Hello LGBT community.

Esta es, ¿creo? La vez que más rápido he escrito algo para un fandom nuevo. Recuerdo que para cuando era parte de la comunidad de YoI también hice algo rapidísimo, pero no sé si tan rápido jsjj. Es que estoy en colapso. No les voy a mentir, me vi Jujutsu Kaisen por estar en onda con la chaviza, y también porque era de lo único que hablaba la gente mi tl de twt y necesitaba urgentemente algo que me distrajera del infinito vacío que me deja esperar por el estreno del drama de 2Ha, pero ey, ese no es el asunto. El asunto es que me vi el anime en dos días, me leí el manga en dos, y dos semanas y medias después, ¡tada~! Aquí estoy.

Si les digo la verdad, mi más grande pecado en jjk es que me gustan todos los shipps con Itadori; todos. ¿ItaFushi? Claro que sí. ¿NanaIta? Culpable. ¿GoYuu? Al toque mi rey. Aunque si me conocen de twt quizás sepan que tengo una debilidad muy grande por el ChosoIta. Aunque al final todo eso es irrelevante porque esta historia es SukuIta jsjs. Eso es porque mi cabeza solo dio a funcionar el plot con la mecánica de ellos. Espero pronto escribir de las demás.

Anyways; este fanfic es un regalo para Janet D. Cab, por el sencillo hecho de que es la mejor fanficker del mundo y su escritura es un auténtico don de los dioses. Leerla es una experiencia mágica, ella me inspira a escribir, pensado de que, si lo sigo intentando, quizás algún día llegue a ser la mitad de buena de lo que es ella. Gracias por tanto perdón por tan poco, nunca cambies diosa .

¡A leer!

Disclaimer: Jujutsu Kaisen le pertenece al gato de un solo ojo, Akutami Gege.


I.

I'll go to you without anyone knowing

Yuuji comenzó a trabajar antes de tener quince años, exactamente un día después de que su abuelo cayera en cama con una enfermedad que venía escondiéndole desde quién sabe cuánto tiempo y la responsabilidad de que no permitir que ninguno de los dos se echara a morir terminó sobre sus hombros. Ahora, a los diecisiete, arrancar cebollas y papas del suelo era prácticamente su segunda naturaleza, impregnada en la quemazón de sus hombros y el dolor en las pantorrillas, en los callos duros y algunas veces sangrantes de sus dedos y las costras frescas de sangre en sus rodillas cuando se caían colina abajo luego de pisar mal el terreno en su afán por volver al almacén de la granja, al final de su día.

Cubriéndose las cejas con cuidado, evitando que el sol crudo e implacable que caía como plomazos sobre su cabeza le acuchillara los ojos, Yuuji echó un largo y amplio vistazo a la plantación, extendiéndose a kilómetros, hasta donde alcanzaba la vista, pasándose la otra mano por el rostro para secarse el sudor y llenándose la mejilla de mugre al mismo tiempo. Solo había alrededor de veinte o veintidós personas entre una hilera y otra, la mayoría recogiendo sus canastas y caminando en dirección a la bajada de la colina, seguramente de vuelta al almacén y después a la cocina. No estaban ni cerca de terminar; el sol estaba en su mismísima cénit, justo encima de sus cabezas, y con suerte, solo faltaban seis o siete horas más de trabajo antes de salir.

El estómago de Yuuji gruñó. No; era hora del almuerzo.

Con la mitad del país siendo despedazado por la guerra, Edo todavía era de los pocos sitios en los que una persona podía conseguir lo más cercano a una vida decente; no fácil, pero decente. A Yuuji no le molestaba trabajar desde que salía el sol hasta después de que se ocultaba; en realidad, prefería mantenerse ocupado, su mente cuidadosamente vacía para evitar recordar cuánto extrañaba a su abuelo, cuán sola se sentía la casa sin él ahora. También, pensó, recogiendo su canasta y echándosela al hombro, debería considerarse suertudo solo por tener un trabajo, sin importar lo que fuera, y este ni siquiera era particularmente pesado, o cansado, al menos ya no tanto, no cuando casi todo lo que hacía era memoria muscular. Además, los Zenin eran lo suficientemente ricos y considerados con sus trabajadores; bueno, Zenin Maki lo era. Dos comidas al día y un sueldo era más de lo que se podía pedir o esperar en estos tiempos.

