parezco a mi abuela.

— Os parecéis a vuestra abuela, sí; pero a su padre aún más. Y todo el mundo solía decirme que yo me parecía bastante a él. Me llamaba "mi sobrino favorito" cuando era niño, si mi memoria no falla. Aunque, claro está, no era su sobrino directo.

Elwing asintió para sí, frunciendo un poco el ceño, como pensando en algo. Devolvió la mirada al pie de la colina donde sus hijos habían estado jugando hacía poco, pero ya no había nadie allí. Se habían marchado.

— Thranduil, ¿podría pedirte un favor? — solicitó la joven, devolviendo la mirada a su acompañante.

Este asintió, confundido, con las cejas fruncidas.

— ¿Podrías contarme lo que sucedió aquella noche, por favor?

El elfo frunció ligeramente los labios, sintiéndose contrariado.

— Mi Princesa, os he contado esta historia muchas veces ya.

— Lo sé — asintió ella. — Pero necesito volver a escucharla. Necesito saber qué hacer de ahora en adelante, y para eso he de recordar mi pasado.

El hijo de Oropher dejó escapar un largo suspiro, y preguntó: — ¿Es que hay algo que os perturbe, Alteza?

— Por favor — volvió a solicitar la joven, con ojos brillantes. — Tú eres el único que me dice la verdad sin tapujos. Necesito recordarla ahora.

Él asintió, dejando escapar otro largo suspiro de sus finos labios, y se recolocó sobre su improvisado asiento.

— Ya conocéis la historia de sobra, así que seré breve y directo. No es algo agradable que recordar. ¿Desde cuándo queréis escuchar?

— Sólo quiero recordar lo acaecido esa noche, nada más.

El elfo asintió.

— Esa noche...

"Esa noche, los hijos de Fëanor vinieron a nuestro reino. La reina Melian hacía tiempo que nos había abandonado, cuando los Naugrim saquearon nuestro reino y asesinaron a nuestro Rey; por lo que nuestras fronteras estaban a la intemperie. Nuestros mejores guerreros protegían nuestras tierras, claro estaba. Muchos de ellos eran buenos compañeros míos, hermanos casi. Pero no fue suficiente. Los hijos de Fëanor llegaron con sus huestes y con aquella escoria de enanos, que se habían puesto de su parte para volver a la carga contra nosotros.

Yo los vi llegar. Estaba de guardia aquella noche, delante de las puertas de nuestra fortaleza. Si la hubierais conocido, princesa... Menegroth. Altos salones construidos debajo de la tierra. Había riqueza allí, y prosperidad y felicidad. Éramos dichosos. La oscuridad no llegaba a nuestro reino. Ojalá fuera yo algún día el Señor de unos salones de tal envergadura... Sería un gran honor."

Thranduil volvió en sí, pues se dio cuenta de que, obnubilado por los recuerdos, se había detenido en mitad del discurso, y Elwing lo miraba con una divertida sonrisa en los labios.

— Debíais admirar mucho a mi bisabuelo.

— Así es — admitió él, asintiendo. — Elu Thingol era grande entre los suyos, el primero de entre los primeros hijos de Ilúvatar. Y amaba a su pueblo. Nos amaba a todos nosotros.

— Debió ser un gran elfo — asintió Elwing, pensativa. — Me hubiera gustado conocerle.

Thranduil amplió su sonrisa, orgulloso. No era para menos.

Así como Galadriel había sido la mano derecha de la reina Melian, Oropher, el padre de Thranduil, había sido el principal allegado del Rey Thingol. La gente solía decir que eran como hermanos, y que Elwë siempre había sentido una profunda predilección por el que era uno de sus principales consejeros y amigos, así como por su hijo. Las malas lenguas decían que Celeborn, también pariente del Rey, siempre se había sentido celoso de Oropher y de su familia por haber opacado su persona y su proximidad al monarca. Elwing no sabía si aquello era cierto o no, pero la verdad era que ni Celeborn ni Oropher se llevaban muy bien el uno con el otro. Tal vez fuera porque Celeborn, al igual que Galadriel, era una persona más bien sabia y calmada, aunque también orgullosa; mientras que Oropher y Thranduil eran guerreros ágiles e impulsivos.

— Sigue con la historia, por favor — solicitó Elwing, aproximándose a su amigo.

Éste asintió, y continuó con el relato.

"Como iba diciendo, aquella noche yo estaba de guardia. Los vi llegar. Vi llegar a los hijos de Fëanor y a sus compinches. Reconozco que sentí miedo. Nunca antes había visto a unos elfos así: eran altos y temibles. El mayor de ellos parecía tener fuego en el cabello. Jamás se me olvidarán sus voces, sus gritos, ni la destrucción que trajeron a nuestro reino.

Intentamos controlarlos, pero no lo conseguimos. Entraron por las puertas, dejando a muchos de los nuestros heridos o muertos ante ellas. Los Naugrim, como era de esperar, destruyeron y saquearon todo a su paso. Mataban a todo aquel que encontraban por delante, y se llevaban todo aquello que relucía. Son monstruos."

Dijo aquella última palabra con tanto asco y desprecio que Elwing sintió su piel erizarse. No era para menos: ella no era la única que había perdido algo aquella noche.

