Nada me pertenece. Todo es para disfrute del lector. Una disculpa por cualquier error que puedan encontrar.


Prólogo

EMMA Swan se inclinó para tomar la curva mientras el viento le daba en la cara. Le encantaban la velocidad y el poder de la motocicleta, le encantaba llevar el control.

Saboreó el momento en un mundo que, repentinamente, parecía girar fuera de su eje. Especialmente porque cada kilómetro la acercaba un poco más al pueblo de Storybrooke, Maine.

Una sensación extraña hizo que redujera la velocidad cuando estaba a las afueras. Emma, que tenía dotes de adivinación como todas las mujeres de la familia, siempre prestaba atención a ese tipo de cosas y se miró hacia dentro para comprobar si la sensación tenía que ver con el pueblo o con que pudiera perder a su abuela allí.

Cruzando los límites de Storybrooke, encontró la respuesta.

El cielo era de color gris y había una sensación de tristeza, de pena, como si el espíritu del pueblo tuviese una herida infectada.

Más que eso, a aquel sitio le esperaban malos tiempos.

No era una buena premonición ya que, en poco más de un mes, ella sería parte de una feria que estaría en Storybrooke durante cuatro semanas. Y Emma creía en las premoniciones.

Genial, pensó. Más problemas.

Tenía que preocuparse por la salud de su abuela, que sufría de artritis y estaba recuperándose de una operación de cadera llena de complicaciones. Sus días yendo de un lado a otro del país habían terminado y había elegido Storybrooke como el sitio en el que iban a instalarse definitivamente.

Lo único que Emma sabía sobre Storybrooke era que su madre había muerto allí. Tenía cinco años cuando su abuela recogió sus cosas, la metió en una canastilla y se lanzó a la carretera. Desde entonces, habían estado solas en el mundo.

Pasará lo que pasará, encontraría una casa para su abuela, que había dedicado su vida a cuidar de ella. Ahora era su turno.

Tenían que volver a operarla la semana siguiente y Emma quería que su abuela tuviera algo positivo en lo que apoyarse. Algo que representase su nueva casa en Storybrooke: folletos, anuncios, fotografías, todo lo que pudiera encontrar para darle ánimos.

Emma añadió entonces otro objetivo a su lista: comprobar que el pueblo se merecía a su abuela.

Siguió las indicaciones hasta el Ayuntamiento, en el centro de la localidad. El banco y los edificios de oficinas, junto con los edificios oficiales, estaban situados en una zona llamada «Parque del Ayuntamiento», un oasis de hierba y flores que contenía hasta un romántico cenador. Además de los edificios oficiales, había un salón de belleza, una tienda de moda, una ferretería y un restaurante llamado Granny's Diner.

Allí parecía desaparecer la nube gris que tanto la había preocupado. Una sensación de alegría alejó la amarga premonición. La promesa de una buena vida pareció florecer allí.

Por primera vez desde que entró en los límites de Storybrooke, Emma sonrió.

Sí, su abuela podría ser feliz allí.

Aquel pueblo había sufrido, pero estaba recuperándose. Y, de repente, tuvo la visión de un Storybrooke más fuerte, más unido.

Capítulo 1

Un mes más tarde

Regina Mills seguía a una Harley Davidson amarilla hasta el aparcamiento del Ayuntamiento, esperando que sólo estuviera de paso por la ciudad.

La feria llegaría a Storybrooke a principios de la semana siguiente y lo último que necesitaba era preocuparse por una invasión de moteros. Aunque eso podría ser bueno para el pueblo. Si los miembros del Comité de Comportamiento Ético veían aquella figura envuelta en cuero negro, eso podría distraerlos de sus objeciones a la feria.

Regina tomó su bolso y salió del coche. El extraño había aparcado su moto y estaba levantando la pierna para bajar de ella. Extrañada por la gracia de sus movimientos y su estatura, Regina no se sorprendió cuando, al quitarse el casco, apareció una melena de rizos rubios y un perfil delicado.

Pero al verla sintió que su pacífica existencia estaba en peligro. Un miedo que fue confirmado cuando la exótica desconocida clavó en ella una mirada tan profunda que la cubría de arriba abajo. El impacto de esa mirada fue como una caricia hasta que ella rompió el contacto visual, volviéndose para hablar con una mujer que entraba en el edificio.

