GORDOS

Por Cris Snape


Disclaimer: El Potterverso es de Rowling.

Esta historia participa en el Reto #52: "Séptimo aniversario" del foro Hogwarts a través de los años.

Me he apuntado con el nivel difícil y la categoría parejas extrañas. Los protagonistas son Dudley Dursley y Mafalda Prewett, que es la hija del primo squib de Molly Weasley.


Primera fase

Síndrome de abstinencia

—Hola. Soy Mafalda y soy adicta a la comida.

—¡Hola, Mafalda!

Estúpida Malfada. Con su pelo rojo, sus ojos negros y su nariz achatada. Dudley mueve la pierna frenéticamente y se muerde las uñas, ansioso porque esa maldita mujer diga lo que tenga que decir.

—Hoy hace un año que comencé con mi dieta y cuatro meses desde mi última recaída. Hasta ahora, he conseguido adelgazar cuarenta y cinco kilos y mi nutricionista dice que estoy a sólo quince de alcanzar mi peso objetivo.

—Enhorabuena, Mafalda.

Sí. Enhorabuena, Estúpida Malfada. ¿A qué viene semejante ridiculez de nombre? Dudley la observa y se fija en su vestido rojo y en sus zapatos de tacón. Ambas cosas parecen nuevas y, aunque ella obviamente está satisfecha con su aspecto, Dudley sólo puede pensar en que parece un globo desinflado. ¿Lucirá él de la misma manera cuando adelgace un poco? Porque no está seguro de querer hacerlo.

—Ha sido un camino muy duro. La tentación se oculta por todas partes, pero si sois disciplinados con la comida y el ejercicio, vosotros también podréis perder el peso necesario. Recordad que no es cuestión de estética, si no de salud. Quiero animaros a seguir con la dieta, pero no os voy a engañar: no es fácil. Os voy a contar lo que me pasó ayer mismo a la salida del trabajo.

Estúpida Mafalda trabaja como cocinera. Pasa muchas horas entre fogones y come ensaladas y cosas a la plancha, principalmente. Dudley desconecta en ese momento. No le interesa en lo más mínimo escuchar sus penas porque, joder, tiene hambre. Muchísima hambre. Lleva unos pocos días con la puñetera dieta y ya no puede más. Le apetece descolgar el teléfono y pedirse un par de pizzas con patatas fritas y aros de cebolla. O unas buenas hamburguesas de vacuno con queso cheddar y doble de bacon. O un costillar con salsa de miel y, sí, puede sacrificarse, ensalada como guarnición. Y eso por no mencionar las ganas que tiene de comer algo dulce. Una tarta de melaza de las que hace su madre estaría muy bien, aunque él ya no vive en casa de sus padres. A lo mejor podría hacerles una visita. Seguro que si avisa con tiempo, su madre preparará un buen guiso de carne de cordero con guisantes y puré de patatas. Y su padre compartirá con él las tortitas con sirope de chocolate que se toma para merendar. ¡Oh, sí! Comida de la buena. Nada de pescado hervido y pechuguita de pollo asada. Y sin coles de Bruselas invadiendo todos y cada uno de los platos.

—Dudley.

Dudley da un respingo. Por lo visto Estúpida Mafalda ha terminado de hablar y ahora todo el mundo le está mirando a él. Dudley abre los ojos como platos, echa un vistazo a su alrededor y siente la tentación de salir corriendo. No es que le importe demasiado ser el centro de atención, pero no le gustan nada las miradas que está recibiendo. Algunos parecen curiosos, otros aburridos y otros le compadecen. ¡A él! Como si le hiciera falta.

El tipo que organiza ese grupo de adictos le está mirando fijamente. Dudley lo conoció en el hospital. Tiene los ojos claros y el pelo blanco y parece bastante afable, aunque también es pesadísimo. Insistió tanto para que Dudley asistiera a esas reuniones que no le quedó más remedio que aceptar. Se llama Tom y sigue hablándole.

—Dudley —repite su nombre como si estuviera hablando con un idiota—. Comentaba que eres nuevo. Seguro que quieres compartir tu experiencia con nosotros.