Con delicadeza, tomó la mano del elfo entre las suyas, pequeñas y blancas. Éste pareció volver en sí ante aquel dulce tacto.

— Lo lamento, princesa — se disculpó, removiendo la cabeza. — No debería hablar así delante de vos.

— No te preocupes, estoy acostumbrada a cosas peores — le quitó ella importancia al asunto.

Thranduil asintió ligeramente, y, tomando una buena bocanada de aire, continuó:

"Mientras que los Naugrim se dedicaban al robo y a la destrucción, los hijos de Fëanor tenían un único cometido en mente. Se deshicieron de todo aquel guardia o guerrero que se les puso por delante, pero ellos seguían avanzando inexorablemente. Fueron marchando hacia el interior de las grutas, internándose más y más, acabando con la vida de mujeres y niños a su paso, hasta que llegaron a las estancias reales."

Llegado aquel punto de la historia, Elwing tomó aire, y dejó que Thranduil agarrara con más fuerza su mano. No era una parte bonita para ninguno de los dos.

— Ya sabéis lo que pasó — continuó el elfo. — Galadriel llegó a tiempo para salvaros. La reina os entregó en sus brazos antes de que ellos llegaran, y os sacaron de las cuevas por pasadizos secretos. Lograsteis escapar con vida.

Sí, logró escapar con vida. Ella y solo ella. Su padre, su madre y sus hermanos habían perecido.

— Mi padre luchó junto al vuestro. Intentó salvarle la vida, pero no pudo. No lo consiguió. Y yo...

Aquella vez fue Elwing la que apretó su agarre sobre las manos de su amigo en un intento por reconfortarlo.

— Tú luchaste como el resto de tu gente, protegiendo a los tuyos ante las puertas de tu reino. No pudiste hacer nada por salvarla.

— Sí que pude — negó Thranduil, con los ojos llorosos. — Pude haberlo hecho. Pude haber entrado en las cuevas y haberla salvado.

— Pensabas que tu padre estaba junto a ella. Luchasteis ambos con honor.

— No fue suficiente. Mi padre no pudo salvar al vuestro, ni yo pude salvar las puertas de Doriath. Y mi madre murió sola en algún lugar, en alguna estancia o en algún pasillo, y yo no hice nada por evitarlo.

Elwing dejó un momento de silencio en respeto a su amigo. Ella había perdido a sus padres y a sus hermanos, pero era tan pequeña que ni siquiera se acordaba de ellos. Thranduil, en cambio, había tenido que decir adiós a la mujer que le dio la vida, y siempre llevaría ese peso sobre sus hombros.

— Lo lamento, princesa — suspiró él, secándose las lágrimas con disimulo. — Siempre pienso que lo he superado, pero lo cierto es que no creo que lo consiga nunca.

— No has de disculparte. Sabes que conmigo puedes ser quien realmente eres.

Thranduil sonrió en agradecimiento. — Si mi padre me viera llorar delante de la Princesa...

— ... te colgaría boca abajo del acantilado — rió Elwing, repitiendo la misma cantinela de siempre. — Ni siquiera tu padre es tan duro, Thranduil.

— Yo no estaría tan seguro. Siempre consigue la forma de sorprenderme.

Elwing quedó entonces muy callada y seria, y preguntó: — ¿Y después qué pasó?

— Ya sabéis la respuesta a esa pregunta. Los que conseguimos escapar, huimos hacia el sur. Galadriel se hizo cargo de vos, como si fuerais su propia hija. Estoy seguro de que vuestra madre lo hubiera querido así. Y mi padre os juró lealtad, y desde entonces os protegemos y os seguimos con honor.

"Os seguimos", pensó Elwing. No tenía mucho sentido, pues la que los había seguido a todas partes había sido ella.

— ¿Por qué al sur? — quiso saber ella. — ¿Por qué al mar?

— Era el único lugar al que podíamos ir — contestó Thranduil. — Todos los antiguos reinos que una vez existieron habían caído. Oímos que la fortaleza del rey Turgon, aquella de la cual nadie conocía su paradero, había sido derribada por las fuerzas de Angband. Oímos también que los supervivientes habían huido al sur, a las bocas del Sirion, y allí nos dirigimos, río abajo. Solo quedamos nosotros.

Solo quedamos nosotros. Qué gran verdad. Triste y a la vez grande. No había nada más que decir; no había nada más que hacer.

— ¿Qué fue de mis padres y de mis hermanos? — preguntó la joven.

Thranduil palideció antes de contestar: — Ya sabéis también la respuesta a esa pregunta, princesa.

— Mis hermanos no eran más que niños entonces. ¿Los mataron a ellos también?

— No lo sabemos, mi Señora. Algunos dicen que los abandonaron en el bosque. La única verdad es que jamás volvimos a verlos.

Elwing asintió con pesadumbre. Las peores verdades eran las que no se conocían.

— Podrían haber quedado con vida. Podríamos haber vuelto...

— No podíamos volver, princesa. No es que no quisiéramos, es que no podíamos.

Elwing calló al escuchar aquellas palabras. Conocía a Oropher y a su padre, y aunque nunca los había visto luchar, sabía de sobra que no eran personas que pudieran ser amedrentadas con facilidad. No quería pensar en la destrucción que los hijos de Fëanor debían haber llevado a Doriath para que ninguno de los suyos hubiera vuelto allí.