Yuuji ajustó las cuerdas, mirando con cuidado dónde pisaba. La dichosa colina en realidad era apenas un pequeño relieve de menos de cinco metros, que hacía las de divisor entre el inicio de los terrenos de la granja como tal y los edificios de la casa, el almacén y la cocina. La cocina donde se preparaba la comida de los trabajadores no era la misma que la que se usaba para preparar la comida de los dueños de la casa; de hecho, la cocina donde se preparaba la comida de los trabajadores ni siquiera era una cocina para empleados real, porque nadie nunca había pensado antes en una idea tan ridícula como la de darles de comer a sus trabajadores. No, en realidad, la cocina donde se preparaba diariamente, casi de manera religiosa, los mismos tres platos todos los días en cantidades enormes para abarcar, al menos, a todos los trabajadores que pudiera, originalmente estaba destinada a funcionar solamente como cocina para el personal de servicio. Eso es, a la gente que vivía y trabajaba ahí.

Incluso para ser propiedad de los Zenin, todo el mundo sabía que este pedazo de tierra inútil al que llamaban granja realmente no servía para nada; por eso la familia principal no abandonó a su suerte, dejándolo en manos de la renegada más desgraciada entre sus miembros, quien, para su mala suerte, también era, al menos en términos de sucesión, una heredera; Zenin Maki, la mayor de las gemelas de Zenin Ogi. No que eso fuera importante. A decir verdad, Yuuji no entendía demasiado sobre el tema, excepto que la enorme mayoría de los Zenin detestaban tanto a la granja como a la misma Maki, y esperaban que ambos fracasaran de la manera más espectacular, humillante y pública posible. Si le dieron el control de la granja fue, de hecho, porque en primer lugar, no esperaban que la pusiera a funcionar, y en segundo porque, incluso si lo hiciera, nadie tomaría en serio a una mujer a cargo de un negocio. Cualquier cantidad de dinero que hiciera, por miserable que fuera, iría directamente a los tesoros resguardados de la familia Zenin, sin detenerse ni un momento en sus manos.

—¡Nobara!

Kugisaki, sentada a la orilla del pasillo, miró en su dirección con los ojos entrecerrados, sin dejar de agitar el abanico de papel frente a su rostro. La parte alta de la túnica se le había corrido, dejando al descubierto parches de piel de sus clavículas y su cuello a la vista. Ella ni siquiera se molestó en cubrirse, mucho menos delante de Yuuji.

—Qué —ladró, haciendo una mueca y alejando sus ojos del sol, dirigiéndolos otra vez al suelo de tatami.

Yuuji dejó la canasta sobre el césped mal cuidado y amarillento, con cuidado de que no se volteara y acabara recogiendo cebollas durante los escasos minutos donde se le permitía hacer otra cosa que trabajar.

—Cómo que qué. ¿Ya almorzaste? Y yo que venía hacerte compañía.

Kugisaki chistó la lengua, sin dejar de mecer el abanico justo sobre su cuello, ahuyentando inútilmente el calor que parecía pegarse como una segunda piel en su cuerpo.

—Eres un fastidioso. ¿Y por qué tendría que esperarte yo hasta que te acuerdes para entonces poder comer? La servidumbre de la casa y los de la granja tienen tiempos diferentes, sabes.

Yuuji se sentó también al borde del pasillo, quitándose las sandalias sucias y empolvadas a puntapiés antes de ponerse de pie.

—Entonces no te voy a traer nada, ¿oíste? Te vas a tener que aguantar el hambre si no has comido nada.

Nobara estampó el abanico contra el suelo, la cosa delicada y vieja crujiendo desesperanzadoramente debajo de su mano, como pidiendo piedad. Una piedad que, a decir verdad, su dueña no estaba dispuesta a conceder.

—¡Itadori!, ¡pedazo de animal!

Yuuji la ignoró, echando a correr el casi inexistente tramo entre el pasillo en el que estaban y la cocina, resbalándose antes de llegar y cayendo sobre su trasero justo frente a la entrada, pero nadie le prestó atención. La cocina era un auténtico pandemonio, el pequeño y cerrado espacio abarrotado hasta los cimientos, adentro las con las cocineras estresadas y afuera por hilera de personas que se extendía hasta la esquina del otro pasillo, doblando más allá del patio exterior y bifurcando como si pensara llegar hasta el almacén. La misma cocina desprendía un calor insoportable, derramándose a través de las puertas abiertas de par en par e inundando hasta un metro y medio, más o menos, en el pasillo, el olor del calor de bonito y las verduras encurtidas convirtiéndose en lo único verdaderamente esperanzador para resistir huir inmediatamente de la zona, tan rápido como si fuera un campo de guerra.

