En cosa de dos segundos, todo cambió de manera inesperada.

Nadie hubiera convencido a Antonio Fernández Carriedo, natural de Madrid, con veinticinco primaveras a su espalda, de que jamás olvidaría aquella aburrida fiesta. Estaba cansado después de su trabajo en la galería de arte y aunque su amigo insistiera mucho, no le apetecía salir por ahí. Antonio era un hombre apacible, siempre con la sonrisa en los labios, cariñoso con los demás y preocupado. Sus cabellos cortos de color chocolate siempre se encontraban despeinados de manera natural, aunque no se veía desaliñado y acababa de contrarrestar ese posible efecto con una vestimenta impoluta. Los orbes verde oliva del hombre, llenos de vitalidad y positividad, encandilaban a todo aquel al que conocía y aquella noche no sería una excepción.

El amigo que le había arrastrado a la fiesta había sido ese hombre al que conocía desde su infancia. Sus familias habían coincidido en el mismo barrio, sus puertas una al lado de la otra, así que fue inevitable eludir el destino. Gilbert, ya entonces, era un niñito tímido y pálido que llamaba la atención por sus cabellos rubio ceniza y sus ojos marrones oscuros, tirando a una tonalidad rojiza cuando la iluminación era óptima. Una vez dejaba atrás sus complejos, se convertía en el chaval más hiperactivo que había conocido en su vida y no es que él fuese mucho más tranquilo. Ni la edad había taimado ese tifón, por lo que no pudo negarse a la invitación.

Y sí, no negaría que cuando había llegado, con los hombros gachos y bostezando a ratos, lo único en lo que pensaba era en regresar a casa para poder echarse a dormir. Pero el destino fue caprichoso, quiso que se quedara más rato, que Gilbert le dejara solo, le hizo deambular entre gente que olía a alcohol y perfume por partes iguales, y le llevó a sentarse en un taburete que había pegado a la barra.

La diosa encargada de manipular el azar tiró de sus hilos, movió a aquel individuo contra su taburete y le empujó fuera de él. En esos eternos segundos, que para él se produjeron a cámara lenta, Antonio no dejaba de pensar en que iba a abrirse la cabeza contra un bordillo o la esquina de una mesa, pero entonces alguien tiró de él, rodeó su cintura y notó un cuerpo cálido y fuerte a su espalda. Cuando se giró se encontró con él, sonriéndole de una manera que dejaba relucir la pizca de preocupación que había sentido por Antonio cuando había visto que iba a hacerse daño.

Las primeras palabras que le regaló fueron en una lengua extranjera que a él le sonó como al idioma de los ángeles, aunque sabía bien que se trataba del idioma del país vecino. Lo bueno era que aunque no fuera fluente, algo chapurreaba y eso les permitió charlar durante un rato. Sólo por su mirada, Antonio fue consciente de que ese hombre tenía interés en él. Para qué negarlo, se vio atraído por sus orbes azules que de inmediato le evocaron al mar. Para cuando Gilbert le encontró, Antonio había deseado que no lo hubiera hecho. No le quedó más remedio que despedirse del varón, que se presentó al fin como Francis, e intercambiaron teléfonos.

Así fue cómo conoció al hombre que un año después se convertiría en su pareja. Tres maravillosos años que compartieron juntos en ese pequeño piso cerca de La Puerta del Sol que habían alquilado. No era el sueño de Francis, claro que no, porque siempre había tenido ambición y no podía conformarse con algo tan diminuto, pero a Antonio ya le valía. La vivienda contaba con una habitación, un baño, una cocina y un salón. No tenían sitio para los invitados, a los que alojaban, de manera ocasional, en el sofá-cama.

Como toda pareja, habían tenido sus más y sus menos, pero no duraban enfadados el uno con el otro y en poco tiempo se buscaban y se disculpaban con palabras y gestos cariñosos. Su vida iba sobre ruedas y creía tenerlo todo. Bueno, podría encontrar un trabajo mejor, claro que sí, pero en ese momento su vida estaba encarrilada y no se podía quejar en absoluto.

El 13 de agosto de 2020, Francis salió para ir a la tienda que quedaba a tres calles. Antonio, escéptico, le había dicho que iba a derretirse a los más de treintaicinco grados que hacía en el exterior, pero Bonnefoy le culpó a él del riesgo que iba a correr sólo porque le había dado el antojo de helado. Mientras el madrileño estaba echado en el sofá, viendo la televisión, habló con su novio a voz de grito, cosa que a él le molestaba en demasía, para intentar convencerle de ir luego, cuando el sol bajara. Se asomó a la puerta, con el ceño fruncido, y habló por lo bajo, en ese acento dulzón en español que a Antonio tanto le gustaba.

— No: el antojo no puede esperar más tiempo o el niño va a salir deforme. Ya que no vas a venir conmigo, lamento informarte de que voy a escoger lo que a mí me apetezca y no voy a aceptar queja alguna. Hazte responsable de lo que has provocado.

Digno, se dio la vuelta rápido, provocando un movimiento ondeante con su melena rubia, y se fue hacia la puerta. Cuando ya estaba a punto de salir, Antonio le gritó de nuevo para que le escuchara, mientras el ventilador que había sobre la mesa ratona oscilaba, entregándole benditos segundos de fresco.

— ¡Llévate una gorra para que no te dé una insolación!

El trayecto que debería haber cubierto en media hora se fue prolongando. Al principio, mientras observaba absorto la pantalla del televisor, Antonio pensó que era probable que hubiera gente en el comercio y que estuviera atascado en la cola del local que, para colmo, no tenía aire acondicionado. Imaginó que llegaría de mal humor así que, servicial, empezó a preparar una toalla mojada en agua fresca para pasársela por el rostro y el cuello y así disminuir el sofoco. Sin embargo, las manecillas del reloj siguieron su curso, imparables, y el rubio no retornaba. Llamó por teléfono y pensó en salir, aunque se detuvo porque no sabía si se cruzarían por el camino. Estuvo allí otra media hora más, observando el paso del tiempo con cada vez más pesar en su pecho. ¿Por qué tardaba tanto? Iba con unos pantalones cortos, una camiseta de tirantes y sus chanclas de color azul, cuyas tiras se unían en el espacio entre el dedo gordo y el que había a continuación. No es que se hubiera vestido para dar un paseo.