— Además, ya lo intentamos una vez, y no salió bien. ¿Por qué volver a hacerlo? Nuestro reino estaba destinado a la ruina. La ruina de Doriath, la llaman algunos. Los Naugrim nos la arrebataron la primera vez, y los hijos de Fëanor la segunda. Vuestro padre no pudo hacer nada para restablecer el reino de su abuelo. No valía la pena volver a intentarlo.

Había pena en la voz de Thranduil; pena y resignación, impotencia. Había dolor: el dolor de un guerrero que no puede hacer nada por proteger lo que es suyo.

— Es decir, que no sirvió para nada, ¿verdad? Todo aquel sufrimiento cayó en vano.

Thranduil dejó escapar una media sonrisa de sus labios, antes de decir: — No del todo. No consiguieron lo que vinieron a buscar.

Elwing sabía a lo que se refería. Ella no lo llevaba nunca encima, como decían que sí lo había hecho su abuela, engarzado en un hermoso collar alrededor de su cuello. Elwing lo guardaba en un baúl escondido bajo el suelo de su alcoba, y nunca lo sacaba a la luz.

— La reina entregó el Silmaril a Galadriel, escondido entre las mismas mantas en las que estabais envuelta. Tal vez, en su fuero interno, ella ya sabía que vos seríais la única que saldría con vida.

— O tal vez era una persona inteligente y pensó que al enemigo no se le ocurriría mirar entre las gasas de un bebé.

A pesar del tono jocoso del comentario, Thranduil permaneció serio, y Elwing supo lo que él pensaba: que los hijos de Fëanor no hubieran sentido compasión por una niña de pecho.

— ¿Qué tipo de seres son esos? — inquirió la joven. — ¿Qué tipo de maldición puede mover a unos hijos de Ilúvatar a cometer tales atrocidades contra sus propios hermanos?

Thranduil negó con la cabeza, indicando que no conocía la respuesta a aquella pregunta.

— Pues preferiría no tener el Silmaril — comentó Elwing, frunciendo el ceño. — Preferiría que ese cargo nunca hubiera llegado a mí.

Thranduil abrió mucho los ojos, como hacía siempre que algo lo sorprendía, y dijo: — El Silmaril es el legado de vuestros abuelos. Forma parte de vuestro linaje.

— ¡Menudo legado! No ha traído más que dolor, pena y destrucción. Hermanos contra hermanos, familias contra familias... ¿qué bueno puede haber en eso? ¿Qué orgullo? Si por mí fuera lo tiraría al mar.

— ¡Nunca digáis eso! — exclamó Thranduil. — Nunca se os ocurra realizar tales actos.

— No te preocupes — elevó Elwing una mano, intentando tranquilizar a su amigo. — No es mi intención, pero gustosamente lo haría. Te lo prometo.

— Bueno — comentó el elfo, sin añadir nada más, como si temiera que al decir alguna otra cosa su princesa pudiera cambiar de idea y, súbitamente, levantarse, darse media vuelta, volver a su casa y sacar la joya de su escondite, volver a los pies del acantilado y tirarse con ella a las vastas aguas del océano. A Elwing nunca le había gustado la fascinación que el Silmaril ejercía sobre las personas. "No pertenece a este mundo", solía pensar para sí. "No debería estar aquí. No estamos preparados para algo así".

— ¿Y qué pasó después? — preguntó Elwing.

Thranduil sonrió a modo de respuesta.

— Llegamos aquí, a la desembocadura del Sirion. Mi padre y Galadriel se presentaron ante Tuor e Idril, la hija del Rey Turgon, y ellos nos aceptaron entre los suyos. Desde entonces vivimos en armonía, e Idril y vos sois reconocidas como las líderes de nuestros respectivos pueblos.

Una sombra se cernió entonces sobre el rostro de Elwing, y Thranduil, advirtiendo el contenido de sus palabras, rectificó al instante.

— Fuisteis — corrigió. — Fuisteis reconocidas como las líderes de nuestros pueblos.

Elwing calló y no añadió nada más.

Idril y Tuor la habían acogido como a una hija más. Aunque Galadriel y Celeborn habían seguido responsabilizándose de ella, la hija de Turgon la había reconocido como a una pariente lejana, aunque no había lazos evidentes entre ambas. Lo más probable era que Idril hubiera querido evitar que aquella criatura desvalida se criara sola, huérfana como ella, que perdió a su madre siendo apenas una niña y que había tenido que presenciar, impotente y desde la distancia, la muerte de su amado padre.

Así pues, Elwing se crió a medias entre la morada de Galadriel y la de Idril. Ella y su esposo, Tuor, habían amado a Elwing como a una hija más, y ella había crecido al lado de su propio hijo, Eärendil. Ambos se habían querido desde muy pequeños; de hecho, se habían enamorado ya en la más tierna infancia. Cuando ambos fueron lo suficientemente mayores (pues Eärendil le llevaba bastantes años de ventaja) se prometieron en matrimonio, y unos pocos meses después se casaron.