—Permiso, perdón.

Yuuji se escurrió dentro, apretujándose entre un señor al inicio de la línea y la cocinera que llegaba, una señora de rostro severo y cabello grisáceo, no estaba seguro de si por la edad o porque el humo y las cenizas se le habían pegado irremediablemente y ahora tenía que soportar vivir así. Por supuesto, tampoco iba a preguntar. Se acercó rápidamente a la única mesa disponible, ocupada hasta los límites con múltiples cuencos idénticos servidos con sopa de miso, arroz y también verduras, repartidos en filas simétricas y agrupados de tres en tres, desapareciendo rápidamente en las manos de los trabajadores y siendo reemplazados casi a la misma velocidad.

Al final, en la esquina más alejada, estaba una bandeja de madera rústica y gastada junto con otros seis platos. Yuuji sonrió.

A diferencia de él, Nobara trabajaba en la casa Zenin desde mucho antes de que la granja misma comenzara a funcionar, alrededor de un año o año y medio antes. Antes de que las guerras entre demonios y hechiceros estallaran y la prefectura de Kantō, especialmente Edo, se convirtiera en uno de los pocos lugares libres y a salvo de la matanza, la casa Zenin funcionaba exactamente como eso; una casa. La granja no servía para nada, ni siquiera para venderla, incapaz de producir ni siquiera arroz, así que se la pasaba inhabitada de sus propios dueños la gran mayoría del tiempo. Yuuji nunca la había visto ocupada con alguien además de la servidumbre, que se encargaba de no permitir que se cayera a pedazos, e incluso había rumores de que los Zenin realmente ni siquiera recordaban la existencia de esa casa, y los sirvientes eran más los dueños que los mismos dueños.

Yuuji volvió sobre sus pasos, con cuidado de no tirar la bandeja en su afán de escapar de la muchedumbre apelmazada en el marco de la puerta, y regresando al pasillo abierto donde Kugisaki seguía desparramada en el piso. Sus labios se fruncieron y una mueca agria en el momento en que sus ojos atraparon la sonrisa en la cara de Yuuji.

—Así que sí me esperaste —farfulló Yuuji entre dientes, colocando la bandeja cuidosamente en el suelo entre medio de los dos antes dejarse caer en el suelo. Los palillos se estremecieron gracias al estrépito de su peso—. Kugisaki…

Nobara le dio una bofetada en el hombro.

—¡Cállate, cállate! —Nobara recogió sus palillos y lo señaló amenazadoramente con ellos—. ¡Cierra el hocico y come!, ya perdí diez minutos de mi tiempo que no regresarán.

Yuuji resopló, recogiendo su tazón de sopa miso y los palillos y metiéndose un trozo de tofu a la boca, efectivamente callándose antes de que Nobara le diera otro golpe por reírse de ella en su cara.

—Y entonces qué —preguntó luego de un rato. Tomó una rodaja de berenjena y la partió en dos, mezclándola en el arroz y sumergiéndola en el caldo.

Kugisaki mordisqueó la esquina de un escaso trocito de pescado, tan pequeño como el meñique de su mano izquierda.

—Qué de qué —inquirió de vuelta—. Hoy es día de ir al santuario.

—Ah, es verdad —Yuuji, más o menos, lo había olvidado por completo.

Nobara se echó un puñado de cabello hacia atrás, mirándolo con una sospecha que rayaba en lo ofensivo.

—Será mejor que estés listo antes de la puesta del sol, ¿está bien? Te estaré esperando justo aquí, así que no tardes.

—Ya, ya, te oí; está bien.

Estar listo antes de la puesta del sol significaba que ambos, Yuuji y ella, deberían terminar sus labores mucho antes de lo acostumbrado, cumpliendo con su cuota de trabajo en menos tiempo de lo usual.

—¿Fushiguro vendrá con nosotros? —preguntó, verdaderamente curioso.

Kugisaki hizo otra mueca, negando con la cabeza.

—No; Maki-san y él no regresan hasta dentro de tres días más.

—Ah.

Pues qué decepción; sería la primera vez en que solo serían ellos dos, Kugisaki y él, yendo a presentar sus respetos al santuario desde que formaba parte de los engranajes de la granja. Fushiguro Megumi era, junto con la misma Zenin Maki, la única persona de una familia importa que conocía a la que no le importaba en absoluto mezclarse con los trabajadores o tratarlos como iguales; de hecho, Yuuji lo consideraba su amigo, de los pocos que tenía, junto con Nobara y Yuta, aunque este último estuviera lejos en ese momento. Se había convertido en una especie de rutina mensual, subir todo el camino por la montaña hasta llegar al santuario, deteniéndose en el puentecito del jardín previo para mirar los peces en el estanque o, al menos de parte de Yuuji, retarse a sí mismo saltar sobre las rocas hasta el islote sin resbalarse.