En el silencio del piso, puesto que la televisión seguía encendida pero le había quitado volumen, el teléfono sonó como una alarma nuclear. Corrió a cogerlo y al otro lado una voz de mujer le preguntó si era Antonio Fernández Carriedo. Jamás había experimentado algo por el estilo, fue como si la vida se le bajara hasta los pies y dejara, a su paso, una sensación de frío, de irrealidad, que se adueñaba de cada pequeño rincón de él. Su mano derecha apretó el auricular del teléfono y durante un momento sólo pudo balbucear y asentir o negar de manera escueta.

La historia oficial, que trascendería a la prensa escrita incluso, era que Francis había estado esperando en el paso de peatones para cruzar. Por la derecha se aproximaba un automóvil, a más velocidad de la permitida, y perdió el control intentando evitar a un gato que había salido de entre dos coches. El conductor pegó un golpe de volante para intentar esquivarlo y sí, lo logró, pero entonces era demasiado tarde para intentar esquivar a Bonnefoy. Éste trató de apartarse de su trayectoria, pero, aún así, fue golpeado por el vehículo, salió despedido, rodó sobre el suelo y, como colofón, se golpeó contra una farola. Según los testigos, había sido un espectáculo horrible y, a pesar de todo, había que dar gracias al poste del semáforo que había absorbido gran parte del impacto y había detenido el avance del coche, que podría haber continuado en dirección al cuerpo caído para arrollarle.

A pesar de lo aparatoso del incidente, las heridas de Francis no eran tan graves a simple vista: quemaduras, algún corte profundo que se cerró con un par de puntos de sutura... Pero, a pesar de todo, los médicos no estaban muy seguros. Le explicaron que su cabeza había recibido golpes contundentes y que necesitaban tenerle en observación las siguientes cuarenta y ocho horas, por lo que pudiera ser. Poco se equivocaban los médicos al tomar tal medida preventiva ya que, horas después, en los escáneres encontraban señales que indicaba que tenía sangrado interno. Las horas se le hacían eternas a Antonio, mientras sabía que Francis peleaba por su vida y él no podía hacer otra cosa que esperar.

Después de largas horas le dijeron que ya había salido del quirófano y que le iban a dejar ingresado en la unidad de cuidados intensivos para estudiar su evolución. Aunque lo pidió, no le dejaron entrar a verle porque no necesitaba estímulos externos que pudieran afectarle y Antonio, aunque alguna otra persona no pudiera notarlo, estaba al borde del colapso nervioso.

La primera vez que le dejaron entrar y le vio con la cabeza vendada, con zonas amoratadas, con los labios cortados de lo resecos que estaban, pensó que iba a darle un ataque de algún tipo que no podía concretar en ese momento. Todo el calor corporal se desplazó hacia su estómago y sus ojos, que ardían, y el resto parecía estar hecho de plastilina, prescindible. Se aproximó a él, le apartó un mechó de cabello, lo colocó con mimo tras su oreja y le tomó la mano que tenía más próxima.

Las dos primeras semanas que Francis pasó en coma fueron muy difíciles para él. No había derramado ni una lágrima, pero se encontraba emocionalmente destrozado. Había pedido unos días libres en el trabajo y había calmado a su jefe con la premisa de que no creía que tardara mucho en regresar.

Durante ese tiempo, la familia de su pareja había viajado desde Francia para cuidar, a su manera, de su hijo. Por si no tuviera suficiente con la situación actual, de repente estaba compartiendo la habitación con una pareja que le detestaba. El historial de incidentes con la familia del rubio era extenso y Antonio, cuando lo recordaba, hacía rodar la mirada, agotado. No era de extrañar, pues, que en cuanto su querido niño había sido víctima de un accidente de tráfico, los ojos se posaran en él. De entrada, parecía que le miraban como si hubiera sido él el que hubiera atropellado a Francis, lo cual le enfermó. Las preguntas que siguieron las esperaba, pero aún así le dolían. Mientras las iba recibiendo, intentaba aparentar una entereza que por ratos amenazaba con escapar para siempre.

«¿Por qué no estabas con él?»

«¿Por qué no impediste que se marchara?»

Antonio sólo había podido admitir abiertamente que a Francis se le había antojado comer helado y que él, cansado después del trabajo, no había tenido ganas de salir y le había ofrecido ir más tarde, cuando el calor bajara. La respuesta no era suficiente para la mujer de hielo, que terminó la charla con la sentencia de que, como mínimo, debería de haber estado con él. Es más, en una ocasión le dijo que él debería de haber estado solo en ese paso de peatones.

Cualquiera hubiera explotado con el comentario de la mujer, pero Fernández hinchó su pecho con aire, lentamente, y lo expulsó de la misma forma para contrarrestar el desasosiego que le provocaba con sus ataques verbales. Aquellas puñaladas que iba recibiendo hacían diana sobre una herida sangrante que no encontraba cómo hacer que sanara. En su cabeza no dejaba de pensar una y otra vez en un par de cosas: lo último que le había dicho a Francis era que no olvidara su gorra. Ni un te quiero, ni un ve con cuidado. La otra era la voz de Francis, diciéndole que se hiciera responsable de lo que había provocado.

Él le había tentado hablándole de helado, él le había recordado la tiendecita que quedaba cerca de casa, él le había dejado salir y él se había quedado allí, a salvo. Aunque no hubiera sido así, Antonio a ratos se sentía como si hubiera cogido a Francis de la mano y le hubiera guiado hasta el abismo. Si él se culpaba a sí mismo de esa manera, ¿cómo podía transmitirle toda esa información a gente que le odiaba desde mucho antes? Conociendo a Rose y a Michel como les conocía, si les decía aquello eran capaces de llamar a la policía para que le detuvieran.

Su visita se hizo eterna y casi cada día tenían pequeñas discusiones acerca de quién debería pasar la noche con el rubio. Antonio no era egoísta en ese aspecto, no le hubiera importado, al menos no demasiado, cederles alguna noche a sus padres porque, después de todo, eran los que habían traído a Francis a ese mundo. Pero Rose era manipuladora, experta en intentar conseguir sacarle de escena, y no dudaba en aprovechar su bondad para intentar quedarse ella y su esposo todos los días que pudieran. Cuando veía que eso ocurría, Antonio tenía que alegar que era su pareja, que llevaban años viviendo juntos y que tenía todo el derecho del mundo a quedarse.