Al poco tiempo de haberse casado, Tuor comenzó a mostrarse algo inquieto. Siempre se había sentido atraído por el mar, pero aquella fijación comenzó a convertirse en obsesión. Elwing y Eärendil se daban cuenta, pero Idril callaba y observaba a su esposo en silencio.

Elrond y Elros nacieron una calurosa mañana de primavera. Sus abuelos, al igual que el resto de su pueblo, se habían mostrado dichosos ante la llegada de aquellas dos criaturas; pero la dicha no duró demasiado. Unos meses después del nacimiento de los gemelos, en mitad de una silenciosa noche próxima al verano, Tuor y su esposa se hicieron a la mar, cuando nadie los veía ni oía. Nadie volvió a hablar de ellos. Si Eärendil había conocido las intenciones de sus padres, nunca se las había compartido a Elwing, y ella prefería no preguntar.

Pero aquella marcha había resultado dolorosa para la mujer, pues fue la primera pérdida que ella experimentó en su vida. Los amaba como a unos padres, y ahora ellos se habían ido.

Como el silencio proseguía entre Thranduil y Elwing, éste carraspeó ligeramente, intentado romper la tensión del momento, y continuó hablando:

— El caso es que ahora está Eärendil en su lugar. Es un hombre noble y bondadoso, aunque joven y algo inexperto todavía. Aun así, todos confiamos en él.

Elwing asintió con brevedad, como no escuchando sus palabras, y dejó escapar un suspiro. Volvió la cabeza al inmenso océano, sintiendo la brisa marina remover su cabello.

— Todos... menos su esposa.

La mujer negó con la cabeza, y dirigió la mirada a la punta de sus pies.

— No es que no confíe en él, es que me inquietan sus ideas.

Thranduil permaneció en silencio, sabiendo que si Elwing quería seguir hablando lo haría por su cuenta. En efecto, pasados unos instantes, la mujer volvió la cabeza en su dirección, y le dijo:

— Eärendil quiere hacerse a la mar.

Aquellas palabras quedaron flotando en la mente de Thranduil durante un largo rato, mientras el elfo meditaba sobre su significado. No era una noticia fácil de digerir, al fin y al cabo.

— ¿Quiere ir en busca de sus padres? — preguntó, al fin, después de un rato en silencio.

— Eso es lo que dice él — le respondió Elwing, encogiéndose de hombros. — Pero yo creo que hay otra razón.

— ¿Cuál? — inquirió su amigo, alzando las cejas. — ¿Qué razón sería buena para abandonarnos?

— Razones que sólo él conoce y que yo solamente llego a intuir. Por favor, Thranduil, no compartas esta información con nadie; ni siquiera con tu padre, ni con Galadriel tampoco. Te lo he contado porque... supongo porque a alguien debía contárselo, y tú eres la persona en la que más confío. Así que, por favor, guarda el secreto.

El elfo asintió, con una sombra cubriendo su rostro, no obstante.

— Está bien; si es lo que quieres, guardaré el secreto. Pero creo que deberíais hacerle cambiar de opinión, princesa. No es buena idea que vuestro esposo se aleje ahora. Los hijos de Fëanor...

— Lo sé — lo interrumpió ella. — Conozco la realidad, y conozco las intenciones de los hijos de Fëanor. Sé que no descansarán hasta encontrarnos, hasta encontrar la joya que mi padre me entregó en herencia, sin yo desearlo. Y sé que no estamos a salvo. ¿Crees que no lo sé? ¿Crees que no temo por el destino de nuestro pueblo? ¿Por la seguridad de mis hijos?

Thranduil se dio cuenta entonces de las lágrimas que relucían en los ojos de su princesa, y cerró la boca, sabiendo que había tocado un tema muy delicado.

— Lo lamento, princesa. No era mi intención añadir otro peso a vuestro corazón. Pero, si vuestro esposo no os escucha a vos, os ruego que me dejéis a mí hablar con él. Podría intentar convencerle...

— No podrías convencerle de nada, Thranduil — volvió a interrumpirlo ella. — Yo ya lo intento, y no creo que consiga lo que me propongo. No es que Eärendil no me escuche; es que está obcecado con una misión que, a mi parecer, se escapa de sus manos.

— Pero ¿cuál? — quiso saber Thranduil, alarmado. — ¿Qué misión puede ser esa?

Pero Elwing guardó silencio, y no volvió a hablar en un largo rato.

Y Thranduil, que parecía meditar a su vez sobre aquellos asuntos, finalmente abrió la boca y comentó:

— Os tenemos a vos. Sois la heredera de Thingol, nuestra princesa. ¿Vos no nos abandonareis también, verdad?

Y Elwing, que parecía mirar a un punto muy lejano en el horizonte, preguntó: — ¿Tú qué harías?

Thranduil permaneció en silencio mientras que observaba a su princesa, hasta que esta giró la cabeza para volver a encararlo, con una sonrisa triste brillando en su rostro; y volvió a pronunciar la pregunta: — ¿Tú qué harías, Thranduil? Si tuvieras una esposa y supieras que ésta se aleja de tu lado y que no podrás protegerla... ¿te quedarías con los tuyos o la acompañarías?

— Nunca abandonaría a mi gente — contestó su compañero; y, en un tono de voz mucho más bajo, añadió: — O, al menos, eso creo. No es una disyuntiva fácil, la verdad.