—Además —añadió Kugisaki, como quien no quiere la cosa, descruzando las piernas y dejándolas colgar por el borde del pasillo—, escuché decir que Zenin Mai viene todo el camino desde Heian-kyō hasta aquí, así que Maki-san planea esperarla primero allá antes de que llegue aquí. O detenerla, yo qué sé.

Yuuji cabeceó, la boca demasiado llena para decir cualquier cosa.

—De verdad —comenzó ella, sin necesidad de que le dieran cuerda. Estrelló sus palillos sobre la bandeja, resoplando—, ¿qué piensa hacer una mocosa malcriada y refinada de Heian-kyō aquí? Podrán ser gemelas, pero Maki-san y ella son completamente diferentes. Oye lo que te digo. Maki-san sabe lo que está haciendo aquí. Ella qué. ¿Qué piensa aportar? Aquí solo hay cebollas. No hay nada qué mirar. No es como los palacios de allá, donde la gente ni siquiera escucha rumores de las guerras. Aquí no hay guerras, es cierto, pero porque todos nuestros hechiceros están peleando y nosotros trabajamos para darles de comer. ¿Heian-kyō qué hace, aparte de llenarse de lujos y fingir que los demonios no están ganando cada vez más terreno? —Nobara hizo un gesto agrio, escupiendo hacia el patio—. ¡Bola de miserables!

Yuuji comió con calma, oyéndola parlotear, opinando aquí y allá encontraba dónde meter su cuchareta. Era como escuchar a su abuelo, con el cuerpo cansado y gastado de batallar contra la enfermedad, pero aun así implacable al momento de abrir la boca y quejarse, no solo de la capital, sino de cualquier cosa a la que pudiera ponerle las manos encima, Yuuji incluido. Aquello fue lo único que le quedó con él hasta el mismísimo final, su temperamento insoportable y humor de perros, y era lo que Yuuji más extrañaba cuando se detenía a pensar en él, solo de vez en cuando.

No pasó mucho más hasta que ambos terminaron de comer; no es como si fueran libres de perder demasiado tiempo de todas formas. Yuuji saltó de su sitio, volviéndose a poner sus sandalias viejas y recogiendo la canasta de cebollas, echándosela al hombro y asegurando con fuerza las cuerdas.

—Ya te dije, antes de la puesta del sol —repitió Kugisaki, poniéndose de pie también y llevando la bandeja con ella. El abanico de papel debidamente asegurado en el doblez de su kosode.

Yuuji le dio un manotazo al aire, cortándola.

—Que ya sé.

—Pues que no se te olvide, cerebro de cebolla.

Cada uno se fue por su lado.

Para Yuuji, recoger la misma cantidad de cebollas diarias en una menor cantidad de horas no era tan difícil en realidad. Recolectar cebollas era prácticamente su segunda naturaleza, si no era para los Zenin entonces para cualquiera que le diera trabajo durante los últimos tres años. Era lo único que se producía en ese pueblecito, lo que lo sustentaba; ahora, con las guerras y la necesidad de comida en todos lados donde hubiera una, la producción de la misma había estallado hasta lo indecible, casi como si no les importara comer cebolla cruda con tal de llevarse algo al estómago; probablemente así fuera. Yuuji trabajaba de sol a sol con ese pensamiento en mente, que lo que hacía aquí ayudaba a que otros comieran cuando no tenían nada, cuando los demonios les quitaron todo.

Antes de ser agricultor de cebollas, Yuuji hubiera querido ser hechicero. Incluso se lo dijo una vez a su abuelo, cuando todavía era una posibilidad. Era algo que le hacía cierta ilusión, proteger a quienes no podían hacerlo, evitar que murieran vanamente, antes o ahora, en medio de la guerra. Lástima que eso quedó en cosa del pasado.

El sol caía a plomazo limpio sobre sus cabezas; Yuuji se dedicó a cosechar cebollas como poseso, enterrando las manos en la tierra y arrancando todos los brotes verdes que llenaban el campo como un mar de hierba infinito. Incluso desanudó la cuerda de cuero que le ataba el cabello, sosteniéndola entre los dientes mientras le daba vueltas y vueltas a su cola de caballo y la transformaba en un moño redondo, curiosamente parecido a una cebolla misma, a ver si al menos conseguía finalizar el día con un aspecto medianamente presentable, no como si se hubiera revolcado en el polvo, considerando que iban a un santuario, de todos los sitios.