Siendo honestos, si ganaba la discusión era porque a ninguno les parecía respetuoso estar delante de Francis, el cual luchaba por salir del coma, discutiendo. Si estuviera despierto, seguro que no estaría nada contento por ver cómo peleaban. Después de unos eternos catorce días, la pareja tuvo que regresar a Francia para atender sus trabajos. Prometieron a su hijo inconsciente que regresarían lo antes posible y, por muy cruel que pudiera sonar, Antonio deseó que no les dejaran volver nunca más. Entregaría todas sus posesiones por mantener a su familia política bien lejos.

Una vez la quietud regresó, pudo relajarse y aquello le dejó más tiempo para pensar. Cada día que pasaba era un golpe a su esperanza, que trataba de mantenerse erguida ante las dificultades que afrontaba desde hacía ya casi un mes. Así pues, sentado en esa silla, Fernández vio que el agosto quedaba atrás e, incluso, fue testigo en ese lugar del fin del verano. Los días se volvieron más cortos de nuevo, anochecía más pronto, y cuando menos lo esperaban, el cielo se nublaba y lloviznaba durante horas.

La puerta de la habitación 224 se abrió después de que el visitante parado al otro lado golpeara suavemente con los nudillos, intentando no molestar al resto de los de la planta. Como no recibió respuesta, abrió y se adentró. Gilbert, igual que todos, se veía cambiado: su cabello estaba despeinado, más que de costumbre, bajo los ojos había unas ligeras ojeras y cuando divisó a Francis, notó la ya conocida patada en el estómago.

Aunque en un principio sólo había sido amigo de Antonio, cuando éste empezó a revolotear alrededor de ese francés no le había quedado otra que conocerlo. Francis era un hombre molesto: le gustaba vanagloriarse, vanidoso, pervertido y tenía malicia, porque le encantaba meterse con él. Pero, aunque tenía muchos defectos, no era alguien que Gilbert considerara que mereciera acabar en coma en un hospital. Su amigo de la niñez ni siquiera levantó la mirada. Seguía observando ausente hacia el lecho, como si le hubieran absorbido la vitalidad que le quedaba.

Inspiró hondo para recuperarse de la impresión que ese cuadro le provocaba y se aproximó hasta él con pasos largos y decididos. Una vez a su lado, posó su ancha mano sobre la cabeza de color chocolate y la empujó hacia abajo.

— ¿Me has echado de menos? Lo sé, soy increíble, ¿quién no lo haría? —dijo Gilbert, iniciando de este modo conversación. Antonio no le dijo nada, ni le miró. Eso le preocupó. Sí que era cierto que se había convertido en alguien más pasivo, más callado, pero no hasta ese punto. Por muy triste que estuviera, tenía en consideración el esfuerzo que hacía en venir a verle cada vez que se le presentaba la oportunidad—. ¿Qué ocurre, Toño?

La derecha de Gilbert dejó de apretar la cabeza de su amigo y éste, para evitar la incómoda postura, se alzó hasta quedar erguido, como antes. De veras le hubiera encantado poder fingir, como antes, sonreír y decirle que todo estaba bien, pero sus fuerzas se le estaban acabando y a ratos necesitaba descargar todos esos pensamientos que le destrozaban por dentro. Inspiró hondo, con la intención de recuperar la estabilidad emocional que necesitaba para hablar sin titubear y a continuación habló.

— Los médicos han hablado conmigo esta mañana. Dicen que es muy extraño que no haya despertado aún y aunque la inflamación ha desaparecido, no están seguros de qué significa este coma tan largo. Por una parte hablan de posible daño cerebral cuando despierte, por otra parte me dicen que quizás haya perdido funciones cognitivas. También que existe la posibilidad de que no recuerde parte de lo ocurrido. Pero, después de todas esas buenas noticias, me han dicho que podría no despertar jamás, que se fuera volviendo un coma más profundo y acabara en estado vegetativo.

Se quedó un segundo en silencio, incapaz de continuar. Aunque le horrorizaba, no podía ni llorar. Era como si todo su interior se hubiera congelado.

— Me han dicho que tengo que barajar todas las posibilidades y aceptar que es posible. Me han ofrecido ayuda psicológica y me han aconsejado que salga de esta habitación.

Los ojos de color chocolate de Gilbert se quedaron fijos en la cama a medida que escuchaba a Antonio decir todas aquellas cosas. Entendía que tuvieran que darle toda la información de la que disponían sobre Francis, pero ahora mismo a él le parecía demasiado. Su amigo estaba sufriendo en silencio. La situación le afectaba a tal grado que se había encerrado en sí mismo y aquellos datos no estaban ayudando. Sí, él también había pensado en la posibilidad de que Francis no despertara y en todos los problemas que eso supondría, pero cuando la cabeza le dolía ya de tanto intentar buscar una solución, había dejado apartados esos razonamientos.

— No les hagas caso a esos matasanos, ¿me escuchas? —dijo después de un eterno silencio. La mano que había estado en la cabeza descendió hasta el hombro y se lo apretó en un gesto amistoso—. Ambos sabemos que Francis es muy resistente, como una mala hierba en el campo, y se dice que éstas tienen gran fuerza. Aunque los médicos tienen razón en algo, Toño, deberías empezar a ir a casa.

Fue un iluso por pensar que le respondería diciéndole que tenía razón. Como si estuviera hechizado, el hispano continuó mirando hacia la cama donde Francis descansaba inerte. Sus heridas habían ido sanando casi en su totalidad y ya no podían verse algunas de las quemaduras que se había hecho contra el suelo.

— No puedes seguir así. Estás ojeroso, has debido perder como cinco kilos en cosa de tres semanas y apestas. ¿Por qué no vas a casa aunque sea unas horas, descansas y comes como es debido? —le preguntó en tono condescendiente.

— No sé si Francis va a despertar y quiero estar aquí por si lo hace, o por si algo ocurre. La última vez que me aparté le pasó todo esto, Gil —dijo Antonio, devolviendo los ojos verdes a la cama—. Además, no apesto.

