AUTOMÁTICO

Automático, Megumi se encontraba en piloto automático en medio de esa habitación oscura e insonorizada, sus húmedos ojos dejaban escapar tibias lágrimas por sus mejillas, mezclándose entre las heridas de sus labios y aguando la sangre que resbalaba lentamente por sus comisuras, las rodillas le dolían, los moretones se presionaban cada vez con más fuerza y hacía ya más de media hora que no sentía los pies, estar sentado sobre ellos y la fuerza con la que habían sido atados sus tobillos le habían quitado ya la sensibilidad y a Sukuna no podía importarle menos, cuando notó la mueca de dolor que hizo Megumi en el momento que lo empujó sobre sus propios pies para que se sentara correctamente sus labios se curvaron en una sonrisa.

Levántate. – La orden se escuchó casi resonando en la habitación, los oídos de Megumi vibraron y su mirada le pedía descanso. – No voy a pedirlo dos veces, a menos que prefieras que te obligue. – El otro callaba, mordía sus mejillas por dentro y cerrando los ojos con fuerza comenzó a alzarse sobre sus rodillas, sus manos tocaron el suelo para impulsarse hacia arriba, sentía la mirada burlona de Sukuna clavada en su nuca, escuchaba su risa, suave y amarga, como una tormenta que poco a poco arreciaba con lo que le quedaba de cordura, intentó colocar sus pies en el suelo, de un golpe se impulsó y logró, aunque lleno de dolor, erguirse. – ¿Te he dicho ya cuanto amo que tu cuerpo sea tan resistente?

– Rió. Tan fuerte como sus pulmones se lo permitían, una risa ronca y gruesa, que hacía temblar los huesos de Megumi cada que la escuchaba, esa risa le gritaba a cada fibra de sus ser que corriera, escapara tan lejos como fuese posible antes de ser devorado, sin embargo no se movía, ni un milímetro, su respiración se cortaba y sus ojos no eran capaces de mantener el contacto visual. – Eres jodidamente adorable. – Las "dulces" palabras de Sukuna le hicieron temblar el corazón.

Un golpe en sus piernas le hizo abrir la boca por primera vez en la última hora, un grito lleno de dolor inundó la habitación, Sukuna había pateado con fuerza las piernas de Megumi, haciéndolo caer al suelo, mordiendo el interior de sus mejillas en el proceso, gritó nuevamente cuando sus piernas sintieron el peso de las botas de Sukuna al pararse sobre él, sin apoyarse en ningún otro lado, un pie sobre las pantorrillas y otro sobre los pies ajenos. Escuchar los lamentos de Fushiguro era como escuchar a un coro de ángeles cantar versos de amor.

Luces hermoso, vamos, deja que te escuche otra vez. – Y el talón de la bota que estaba sobre los pies se levantó, con la puntería de un halcón hambriento el casquillo aplastó los dedos de ambos pies, con la fuerza necesaria para crear dolorosos cardenales pero no la suficiente como para fracturar siquiera al meñique, los gritos no se hicieron esperar, altos, sollozantes y exquisitos. Sukuna miraba hacia el techo mientras pisoteaba una y otra vez, saltando finalmente a lado de Fushiguro, suspirando, gimiendo. – Carajo, ¡Carajo! Tu puta voz debería ser un pecado. – Gruñía las últimas palabras, alzando su pierna derecha para patear el blanquecino abdomen de Megumi, haciéndolo gemir de dolor y retorcerse en el suelo, los rojizos ojos se clavaron en tan religiosa visión, la cara de Sukuna se transformó en una mueca de total placer y su pene dolía, apresado entre su ajustada ropa.

Sukuna… – Megumi era un cuadro abstracto, cubierto de sudor, lágrimas y sangre, su rostro rojizo por el dolor se tornó blanquecino después de haber hablado, esa había sido una gran equivocación y estaba consciente de ello. Sus pupilas temblaron cuando miró aquel rostro descompuesto en molestia, cerró sus ojos y apretó los dientes tan fuerte como podía, los recuerdos le inundaban mientras las lágrimas corrían sin cesar y sentía la suela de la bota estrellarse contra su cara, posicionándose entre su nariz y su sien, presionando. La cabeza le dolía, su nariz sangraba y aquello le impedía pensar en algo que no fuese la ronca voz que le hablaba cada vez más cerca.

