Guardianes de jardín
Día 5 de "El mes de los Dioses". Faltan 25. ¡U–N–O menos! ¡U–N–O menos!
Disclamer: Saint Seiya pertenece a Kurumada. Los dioses griegos tampoco son míos.
Guardianes de jardín
Hasta ese día, Dionisio no les había temido, incluso habría dicho que eran lindos.
Tras el desastre que habían armado en el templo de Hefestos, Dionisio y sus hermanos habían sido castigados. ¡Castigados! ¡Como niños!
Zeus se había vuelto bastante estricto desde esa semana que pasó entre los humanos pretendiendo ser uno de ellos. Nadie sabía qué había sido y a Dionisio no le importaba. Lo que le importaba era que estaba encerrado en su templo por una barrera de cosmos (¿cuándo se le había ocurrido a Zeus semejante cosa?) y no podía ir a Dionii's. No le molestaba tanto, ya que confiaba en que sus empleados cuidarían del lugar, pero tampoco había una sola gota de vino en su templo, Zeus se lo había llevado todo (otra vez, ¿cuándo se le había ocurrido eso?) y nadie podía entrar a dejarle nada. El único consuelo era que Apolo y Hermes estaban en la misma.
Dionisio se dejó caer sobre uno de sus muchos sillones. Sin las ménades para hacerle compañía, sin vino para divertirse y sin sus hermanos para hacer desastre se sentía vacío. Cualquier cosa habría sido mejor que eso. El Tártaro habría sido mejor, había escuchado de las múltiples competencias que tenían lugar en la zona más profunda del Inframundo.
Suspiró de nuevo, ya había limpiado su templo tres veces, había reorganizado los muebles para al final volver a dejarlos como estaban y sólo había una cantidad limitada de peinados que podía intentar con el pelo corto, a veces envidiaba las cabelleras de sus tíos.
Un cosmos ajeno estaba en el templo. Dionisio se levantó más rápido que Hermes y salió en su búsqueda. Por fin compañía.
Lo encontró en una de las paredes más al fondo del templo. Un pequeño ser marrón dejando un rastro plateado translúcido en la piedra. Un pequeño caracol.
–¿Qué haces tú aquí? –le preguntó mientras lo tomaba con cuidado para separarlo de la roca y lo dejaba sobre la palma de su mano–. Lamento informarte que no hay vino, estamos en medio de una sequía inducida por Zeus.
El caracol no le contestó.
Dionisio dejó a la pequeña criatura moverse sobre su mano. Le parecían muy lindas e interesantes aunque sus hermanos pensaran diferente.
–¿De dónde saliste?
Avanzó por el templo hasta llegar a la salida que daba a su pequeño jardín. La imagen de las fuentes vacías, donde antes había habido líquido rojo y delicioso resumiendo por todos lados lo golpeó más de lo que esperaba. ¿Cómo eras el Dios del Vino sin vino? ¡¿Cómo sabrían que era su templo sin el dulce aroma en el aire mezclándose con el constante perfume de la vegetación bañada en rocío?! Zeus se había pasado un poco de exagerado.
–No sé cómo llegaste adentro pero es mejor que vuelvas afuera, allí no hay nada que puedas comer –le dijo al animal que continuaba explorando su mano, extendiendo sus ojos hacía él como si pudiera entenderlo.
–Vamos a ver –el Dios miró en todas direcciones–. ¿Dónde te dejo para que no te pisen por accidente?
Las macetas a la derecha no parecían muy seguras y estaban demasiado cerca de la entrada al templo, de seguro su nuevo amigo se encontraría una vez más en alguna de las paredes.
La parte izquierda del jardín tenía algo de barro y no mucha vegetación, su amigo estaría bien pero tan aburrido como él.
–Sería más como un castigo –le dijo al caracol que continuaba explorando su mano.
Dionisio avanzó por el jardín hasta llegar a las fuentes, mantuvo la mirada en el pasto para evitar verlas vacías.
Tenía que dejarlo fuera del camino así nadie lo pisaba durante alguna de sus fiestas.
Si lo dejaba cerca de las fuentes quizás subiera por la piedra y se ahogara una vez que estas volvieran a estar llenas, porque Zeus le dejaría volver a llenarlas, ¿verdad?
Hacia la derecha de las fuentes, en un pequeño cantero que Misa había insistido en que agregara, un lugar abierto parecía una pequeña puerta entre la vegetación.
El Dios se acercó al lugar, listo para dejar a su nuevo amigo, cuando vio otro a unos pocos centímetros.
–Mira, tu hermano –le dijo al que llevaba en la mano. Las antenas más largas se alargaron aún más hacía la cara del Dios. Dionisio tomó al caracol por el caparazón con cuidado y lo dejó cerca del otro habitante del jardín.
–Ahora no tendrás que estar solo.
Sonrió a los dos caracoles que se deslizaban con calma uno hacia el otro y notó un tercero no muy lejos de ellos.
–¡Hey! Otro más –la felicidad de ver otro caracol pronto se volvió mayor cuando vio dos más acercándose. Parecía que tenía todo una familia viviendo en su jardín. Él ni siquiera sabía que los tuviera, por lo general los jardines permanecían vacíos a menos que su dueño los llenara con seres vivos como Misa con sus ciervos y pájaros o Deméter con sus abejas y… caracoles.