— Puede que no apestes, literalmente, pero estás demacrado. ¿Crees que si se despierta y te ve así va a estar contento? Le conoces, le conozco, y ya te digo que no. Si a mí no me hace feliz el verte de esta manera, a él aún menos. Sé que creerás que soy un pesado, pero alguien tiene que cuidar de ti, Toño. Antes, cuando no estaba Francis, en el fondo eras un desastre. Siempre tenía que estar pendiente de qué te pasaba y, a veces, ni por esas me decías qué era lo que te sucedía. Con él desde el principio te sentiste capaz de hablar, de ser tú mismo, y ahora que está ahí echado vuelves a ser un maldito desastre.

— Estoy bien —replicó Fernández, intentando alejarse de esa regañina lo antes posible.

— No, ¡no lo estás! ¿Te crees que soy tan estúpido como para no darme cuenta? —cortó Gilbert, malhumorado, antes de que pudiera continuar—. Ese cuento puede que te sirva con otras cosas, pero ahora se nota que estás destrozado y lo entiendo. Es difícil estar sin Francis cuando, al mismo tiempo, le tienes delante. A mí también me jode verle ahí echado, quieto, sin decir ni una sola palabra ni presumir de lo atractivo que es o el novio que tiene, pero la respuesta no es que tú te autodestruyas. ¡Eres fuerte, Antonio! ¡Sé que puedes reponerte y luchar, como él lo hace ahora! Así que quiero que te levantes, que vayas a casa. Te vas a duchar, comer y acostarte unas horas. Si vuelves antes de las seis de la tarde, me enfadaré contigo.

Los dos hombres se quedaron en silencio mientras el rubio de cabellos cortos observaba al otro español con determinación. No iba a aceptar un no por respuesta. Si el francés despertaba y veía cómo estaba Antonio, el que iba a tener que responder era él y seguro que un «no se dejó cuidar», no le iba a satisfacer. Fernández se levantó del sillón en el que había estado durmiendo los últimos días, se fue hasta Francis, le besó la frente y después de incorporarse viró sobre los talones y se aproximó hasta Gilbert. Éste le miró, esperando incluso que quisiera pelea, pero lejos de eso, Antonio le abrazó.

— Lo siento. Gracias, Gil. Iré a casa, haré todo eso y para la hora de la cena me tendrás aquí. Si pasa cualquier cosa...

— Lo sé; si pasa cualquier cosa lo primero que haré será llamarte a ti. Deja de preocuparte por todo. No puedes controlar lo que ocurre a tu alrededor hasta el mínimo detalle y eso no hace que tú seas el culpable.

— Pero si hubiera estado allí...

Antes de que pudiera continuar más allá, Gilbert estiró el brazo derecho y le golpeó el antebrazo con fuerza. El de cabellos castaños levantó el brazo, mientras le observaba con reproche por tal ataque contra su persona. No era la primera vez en su vida que le miraba de esa manera, así que sabía de sobras que ignorarle funcionaba mejor en estos casos.

— Ni se te ocurra seguir por ese camino. Ve a casa, deja de pensar en estupideces.

Diligente, después de asentir con la cabeza, Antonio abandonó la habitación del hospital. Desde que dejó atrás la sala, en su pecho se había asentado una presión extraña, que bien sabía que se debía a la ansiedad por no estar a la vera de su novio. Puede que Gilbert tuviera razón, pero no dejaba de pensar en que si hubiera estado allí podría haberle empujado para apartarle de la trayectoria del automóvil. Eran las nueve y media, tardaría unos quince minutos en ir a casa y entonces tenía unas ocho horas para sí mismo.

El piso, desde que Francis no estaba en él, se veía más grande que de costumbre. El silencio se volvía una densa masa que se introducía en sus pulmones y le dificultaba la, en teoría, sencilla tarea de respirar. El tic-tac del reloj de la cocina tronaba entre las cuatro paredes y se le irritaba.

Una hora después, se recostaba sobre la cama de matrimonio. Ni siquiera se había molestado en apartar la colcha de color crema que especialmente había comprado Francis para conjuntar con esa esterilla que cubría la ventana que daba a un lado de la calle. El colchón le parecía más amplio y también más frío que de costumbre. Se encogió sobre la superficie plana y blanda y miró hacia el hueco que Francis ocupaba bien observándole, con una sonrisa de bobo, o durmiendo. Dejó la mano sobre el hueco y lo examinó, ausente.

Se sentía aterrorizado pensando en la posibilidad de que aquella fuera a convertirse en su realidad de aquí hasta el final de sus días. A pesar de que era un mal hábito, no podía evitar que su mente vagara por los escenarios más catastróficos. Deambulaba por su imaginación en la que se quedaba solo, en la que Francis no despertaba, en la que su familia hacía todo lo posible por destruirle a él por no haber impedido que su querido hijo saliera aquel día de casa. Estaba asustado. Al final resultaba que él era el más pesimista de los dos.

Pero es que Francis hacía a Antonio fuerte y en su ausencia se notaba como un niño asustado, que buscaba desesperadamente unos brazos firmes a los que aferrarse para sentirse seguro. La cadena que llevaba al cuello, con el anillo de compromiso de Francis, el cual había decidido guardar por miedo a que la madre del susodicho se lo robara, parecía estar hecha del material más pesado que hubiera sobre la faz de la tierra y le estrangulaba, ahogándole más en su propia desesperación.

Después de diez minutos, con el corazón desbocado, adolorido por tanta emoción, y sus ojos secos, se estiró hasta alcanzar el pomo de madera de la mesita de noche blanca de Francis y tiró del cajón. Conociéndole como le conocía, sabía que iba a encontrar unas pastillas de dormir guardadas bajo los calzoncillos. Bonnefoy no solía tomar medicinas de ese tipo pero cuando el estrés por su trabajo se volvía insoportable y el insomnio se convertía en su compañero por las noches, abandonaba su reticencia hacia esas drogas y las tomaba para poder recuperar las energías.

A la media hora de haberla tragado, su cuerpo empezó a sentirse pesado, su cerebro se nubló y pudo conciliar el sueño. Se había puesto el despertador en unas horas, para regresar tal y como le había prometido a Gilbert. Como no apareciera con buena cara, aún le mandaría de regreso al piso. Durante ese descanso, acurrucado sobre el sitio en el que normalmente descansaba su novio, soñó con él y volvió a ser feliz, algo que se esfumaría en cuanto se despertara y viera que toda aquella pesadilla era real.