— Pues esa es la disyuntiva a la que me enfrento — cerró los ojos Elwing; pero para cuando volvió a abrirlos, un nuevo brillo lucía en el azul de sus iris. — Yo no os voy a abandonar, Thranduil. Me quedo aquí con vosotros. Sois mi pueblo; y, aunque nunca me he sentido como vuestra líder, pues creo que habéis sido vosotros quienes me habéis protegido a mi, me niego a marcharme de vuestro lado. Algo me dice que llegada la hora me necesitaréis.

"Además — añadió, con una sombra nublando su rostro, — he de proteger el legado de mis abuelos. Conoces mi opinión sobre el Silmaril, Thranduil: no me gusta esa joya, y creo que no debería estar aquí. Pero es mi deber protegerla, y así lo haré."

Thranduil asintió, bastante más relajado ahora que conocía las intenciones de la princesa; pero no pudo evitar preguntar: — No obstante, sí que os cuesta abandonar a Eärendil a su suerte, ¿no es así?

— Es él quien me abandona a mí — murmuró Elwing. — A mí, a nuestros hijos y a su pueblo. ¿Por qué debería sentirme mal? ¿Acaso él es libre de hacer lo que desee, y yo he de cargar con la culpa de no acompañarlo? Mas si lo hiciera, cargaría asímismo con la culpa de abandonaros a vosotros y a mis hijos. ¿Por qué, Thranduil? ¿Por qué los hombres siempre sois libres de hacer lo que consideráis correcto, mientras que las mujeres nos quedamos consolando el vacío que dejáis?

Thranduil observó a su princesa durante un largo rato, hasta que finalmente contestó: — Yo os pido que os quedéis, Elwing; pero al decisión es vuestra, no obstante. Desconozco las razones que empujan a Eärendil a cruzar el mar, pero creo que vos no las compartís. No os mováis guiada por la culpa, sino por la responsabilidad. ¿Qué os dice el corazón que debéis hacer?

— Mi corazón me dice que me quede — contestó Elwing. — Mi corazón y mi sentido común. Y así lo haré. Pero no me supone una decisión fácil de tomar.

Ambos volvieron a quedar en silencio, pues Thranduil creyó que no podría decir nada que aliviara el peso que descansaba sobre el corazón de su princesa. Los minutos fueron sucediéndose lentamente, las olas rompiendo muy abajo a sus pies, estrellándose contra el acantilado. A lo lejos, en el claro horizonte, el azul oscuro del mar se confundía con el claro del cielo, pero ni siquiera los penetrantes ojos de ninguno de los dos amigos podían ver qué había más allá.

Pasados unos minutos, Thranduil giró la cabeza hacia atrás, a los pies de la colina, pues había escuchado unos sigilosos pasos acercarse a través de la alta hierba, a lo lejos. Elwing siguió también el rastro de su mirada. Desde detrás, ascendiendo la cuesta, se aproximaba una figura alta y esbelta, con el cabello rubio cayendo en forma de melena alrededor de su cuello, siendo esta alborotada por la suave brisa marítima. La figura iba vestida con prendas pardas, una camisa azul debajo del chaleco y unas botas altas manchadas de barro protegiendo sus pies de las copiosas lluvias que las tormentas estivales les habían traído durante las últimas noches. Visto así, desde la lejanía, no parecía un príncipe, ni un rey, ni un señor de los elfos, sino solamente un hombre entrado en la madurez que guiaba a su pueblo como mejor podía.

— Creo que es mejor que os deje a solas — pronunció Thranduil, antes de levantarse de su asiento, sacudiéndose sus propias polainas de suciedad. — Ya sabéis que estoy aquí, Elwing, si necesitáis hablar en cualquier momento.

— Gracias, Thranduil — le contestó ella. — Gracias por estar a mi lado. Sé que en ti puedo confiar.

El elfo sonrió a su señora, se inclinó a modo de respeto ante ella, y comenzó su camino colina abajo. A mitad de su trayecto se encontró con el líder de los elfos de Gondolin, y ambos se detuvieron a hablar el uno con el otro. Elwing los observó desde la distancia, intentando adivinar las palabras que debían estar compartiendo. Finalmente, Thranduil volvió a inclinarse, esta vez ante el esposo de su princesa, y retomó su ruta hacia el poblado que todos compartían como hogar.

El hombre continuó su ascensión, hasta llegar al lado de la que era su esposa. Ésta, sin embargo, volvió a girar la cabeza en dirección al mar, no tanto por la melancolía que sentía en su corazón sino por la necesidad de desviar su atención del recién llegado. De una forma o de otra, Eärendil se quedó de pie, a su lado, mirándola desde arriba.

— Te estaba buscando. Galadriel ha pasado por casa para hablar contigo hace un rato.

Elwing asintió en silencio, sin desviar su vista del frente ni un segundo, antes de contestar: — Iré en unos minutos.

Eärendil asintió a su vez, y, con la voz ligeramente temblorosa, preguntó: — ¿Acaso le has contado algo acerca de mi plan?

Elwing, con fuego en los ojos e indignada por aquella falta de confianza, giró (aquella vez sí) la cabeza con brusquedad hacia su esposo, y le espetó: — Pero ¿qué te crees? ¡Claro que no! Me dijiste que guardara el secreto.