¿Quién te dio permiso para hablar? – Chasqueó la lengua varias veces a modo de desaprobación. – Eres tan inteligente que cuando rozas la idiotez me llenas de ganas de hacerte llorar. – Sukuna se desabrochaba las botas, estaba inclinado sobre la cara de Megumi. – Que si no te castigo yo dios va a tener que hacerlo, lo hago por tu bien, Megumi. Porque te amo. – La tierra de sus zapatos se mezclaba con las lágrimas del pelinegro, le escuchaba jadear y soltar sonidos de puro dolor. – Vamos, ya sabes que hacer. – Se había sacado ambos zapatos y volteaba el cuerpo de Fushiguro boca arriba, deslizó su pie derecho por su pecho, se detuvo sobre su pezón izquierdo y lo presionó con los dedos, le escuchó jadear y de inmediato el cuello de Megumi estaba siendo sofocado por su pie, presionando cada vez más fuerte, fue hasta que lo escuchó toser que lo quitó de encima y sonrió placenteramente. – Eres todo un caso perdido, mi adorable Megumi. – Relamía sus labios mientras uno de sus pies abría la boca de Fushiguro, quién por fin le miraba, sus mejillas ardían en carmín mientras su boca y nariz sangraban. – Abre grande. Sé un buen chico. – Megumi abrió la boca y dejó que los dedos del pie de Sukuna entraran en contacto con su lengua, cerró los ojos y labios, succionando con dedicación el pulgar, mordiendo suavemente la piel, sintiendo la suave caricia que le proporcionaba la mano de Sukuna por sobre su mejilla, sentía el peso de su cuerpo sobre su mandíbula, dolía. El pie fue retirado de su boca y abrió los ojos en una silenciosa protesta. – No necesitas poner una cara tan triste, Megumi. – La sonrisa de quién le miraba calentó su corazón. Abrió gustoso sus labios para recibir la verga de Sukuna, su garganta comenzó a ser destrozada de inmediato, el aire le faltaba y sentía que la saliva se acumulaba en sus mejillas, en su garganta y escapaba por entre sus labios en cada estocada, el sabor a hierro de su sangre le inundaba la cabeza y ahora respiraba aire caliente.

Gemía. Megumi gemía sin parar mientras lloraba y succionaba a la par.

Bien hecho, buen chico. – La voz de Sukuna se derretía, sus manos agarraban las negras hebras del cabello de Megumi, marcando un ritmo cada vez más rápido y profundo. Se sentía incontenible. Su mano derecha envolvió el delgado cuello de Fushiguro, apretando más y más, sintiendo como el cuerpo bajo el cada vez se movía menos, viendo como las manos blanquecinas que sujetaban su muñeca pidiéndole aflojara un poco la presión se desvanecían, seguido de movimientos erráticos y temblorosos.

Los azules ojos de Megumi parecían distorsionados, enrojecieron y en algún momento se abrieron de par en par.

Sukuna cesó la mamada del pelinegro para golpear sus ahora vacías mejillas, haciendo sonar su mano contra su piel, enrojeciéndola, hiriéndola, todo esto sin cesar de ahorcarle.

Gemidos roncos invadieron el lugar, seguido de un ataque de tos que no se hizo esperar, la respiración agitada del pelinegro era únicamente entrecortada por su leve lloriqueo. Todo parecía música tocada por querubines.

Puedes hablar, Megumi. – Ordenó mientras le miraba desde arriba.

Fushiguro jadeaba, sus brazos se habían rendido a lado de su cuerpo, su amoratado abdomen subía y bajaba y una sonrisa débil se dibujaba en sus labios.

Fue…delicioso… – Su voz sonaba cual gloria sumergida en el más fino de los vinos.

Sukuna sonrió mientras miraba el líquido blanquecino que adornaba el abdomen de Megumi, entre la aurora que coloreaban los cardenales en su piel, su semen le salpicaba como si fuesen estrellas del firmamento nocturno.

Buen niño, eres tan lindo cuando eres honesto. – Miró como Megumi se ruborizaba, siempre era tan adorable la vergüenza que le invadía ante sus palabras. Era como un perro obediente en espera del reconocimiento de su amo al hacer algo bien, la idea le hizo gracia. Aunque para él, Fushiguro era más que una mascota, él rozaba lo sagrado. – Ahora ven. – Se había sentado ya en la cama de la habitación. – Debes expiar tus pecados. – Rió con burla, dejando caer sobre sus tobillos los pantalones negros en conjunto con el bóxer de idéntico color.

Fushiguro gateó arrastrando los pies aún amarrados por sobre la alfombra, el dolor en todo el cuerpo le hacía gemir, cuando hubo llegado a los pies de Sukuna una nueva erección se levantaba de entre sus piernas. – Lo siento…yo, solo… –

Shhh…yo sé, yo sé. – Su mano acarició el cabello de Megumi, este cerró los ojos, disfrutando del contacto, aprovechando para acomodarse entre sus piernas, dejando que su espalda se recargase en la pierna derecha de Sukuna y su cara se recostara justo en ese mismo muslo, con sus manos delicadas acariciaba amorosamente el muslo contrario y jugueteaba con el rosado vello que bajaba por su abdomen, Sukuna tragó duro para controlar su erección ante tan dulce visión. – Cuando eras pequeño te colocabas así para que te leyera un cuento. – Le miró sonriendo cariñosamente, las mejillas ajenas se tiñeron de rojo de nuevo. – Sigues pareciendo un ángel. – Dijo casi en un susurro. Abrió la boca de Megumi con cuidado y dejó caer en ella su saliva.

Con plena confianza se dejaba hacer y deshacer, cual obediente chiquillo. Sintió como la saliva de Sukuna resbalaba por su garganta, tocaba sus labios y caía por un costado.

"Es casi como un beso"

Repetía en su mente y se ruborizaba cada vez más.

Los besos con Sukuna eran como la gracia misma.

Cuando abrió sus ojos se topó con los contrarios. – Me sigue gustando estar así, aunque ya no sea para que me relates cuentos. – Relamió sus labios y creyó detectar con la mirada a la erección contraria saltar, con una sonrisilla imperceptible comenzó a besar la punta de la misma, el piloto automático se había desactivado desde hacía rato ya, estaba en control manual y toda su consciencia se volcaba en ese acto que para él, era tan sagrado como placentero.