Después de todos los palos recibidos, Antonio se dio cuenta de que el destino aún tenía ganas de fastidiarle todo lo posible y se lo encontró de lleno la semana en la que se cumplía un mes desde el accidente de su pareja. El jefe de recursos humanos le llamó a su teléfono personal. La conversación que tuvieron inició profesional, le preguntó cuánto tiempo más estimaba que fuera a durar su ausencia e incluso, haciendo alarde de humanidad, se interesó por el estado de salud de Francis.

— No lo sé —admitió Antonio, después de un silencio incómodo—. Los médicos no saben darme una previsión exacta. Dicen que puede ser hoy o que puede ser de aquí a una semana.

Por supuesto que había omitido esa explicación del médico en la que, quizás, su novio no volvía a despertar nunca, caía en un estado vegetativo y entonces moría por algún tipo de insuficiencia o infección. Si insinuaba algo por el estilo, entonces no tendría un motivo de peso tras el que escudarse. Al otro lado de la línea, su interlocutor se zambulló en un denso silencio que le dejó la sensación de que la conversación no había terminado.

— Sé que esto no me incumbe, pero te conozco desde hace los suficientes años como para tenerte en estima. Hay rumores en la empresa. Eres un empleado valioso, claro que sí, pero no van a mantenerte para siempre. Tu puesto es importante y ahora mismo está vacío. He escuchado que quieren una fecha ya, que esperan que no te lleve más de una semana. En caso de no obtenerla, buscarán a alguien que pueda realizar tus funciones. Te van a despedir si no vuelves, Fernández.

No se suponía que esa información debiera de llegarle y lo sabía porque su compañero de trabajo hablaba por lo bajo. Notó una punzada en el pecho al escuchar esas palabras.

— Sé que tu situación actual es muy complicada, que lo estás pasando mal, pero aquí nadie es imprescindible y tú no eres una excepción. La compasión de los directivos ha llegado a su límite y ahora tienes que tomar una decisión. El sector está en crisis y es complicado encontrar un puesto como el tuyo hoy en día. Supongo que tendrás facturas que pagar y que tendrás que costear todo lo que necesitas para el día a día. ¿Cómo harás todo eso sin un empleo? Así que déjame que te lo pregunte de nuevo: ¿cuándo tienes pensado volver?

Ahora la falta de conversación entre los dos fue aún más tensa. El sueldo de Francis pronto se iría ya que, en la actualidad, las facilidades para deshacerse de un empleado enfermo sin previsión de recuperación eran múltiples. ¿Y cómo iba a pagar entonces el alquiler? Con su sueldo podría cubrir con casi todos los gastos y de alguna manera se las apañaría para comer. Pero si perdía su empleo, también perdería su casa y cualquier oportunidad a futuro. Si regresaba, eso significaría que ya no podría pasar el rato con Francis, no podría estar a su vera en todo momento.

— Pasado mañana. Diles que me incorporaré entonces. Siento todas las molestias que te he ocasionado. Gracias por el consejo —murmuró finalmente entre dientes.

Su compañero le dio las gracias por entrar en razón. Fernández sólo asintió y emitió monosílabos, mientras se sentía la persona más miserable en la faz de la tierra. Lo único que le hacía avanzar era el pensamiento de que aquello lo hacía por el bien de Francis. Estaba luchando por los dos: primero manteniéndose entero y firme ante la adversidad y, segundo, yendo a trabajar aunque el separarse de él le hiciera tener la sensación de que no controlaba la situación.

En la oficina todos le trataban como si fuera una pieza de una cara y valiosa porcelana china que pudiera romperse al menor movimiento. Aquello, lejos de ayudar, sólo le hacía sentirse más fuera de lugar. Pasaba las horas pendiente de su teléfono, por si le avisaban del hospital y tenía que salir corriendo. Durante otras dos semanas, la rutina de Antonio pasaba por salir pronto del hospital, abandonando el incómodo sillón en el que solía quedarse dormido, e iba a casa para darse una ducha y comer algo. Se desplazaba al trabajo en coche, pasaba sus horas allí, intentando distraer la mente con la infinidad de tareas que siempre tenía, y en cuanto daba la hora pasaba por un restaurante barato en el que sirvieran comida para llevar y regresaba al hospital.

A veces, después de la cena, cuando sabía que ya la enfermera no iba a volver a entrar, peinaba a Francis o simplemente le tomaba la mano y le hablaba por lo bajo, insistiendo en lo mucho que le quería, contándole cómo le iba la vida en su ausencia o lo mucho que le echaba de menos.

El dieciséis de noviembre, cuando ya estaba recogiendo sus cosas para marcharse, apresurado, con el teléfono de sobremesa aplastado entre su hombro izquierdo y su cabeza, recibió un mensaje en el móvil. Le pidió a Gilbert que esperara un momento y fue cuando pudo leer el contenido. Procedía del hospital en el que el francés estaba ingresado.

— Joder. Joder, joder—murmuró repetitivo, como si fuese un archivo musical que se había quedado corrupto.

— ¿Qué? ¿Qué pasa? Maldita sea, Antonio, ¡no me tengas en vilo!

— Es del hospital. Dicen... ¡Dicen que Francis ha despertado del coma...! ¡Dicen que ha despertado! Me voy para allí ahora mismo.

— ¡Qué buena noticia! Después del trabajo me paso a ver cómo está. Francis es mi amigo y tengo que mandarle a la mierda por habernos preocupado de esa manera.

— Ha despertado... —musitó Antonio, tratando de entender lo que eso significaba en su totalidad. Después de tanto tiempo bajo un cielo nublado, ahora empezaba a ver la luz y eso se reflejó en una sonrisa tenue en su rostro. Por un tiempo había olvidado lo bien que le hacía a uno el sonreír.

— Sé que voy a sonar como si fuera tu madre, pero alguien tiene que hacer ese rol: No cometas ninguna estupidez de camino al hospital, ¿me has oído? Como haya otro accidente, va a ser a mí al que tengan que asistir. No estoy dispuesto a pasar de nuevo por algo por el estilo.

— Gilbert, lo-

— ¡Ni se te ocurra! Si te disculpas, lo primero que haré cuando llegue será patearte. Anda, tira a ver a tu barbudo. Llegaré en una hora y media. Si me necesitas para algo, ya sabes a dónde llamarme. Nos vemos luego —le dijo casi sin dejarle tiempo a reaccionar.