Trabajó hasta quedar empapado de sudor, hasta que el sol finalmente decidió despedirse de su cénit y deslizarse lentamente a través del cielo, a veces cubriéndose con una capa fina y ridícula de nubes blancas, ligeras como algodón, hasta que su brillo y su calor se hicieron soportables y el horizonte se tiñó de ese color azul-naranja brillante que anunciaba el casi inicio del final del día.

Pero eso era lo de menos. Yuuji solo podía ver verde, verde y verde y verde y pensar en cebollas y tierra y más cebollas cuando entregó su canasta llena en el almacén y se arrastró hacia donde Kugisaki lo esperaba, los brazos cruzados sobre el pecho.

—Estás tan asqueroso como un cerdo —fue lo primero que le dijo, nada más poner un pie en el patio exterior.

Yuuji estrelló las manos contra la parte delantera de su hakama, levantando una nube de polvo en el proceso.

—¡Pues perdón! —chilló rápidamente de vuelta, enfurruñado—. No todos podemos trabajar en interiores como tú.

—Por favor. Incluso si trabajara recogiendo cebollas no cometería el delito de andar como tú delante de nadie. ¿Qué no sabes que verse así cuesta empeño y esfuerzo? —espetó, señalando a su túnica simple de color verde pero pulcra—. Y no solo, sino también la higiene, ¡la higiene! Solo tú podrías andar por ahí luciendo como si te hubieran desenterrado de un matorral.

—¡Eso es una mentira!

—¡Ven aquí!

Kugisaki saltó del borde del pasillo, jaloneándolo del hombro y llevándolo con ella hasta el estanque del patio, ese que nadie cuidaba pero les gustaba fingir que era bonito solo por las apariencias. Yuuji forcejeó, sacudiéndose como un pez muerto fuera del agua, pero Nobara clavó las uñas romas en su piel, tan duro como para hacerlo saltar.

—¡Suelta! ¡Suelta! ¡Duele! —berreó, tirando en la dirección opuesta, en un intento inútil de soltarse.

Nobara puso otro de esos gestos suyos, todo amenazas y animosidad, atrapando su otra muñeca en el aire y apretando hasta que Yuuji realmente creyó que sus huesos se romperían.

—Que te tranquilices —advirtió, acuclillándose junto a la orilla del estanque y sumergiendo ambas manos en él. ¿Qué tan correcto podía ser eso? Yuuji solo podía esperar que, con todo, no fuera un estanque sagrado ni nada parecido—. No puedo creerlo, cómo es posible que soy amiga de alguien que le guste estar sucio. Esto es inaceptable.

Yuuji estaba tan ocupado escuchando la diatriba de Kugisaki que, de hecho, si le preguntaran, realmente no podría decir en qué momento se puso de pie, lanzándole el agua atrapada entre sus manos contra el rostro. Boqueó, cerrando los ojos demasiado tarde, pestañeó más veces de las que podía considerarse bonito cuando la sensación de lagrimeo se instaló detrás de sus párpados, irritados a causa de sabrá el cielo cuanta porquería hubiera en el agua.

—Mira, ¿no es mejor así? —Nobara ni siquiera parecía perturbada. Ella simplemente volvió a agacharse, buscando un poco más de agua y vertiéndola ahora en su cabello, desatándolo de la cuerda de cuero vieja—. Casi pareces un ser humano decente, no un salvaje aparecido de entre las cebollas.

—¡Mis ojos! ¡Pica! ¡Estoy ciego!

Yuuji se llevó las manos a los ojos, restregándolos con el dorso, pero, otra vez, Kugisaki las quitó de su camino con un manotazo, pasándole un trapo sobre el rostro que se sentía sospechosamente áspero, nada parecido a los pañuelos delicados que le encantaba coser para ella misma las poquísimas veces en que conseguía comprar lana de calidad que no fuera excesivamente costosa, no como, en sus palabras, «la porquería que nos venden a la servidumbre que bien podría usarse para limpiar mierda de cerdo».

—Ahora sí ya puedes presentarse delante de la gente.

Yuuji se sacudió de su agarre, finalmente, alejándose dos pasos fuera de su alcance.

—Si quedo ciego y no puedo seguir trabajando será tu culpa. ¿Quién se encargará de las cebollas de los Zenin?