Regina dejó escapar un suspiro. Ya no había duda: acababa de llegar un problema a Storybrooke, subido sobre una Harley.

Pero, con un poco de suerte, no se quedaría allí mucho tiempo.

La vida se estaba convirtiendo en algo previsible para Regina Mills. Como ella quería: su hijo, su familia, su pueblo. Cosas sencillas, felices, sanas.

En su mayor parte.

Sí, muy bien, su hijo estaba creciendo sin su otra madre, su propia madre no quería saber nada de responsabilidades y el pueblo seguía recuperándose de un serio revés económico. La cuestión era que a todos les iba bien. Y, con el tiempo, les iría mejor, sin duda.

Aferrándose a ese pensamiento consolador, apartó la mirada de la tentadora visión en cuero y se dirigió a su oficina.

Diez minutos después, su secretaria le llamaba por el intercomunicador:

–Regina, ¿tienes unos minutos para Lady Artemisa?

¿Lady Artemisa? Aquello era peor de lo que había pensado. ¿Cuántas posibilidades había de que dos exóticos visitantes hubieran llegado a Storybrooke en el mismo día?

–Dile que pase.

Regina se levantó del sillón y esperó hasta que su Katryn entró en el despacho, acompañando a Lady Artemisa que, como había esperado, resultó ser la joven vestida de cuero.

Era más guapa de lo que le había parecido antes. Los rizos enmarcaban un rostro de facciones delicadas, pómulos altos, cejas ligeramente arqueadas y unos labios brillantes y rosas. De cerca, descubrió que sus ojos no eran verdes, sino de un tono de azul. Y brillaban con una especie de reto.

–Señorita… Artemisa –dijo, ofreciéndole su mano, para recibir su guante como respuesta.

Ella le devolvió el apretón antes de sentarse graciosamente en una de las sillas que había frente al escritorio. Luego se quitó los guantes y bajó la cremallera de la chaqueta de cuero rojo, revelando una especie de camisola negra de encaje.

Regina se sentó, secándose secretamente el sudor de las manos en su falda.

–¿Qué puedo hacer por usted?

–Puede dejarme el sitio que me corresponde en la feria –anunció ella, con voz clara y rotunda.

–¿Y qué sitio es ése? –preguntó Regina.

Como si no lo supiera. Lady Artemisa, seguro. Más bien, Lady Charlatana. Regina hizo una mueca, decepcionada. Aquella preciosa y exótica criatura era un parásito de la peor clase. Tenía que ser la echadora de cartas a la que había prohibido la entrada en la feria el año anterior.

En su experiencia, los echadores de cartas, adivinos y magos no eran más que unos sinvergüenzas que se aprovechaban de los más inocentes, dándoles falsas esperanzas y malos consejos. Y eso cuando no timaban descaradamente a la gente para sacarles los ahorros de toda una vida.

–Supongo que sabrá que en Storybrooke hemos decidido no tener una echadora de cartas en la feria, señorita Artemisa.

–Llámeme señorita Swan. Lady Artemisa es mi nombre profesional. Y sí, como ha imaginado, soy echadora de cartas. Veo que usted lo desaprueba, pero creo que me juzga de una manera demasiado severa. Hay gente sin escrúpulos en todas partes, pero eso no significa que todos seamos unos sinvergüenzas o unos parásitos –replicó ella, mirándole a los ojos–. Puede que le sorprenda saber, señora alcaldesa, que la opinión general de la gente es que los políticos son todos corruptos y faltos de integridad y que sólo les interesa su propio beneficio. En fin, que se aprovechan de las masas inocentes para forrarse el bolsillo.

Regina frunció el ceño. El golpe había ido directo al objetivo. Pero tampoco le pasó desapercibido el hecho de que sus palabras fueran un eco de sus propios pensamientos. Aunque era una coincidencia, claro. Ella no creía en los adivinadores ni en los que, supuestamente, leían el futuro. Y si aquella chica esperaba que cambiase de opinión, no debía de ser muy buena en lo suyo.

–Señorita Swan, me temo que está perdiendo el tiempo. Los ciudadanos de Storybrooke tuvieron un serio percance con unos supuestos «adivinos», por eso existe esa prohibición.

