NOMBRES - La historia de Cenicienta vista por ella misma -

Todo el mundo me llama Cenicienta. Mi auténtico nombre… ni yo misma lo conozco. Aunque pueda parecer mentira, ni yo sé cuál es mi verdadero nombre: hace tanto tiempo que nadie me nombra por él que ha caído en el más absoluto olvido. Ni siquiera cuando mi padre, el único que conocía mi verdadero nombre tras la muerte de mi madre, aún vivía, me llamaba por ese nombre. Siempre me nombraba por apelativos cariñosos tales como "mi pequeña", "mi queridísima hijita" y otras expresiones que denotaban el inmenso afecto que sentía por mí… si alguna vez llegó a nombrarme por mi verdadero nombre, no hay constancia de ello en mi memoria. Esos cariñosos nombres por los que mi padre me llamaba han sido las cosas que más he echado en falta aparte de su presencia y su afecto tras su muerte. Todo cambió radicalmente a partir de entonces, incluso mi manera de ser llamada por la gente. La mujer con la que mi padre se había casado poco antes de morir con la intención de darme una madre y hermanas para que no estuviera sola, una viuda con dos hijas de edad parecida a la mía, mostró su auténtica faz, despojándome de todo lo que era mío, hasta mi nombre, que si alguna vez había sido utilizado en vida de mi padre, fue descartado como algo inservible por mi madrastra como si lo considerase algo demasiado bueno para alguien como yo. Fui despojada de todo lo que me correspondía por herencia, relegada a las tareas más serviles que había en la casa, convertida en una mera sirvienta que dormía entre las cenizas del hogar para buscar el simple calor que mi madrastra y mis hermanastras me negaban provocando así que ellas me llamasen "la cenicienta", y acompañando ese apodo de otros calificativos mucho menos halagüeños. Así pues, ese calificativo despectivo por el que me nombraban mi madrastra y hermanastras, "Cenicienta", se convirtió en mi nombre actual, y respondo a él… a no ser que alguna vez decida cambiarlo.

De mi nombre actual, Cenicienta, no me puedo quejar: hasta hace muy poco, describía a la perfección mi aspecto habitual y es, con diferencia, mucho mejor calificativo que cualquier otra palabra que hayan jamás utilizado mi madrastra o mis hermanastras para dirigirse a mí. Al menos, por muy despectiva que fuera su intención al ponerme ese apodo o llamarme por él, Cenicienta no es un insulto directo… podrían haberme llamado algo mucho peor. No es que ser llamada "esa Cenicienta" o "sucia Cenicienta" sea muy halagador, pero al menos no es tan degradante como ser tratada de inútil, estúpida, fea, aborrecible y otras cosas aún peores a cada momento del día. Nada de lo que hiciese era lo suficientemente bueno para mi madrastra y mis hermanastras. Todas las tareas del hogar recaían en mí desde antes del alba hasta después de anochecer, junto a cualquier capricho de mi madrastra o hermanastras, que siempre suponía un esfuerzo extra para mí, y podía dar gracias al cielo cuando no me hacían repetir todo por no estar satisfechas o hicieran algo para que mi esfuerzo fuera en vano sólo por experimentar el malicioso placer de verme sufrir. Eso sí, jamás les di la satisfacción de quejarme en voz alta o de que me oyeran protestar o llorar en su presencia. Mi vida en esa época era una rutina de esfuerzo y sufrimiento de la que no veía escapatoria… sin embargo, todavía anidaba una semilla de esperanza en mi corazón, olvidada y aún no reconocida, que un día llevaría a que mis sufrimientos tuvieran su recompensa y mis penas fueran olvidadas.

El acontecimiento que dio un vuelco a la triste rutina que era mi vida fue el anuncio del baile en el palacio real. El baile que iba a cambiar totalmente mi vida aunque yo no lo supiese entonces. El rey y la reina de nuestro reino deseaban que su hijo eligiese una esposa entre las doncellas casaderas de buena familia, nobles y princesas, para que hubiese al menos un mínimo afecto y entendimiento entre los futuros esposos y la posibilidad de que pronto hubiese un futuro heredero. Yo conocí la noticia oblicuamente, nadie se molestó en contármela… si no fuera porque mis hermanastras cotilleaban en mi presencia, tratándome como un mueble que forma parte del paisaje e ignorándome a no ser que necesitasen mis servicios o les proporcionase diversión burlarse cruelmente de mí, no me habría enterado. La noticia del baile significó para mí una montaña de trabajo extra para preparar todos los vestidos y accesorios que mi madrastra y mis hermanastras necesitaban o simplemente deseaban pero, por una vez, no me importó… había prendido en mi corazón la llama de una ilusión: quería asistir a ese baile. Por aquel entonces ni se me pasaba por la cabeza la idea de que el príncipe se pudiera enamorar de mí: sólo quería ir al baile, bailar y divertirme, olvidar mi triste vida por una noche y llevarme un maravilloso recuerdo que me reconfortase cuando volviese a la triste rutina de mi sufrida existencia. Mi madrastra y mis hermanastras vieron en mi ingenua ilusión una oportunidad que no podían dejar escapar y yo, como una tonta, les creí cuando me dijeron que podría ir si todo mi trabajo en los vestidos y los accesorios era perfecto. Luego, a medida que se aproximaba el baile, empezaron las excusas… yo no tenía un vestido y no podía ir, etc. … Robándole horas al sueño, supere esos obstáculos, aprovechando todo lo que ellas descartaban para prepararme yo, sin imaginar que al final, lo último que harían antes de partir hacia el baile esas tres arpías - y aunque este mal el llamarlas así, se lo merecen por como me trataron entonces- fue prohibirme ir al baile, diciéndome que como podía una sucia cenicienta como yo esperar ir a un baile en palacio y destrozar todo lo que yo cuidadosamente había preparado para el baile antes de subir a la carroza entre crueles carcajadas. Una vez que la carroza se fue con ellas salí del estupor en que me había sumido tal demostración de mezquina crueldad y caí desfallecida en medio de un llanto lleno de desesperanza y sueños rotos.