—Nadie se va a morir sin cebollas por un día, ni tú tampoco te vas a quedar ciego —agitó la mano, casi ordenándole que se acerque de nuevo, y si Yuuji fue es porque no tenía otra opción—. Cosas peores hay en el agua de mi pueblucho y por desgracia nadie se ha muerto todavía por tomarla. Vamos.

Cuando Yuuji era niño, le preguntó a su abuelo qué era el culto al dios de los Seis Ojos, o qué se supone que hacía ese dios tan diferente de los otros a favor de ellos. La respuesta de su abuelo fue clara: nada. La gente de la zona simplemente lo adoraba porque no hacía nada, a pesar de que tenía el poder para salvarlos de todo, ayudarlos en todo, y que la creencia decía que si seguían adorándolo, quizás algún día sentiría misericordia y los bendeciría con algo, ya fuera prosperidad en las cosechas o la lluvia. Ahora, la gente del pueblo subía religiosamente al santuario todos los meses, algunos incluso cada siete o diez días, para pedirle al dios de los Seis Ojos que detuviera la guerra o que, al menos, los continuara manteniendo a salvo de ella, cualquiera que funcionara mejor. Para muchos, el segundo milagro era el que estaba siendo cumplido, así que decían que era mejor seguir pidiendo ese en lugar de confundir al dios y terminar como antes, con las manos vacías.

Yuuji estaba seguro de que todo el asunto de pedir o no pedir lo mismo eran babosadas. ¿Cómo podría confundirse un dios? Además, por lo que a él contaba, al dios de los Seis Ojos no le importaba ayudar a nadie. ¿Cuántas veces no le pidió que salvara a su abuelo? Yuuji no tenía suficientes dedos, ni en las manos ni en los pies, para contarlo.

Nobara tenía una opinión diferente sobre el asunto.

—En mi pueblucho adoraban nabos. Nabos —escupió, mirando con cuidado dónde ponía los pies con miedo de tropezarse contra una rama salida y romperse la cabeza—. Creerías que te digo que adoran a Inari Ōkami, pero no. Adoran nabos. Tenía que salir de ahí como sea —se echó el cabello negro hacia atrás, resoplando cuando un mechón se le vino a la cara—. No me importa qué clase de dios sea, después de que tenga un santuario, cualquier cambio es bienvenido.

La montaña, otra vez, en realidad, no era otra cosa que un cerro muy, muy grande, lo suficiente como para fingir ser una montaña de verdad, y la gente escogía llamarle montaña porque era lo único que sabían. Pinos y árboles altísimos se alzaban a cada lado del camino de tierra, con la hierba amarillenta gastada hasta la raíz de años y años de subir y bajar el mismo camino; las hojas verdes, naranjas y, si tenían suerte, flores de cerezo, decoraban el paisaje, a veces lloviendo sobre ellos como agua y otras cubriendo el sendero debajo de una alfombra multicolor. Si no fuera porque ambos, Kugisaki y él, conocían ese camino tan bien como para recorrerlo con los ojos cerrados, era bastante probable que resultaran perdidos.

El cielo se había teñido de un color naranja rojizo intenso cuando llegaron a la puerta torii del santuario, proyectándose sobre su color bermellón hasta hacerla desde varios metros de distancia. Ambos se inclinaron, rodeando los laterales y yendo a la fuente de purificación. Yuuji esperó, permitiendo que Nobara tomara primero el cazo antes de hacerlo él también, lavándose las manos antes de dirigirse, juntos, al pabellón a realizar la ofrenda.

Yuuji lanzó su moneda al saisen, inclinándose tres veces. Dándose cuenta cuán extraño era hacer esto sin Fushiguro con ellos al lado.

—Qué callado está todo —comentó de repente Kugisaki, irguiéndose de su última inclinación y echando un vistazo.

La brisa que venía desde el bosque olía a nada más que árboles y tierra. Yuuji alzó los ojos, echando un vistazo a su alrededor. De hecho, aparte de ellos, solo había un señor y sus hijos pequeños. Nadie más a la vista.

—Bueno, mejor as-

—¡Itadori! ¡Kugisaki!

El santuario al dios de los Seis Ojos era una rareza entera y por sí misma en el pueblo, tanto que bien podría convertirse en un mito o un sitio maldito en toda regla si no fuera, bueno, un santuario. Y es que siempre estaba vacía; no de creyentes, de eso no, porque tenía un pueblo lleno de personas que se dedicaban al culto. No, Yuuji se refería al personal: el santuario solamente tenía un sacerdote principal y dos sacerdotisas, que eran quienes mantenían el lugar en pie y andando.