Eärendil retrocedió casi instintivamente, y quitó hierro al asunto, exclamando: — ¡Está bien! Lo siento. Sólo era una pregunta.

Elwing le retiró la mirada de nuevo, sus mejillas algo rojas, pues no estaba en todo su derecho a enfadarse con su marido. Al fin y al cabo, sí que había roto su promesa confiándole la verdad a Thranduil.

Ambos pasaron así, en silencio, unos instantes más, hasta que, con un suspiro, Eärendil inquirió: — ¿Vas a seguir molesta conmigo?

Elwing negó con la cabeza de forma poco convincente, pues el nudo que apretaba su estómago había ascendido hasta pasar a oprimir su garganta. Eärendil arqueó ligeramente las cejas y se inclinó, tomando asiento a su lado, justo donde antes había quedado Thranduil.

— Elwing — susurró en su oído, acariciando levemente la mano de su esposa. Pero ela se giró hacia él, y en su mirada había tristeza y enfado. Se levantó de su asiento, y el viento le agitó fieramente los cabellos cuando preguntó, de forma directa y sin tapujos:

— ¿Por qué lo haces, Eärendil? ¿Por qué ahora? Te necesitamos aquí.

— Elwing, ya lo hemos hablado.

— Entiendo que quieras marchar; entiendo que eches en falta a tus padres, así como yo también lo hago, pero...

— No se trata de eso — negó el hombre. Elwing giró la vista hacia él. Lucía orgulloso ahora, con una luz distinta en los ojos que muy pocas veces le había visto. De repente, le pareció mucho mayor. — Es cierto, anhelo a mis padre y a mi madre, y desearía saber qué ha sido de ellos. Pero no se trata de eso.

— ¿De qué se trata, pues? — inquirió ella.

El hombre suspiró, y, delicadamente, y se levantó para aproximarse a ella. Colocó las manos sobre sus hombros, y la miró a los ojos al decirle:

— Elwing, ya sabes qué es lo que me propongo. Yo no era más que un niño cuando escapé de Gondolin; un niño delgaducho y asustado. Vi morir a mi gente. Vi morir a mi propio abuelo a lo lejos, quemado en su propia torre. Vi el terror y la maldad de Morgoth con mis propios ojos.

Elwing calló, pues sabía que aquel era un tema extremadamente delicado para Eärendil. De hecho, aquella era la primera vez que su esposo se abría a contarle de una manera tan explícita los horrores que sucedieron aquella noche, hacía ya algunos años, escasos pero a la vez tan lejanos; y en sus ojos podía vislumbrar reflejados aquella sombra y aquel terror que él narraba en sus palabras, y su corazón se oprimió bajo una garra helada.

— Galadriel, Celeborn, Oropher y los demás elfos dicen que nosotros podemos ganar a la maldad que habita el norte, que el bien siempre ganará porque la luz de los Valar nos protege. Pero no es cierto. Los Valar nos abandonaron, Elwing. Nosotros no podemos ganar.

La mujer tragó saliva, sintiéndose muy enferma, a punto de desmayarse. Era como si alguien le hubiera quitado todas las fuerzas en un abrir y cerrar de ojos, como si una horrible y oscura verdad que anidaba en su corazón (en el corazón de todos ellos, de hecho) de repente hubiera sido afirmada. No podemos ganar.

— Me preguntas que porqué os abandono aquí. Bien, no os abandono. Mi intención no es abandonaros. Mi intención es salvaros.

Un espeso silencio, solamente roto por el lejano sonido de las gaviotas en la playa, se abrió paso entre ambos. Elwing agachó la cabeza, y su esposo se acercó más a ella, tocando su mano con la yema de sus dedos.

— Elwing — la llamó. De repente, todo aquel orgullo que impregnaba su mirada y su voz habían desaparecido, y volvía a ser Eärendil, hijo de Tuor e Idril. — Elwing, por favor, dime algo.

— ¿Cómo sabes que vas a llegar? Muchos son los que abandonan las costas cada año intentando llegar al Reino Bendecido, y ninguno vuelve; y los pocos que lo consiguen no son los mismos que se fueron. Tú mismo lo has dicho, los Valar nos han abandonado; dime, Eärendil, aunque consiguieras llegar al Reino Bendecido — inquirió, girándose y mirándolo muy fijamente a los ojos, — ¿cómo sabes que te dejarán pasar?

— Ulmo, el Señor de las Aguas, se presentó ante mi padre. ¿No es esa una señal?

— No sé si es una señal o no.

Eärendil frunció el ceño, y dijo con voz grave: — No sé qué me deparará en mi viaje, Elwing. Pero hay algo en mi corazón que me dice que debo hacerme a la mar. Creo que si no lo hago yo ahora, nadie más lo hará después. El tiempo se nos agota.

Y Elwing lo miró con los ojos brillantes, y le preguntó con un hilo de voz: — Y no servirá de nada que te pida que te quedes, ¿verdad?