–Lamento oír eso porque estoy más que dispuesta y soy capaz de hacer mi trabajo en la feria. Estoy contratada por el director desde hace meses y eso significa que no puedo buscar trabajo en otro sitio. Y aunque pudiera, ahora ya es demasiado tarde.

Hablaba en voz baja, con una entonación tan serena que las palabras resultaban muy sugerentes. Regina, sin darse cuenta, se había inclinado ligeramente hacia delante para poder oír cada palabra… Disgustada consigo misma, se echó hacia atrás para romper el hechizo.

–La entiendo, pero ése no es mi problema.

–En realidad, lo es. Si fuera por mí, me marcharía ahora mismo de Storybrooke, pero necesito el dinero de esta feria. No sólo por mí sino por mi familia. Y su prohibición, además de ser insultante, frustra mi propósito.

Regina volvió a fruncir el ceño al darse cuenta de que usaba términos legales. «Estoy dispuesta y soy capaz de hacer mi trabajo». «Su prohibición frustra mi propósito». Evidentemente, había estado hablando con un abogado. El contrato con la feria estaba firmado y ella había dejado bien claro que no habría adivinadores de ninguna clase, pero eso no significaba que aquella chica no pudiera demandar al Ayuntamiento… si tuviese tiempo, dinero y ganas de hacerlo. Aunque dada su forma de vida, dudaba que hiciera ese esfuerzo.

Admirando cómo el cuero se pegaba a cada una de sus curvas, casi lamentó tener que pedirle que se fuera. Pero lo último que Storybrooke necesitaba, o ella, era el problema que aquella mujer representaba.

–Sigue sin ser mi problema, señorita Swan. Contratamos la feria hace meses y dejé bien claro que no debería haber ningún adivinador o echador de cartas. Eso está en el contrato, de modo que tendrá que hablar con el director, no conmigo.

–Yo tengo una idea mejor –dijo ella, descruzando unas piernas larguísimas antes de levantarse para clavar los ojos en Regina.

–¿No me diga?

–Así que es usted abogada además de la alcaldesa de Storybrooke… La gente de este pueblo debe estarle muy agradecida por salvaguardar sus intereses. Pero no debe preocuparse, no tienen nada que temer.

Luego sonrió, con una sonrisa serena que no serenó en absoluto a Regina, sino todo lo contrario.

–Creo que deberíamos dejar que los ciudadanos de Storybrooke decidan si yo debería tener una caseta en la feria.

Regina se levantó para acompañarla a la puerta. El olor a cuero y vainilla era una mezcla embriagadora que le mareó durante un segundo, pero pudo recuperarse a tiempo.

¿Desde cuándo le gustaban las chicas con cazadora de cuero? Cuanto antes se fuera del pueblo, mejor.

–No hay nada que decidir, Lady Artemisa. Lo lamento, pero no hay sitio para usted en Storybrooke.

Ella se dio la vuelta, moviendo las caderas provocativamente, pero se volvió para decir la última palabra:

–No hace falta que lo lamente –aquella vez su sonrisa era un puro reto–. Una disculpa cuando acabe la feria será más que suficiente. Usted no tiene ningún problema en admitir que se ha equivocado, ¿verdad, Excelencia? ¿O debería llamarle reina? –siguió Lady Artemisa, haciendo una inclinación.

–¿Qué? –exclamó Regina, atónito. ¿Cómo podía saber aquella chica su apodo de la infancia? Su padre la llamaba así cuando era niña…

–Puede que el contrato no esté tan cerrado como cree. Estaba usted distraída cuando lo firmó, ¿recuerda? Alguien no se encontraba bien.

Henry. Su hijo tenía la gripe en ese momento. ¿Cómo podía saberlo ella?

Pero cuando iba a preguntar Lady Artemisa había desaparecido y Regina se acercó al escritorio para llamar a su secretaria.

–¿Sí?

–Ponme con el comisario Humbert. Quiero saber todo lo que pueda sobre esta tal Lady Artemisa.

–Es maravillosa, ¿verdad? –exclamó Katryn–. Me ha dicho dónde podía encontrar el diagrama de la nueva sala de la biblioteca. Ya sabes, ése que llevo dos días buscando. Me dijo que se había caído detrás de la fotocopiadora y allí estaba. ¿A que es asombroso?

Regina apretó los dientes.

