Nota inicial de autora: No. Por favor no confíen en mí como escritora. Hace mucho que ya no navego por los lares de Yu-Gi-Oh! Y esta no es la confirmación de mi retorno al Fandom ni una garantía de que la historia presentada en sucesión sea algo decente y digno de tachar su origen a una mente sana y cuerda. Sucede que terminé de leer "El hombre duplicado" de José Saramago y no pude evitar pensar en que aquella representación de los complejos de la identidad bien podría adaptarse al concepto que se manejó con Yugi Muto en el anime/manga. Aunque, debo admitir, más del manga que del anime.

Así que, sí, esto está inspirado en la obra de Saramago.

A ver si todavía me acuerdo de escribir.


Se levantó a las seis de la mañana, apagó el despertador, tendió la cama, se lavó los dientes, tomó la ducha, secado con la toalla se prendó el uniforme de chaqueta y pantalón azules, salió de la casa despidiéndose del abuelo que barría el frente, llegó a la escuela, rechazó las invitaciones de sus compañeros a salir a jugar en el receso, agachó la cabeza ante las burlas al respecto hasta que llegó la hora de salida, transitó el camino de regreso. Volvió a saludar al abuelo, subió hasta su habitación y sacó de la mochila el cofre dorado con las piezas del rompecabezas obsequiado por el abuelo que habría de ocuparse de sus horas de ocio hasta el advenimiento del sueño y el alba de otro nuevo día.

En sinopsis así era la vida de Yugi. Una continua sucesión de verbos en pasado en la que los minutos de transición entre una actividad y otra tenían el mismo énfasis de una coma en la oración, hasta llegar a la dichosa alba de un nuevo día, que suponía el punto final del párrafo.

Ese punto final, para Yugi, significaba el inicio de otro día sin otra novedad más que la de encontrar una nueva pieza por encajar en el rompecabezas. Esos fragmentos bañados en oro comenzaban a ejercer para él la función del calendario y el reloj, ya que sabía cuál era el día de la semana escolar y cuál era la hora exacta de clases por los espacios de transición entre una asignatura y otra que aprovechaba en la escuela para dedicarse a encajar piezas, sabía cuándo era fin de semana porque más era el tiempo libre por fructificar y sabía cuándo era la hora de cenar porque recién escucha la voz airada de su madre llamándole al comedor. Así Yugi sabe que son las siete y que debe bajar pronto si no quiere tener un chichón en la cabeza.

Se dirige al comedor. Cena mientras el abuelo comenta entusiasmado el surgimiento en el mercado de un revolucionario juego de cartas nombrado Duel Monsters. Los jugadores rendían ostentosos agradecimientos al empresario americano Pegasus J. Crawford, cuyas manos prodigiosas creaban y diseñaban cada carta que se vendía en el mercado bajo los derechos de autor de su compañía, Ilusiones Industriales. Sin disminuir la emoción informó además que la Corporación Kaiba había firmado un contrato con la mentada compañía para crear un sistema holográfico que daría vida a las cartas frente al jugador. El abuelo incluso explicó el breve análisis de costo-beneficio que tenía en mente a fin de obtener la licencia de vender las cartas, pues la de ofertar al público el sistema holográfico de la Corporación Kaiba era una inversión imposible con el capital disponible a la inversión.

El nieto de cabello tricolor presta la suficiente atención a su abuelo, mas aquel entusiasmo suyo no logra contagiarle como para considerar redistribuir el tiempo que empeña en conseguir la meta de ver la forma final del rompecabezas armado.

La cena finaliza sin que acontezca o se comente algo de importancia que a Yugi le merezca ser detallado. Ha subido presuroso las escaleras que conducen a su habitación, donde las piezas doradas aguardan por él.

El reloj apunta el número diez con su aguja más larga, que forma un ángulo al contraponerse con el número doce que marca su agua más corta, un evento que, de Yugi prestarle la debida consideración, le harían saber que de nueva cuenta ha despilfarrado las horas trascurridas desde que culminó la cena sin redituar el hallazgo de una nueva pieza encajada. Y esas horas, junto a las demás que consigue robar a sus deberes, se han ido acumulando hasta convertirse en ocho largos años.

La decepción que siente su cuerpo la transforma en cansancio, que a su vez le induce al sueño, pero que nunca surca la resignación. Es el mecanismo que Yugi ha desarrollado para no rendirse. El sueño es, por tanto, lo que ahora guía sus pasos en dirección al baño. Toma una ducha rápida que pocos minutos después lo sitúa en el closet, de donde saca el pijama de color azul con estampado de estrellas amarillas, con el puesto se vuelve al escritorio y guarda las piezas en el cofre con el ojo de Udjat.

Antes de lanzarse a la cama con los brazos abiertos, es fiel a su costumbre de tomarse un vaso de agua antes de dormir. Dirigido a la cocina, y mientras bebe del vaso, viene a caer en cuenta de que suena el televisor encendido. Yendo a la sala no le sorprende ver a su abuelo roncando en el sofá, lo que sí ocurre cuando, luego de trazar una pequeña sonrisa, mira de soslayo el comercial patrocinado por la Corporación Kaiba.

El fotograma muestra un joven exhibiendo lo que la voz del comerciante llama Disco Duelo. Aparenta una edad como la suya, es de complexión tan delgada como la suya, es de cabellos tan tricolores como los suyos, es de unos ojos tan magenta como los suyos y ha sonreído en la pantalla con una curva en los labios tan simétricos como los suyos.

Yugi se siente parado frente a un espejo en lugar del televisor.

El vaso acaba fragmentado en el suelo como si formara parte de la escena dramática de una película de terror, y ese es, al preciso, el sentimiento que se apodera de él.

El terror.