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Oikawa a veces piensa en la primavera. Es una tontería, algo común, que todo mundo hace alguna vez. Sin embargo, él sabe que es más que eso. Es algo que implica ese simbolismo hueco que a menudo las novelas le dan a esa estación en específico, relacionándola con el amor.

La primavera es esa parte del año en que los árboles florecen y atiborran las calles con su apestoso polen y las flores pisoteadas que distan mucho de ser las hermosas flores que danzan detrás de un gran amor. La gente, por otra parte, insiste en idealizarla, en creer que hay algo implícito en el aire que hace que la gente se enamore, como una epidemia, que se esparce tan rápido que apenas puedes verlo y ¡bum! ya estás enamorado.

Tooru se ríe consigo mismo, pensando en lo tonto que suena atribuirle a una simple estación el poder de crear reacciones químicas en el cerebro de la gente con respecto a otra persona.

Las hojas secas crujen bajo sus pies, mientras otras siguen cayendo de los árboles que rodean el camino. Oikawa piensa que si él tuviera que darle a una etapa del año alguna característica tan importante, su elección sería el otoño: una estación que flota en el medio de todas, neutra, sin dejarse teñir por las demás, sin ser única pero siéndolo, al fin y al cabo. Porque el otoño alberga el frío y las lluvias, pero también el calor y las flores especiales que florecen solo en ese momento. El amor, piensa, también es así: a veces frío, otras veces cálido, algunas veces florece y otras se seca y termina por marchitarse.

Ese día hace frío y el camino está cubierto de una alfombra de color amarillo y naranja, y Tooru lo prefiere así. Porque allí un corazón roto sana más rápido y porque, después de todo, sería realmente vergonzoso llorar con las flores de cerezo cubriendo su camino.

—Realmente —suspiró, con lágrimas asomadas por sus ojos— prefiero el otoño.