–Llama al comisario, por favor.

Emma Swan, Lady Artemisa para su Señoría la alcaldesa de Storybrooke, Regina Mills, sonreía mientras bajaba en el ascensor. Oh, la cara que había puesto cuando la llamó «reina». No tenía precio.

Estaba segura de que poca gente había visto alguna vez esa sorpresa reflejada en los inteligentes ojos cafés de la alcaldesa. Con esos pómulos altos y esos labios gruesos, seguro que corría sangre de guerrero por sus venas. Sangre india, celta, vikinga, no estaba segura, pero intuía que descendía de una larga línea de luchadores.

No era de las que se daban por vencidas fácilmente, eso desde luego. Pero le había dejado sorprendida. Aunque no tenía mucho en lo que apoyarse, el lenguaje corporal y años de experiencia la habían enseñado a leer a una persona casi tan bien como su talento para la adivinación.

Ella ya sabía que la alcaldesa iba a ser un problema.

No sólo porque se negaba a darle una caseta en la feria, sino porque había conseguido que le picaran las palmas de las manos.

Decididamente, no era una buena señal.

Un mes antes, cuando visitó Storybrooke por primera vez, supo que iba a tener problemas. Pero no había contado con la distracción que representaba la atractiva alcaldesa.

Ah, ojalá pudiera subir a su Harley y alejarse de allí.

Pero la salud de su abuela era lo primero. La última operación había salido bien, pero sus días viajando de un lado a otro del país habían terminado.

Emma tuvo que sonreír, burlona. No había que ser adivinadora para saber que a la hermosa alcaldesa de Storybrooke no le haría ninguna gracia saber que dos adivinadoras iban a instalarse en su pueblo.

Cuando salió del edificio, se puso las gafas de sol y echó un vistazo a la encantadora y clásica plaza de Storybrooke. Se sentía como en su casa con su ropa de cuero y su Harley Davidson…

Sí, seguro, tan en su casa como una rana en la sartén de un cocinero francés.

¿A quién quería engañar? La alcaldesa tenía razón; por mucho que deseara un hogar, aquél no era sitio para ella.

No, su sitio estaba en la carretera, moviéndose de un sitio a otro, de feria en feria para ganar dinero.

Pero antes tenía que asegurarse una caseta en la feria de Storybrooke. Su abuela y ella habían conseguido que les aprobaran un crédito para comprar una casa, pero una de las condiciones era demostrar que podían hacer los pagos de los primeros seis meses. Habían ahorrado algo de dinero, de modo que tenían suficiente para la fianza, pero los gastos de hospital se habían llevado gran parte de esos ahorros. Y para reunir las condiciones que exigía el banco, Emma tenía que trabajar en la feria de Storybrooke.

Y para lograr eso, necesitaba que la gente del pueblo se pusiera de su lado.

Una mujer que salía del ayuntamiento en ese momento estuvo a punto de chocarse con ella y Emma la miró, sorprendida por el siniestro escalofrío que experimentó al tenerla cerca.

Su habilidad para ver el futuro se debía casi siempre al roce, al tacto. Cuando trabajaba como adivinadora, usaba las cartas del Tarot. Ocasionalmente, si creía necesitar una lectura más profunda, leía la mano del cliente… pero siempre colocando un pañuelo para no toAugust directamente.

El contacto con la grosera mujer le recordó la siniestra sensación que había experimentado la primera vez que visitó el pueblo.

Intentando librarse de aquella extraña premonición, Emma sacudió la cabeza y se dirigió al restaurante.

Tenía un calendario que cumplir y ese calendario no incluía involucrarse en los problemas del pueblo. Eso era cosa de la alcaldesa.

La mezcla de amarillo y marrón y el mural en la pared eran definitivamente alegres, pensó. Después de pedirle a la camarera lo que quería, Emma sacó el móvil y llamó a su abuela.

–¿Cómo estás?

–Hola, cariño.

–Te noto sin aliento. No estarás haciendo algo que no debieras hacer, ¿verdad?

–¿Para qué, para acabar sudando? No, eso no es nada divertido –contestó su abuela. Al fondo, Emma pudo oír una voz masculina–. Anda, calla, estoy hablando con mi nieta –oyó que le decía–. Estoy haciendo todo lo que me dice el fisioterapeuta, te lo aseguro.

