Título: Entre tu mirada y bajo tu voz.
Personajes: Heinley, Navier, Sovieshu (mención), Rashta (alusión).
Pairings: Navi/Heinley.
Línea de tiempo: -
Advertencias: Disclaimer Remarried Empress/Emperatriz Divorciada; los personajes no me pertenecen, créditos a Alpha Tart y Chirun. Posible y demasiado OoC [Fuera de personajes]. Situaciones dramáticas y románticas. Nada de lo ocurrido aquí tiene que ver con la serie original; todo es creado sin fines de lucro.
Clasificación: T
Categoría: Romance, Drama.
Total de palabras: 1500
Nota de autora: Estoy insanamente enamorada de estos dos–
Also, Heinley tiene fetiches raros and you can't change my mind. Suerte que Navi no lo juzga JAJAKSDF
perdón, soy cursi a morir
Summary: Nunca ha visto joyas más hermosas. Nunca ha escuchado una voz más preciosa (que podría pedirle su vida y con gusto se la daría).
Todo el mundo puede enamorarse. No hay nada de malo en eso. Tal vez algunos se enamoren de personas que ya tienen a alguien más. Tampoco hay nada de malo en eso.
Sin embargo, Heinley sabe que hay algo realmente malo cuando, a pesar de saber que la persona dueña de su afecto ya tiene a alguien con quien compartir el resto de su vida, se ve incapaz de no intentar acercarse, de conquistar un corazón ajeno y de querer cuidar y adorar por el resto de su vida algo que nunca le perteneció. Definitivamente está mal. Tan mal, tan mal.
Pero—
Algo así realmente no le importa mucho —siempre hay cosas más importantes que un amor unilateral y una atracción indeseada (de la cual, con absoluta sinceridad, no se arrepiente ni por un instante de tener encima, a pesar de sonar poco moral)—. No es como si fuera un pecado tratar de animar, sin segundas intenciones y con toda la alegría del mundo, a una persona que ya ha pasado por suficientes suplicios y que no conoce a nadie más con quien dejar caer algo de la carga que la abruma. Algo como eso no podría ser malo, no lo era, no lo sería. Y estaba bien, se convence. Porque no es como que estuviese coqueteando, de todas maneras, no podía ser tan desalmado.
(Y no creía ser perdonado por esa persona si le ofendiera al actuar de tal manera.)
Aun así, el impulso de hacerlo (de acercarse y sonreírle y decirle firmemente que le quiere, que le adora, que le ama con toda verdad) siempre está presente. Y es un poco frustrante, ha de admitir, aunque no haya una solución a su dilema. Desde la primera vez que la vio, desde que la encontró llorando en soledad y reprochándose a sí misma, en medio de su dolor, algo sobre que no era digno para alguien de su alta posición el encontrarse de esa manera por absurdas situaciones cotidianas, pensó tal barbaridad. Ella era linda, ella era preciosa, ella era humana. Y, sinceramente, escuchar tal desfachatez sobre qué hacer qué no hacer con sus emociones, el ver cómo alguien era capaz de hacer de menos su propio sentir sólo para encajar en el molde en el que le habían puesto sin que pudiera objetar—
Se veía tan frágil.
Pero, por supuesto, ella no era frágil, ni por asomo —casi se ríe histérico al evocar tal idea—. Era la mujer más fuerte y digna que había visto en su vida. Y en cuanto pudo observarla más cerca (portando una apariencia que sí encajaría para el momento), tenerla cara a cara, admirando frente a sus ojos la imagen de la emperatriz de hielo de la que había oído sin pesar y sin creer, no habría de negar que algo más dentro suyo empezó a brotar con una poca más de intensidad —quizás demasiado. Era tentador, dulce y picante en partes iguales. Le burbujeaba el estómago y realmente quería mantenerse arrodillado ante su imponente figura de diosa, teniendo encima esa mirada glaciar y la expresión de uno de los ángeles de la justicia, que no veían lo exterior a la hora de juzgar. Era tan bella. Tan preciosa. Realmente, realmente deseaba estar cerca suyo para siempre.
(«¿Cómo sería si dijera mi nombre con ese tono y esa actitud?»)
Hay algo picando más en su interior, pasando desapercibido hasta que se asienta en la punta de sus dedos, y lo obligan a extender la mano para sujetar las de la fina dama. Anhela dejar más que simples besos sobre esa piel.
(«¿Cómo sería obedecer sus órdenes? ¿Y someterme a ella, y desafiarla?»)