Se despidió, animoso como hacía tiempo que no lo estaba, y terminó de recoger su escritorio. A diferencia de otras veces, en las que demostraba un sentido del orden que rozaba lo obsesivo compulsivo y tenía que dejar todo en la mesa perfectamente colocado en su sitio, ese día no tuvo ganas de arreglarlo. Cogió lo que necesitaba, sus llaves, su cartera y su teléfono móvil, y salió de allí contento como unas castañuelas.

La perspectiva de no ver a Francis despierto nunca más se había quedado en un temor infundado que, al menos por ahora, no tendría que ver realizado. El trayecto en el coche se le hizo más corto que nunca a pesar de que el pesado tráfico a esas horas, en las que la gente salía de su empleo y trataba de llegar a su hogar o a cualquier comercio para hacer pequeños recados, no le dejaba avanzar todo lo rápido que querría. Aparcó su coche de color rojo, con líneas deportivas, cerca de la puerta que llevaba al ascensor más cercano.

En ese corto trayecto que tenía hasta llegar a la planta en la que estaba ingresado, fue víctima de unos nervios que le tenían incapaz de quedarse quieto. Su intento de relajar la tensión se resumía a apretar el dedo pulgar de la mano izquierda entre el pulgar e índice de la derecha y rozarlo. Salió de allí, con una sonrisa de la que ni él mismo era consciente, y anduvo por el pasillo en dirección a la habitación 224. Sin embargo, antes de poder llegar, una enfermera se fue para él con una sonrisa conciliadora. Algo le dijo a Antonio que, a pesar de su gesto amable, no iba a gustarle las noticias que tuviera para él.

— Me alegra tenerle aquí, señor Fernández. El doctor Valentín me ha pedido que le lleve con él en cuanto llegara, que quería hablar con usted —le anunció. Su mano derecha se había apoyado en el brazo de Antonio, a la altura del codo.

— Claro, no hay problema, pero me gustaría ver a Francis antes. Me ha llegado el aviso de que había despertado y, como bien comprenderá, me gustaría poder comprobar que todo es cierto y que estas pasadas semanas han sido una pesadilla.

— El señor Bonnefoy, mucho me temo, está durmiendo de nuevo. El proceso de recuperación de un coma de duración tan prolongada como el suyo es tedioso y el paciente no recupera la conciencia con tanta rapidez como la gente piensa. El doctor se lo explicará mejor. Si me acompaña...

No le dio la impresión de que estuviera mintiendo y parte de esa euforia que había tenido en su ida hacia el hospital se enfrió. ¿Entonces Francis dormía de nuevo? Erróneamente, seguro que por culpa de las películas que se emitían por televisión o en las grandes salas de cine, Antonio creía que cuando despertara Francis estaría igual que siempre, activo, enérgico después de haber estado inconsciente tanto tiempo. Si tenía que verle igual que durante las pasadas semanas, entonces no sabía si iba a sumirse de nuevo en la pena.

El despacho del doctor Valentín no era más que un modesto habitáculo de unos 10 metros cuadrados en los que cabían, no muy holgados, un escritorio de madera laminada de color gris con cuatro cajones en el lado izquierdo, un ordenador de sobremesa antiguo y un ratón de una marca desconocida que no funcionaba demasiado bien, ya que el médico no dejaba de apretar con fuerza con el dedo índice en un intento de que detectara que había clicado.

La silla en la que estaba sentado, de ruedas, estaba acolchada para ser lo más cómoda posible, lo cual demostraba que el doctor disfrutaba de cierto rango y clase en el hospital. De no haber sido así, seguramente hubiera estado sentado sobre una modesta silla de cuatro patas que destrozaría, lenta pero imparable, su espalda. Detrás de él había una ventana que en el momento se encontraba medio tapada por una esterilla de persiana que paraba, como buenamente podía, los rayos del sol del atardecer que se reflejaban sobre la pantalla y le dificultaba el trabajo.

Antonio anduvo, acompañado de la enfermera, que le contaba detalles sobre un paciente desconocido al que luego tendría que visitar el médico. Antonio retiró la silla de cuatro patas, la de los visitantes a los que nada les pasaría por estar allí sentados durante unos minutos, y tomó asiento sobre ella. Al menos, una vez colocado, no parecía tan incómoda.

— Gracias por venir tan pronto, señor Fernández. Sé que ha sido todo muy imprevisto y que, a pesar de todo, no ha podido llegar a tiempo para verle despierto, pero lo que ha sucedido hoy es muy importante. Hemos avisado a la familia del señor Bonnefoy y, según lo que nos han dicho, llegarán mañana.

— ¿A los padres de Francis? ¿Por qué?

Justo después de preguntar eso se dio cuenta de que había sonado extraño. Así pues, antes de que el médico se quedara con la impresión equivocada, prosiguió.

— Quiero decir, podría haberles avisado yo mismo.

— Es un procedimiento rutinario. La señora Bonnefoy antes de regresar a su hogar nos dio instrucciones de que le avisáramos si había un cambio considerable en el estado de su hijo. Que haya recuperado la conciencia ha sido todo un hito. Vamos a comprobar que su evolución estos días.

— ¿Cuál es el pronóstico, doctor? —preguntó. Había decidido que, por el momento, prefería ignorar el hecho de que la molesta madre de su novio venía de camino hacia el hospital. No quería amargarse aún más la noche.

— La recuperación de un coma no es igual en todos los casos. Generalizamos según el tiempo que ha durado el estado de inconsciencia. En un coma como el de su pareja, los siguientes días despertará por lapsos de tiempo que cada vez serán más largos. Todo hasta que recupere la normalidad. A pesar de lo que ha estado inconsciente, su cuerpo se sentirá pesado, agotado, y puede estar desorientado, con dolor de cabeza e irritabilidad. Le ruego que sea muy paciente con él, porque no es sencillo y necesita todo el apoyo que le pueda dar.

— Me tendrá incondicionalmente a su disposición y no le tendré en cuenta su posible mal humor. Comprendo que es un proceso complicado. No voy a rendirme porque se ponga gruñón —replicó Antonio, muy seguro de sí mismo.