De nuevo oyó la voz masculina y luego una risa. Su abuela se estaba riendo. Vaya, vaya.

–Bueno, pero ya hemos hablado de mí más que suficiente. ¿Has llegado a Storybrooke? ¿Qué ha dicho la alcaldesa?

Lo que la llevo a recordar a la mujer: estatura promedio, pelo oscuro, ojos chocolate, hombros delgados, hermosa, pero nada simpática.

–No es muy agradable, la verdad. Ha dicho que no pensaba cambiar de opinión, que la prohibición existe porque la gente de Storybrooke fue estafada por un supuesto adivino hace unos años.

–Eso no suena bien.

–He estado investigando. Hace dos años, un supuesto adivino se puso de acuerdo con un estafador en un asunto inmobiliario. El adivino plantó la semilla contándole a la gente que pronto harían una buena inversión y luego, un par de semanas después de la feria, un hombre apareció en Storybrooke, el supuesto representante de una empresa inmobiliaria, diciendo que iba a construir un complejo de edificios de lujo. La gente invirtió dinero… pero poco después el adivino y el agente inmobiliario desaparecieron con medio millón de dólares.

–Un charlatán –dijo su abuela, enfadada–. Y ahora nosotras tenemos que pagar por ese engaño.

–Desgraciadamente. Pero no podemos culpar a la gente de Storybrooke. El año pasado ni siquiera tuvieron feria.

–Pues es una pena. Esos charlatanes no sólo les robaron el dinero, también les robaron el espíritu.

Ruth Swan creía en la energía positiva, en los valores familiares, en el amor, en la felicidad, todo envuelto en algodón dulce y cálidas noches de verano en las ferias itinerantes que habían sido toda su vida.

Emma creía en eso también, pero sabía que existían los canallas, que la gente se gastaba lo que no tenía y que la vida no era justa. Incluso en las ferias.

–No te preocupes –le aseguró a su abuela–. Yo no pienso rendirme.

–Ni yo tampoco. ¿Tienes algún plan?

–Un par de inocentes trucos de salón, nada más. La gente de Storybrooke es muy suspicaz con estas cosas, pero cuento con la curiosidad.

–Hay algo más, ¿verdad? Noto algo en tu voz… Has conocido a alguien.

¿Un interés amoroso quizá?

Emma hizo una mueca. Había esperado terminar la conversación sin hablar de ello.

–Abuela, ¿no mantuvimos esta conversación cuando tenía dieciocho años?

Quiero formar mi propia opinión sobre las personas que conozco…

–No mantuvimos esa conversación, cariño. Ahora no estoy hablando del lobo feroz. Estoy hablando del príncipe azul o mejor dicho aun una reina.

«Ay, por favor». Emma estuvo a punto de hacer esa exclamación en voz alta. Regina Mills podía parecer una reina, pero no lo era.

–Te aseguro que no estamos hablando de ninguna de esas opciones, abuela. Bueno, cuídate, cariño. Te llamaré cuando haya hablado con los de la inmobiliaria.

Ruth Swan colgó el teléfono sin dejar de pensar en su nieta, hasta que una voz interrumpió sus pensamientos.

–Estabais hablando de un nuevo interés amoroso, ¿verdad?

–Pues sí.

–¿Con tu nieta? –preguntó Xavier Spencer, un ex policía de hombros anchos y pelo gris que estaba recuperándose de una operación de rodilla.

–¿Por qué lo dices en ese tono?

–He entendido la referencia al lobo feroz, pero ¿qué significa el príncipe azul o eso de reina en nuestros días?

Ruth tragó saliva. Aquel hombre tan alto la ponía nerviosa. No se había sentido nerviosa con un hombre desde que James la cortejó… un millón de años atrás. El dulce James, su príncipe azul. La primera vez que la tocó supo que era su alma gemela.

Habían vivido muchos años maravillosos juntos antes de perderlo por culpa de un ataque al corazón. Ahora tenía setenta y un años y apenas podía cruzar la habitación sin sujetarse a algo. Desde luego, ella no tenía nada que ofrecerle a aquel «lobo feroz».

Aun así, contestó a la pregunta:

–Me refería a su verdadero amor.


Adaptación del libro Amor Mágico de Teresa Carpenter.