Nothing's changed
(Nada ha cambiado)
Por AyameDV
Clasificación: K+
Songfic basado en la canción homónima de Chris Isaak.
Los ojos, tan azul profundo como siempre, se dejaron ver entre los párpados que Terrence abría lentamente, para cerrarlos otra vez cuando los tenues rayos de sol que se colaban entre las cortinas de su habitación le deslumbraron.
Perezoso y molesto dio la espalda a la ventana, despacio, intentando arañar un poco más de sueño aunque sabía que eso era ya misión imposible.
Su cabello, que ahora llevaba corto, debía estar revuelto ya que unas hebras cubrían su frente y rozaban sus pestañas. La sonrisa de Candy a su lado le saludó, cegadora, mucho más que la cálida luz del astro rey que acariciaba su espalda desnuda.
—Hey, Pecosa —saludó extendiendo el brazo para rozar la tersa mejilla salpicada de esas pequeñas manchitas que tanto amaba.
Pero ella, traviesa, saltó del lecho que compartían desde que el destino, la vida o quien fuese, había decidido devolverles uno a los brazos del otro; luego de sufrir mil condenas en el infierno mientras estuvieron separados por honor y agradecimiento.
Su rubia enfermera no dijo palabra, se limitó a mirarle con esos verdes y enormes ojos que ella poseía, tan llenos de ternura, alegría, energía y amor. Amor por él.
La sonrisa ladeada se instaló en su rostro sin pedir su autorización, como solía suceder si era para ella.
—Vuelve aquí —ordenó él, pero su señorita Pecas soltó una risita, así, como de cascabel de plata, y salió corriendo de la habitación.
Terry rodó los ojos, su esposa solía hacer eso cuando le notaba en el modo en el que se encontraba ahora, un poco holgazán, o desganado; obligándole con ello a levantarse y perseguirla.
Curioso, cuando se conocieron era él al que todos, o más bien todas, perseguían. Todas excepto esa chica enérgica y graciosa. Candy jamás se mostró impresionada por él y, por supuesto, no lo seguía como solían hacer las demás.
"Vamos, Mocoso haragán, ¿no piensas levantarte?", escuchó la vocecita de Candy hablándole con travesura, ¿tal vez desde el jardín? Se la imaginó en medio de sus queridos narcisos todavía florecidos. Bellísima, sonriente y hablándoles a todas y cada una de las flores, como si le entendieran.
Ella juraba que sí lo hacían, y, a decir verdad, Terry admitía que había posibilidades de que todo el jardín pareciera más luminoso y vivo cuando Candy estaba ahí…
Soltó con fuerza el aire que contenía en los pulmones. Seguía sin muchos deseos de salir de la cama, pero el dulce aroma del perfume de rosas que su amada mujer solía usar le envolvió y convenció de moverse de ahí, así que a regañadientes lanzó por un lado las mantas, como acostumbraba a hacer siempre y se levantó, yendo a tomar una ducha tibia, nada fría, que todavía era invierno, 14 de febrero, para ser exactos.
…
Tras tomar un frugal desayuno y teniendo el día libre, se llevó a Candy a la calle, ella no protestó; hacía ya mucho tiempo que nunca se negaba a nada de lo que él le pedía. Ni siquiera cuando la arrastraba a dejar tiradas todas esas miles de responsabilidades y obligaciones que siempre tuvo; eso hacía que Terry sonriera con esa sonrisa endiablada que sabía siempre había derretido a su Tarzán pecoso, y, al mismo tiempo…
—Vamos, Pecas, demos un paseo. —Le había dicho, llevando el coche despacio hasta el antiguo edificio que aún albergaba al Real Colegio San Pablo.
Ese día se sentía especialmente complaciente él también. Sabiendo que Candy era una romántica incurable que amaba sumergirse en sus recuerdos y rememorar el pasado, a veces con alegría y otras con nostalgia, ‒como la había visto hacer alguna vez, a oscuras‒, le pareció que "celebrar" el día del amor volviendo al sitio donde ambos pasaron días luminosos era una buena idea.
La rubia estaba a su lado, con la mirada brillante como esmeraldas mojadas prendida en la imponente fachada del colegio, y él no podía dejar de observarla a ella. Llevaba el cabello libre, también era una apariencia relativamente nueva, ella que siempre usó esas graciosas coletas hasta el día de su boda, luego se cortó el cabello a la usanza de los años 20's, demasiado corto para su gusto pues él amaba enredar los dedos en las sedosas hebras doradas, y jugar a estirar un rizo para después soltarlo y ver que recuperaba su forma enroscada. Extendió la mano con toda la intención de hacer eso mismo justo en ese instante, pero entonces Candy se volvió a él y la vista lo dejó sin aliento.
—Señorita Pecosa, ¿por qué me miras así?, ¿acaso vas a declararme tu amor de nuevo? —bromeó, y Candy, para su total deleite, puso esa mueca graciosa que hacía que sus pecas se movieran, y que él adoraba.
"Ya quisieras, malcriado", los chispeantes ojos de ella respondieron con elocuencia, para, segundos después, sonreírle y luego regresar su vista al San Pablo.
La vio suspirar, Terry sintió lo mismo que ella, añoranza por los buenos tiempos que disfrutaron entre esas paredes, y dolor… algunas cosas eran difíciles de recordar, como esa primera separación, y la segunda…
Decidió que era suficiente, se suponía que el día debía ser bonito, por ella; así que volvió a encender el auto y continuó el paseo hasta la casa de Stratford Upon Avon.