Su esposo arqueó el ceño, y agarrando el rostro de ella entre sus manos, le dijo:

— Elwing, amada mía, te he querido desde mi más tierna infancia. Has sido mi amiga y mi compañera, y eres el único amor que jamás poseerá mi corazón. Y de muy buena gana desearía que vinieras conmigo en este viaje, aun a pesar de todos los peligros que nos deparan. No deseo abandonarte ni a ti ni a nuestros hijos; de hecho, me desgarra el corazón tener que hacerlo. Pero, para bien o para mal, no soy solo esposo y padre: soy el líder de mi pueblo, me guste o no. Y tengo un deber para con ellos más grande y más trascendental que cualquier otro deseo que mi alma mortal albergue.

— Eso lo entiendo — asintió ella. — Conozco esa sensación. Yo no he visto el mal de Morgoth, ni tampoco presencié la caída de mi reino; o, al menos, no tengo recuerdos de ello. Princesa me llaman, pero yo sólo me considero a mí misma una mujer normal que se ha criado en un pueblo aislado al sur del mundo. No conozco otra cosa.

"Pero yo también tengo una responsabilidad con mi pueblo, Eärendil. Yo también soy más que esposa y madre: soy la heredera de Luthien, la guardiana del Silmaril; y aunque deteste esa joya, y aunque crea que es un legado que me sobrepasa, mi deber es protegerla. Y así lo haré. Mi lugar está aquí, con los míos: si tú marchas, yo no podré acompañarte".

Y ambos se quedaron mirando el uno a la otra muy fijamente, sintiendo el dolor de la separación que ninguno de los dos podría evitar.

— Tal vez ese sea nuestro destino — dijo Eärendil, finalmente. — Somos los últimos herederos de los Reyes Antiguos. No podemos hacer más que aguantar de manera estoica lo que nos quede por venir.

— No somos los últimos — objetó Elwing. — Están nuestros hijos.

Y su esposo asintió, con una triste sonrisa en los labios: — Están nuestros hijos, es cierto. Y he de decirles adiós.

Y Elwing frunció el ceño, y dejando todo rencor atrás, se inclinó para abrazar a su esposo. Ambos se quedaron muy juntos durante un rato muy largo, los ojos cerrados y las respiraciones acompasadas.

— Puede que yo también deba decirles adiós pronto — murmuró Elwing contra el cuello de él, sintiendo en su corazón que su destino tampoco quedaría ligado al de sus dos pequeños. — Temo por su futuro.

— Oh, Elwing — musitó Eärendil, apretando su agarre contra el cuerpo de ella. Y ambos permanecieron allí, en silencio, maldiciendo el destino que pesaba sobre sus almas.


Era una clara mañana de septiembre. El sol se dejaba lucir a través de unos discretos nubarrones que manchaban el cielo aquí y allá, pero por ahora lucía brillante y cálido. Una fresca brisa proveniente del este, que ya anticipaba las lluvias del otoño, chocaba contra el suave oleaje que rompía en la orilla de la playa. Era un buen día para navegar.

Había pocas personas reunidas. Oropher en solitario, pues su hijo montaba guardia aquel día en el poblado, se despedía en aquel momento del marino y de su pequeña tripulación. A sus espaldas, una pequeña comitiva de elfos, entre los que estaban Galadriel y su esposo, esperaban también a decirle adiós a su señor; aunque lo cierto era que ninguno de ellos tenía la esperanza de verlo regresar. Elwing y sus dos pequeños también estaban allí, esperando su turno.

— Tened buen viaje, Eärendil, hijo de Idril, hija de Tuor — pronunció el alto elfo sindar, de cabellos plateados y ojos como la niebla. — Que vuestra travesía sea fructífera. Que los Valar así lo deseen.

Eärendil sonrió con un ligero deje de ironía ante la literalidad de sus palabras. Que los Valar así lo deseen.

— Oropher, por favor, os lo ruego: sois el mejor guerrero de lo que queda de Doriath. Proteged a mi pueblo como si fuera el vuestro. Porteged a las gentes de Gondolin.

El duro elfo sonrió con una calidez inusual en él, y contestó: — Es mi pueblo también.

Eärendil le devolvió el gesto, y se despidió a la manera de su gente, posando la mano derecha sobre su hombro. Después alejó entonces de su lado, y se aproximó a Galadriel, la que se decía que era más hermosa y sabia que ninguno de ellos. De hecho, así lo era a sus ojos.

— Eärendil, hijo de Tuor, ¿habéis meditado bien vuestro cometido?

Él asintió con determinación, contestando a su vez: — Demasiado largamente, señora. No puedo retrasar más este momento.

La elfa dejó escapar entonces un largo suspiro, sus largos cabellos dorados cayendo a ambos lados de su rostro, y posó ambas manos sobre sus hombros: — Entonces, hijo mío, partid ahora. No esperéis más. Nosotros estaremos aquí, esperándoos.

Él asintió, confiando en la veracidad de sus palabras, y se alejó de su lado. Elwing y sus dos hijos, los pequeños bajo las faldas de su madre, lo observaban con una pena que no podía esconderse.

— Eh, pequeños — intentó sonreír él, agachándose sobre la arena y acariciando las castañas cabelleras de sus hijos. — No lloréis.

Aunque Elrond conseguía dominarse a duras penas, las lágrimas de Elros escapaban fluidamente sobre su rostro, y su padre las barrió con el pulgar.