En realidad no le apetece en absoluto, pero tiene que hacerlo. Es una de las condiciones esenciales para estar allí y, aunque en ese momento tenga un montón de dudas, Dudley sabe que está haciendo lo correcto. Aunque tenga hambre y esté cabreado y solo le apetezca tumbarse en el sofá para comer ganchitos y nachos. Así pues, se levanta y deja que sus manos caigan a lo largo de su cuerpo. Basta con mirar hacia abajo para saber que esa inmensa barriga no es normal.

—Hola. Soy Dudley y soy adicto a la comida.

Su voz suena muy aguda. Estúpido Dudley.

—¡Hola, Dudley!

—Peso ciento cincuenta y cuatro kilos y hace dos semanas estuve a punto de sufrir un infarto. Empecé con la dieta hace siete días y no creo haber adelgazado ni un solo gramo.

No se le ocurre nada más que decir. Deja que sus compañeros de terapia le animen con sus frases hechas y agradece el momento de volver a sentarse. La silla cruje bajo su peso y tiene tanto miedo de romperla que se pone furiosamente rojo. ¿Cómo ha sido capaz de ponerse tan gordo? Siempre fue un niño grande, pero ha llegado a un extremo que es del todo intolerable. Es difícil y tiene muchísima hambre, pero debe continuar.

Durante la siguiente media hora, Dudley cambia de idea media docena de veces. Las mismas que su tripa decide darle la tabarra con lo que parecen gritos desesperados. Después, Tom invita a los asistentes a quedarse un rato por allí y Dudley se acerca a una mesa repleta de aperitivos sanos. ¡Ja! Aperitivos sosos más bien. Zanahorias crujientes, tostadas de tomate con orégano, hojas de endivia con queso azul. Ni una sola galleta y ningún pastelito a la vista. Y para beber, agua.

—El primer día nunca es fácil.

Estúpida Mafalda le hace dar un respingo porque no esperaba que nadie fuese a hablarle. Dudley está mordisqueando unos pepinillos en vinagre y gira medio cuerpo para mirarla. No es tarea fácil puesto que últimamente está más torpe de lo habitual en él. Y le duelen muchísimo las rodillas y la zona lumbar de su espalda. Según su médico, todo eso mejorará en cuanto pierda la nada desdeñable cantidad de setenta kilos.

Está chupado.

Estúpida Mafalda parece entender su consternación y le sonríe, comprensiva. Dudley se fija entonces en sus labios pintados de rojo y en el colgante que pende de su cuello. Un unicornio. Maravilloso. A Estúpida Mafalda le gustan las criaturas mágicas. Cómo si él no tuviese suficiente con lo que tiene.

—Me llamo Mafalda Prewett.

Extiende una mano frente a su cara y Dudley se ve obligado a estrecharla. Del brazo de Mafalda pende una nada desdeñable cantidad de piel que en otro tiempo estuvo rellena de grasa, aunque lo más posible es que no necesite someterse a cirugía para arreglarlo. Habida cuenta de lo jóvenes que son, el ejercicio debería ser suficiente. Y Dudley Dursley no tiene ni la menor idea de por qué está pensando en esas cosas en ese preciso momento. Así pues, carraspea y se presenta, aunque sólo sea para no quedar como un imbécil.

—Soy Dudley Dursley.

—Te sugiero que pruebes el pollo. No está frito, pero es una maravilla.

Dudley entorna los ojos y se fija en unas pequeñas brochetas de pollo con verduras. Tienen un aspecto horrorosamente sano y curiosamente apetecible y coge una de ellas. La verdad es que están bastante ricas. Estúpida Mafalda le observa con atención y sonríe cuando comprende que Dudley está satisfecho.

—¿Qué te parecen?

—Están bien.

—Voy a incluirlas en la carta de mi restaurante.

Dudley está a punto de atragantarse porque, ¿cuántos años debe tener esa mujer? No cree que sea mucho mayor que él mismo, así que no se cree que tenga su propio negocio. Vamos, él es incapaz de conseguir un trabajo estable y hace poco que se marchó de la casa de sus padres. No puede ser tan fracasado en comparación con esa estúpida, ¿verdad?

—¿Tienes un restaurante?

—Es un negocio pequeño. Preparo sobre todo comida saludable.

—No me digas.

—No iba a montar una pizzería, con lo que me ha costado adelgazar —Mafalda alza un dedo como si pretendiera puntualizar algo—. Aunque estoy experimentando con masas integrales. Podría ser una buena idea, ¿no te parece?