En medio de la desesperación más absoluta de aquél momento, alguien a quien jamás hubiese esperado ver se compadeció de mí y se dejo ver para devolverme intacto y mejorado mi sueño antes destrozado. "Mi querida Cenicienta", me llamó mi hada madrina, y jamás había sonado tan lleno de amor ese apodo despectivo que se había convertido en mi nombre. Ella enjugó mis lágrimas y al explicarle mis penas, con unos pases de su varita mágica convirtió mi destrozado atuendo en un precioso vestido, una calabaza en carroza, y animales de los alrededores en lacayos, cocheros y caballos, y además me regaló unos preciosos zapatos de cristal que se ajustaban a mi pie perfectamente, seguro que por arte de magia. Ella me devolvió mi sueño, y con creces, pero antes de partir me recordó que seguía siendo sólo un sueño: debía volver antes que sonase la última campanada de la media noche, pues a esa hora la magia perdería su efecto y todo volvería a ser como antes. Hecha esta advertencia, fui al baile, y por unas horas todo fue más maravilloso de lo que hubiera podido imaginar en mis más maravillosos sueños. Fui recibida como si fuera una princesa y, nada más entrar, el joven más apuesto, elegante y amable que haya conocido jamás me pidió que le concediera el baile. Fue algo mágico, no nos pedimos nombres, no los necesitábamos, sólo existíamos él y yo y la música hasta que el sonido de las campanadas de la medianoche se introdujo en mis oídos y yo escapé con el alma encogida por la pena de abandonar ese maravilloso momento de felicidad, sin darme cuenta de que había perdidos uno de mis zapatos de cristal al bajar corriendo las escaleras.

El único recuerdo tangible que quedó de aquella noche, aparte del maravilloso recuerdo que guardo en mi corazón, fue el otro zapato de cristal, que no desapareció. Ese recuerdo me sostenía, y era difícil guardar silencio con todo lo que oí y descubrí después por medio de mi madrastra y mis hermanastras. Ellas, en sus cotilleos, me revelaron que había bailado con el príncipe durante todo el baile, y especulaban con la idea de que fuera una princesa. Después, llegó el anuncio de que el príncipe había quedado prendado de la joven que conoció en el baile y, para encontrarla, se ordenaba que todas las jóvenes en edad casadera de cada casa se probasen el zapato de cristal que la joven había perdido al marchar. A nadie le iba bien el zapato, e iban probando casa por casa. Cuando llegó el turno de nuestra casa, mi madrastra me ordenó esconderme, y yo tenía que hacer grandes esfuerzos para no soltar carcajadas mientras observaba tras las cortinas los patéticos esfuerzos de mis hermanastras para hacer caber sus grandes pies en el pequeño zapato de cristal sin conseguirlo. Al final, no pude contener más la risa y el príncipe y su lacayo me descubrieron. A pesar de todas las objeciones de mi madrastra y hermanastras, me probé el zapato de cristal, que como yo sabía, se ajustaba a la perfección a mi pie. Entonces empezó un gran revuelo, ya que el júbilo del príncipe amenazaba con ser ahogado por el ensordecedor volumen de las vociferantes protestas de mi madrastra y mis hermanastras hasta que decidí poner punto final a ellas, dejándolas sin palabras al sacar la pareja del zapato de cristal de su escondite entre mis ropas y calzándomelo en el otro pie, acallando cualquier posible duda sobre la identidad de la joven del baile. Fue entonces, al abandonar la que había sido mi casa para dirigirme a palacio, cuando mi príncipe me llamo por primera vez por el nombre más bonito por el que me hayan llamado jamás y que no me canso de oír: "Amada mía, mi queridísima Cenicienta"

Ahora, cuando todas mis penas se han esfumado y la felicidad invade mi vida, hay otro nombre por el que deseo ser llamada y que pronto será mío. Mientras reflexiono sobre mi vida y lo que me ha llevado hasta aquí, hay en mi seno una vida que en unos meses contemplara por primera vez el mundo, y de aquí a un tiempo me llamará por el nombre más bonito que hay junto al de "amada":

"Madre"