–¿Se escaparon del templo de Deméter? –les preguntó–. Yo también me escaparía. Es algo neurótica. Por eso Sephi odia tener que volver.
Los caracoles no le contestaron pero todos apuntaron sus antenas hacía él, como si pudieran entenderlo.
Dionisio los miró en silencio. Estaban avanzando hacia él en ese deslizar lento, con las antenas fijas en él, mirándolo, midiéndolo, vigilando.
Con una risita nerviosa, el Dios se volteó para irse.
–Un placer conocerlos pero… –había un grupo de caracoles detrás de él. Unos mucho más grandes, con los caparazones más oscuros y, a vista, mucho más sólidos. Tenían las antenas fijas en él y se acercaban a arrastre constante.
Dionisio miró hacia los lados, buscando un lugar donde apoyar su pie para irse sin pisarlos, pero a donde mirara había caracoles. Beige, marrón, casi negro, pequeños, medianos y grandes. Estaban por todos lados, entre los pastos. El verde era consumido cada vez más por el marrón de las criaturas. ¿De dónde habían salido tantos? ¿Y por qué seguían mirándolo fijo?
Hasta ese día, Dionisio no les había temido, incluso habría dicho que eran lindos. Pero allí, en su propio jardín, rodeado por las pequeñas babosas con casas portables no estaba tan seguro.
Intentó ignorar las miradas que sentía sobre si y recorrió el espacio en busca de una salida.
Entre los caracoles, notó una zona que permanecía verde, un pequeño espacio a unos centímetros, era muy cerca y ni siquiera tendría que extender su pierna para llegar pero por alguna razón parecía una distancia inalcanzable. El espacio sólo permitiría la punta de su pie. Tenía que encontrar la siguiente laguna en el mar de caracoles si quería salir de allí sin pisarlos. No quería pisarlos.
La encontró a unos pasos a la izquierda de la primera, un poco más grande. Volvió los ojos a la primera zona para moverse y no la encontró. No había más pequeño oasis verde entre el marrón. Volvió a mirar la segunda, seguía allí y, sin pensarlo mucho, estiro la pierna esta llegar a ella.
Dionisio habría hecho un baile de la victoria pero su pequeña isla no le permitía mucho movimiento. Los caracoles se habían girado hacia él con una velocidad que no era normal en las criaturas. ¿Las antenas se habían estirado más o era su imaginación? Seguían fijas en él, de eso estaba seguro.
Miró hacia el templo para calcular cuánto le tomaría regresar a la seguridad del concreto y se encontró con que estaba más lejos de la entrada de lo que recordaba haber ido.
Miró hacia el siguiente pedazo de tierra libre. Si se movía hacia él estaría aun más lejos del templo pero el espacio parecía vacio de caracoles por un buen tramo, suficiente para llegar a las fuentes. ¿En qué momento se había alejado tanto de las fuentes?
Si lograba llegar a ellas podría subirse y ganar tiempo para escapar.
Estaba decidido. Dionisio dio el paso que le llevaría a la salvación.
¡Estaba lleno de caracoles! ¿De dónde habían salido? No habían estado ahí hacia dos segundos, no pueden moverse con esa velocidad y ¿por qué lo siguen mirando? ¿por qué siguen avanzando hacia él?
No había salida. Estaba rodeado.
Las fuentes y el templo se veían más lejos que nunca, inalcanzables, una esperanza lejana y diminuta. Todo lo que había era caracoles. Un océano de beige, marrón y casi negro. Un océano de antenas grises con pequeños puntos negros en la punta que se estiraban tanto que parecían interminables. ¿Cuánto de sus cuerpos estaba escondido dentro de los caparazones? ¿Hasta dónde podrían estirarse? Sintió algo húmedo sobre su pie y bajó la vista con el corazón en la boca. Uno de los malditos estaba sobre su pie. Se había abierto paso como un dedo extra y avanzaba su pegajoso cuerpo por su piel. Era uno de esos grandotes con caparazón casi negro.
¡Eran caracoles, por su familia! ¡Caracoles! ¿Cómo era que unas miserables criaturas rastreras lo paralizaban de esa manera?
Lo sintió entonces, el cosmo de las criaturas, elevándose más de lo que simples animales como esos deberían ser capaces de elevarlo. No tenía ninguna oportunidad.
En su templo, Apolo terminaba de limpiar su oficina médica y la miraba con orgullo. Era la última habitación del templo.
Habría terminado hacía rato de no ser porque había pasado la mayor parte del tiempo quejándose de estar encerrado e intentando profetizar cuando su padre lo dejaría salir. No había logrado ver nada excepto oscuridad asique se había resignado a por lo menos hacer algo productivo con su tiempo.
Recorrió la habitación con la mirada una vez más y estaba listo para cerrar la puerta cuando lo vio. Una pequeña criatura marrón dejando un rastro plateado traslucido sobre la pared.
–¿Cómo llegaste hasta aquí? –le preguntó a la criatura que extendió sus antenas hacia él como si pudiera entenderlo.
Gracias por leer…
Basada en hechos reales. Es todo lo que voy a decir.