Estacionó el auto frente a la casa y suspiró. Habían sido realmente felices ahí, Candy le sonrió dulcemente y Terry le sonrió de vuelta, pero no intentó dejar la calidez del coche, afuera hacía frío y no tenía intenciones de pescar una neumonía. Su Pecosa, en cambio, descendió de pronto, ágil y traviesa dándose la vuelta sin dejar de mirarle a él y sosteniendo el sombrero para que el viento no se lo arrebatase; adelantándose hasta colocarse frente al jardín de la que fuera su primera casa. Por alguna razón, Terrence recordó el apartamento de Chicago al que solía enviar sus cartas cuando todavía vivían en América, antes del accidente de Susana, y se preguntó quién viviría ahora allí.
Sacudió la cabeza, despejando el amargo recuerdo y echó un vistazo alrededor. La calle seguía siendo la misma, bordeada de los mismos olmos que en verano resplandecían tan verdes como los ojos de su amada Pecosa, olmos que ahora estaban cubiertos del blanco manto del invierno, un invierno tan hermoso como todos desde que ella volvió a él.
Candy se dio la vuelta y le hizo señas para que se le uniera, claro, no se pudo negar. ¿Quién podría decirle que no a una criatura tan exquisita como su Señorita Pecas?
—Está helando, Pecosa —dijo, y su propia voz resonó en sus oídos.
Candy siempre le dijo que amaba su voz, aseguraba que era profunda y sedosa, y él siempre reía por eso, provocando el enojo de la rubia.
—No seas aguafiestas —respondió ella—, ven, caminemos por la vereda, como hacíamos antes…
Terry asintió y avanzó, con la pequeña y curvilínea figura a su lado.
Todo era igual que cuando recién llegaron ahí… Terrence, por un momento, se dejó llevar por sus remembranzas.
—Terry, deslumbrante e inolvidable Terry —dijo Candy, de pie frente a él, rodeando su torso con las manos pequeñas y el rostro hundido en su pecho, los ojos rebosantes de lágrimas que él sabía eran de felicidad—; nunca más nos separaremos, siempre estaré a tu lado, no importa lo que suceda.
—Nunca más. —Prometió él a su vez—. Nada ni nadie habrá de interponerse entre tú y yo, Candy.
Él subió las manos por la espalda de ella y perdió sus insondables irises del color del océano en el rostro amado de su Candy, quien entrecerró los ojos y se puso de puntillas al tiempo que subía sus brazos hasta su cuello, se aferraba a él y le besaba con la timidez de una doncella.
El roce delicado de los labios suaves, pequeños y carnosos lo extasió, enviando un estremecimiento que le recorrió entero, ¡había deseado tanto estar así con ella!
Candy derramaba besos cortos y húmedos en sus labios, en sus mejillas, en sus comisuras, y su boca fragante se sintió como fuego líquido en su piel… Abrió la boca y atrapó la de ella entre los dientes, delicado, succionó bebiendo de ella al tiempo que su mano izquierda acariciaba la extensión de la espalda de su amada y la derecha se hundía en el cabello rubio y espeso de la nuca.
—Te amo, Terry, para siempre… —dijo Candy entre besos y suspiros—. Ni la muerte podrá alejarme de ti otra vez o impedirá que te ame eternamente.
Nada de esas cosas había cambiado, ¿cierto? Pensó Terry al sentarse en una banca de la pequeña plaza en la acera contraria a la que fuese su casa, la presencia amorosa y calmante de su Pecosa a su lado.
Una joven pareja que paseaba con las manos entrelazadas cruzó justo frente a sus ojos azules con betas verdes que destellaron, una punzada cálida atravesó su pecho y miró a su derecha. Candy sonreía y sus ojitos brillaban de ilusión, tenía las manos entrelazadas bajo su barbilla, observando el apasionado intercambio de besos que los jóvenes amantes se prodigaban, justo en el porche del chalet, precisamente en el sitio en el que ellos mismos lo habían hecho una y tantas veces.
Las memorias le tomaron por asalto de nuevo y le hicieron estremecer, miró a su derecha y su Candy le miraba, dulce, llena de amor, radiante. No podía dejar de mirarla, él siempre tenía sus ojos, que eran como lagos en primavera, prendidos en su alma, y sus besos, y sus caricias…
Sí, era el 14 de febrero perfecto, por ella.
—Vamos, Candy, es hora de volver —anunció al tiempo que se levantaba muy despacio, pero erguido, de la banca.
Ella asintió y de un salto estuvo frente a él, ligera, como cuando la veía balancearse entre los árboles del colegio aferrada a una soga blanca.
—Nunca dejaste de ser esa Mona pecosa. —Rio él, y su voz, otrora potente y juvenil, delató los años que habían pasado dese entonces—. Realmente nada ha cambiado, ¿verdad?
El viento jugueteó entonces con su flequillo cuando la mano blanca de Candy alcanzó su rostro, casi acariciándolo, y él cerró los ojos deseando sentir de nuevo la tibieza de esos dedos delicados.
"Te amo, Terry, para siempre… Ni la muerte podrá alejarme de ti otra vez o impedirá que te ame eternamente".
La voz de su pecosa resonó en su alma, que sintió los dulces labios de ella besándole...
Candy había cumplido sus votos, nunca se alejó de él, nada cambió en ella; siempre fue magnífica, y suya.
Nada ha cambiado…
Terry volvió a su coche con su elegante pero ahora lento andar, apoyado en su bastón de ébano y empuñadura de plata, esta última replicada en los hilos de su cabello que una vez fue castaño oscuro y brillante. Candy, a su lado, lucía tan bella y feliz como cuando se casaron.
Tan hermosa como cuando el ángel de la muerte se había enamorado de ella y se la había arrebatado...
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FIN
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Gracias por su tiempo para leer, espero que se hayan divertido leyendo, tanto como yo escribiendo.
Ayame Du Verseau