— Me alegra oír eso —dijo el doctor, relajado. De repente bajó la mirada a sus papeles y durante un momento, a Fernández le pareció ver en él algo similar a la indecisión. Su lengua asomó entre sus labios y los rozó para humedecerlos—. Hay algo más, señor Fernández. Durante el tiempo en que el señor Bonnefoy ha estado despierto le hemos hecho un test rutinario para ver si algunas de sus funciones cognitivas se habían visto mermadas después del accidente. Hemos detectado que tiene lapsos de tiempo que no recuerda.

— ¿Quiere decir que tiene amnesia? —preguntó. No le agradaba cuando alguien daba rodeos para intentar suavizar una noticia. Estaba claro que no era algo trivial por la manera esquiva en la que estaba actuando el médico.

— Sí, exactamente. No es una amnesia total, por fortuna, pero no sabemos hasta qué extremo ha llegado. Por ejemplo, nos ha dicho que no recordaba cómo había llegado hasta allí, por lo que el accidente se encuentra dentro de esos lapsos de tiempo que ha perdido.

— ¿Entonces es posible que no me recuerde? —inquirió. Su voz sonó débil, estrangulada casi ya que su garganta parecía haberse ocluido y resecado al mismo tiempo.

— Debería estar preparado para esa posibilidad.

La conversación no se prolongó demasiado después de esa sentencia demoledora, que dejó a Antonio otra vez fuera de sí mismo. Sí escuchaba lo que le decía pero, para él, no tenía significado. Su conciencia estaba toda volcada en el pensamiento de que Francis podría ser que no le reconociera, que no supiera quién era, que no recordara qué había entre ellos y toda esa historia que compartían.

Abandonó el despacho de nuevo temeroso, incapaz de avanzar por la vida con paso firme cuando todo lo que él conocía se derrumbaba metafóricamente a su alrededor. Cuando entró en la habitación, Francis dormía casi de la misma manera en la que había estado descansando los días anteriores. Se acercó al lecho y con delicadez y mimo le apartó un mechón de cabello rubio. Deseaba que despertara pero, a la vez, no se veía con el valor suficiente para afrontar ese momento de duda. ¿Le reconocería o habría olvidado todo de él?

Una hora y media después, tal y como había prometido, Gilbert apareció en el marco de la puerta. El pobre, ignorante de toda la situación, había preferido curarse en salud: no le hubiera gustado entrar y haberles visto besándose o quizás algo peor. Al encontrarse a Antonio en el sillón de nuevo, mirando a Francis, le entró una sensación de déjà vu que le desconcertó.

Avanzó los cuatro pasos que le separaban de su amigo y apoyó la mano derecha sobre su hombro. Tal acción arrancó a Fernández de los brazos de aquellos pensamientos que tanto se adueñaban de su atención. Los ojos verdes le observaron y, aunque trataron de ocultarlo, Gilbert pudo ver el miedo en ellos, la indecisión. No sabía qué había pasado, pero ese no era el Antonio con el que había hablado hacía unas horas.

— ¿Qué pasa? ¿No se suponía que estaba ya despierto? —preguntó Beilschmidt.

— El doctor Valentín dice que es lo normal en casos de coma como el que ha tenido Francis. Han sido muchos días, se ve que los pacientes que pasan tanto tiempo en ese estado luego van despertando durante breves minutos, cada vez más rato, hasta que recuperan la normalidad.

— No pareces contento. Sé que no es lo ideal, que te hubiera gustado hablar con él, pero no justifica que estés igual que ayer, cuando no sabías si iba a despertar o no. ¿Ha pasado algo más?

— Dice que Francis sufre amnesia por el golpe que recibió en el accidente. No me ha sabido decir hasta qué punto ha olvidado o no, pero me ha dicho que es posible que no recuerde diversas cosas. Me encuentro entre ellas. Ha dicho que no puedo forzarle. El trauma que ha sufrido ha sido muy fuerte y presionar podría hacer que empeorara dramáticamente. Me ha pedido que me convierta en su apoyo, pase lo que pase.

— ¿Es que ese tipo es un robot sin corazón? Eres su pareja, estáis comprometidos, ¿cómo te puede decir con tanta tranquilidad que puede que no te recuerde y que, encima, no deberías explicarle nada?

— Tiene razón, Gilbert. Está sufriendo mucho con todo esto y si le presionamos no vamos a conseguir nada. Su cuerpo debe sanar por sí solo y nosotros tenemos que estar allí para apoyarle—dijo Antonio firme. Era curioso que minutos antes no se hubiera sentido con la fuerza para decir algo por el estilo pero que, con el paso de éstos, hubiera conseguido convencerse a sí mismo de que aquella era la única opción viable.

— ¿Estás seguro de eso?

— Aún no es una certeza que me haya olvidado. No me apetece ponerme ahora a pensar en la posibilidad —mintió. Claro que le había estado dando vueltas a la cabeza a todas y cada una de las probabilidades, por eso ahora le dolía como si hubiera alguien taladrándola—. No voy a cagarla de nuevo con Francis. Si puedo evitar que le pase algo más, esta vez lo haré. No pienso dejar que sufra más.

— ¿Y qué hay de ti? —replicó su acompañante—. Francis está sufriendo, claro, ¿pero qué me dices de ti? Te estoy viendo tocar fondo y no sé muy bien qué hacer. ¿De veras lo aguantarás? Ni siquiera te he visto llorando una sola vez desde que esto pasó.

— No he tenido tiempo de llorar.

— Hasta yo he tenido tiempo de llorar, Toño. No me vengas con excusas patéticas que sólo te convencen a ti mismo.

— Si ocurre, no me va a quedar otra alternativa. No voy a dejar que le pase nada más por culpa de mi incompetencia.

— Detesto cuando te pones así, de verdad. Estoy seguro de que si Francis estuviera despierto y en sus plenas capacidades, estaría tan enfadado contigo...

No hubo respuesta a ese comentario ya que, por mucho que quisiera rebatirlo, seguro que tendría razón. A su novio no le gustaba cuando se sentía culpable por cosas que, a fin de cuentas, escapaban a su control. Sin embargo, por mucho que lo intentara, no podía salir de esa espiral de autocrítica en la que giraba, como una peonza que acababa de ser lanzada.