—¿Megumi-chan no vino con ustedes? Terrible.

Además del sacerdote principales y las sacerdotisas, el santuario también era hogar de Satoru, Satoru a secas, sin apellido ni nada. Yuuji nunca se había atrevido a preguntárselo, más que nada por pura costumbre de crecer en el mismo pueblo y que todo el mundo se refiriera a él como «Satoru el del santuario», o «Satoru el de los ojos vendados», pero incluso cuando Kugisaki y Fushiguro lo conocieron por primera vez, la única respuesta que recibió fue «si realmente quieres llamarme algo, entonces llámame maestro Satoru».

Así que maestro Satoru era.

—Sigue atrapado en Shinjuku —contestó Yuuji, encarando a Satoru y entregándole una bola de papel encerado firmemente cerrada—. Toma, senbei. Todavía están calientes.

Satoru aceptó la bola, desenvolviéndola rápidamente con sus dedos larguiruchos como palillos y dándole un mordisco a la galleta color dorado brillante.

—Sigue comiendo tanta azúcar y te vas a engordar —espetó Nobara, estirando la mano para robarle uno de los dulces y llevándoselo a la boca.

Yuuji, cómo no, también decidió robarle uno. Y otro más, por si acaso.

—Bueno, pero ya —Satoru dio un paso atrás, y luego otro, y otro más, sus pies descalzos deslizándose por encima de la piedra lisa que rodeaba el pabellón de la capilla—, ¿qué no se supone que lo trajeron para mí?

—¿Y qué acaso no comes esa porquería todo el tiempo? —atacó Nobara, intentando acercarse otra vez para robarle otra galleta en vano.

—Claro que sí —intervino Yuuji, tomando la misma táctica que ella, yendo a por Satoru por la izquierda.

Satoru partió un senbei entre los dientes, esquivándolos a ambos fácilmente, girando sobre la almohadilla de sus pies y escapando fuera de su alcance.

—Ustedes son los únicos que me traen dulces.

—¿Y?, ¿no puedes ir a comprarlos tú mismo? —Yuuji tiró de su mano derecha, intentando atrapar un mechón de su largo cabello plateado y fallando. Aquello era como intentar atrapar a un gato.

—No salgo del santuario.

—¿Por qué? —preguntó Kugisaki, sin dejar de corretearlo.

—Sí, por qué será —repitió Satoru, como si eso explicara las cosas.

Al final, los tres terminaron sentados en la única banqueta de piedra dura que había en el santuario, junto a los guardianes de piedra cerca de la entrada, Satoru comiéndose sus galletas de azúcar mientras que Nobara miraba al cada más menos visible sol ocultándose detrás de los árboles con gesto ensimismado. Yuuji dejó caer los codos sobre las rodillas, volviendo a recogerse el cabello en una cola de caballo malhecha, contando las piedrecitas sueltas en la base del komainu.

—Y —comenzó Satoru de repente, lamiéndose la punta del pulgar luego de comerse el último senbei y quitándose de los hombros los bordes sueltos de la venda sobre sus ojos de un manotazo—, ¿por qué no esperaron que Megumi-chan regresara para venir? Me hace mucha falta verlo.

Kugisaki dejó caer la mejilla contra su mano, alzando apenas los ojos para echarle un vistazo.

—Voy… vamos a estar muy ocupados cuando Fushiguro vuelva; no creo que tengamos tiempo ni siquiera para rezar —se quejó—. La hermana de Maki-san viene desde Heian-kyō, seguramente con un festival de lujos y una caravana de sus propios sirvientes. Nos tomará días poner la casa en orden con ella ahí.

Satoru murmuró algo, pero no dijo nada.

—Ya. Pero al menos vuelvan antes de que se cumpla el mes.

—No prometo nada.

—¿Y tú, Itadori? Trae a Megumi-chan contigo.

—Bueno, sí, si se puede.

El sol ya hacía mucho que se había ocultado y desaparecido del cielo cuando Kugisaki y él estuvieron de vuelta en las faldas del cerro, rodeados de los ruiditos de las cigarras y otros bichos escondidos entre los matorrales y la maleza que bordeaba el sendero. Todavía había suficiente luz en la calle, los puestos de verduras todavía perfectamente ubicados en su sitio y algunas casas con suficientes lámparas cuyo resplandor se escapaba por las ventanas o las puertas, pero, de cualquier forma, Yuuji decidió acompañar a Nobara todo el camino a la residencia Zenin.