— Volveremos a vernos pronto. Además, tenéis a vuestra madre. Ella os cuidará bien.

Ambos niños asintieron acongojados, y él los envolvió en un fuerte abrazo que, no obstante, le partió el corazón.

— Padre, no os vayáis — le suplicó Elros, aferrándose a sus ropas con sus pequeñas manos.

— Shhhh — lo tranquilizó él, acariciando su rostro. — No te angusties, hijo. Todo estará bien, lo prometo.

Elrond, que trataba de mostrar más entereza, tomó la mano de su mellizo y la estrechó entre las suyas propias, intentando reconfortarlo. Eärendil intentó grabar en su mente aquella imagen, sus dos pequeños ángeles allí, a la orilla de la playa, aún jóvenes e inocentes. Tal vez no volviera a verlos así.

Con un suspiro, se levantó del suelo, y encaró a la última persona que le quedaba por despedirse. Elwing observaba a su esposo con un aparente estoicismo en el rostro, aunque en el fondo de sus ojos se abría paso una abismal desesperación; la misma que vaciaba el corazón de él.

— Te pido lo mismo que a Oropher — le dijo. — Protege a mi gente como si fuera la tuya.

— Sabes que lo haré — asintió ella.

Y, sin decir nada más, Eärendil la envolvió entre sus brazos, intentando que aquel momento durara eternamente. Ella le devolvió el gesto, enterrando el rostro en el hueco de su cuello. No importaba cuánto amor albergaran sus corazones: ambos debían decirse adiós.

Eärendil se alejó de su lado, acogió su rostro entre sus manos y lo besó. La besó en los labios, la besó en la frente y volvió a besarla en los labios.

— Te amo, Elwing.

— Yo también te amo, Eärendil — asintió ella a su vez, y lo instó a partir con una triste sonrisa en el rostro.

Eärendil el marino subió al barco, con toda su tripulación. Izaron las velas, soltaron los remos, y dejaron que el suave viento los empujara hacia el este. El hombre mantuvo su vista sobre la playa en todo momento. Pudo ver a sus hijos y a su esposa haciéndose más y más pequeños, despidiéndose de él con las manos. Lo último que se perdió de su vista fue la imagen de Elwing, reluciendo sobre su pecho la joya que llevaba colgada, como una estrella en mitad de la noche.

El marino se dio la vuelta cuando ni siquiera su aguda vista pudo vislumbrar nada más en lo que ahora quedaba al este. A su alrededor sólo había mar. Con un suspiro, devolvió la mirada al lejano horizonte, el cielo claro sobre un océano profundo y sinuoso.

— Esperemos llegar a alguna parte — dijo una voz a sus espaldas. — O al menos, espero que podamos volver. Quién sabe, yo ya lo hice una vez.

El hombre se giró sobre sí mismo, sonriendo a la figura que quedaba a sus espaldas, alto, de cabello negro y mirada ya cansada por el peso de los años.

— Voronwë, me alegra que estés conmigo.

El aludido sonrió, asintió con un movimiento de cabeza, y ambos dejaron la vista fija en lo que debía haber más allá del mar.


¡Saludos! Antes de nada, muchas gracias a todas y todos los que os hayáis pasado a echar un vistazo a este pequeño fic. Como ya comenté en mi cuenta de Instagram, llevaba un tiempo queriendo escribir acerca de Elwing, un personaje poco desarrollado en los fanfics sobre Tolkien, pero que a mí siempre me ha parecido misterioso y fascinante. Yo por lo personal no tengo una visión de ella muy heroica, sino más bien la de una mujer común criada en el exilio que reniega del legado de sus antepasados y que opina que el Silmaril jamás debería haber llegado a esas costas (algo con lo que estoy totalmente de acuerdo con ella). Sin embargo, no por eso me parece una persona menos valerosa, pues a pesar del desacuerdo que siente con respecto a la joya cumple con su responsabilidad a ultranza, quedando con guardiana de su pueblo y de su herencia.

También comenté que mi intención inicial es continuar con dos capítulos más para acabar con un fic de tres partes, aunque puede ser que con el tiempo cambie de parecer según vayan desarrollándose los acontecimientos.

Algunos comentarios más que quisiera dejar aclarados, pues pueden ser objeto de disputa. Sé que los enanos tomaron papel en la primera caída de Doriath, cuando el Rey Thingol fue asesinado y Melian desapareció de los confines de Arda; pero no me pareció del todo ilógico que decidieran ponerse de parte de los hijos de Fëanor para vengarse por la muerte de los suyos, puede que incluso bajo la falsa promesa de que el Silmaril y el Nuagramir les sería devuelto.

Otro punto hace alusión a la aparición última de Voronwë. Ya avisé en Instagram que probablemente aparecería un personaje misterioso al final del capítulo. Hasta donde se sabe, lo más probable es que Voronwë marchara con Tuor e Idril, o bien que se quedara con los suyos en las desembocaduras del Sirion. Pero me pareció bonito que el que fue amigo y compañero de su padre acompañe a Eärendil ahora en su viaje al Oeste para completar la misión que, de alguna forma, le ha sido encomendada.

Y creo que eso es todo. Como siempre, ¡muchas gracias por leer!