Se ve tan inalcanzable. Su piel tan delicada, a una temperatura tan fría que le causa deliciosos escalofríos. Sus cabello de oro refulgente, de sol eterno. Sus labios rojos como las rosas de un jardín salvaje o la misma sangre que bombea en su corazón. Y sus ojos— ojos de esmeralda, brillante, brillante como si fuesen joyas pulidas de una manera tan perfecta que era pecado el sólo mirarlas de manera inapropiada (con sentimientos que no dedicaran en la adoración absoluta y el deseo de querer resguardar tesoros intangibles). Nunca ha visto joyas más hermosas.
—Príncipe Heinley.
Nunca ha escuchado una voz más preciosa (que podría pedirle su vida y con gusto se la daría).
Sin embargo, hay algo más que sólo un glaciar flotando tras sus pestañas de trigo y las orbitas estelares. Polvo. Tristeza. Un baúl casi cerrado que deja entrever, sin querer, las emociones redundantes de simple agonía.
Ella no se merecía algo así.
Ella era perfecta —tanto, tanto, tanto que se pregunta, por mera curiosidad que acepta arrastrar consigo al infierno, si toda ella seguiría siendo tan deslumbrante incluso bajo las telas rojas que son su símbolo innato, bajo sus manos heladas y bajo su mirada que funge autoridad y le obliga a hincarse sobre sus rodillas, esperando a que sus palabras sean dichas y él desee obedecerlas al pie de la letra. Todo, todo en un remolino tortuoso que poco a poco lo ahoga sin que pueda evitar querer zambullirse con más y más ganas ante la idea de lo inmoral (que con sinceridad va bien sujeto a su cuello porque, ¿qué diversión hay en hacer las cosas como los demás? La astucia lo es todo, incluso si hay trampas)—. Sólo podría pedir, muy dentro suyo, poder complacer sus deseos, incluso si eso no le hiciera feliz a él.
No todos merecen un final feliz. Quizás menos aquellos quienes estaban dispuestos a crear un conflicto y traer consigo la muerte, arrastrando su hoz y yendo en busca de la libertad ajena.
Un plan tan bien trazado, años y años en hilos enredados entre sus dedos, con marionetas bailando bajo una sádica mirada púrpura y las plumas revoloteando junto el vendaval que trae el aroma de la guerra y el odio y una victoria y—
Sólo necesita escuchar una frase de Navier para que todo eso quede enterrado. No como un tesoro, porque él no es un pirata. Más bien como una maldición.
(Una hechicera de hielo le ha quitado el corazón y lo mantiene preso en una cajita de cristal. Casi puede verlo.
Bum-bum. Por ella.
Bum-bum. Realmente no quiere irse de su lado.
Bum-bum. Tal vez no se negaría a llevar una correa y un bozal.
Sonaba divertido. Su corazón latiendo era conmovedor.)
Pero aun así, Navier es más que sólo una emperatriz estricta y una dama noble con demasiados ideales. Ella es una mujer fuerte y bondadosa, que le sonríe con sinceridad y continúa escribiendo un montón de cartas que, aunque intente negarlo, son tan fáciles de descifrar que hasta llega a ser tierno («te quiero, te necesito, no te vayas de mi lado»). También es una joven cargada de dulzura, que no sabe expresarse correctamente pero que lo intenta, que anhela el cariño y la calidez de la que fue privada, que de vez en cuando suelta palabras de amor y no las repite porque le da pena, pero que todos los días se levanta y trabaja con diligencia, siendo esa la única manera que conoce de demostrar el aprecio que tiene por lo que le rodea.
Heinley de verdad se ha enamorado de algo así. De ella, solamente de ella. (Sovieshu es un imbécil). Y es que es tan, tan majestuosa. No hay nada mejor. (Sovieshu en serio es un hijo de perra). Así que, sin querer, realmente tiene la esperanza de poder cuidarla y resguardar un intercambio inocente de palabras emocionantes, en secreto y con todo su corazón, desde la distancia que ya está dibujada entre ambos.
Un duelo a muerte por una dama nunca pasa de moda.
Empero, algo mucho mejor que eso ocurre. Heinley podría dar saltitos de felicidad y agradecer al dios del cielo, en el cual nunca ha creído, sólo por darle lo que tanto había deseado.
No a ella. No la deseaba a ella. Eso era desagradable, tan aburrido.
Deseaba estar a su lado. Así, con simpleza (y no tanta, no si se trata de su todo). Que ella le acompañara en vez de aquel idiota que se aferraba a la falda de una completa bruja. Sólo tal cosa. Compartir todo con ella. Su riqueza, su estatus, su vida entera.
Y ver sus ojos cada vez que quisiera. Y escuchar su voz todos los días. Y estar a su lado y tocarla y besarla y amarla—
Él no se arrepiente de enamorarse de todo lo que es su querida Reina.
¿fin?