El silencio incómodo se prolongó algunos minutos y Gilbert decidió cambiar de tema. Antonio no era precisamente un interlocutor participativo y gran parte de la conversación discurría de manera unilateral. Más tarde, Gilbert le obligó a abandonar la habitación para poder cenar los dos juntos. Por supuesto que se quejó, como un niño de cinco años, refunfuñando mientras su amigo, a su espalda, le empujaba apoyando ambas manos sobre ésta, pero el otro hizo oídos sordos a sus reclamos y le dijo que no pensaba abandonarle allí porque, conociéndole, era capaz de no ir a cenar.

Lo malo es que tenía razón.

No fue una cena que durara demasiado tiempo ya que Antonio no dejaba de mirar la puerta, como si esperara que en cualquier momento viniera el médico para darle malas noticias. Después de pagar, acompañó a su amigo hasta la zona de los ascensores y antes de que pulsara el botón que lo llamaba, le dio un abrazo sin venir a cuento. Las mejillas del joven estaban de un llamativo color grana y sus hombros lucían tensos. Beilschmidt no era muy dado a las muestras de afecto y que hubiera iniciado esa acción por su propio pie había sorprendido a Antonio.

Con la intención de relajar ese ambiente tenso, el hispano levantó los brazos y estrechó a su amigo. Sabía que, en silencio, reiteraba que estaba allí para todo lo que necesitara y aunque no tomara esa ayuda que le ofrecía, la apreciaba. Le reconfortaba saber que no estaba solo y cuando parecía que iba a tocar fondo del todo, ese pensamiento le hacía remontar el vuelo. Palmeó su espalda cuando el contacto estaba ya empezando a llamar la atención de los visitantes del hospital. Casi de manera inmediata, Gilbert comprendió el mensaje y se apartó.

— B-bueno, yo me voy. Tengo un montón de cosas por hacer en casa y como no planche no tendré nada que ponerme mañana. Vendré por la tarde, pero si pasa algo puedes llamarme.

— Descuida, lo haré —le respondió para tranquilizarle.

Regresar a la habitación a la silenciosa habitación le dejó un sabor amargo en el estómago y le añadió un peso adicional que no había sentido mientras estaba fuera. Sabía que, a la larga, sería peor si no estuviera a su lado, pero salir ese rato con Gilbert, aunque hubiera sido a regañadientes, le había ayudado. Tomó asiento en el sillón de piel incómodo y estuvo observando durante largos minutos a Francis.

Se levantó y se aproximó al lecho con dos cortos pasos que a duras penas resonaron entre esas cuatro paredes. Se inclinó sobre él y en un arrebato posó sus labios contra los del rubio. El contacto fue extraño, porque no fue correspondido y Francis jamás le había hecho eso desde que se conocían. Dejó apoyada su frente contra la de su amante dormido y un gesto de pena y desesperación le cruzó el rostro.

Cuando el cuello empezaba a dolerle por estar en esa posición incómoda, se incorporó y respiró hondo un par de veces, hasta hacer desaparecer por completo esa expresión que reflejaba a la perfección lo mal que se encontraba. Recuperó su sitio en el sillón y se apoyó contra el respaldo, notando que los ojos le escocían por la falta de sueño. Los cerró para aliviarlos de esa sensación y se quedó dormido.

El sol estaba ya saliendo en el momento en que empezó a notar su cuerpo. Estaba echado de lado, con la cabeza apoyada en un reposabrazos y parte de una pierna en el otro. Era una posición incómoda y al moverse un poco notó un latigazo por la espalda y un trozo del cuello. Por su bien, se quedó un rato más quieto, hasta que escuchó el sonido de las sábanas de la cama, que sonaban casi como papel. Se incorporó de golpe y abrió los ojos. Durante un segundo su visión estuvo velada, pero cuando se aclaró vio que Francis estaba incorporado, sentado sobre la cama, y sus ojos azules estaban fijos en él. Ver aquel par de cielos le hizo sentir ganas de llorar, pero las ahogó en lo más profundo de su garganta, quizás para otro momento. En vez de lágrimas, curvó sus labios en una sincera sonrisa.

—Dios mío, estás despierto de verdad. ¿Cómo estás? —preguntó al ver que no parecía que fuera a hablar—. ¿Te encuentras bien? ¿Quieres que llame a los doctores?

Al hacer el intento de hablar, su voz sonó ronca y tosió para aclararla. Antonio se dio cuenta de aquello y se movió presto hacia la botella de agua que había comprado hacía un par de días. Cogió un vaso de plástico blanco, lo llenó y se lo pasó para que se refrescara el gaznate. Después de tragar el líquido, Francis hizo un intento y cuando comprobó que su voz estaba en condiciones óptimas, entonces respondió.

— No, no hace falta que les llames por ahora. Dijeron que se pasarían por mi habitación durante estos días para hablar conmigo. Me duele la cabeza horrores —murmuró descontento mientras se frotaba la sien derecha. Justo después miró a Antonio con curiosidad.

— Cualquier cosa que necesites pídemela, estoy aquí para ayudarte —le dijo con una sonrisa amigable.

Durante segundos, Francis dejó sus ojos fijos en él, pero no pronunció una palabra. Eso sembró la semilla del nerviosismo en Antonio incluso más profundo. Se dio ánimos y se mantuvo tranquilo, sin perder la sonrisa. Al final, el rubio le devolvió el gesto, aunque atenuado. Había la sombra de la vergüenza en ella.

— Supongo que los médicos te lo habrán dicho, pero tengo amnesia parcial. Hay cosas que no consigo recordar, no importa lo que me esfuerce. Siento tener que decirte esto, no recuerdo quién eres. ¿Podrías decirme tu nombre al menos para que pueda agradecerte en condiciones?


Este fic podría llamarse perfectamente "Amnesia y cómo destrozarte el corazón en cinco sencillos pasos o más", pero como que perdería lo serio. El título me ha dado, como siempre, mucho por saco. Lo tenía decidido desde hacía años (este fic es viejo xD) y he tenido que cambiarlo porque no significaba lo que yo pensaba.

Al final se llama Anhedonia. Esta palabra expresa la incapacidad de disfrutar de las cosas agradables de la vida y de experimentar placer, tanto en el aspecto físico, como psicológico o social. Considero que desde el accidente, Antonio se sume en esa anhedonia.

Este fic lo estoy publicando porque hice una encuesta en mi twitter.

Si os gusta, espero vuestros comentarios. (De soñar se vive, oye jajajaja)

Saludos

Miruru.