—Estamos en guerra después de todo —le recordó, caminando varios pasos por detrás de ella.

Nobara chistó la lengua, esquivando a un chiquillo que corría por ahí, persiguiendo a otro y berreando sobre su muñeco o algo parecido.

—¿Y? Las guerras ni siquiera están cerca de aquí. Además, ¿cuándo has visto un demonio en Edo?

Su propia casa, en la que nació y creció y vivió con su abuelo, la que conocía desde que tenía memoria, quedaba a más o menos una hora de la casa Zenin, pero Yuuji estaba acostumbrado hacer la misma caminata todos los días, desde antes de salir el sol para ir a la granja, y luego otra vez en la noche, cuando regresaba. No era mucho, apenas dos cuartos pequeños, el baño, la cocina y listo, sin contar el minúsculo espacio de la entrada y un pedazo de tierra atrás que hacía de patio, en el que los dos, Yuuji y su abuelo, habían intentado durante años sembrar de todo, desde cebollas hasta rábanos, arroz, papas, tomates, e incluso pimientos, cuando quedó claro que la cosa no estaba fácil tendrían que escoger el más sencillo de los vegetales en germinar, todo eso en vano. La tierra simplemente no quería darles nada, nada más que bichos maleza, no importa cuántas veces la arrancara de raíz.

Así que Yuuji había hecho de su rutina diaria entrar por la parte trasera, encendiendo la vela de la lámpara colgando del techo y echándole un vistazo rápido a la siembra en turno, a ver si, por una vez, había tenido de suerte de comenzar a crecer algo en las doce, quince horas que pasaba fuera de la casa. Fue ahí cuando Yuuji se encontró con el cuerpo de un hombre, de cara contra el suelo, malamente oculto en el espacio entre el hierbazal y la elevación hacia el pasillo de la casa.

Su primer pensamiento fue: «está muerto». Estaba muerto, tenía un hombre muerto en el patio de su casa, si toda la sangre oscura en su kimono claro indicaba otra cosa. Incluso sus brazos estaban cubiertos de sangre, extendidos por encima de su cabeza, como si hubiera intentado alcanzar algo, a alguien, y no hubiera podido, quedándose a mitad de camino. Yuuji se quedó congelado un segundo, pensando «¡hay un hombre muerto en mi patio!», antes de darse cuenta, apenas un latido de corazón después, que su espalda subía y bajaba muy lentamente.

Estaba respirando.

¡Estaba respirando!

—¡Está vivo! —gritó, lanzándose a por el desconocido, olvidándose de todo lo demás.

La luz era tan escasa que prácticamente no podía ver nada, estrellándose contra un puñado de maleza debajo de las rodillas y también en su cara, arrastrándose para voltear el cuerpo extraño y ponerlo sobre su espalda. El hombre tenía los ojos perfectamente cerrados, el rostro velado con una capa oscura que, muy probablemente, también fuera sangre —Yuuji de verdad que no podía ver nada, pero el olor del óxido y la sal eran señales suficientes—, y la expresión difusa plana como la de un muerto, tanto que tuvo que pegar la oreja contra su nariz y luego contra el pecho para estar seguro de que, sí, sí estuviera respirando.

Y lo hacía. Respiraba. Respiraba.

—Vamos —murmuró entre dientes, echándose uno de los brazos del tipo por encima del hombro, arrastrándose y arrastrándolo consigo al interior de la casa—, vamos, te llevaré adentro. No te vas a morir aquí.

Era la verdad. Ryomen Sukuna no tenía ninguna intención de morir ahí.


Olvidé aclararlo al inicio, pero en caso de que no quedara claro, este fanfic se hubiera en el Japón antiguo jsjs, específicamente en la Período Heian, que es lo más que mi cabeza pudo echar para atrás a lo que, según yo, puede ser el tiempo en que Sukuna vivió por primera vez. También, si lo notaron, los nombres «Edo» y «Heian-kyō» pertenece a Tokio y Kioto respectivamente, eran sus nombres originales hasta la restauración Meiji en 1868. En realidad Kioto tuvo un chingo de nombres, entre ellos Miyako, pero Heian-kyō era el oficial-oficial hasta que se lo cambiaron.

Y eso es todo. Me encantaría decir que tengo el próximo capítulo listo pero eso es una mentira; yo solo escribo a través de ataques de manía de doce o quince horas. Las advertencias irán cambiando a partir del capítulo dos en adelante, así que no se espanten jsjsj. ¡Nos leemos!