A Dudley le rugen las tripas. No cree que sea positivo para él hablar sobre comida y, pese a ello, le sigue el rollo.

—¿Pizza integral? Suena horrible.

—Seguro que ahora mismo te lo parece. Acabas de empezar con la dieta y todo eso —Mafalda le mira con pena y solidaridad. Es indudable que ve en Dudley a la Mafalda de su pasado—. Pero te aseguro que comer sano puede ser muy divertido. Te invito a pasarte por mi restaurante todas las veces que quieras. Ten mi tarjeta.

Dicho y hecho. Mafalda Prewett le entrega una tarjeta con el nombre de su negocio, la dirección y el teléfono. Abre la boca como si fuera a añadir algo más, pero entonces una mujer enorme se acerca a ella e interrumpe la conversación. A Dudley vuelven a rugirle las tripas, piensa nuevamente que esa chica es una estúpida y se mete en la boca otra brocheta de pollo. Maldita dieta. Maldita vida de mierda.


Segunda fase

Luna de miel

Mafalda Prewett es la proveedora oficial de alimento durante las reuniones del Club de Gordos. Dudley lo bautizó así unos cuantos días atrás, harto de la grandilocuencia de Tom y su Asociación de Comedores Impulsivos Anónimos. Es su semana número cinco y Dudley ya se siente cómodo entre sus compañeros. Sabe lo suficiente sobre ellos como para ser consciente de sus cualidades y defectos y considera que Mafalda es muy buena compañía porque cocina de puta madre. En cuanto la ve aparecer por la puerta, cargada con sus bolsas repletas de tápers, Dudley va a saludarla. Y es que Estúpida Mafalda ahora es Maravillosa Mafalda. No sólo por su comida, también porque es simpática y Dudley se encuentra muy a gusto en su compañía. Y es extraño, puesto que él suele incomodarse bastante cuando está con chicas.

—Llegas pronto, Mafalda.

Ella echa un vistazo al reloj de pared que preside la estancia y sonríe de medio lado.

—No antes que tú.

—Te ayudaré a organizar el bufé.

—Y de paso probarás lo que traigo, ¿verdad?

—¡Cómo me conoces!

Dudley no es bueno disimulando. Mafalda le sonríe y le entrega una de las bolsas. Entre los dos comienzan a colocar la comida en platos y Dudley prueba cada uno de ellos. Es comida sana y está absolutamente deliciosa.

—Tengo que ir a tu restaurante.

—No sé por qué no lo has hecho todavía.

—He estado centrado en la dieta, ya sabes.

Mafalda apoya ambas manos en la mesa y le mira con sumo interés.

—¿Qué tal la llevas?

—Genial. Ayer me pesé y he perdido veinte kilos.

No ha sido nada fácil. Ha pasado mucha hambre y ODIA el ejercicio. Con mayúsculas. Pero ha merecido la pena ver recompensado todo ese esfuerzo. Ha logrado adelgazar tanto que sus pantalones nuevos se le han quedado grandes y realmente cree que se le nota. Mafalda hace un gesto con las manos y le señala la barriga, que sigue siendo demasiado gigante.

—Se te nota un montón. Enhorabuena.

—Creo que hay que celebrarlo, ¿no te parece? Te invito a una pizza.

Dudley lo dice sin pensar. Se arrepiente un instante después, cuando Mafalda deja de sonreír y le mira con decepción y algo de preocupación. Dudley se siente idiota de inmediato. Que él recuerde, es la primera vez que invita a salir a una chica y el resultado no está siendo óptimo en absoluto. No debió hacerlo. Las chicas no son lo suyo. Comer, ver la tele y jugar a la consola es lo suyo. Comprar muñecas hinchables es lo suyo. Hacer el gilipollas con los colegas es lo suyo. Salir con chicas es cosa de todo el mundo menos de él.

—No puedes hacer eso, Dudley.

Sorprendentemente, Mafalda Prewett no sale huyendo. En vez de eso, le ha puesto una mano en el brazo y le está hablando como si fuese la persona más comprensiva del mundo. Dudley no se siente menos tonto porque un rechazo suavizado sigue siendo un rechazo. Entonces dice algo que le deja totalmente desconcertado.

—No puedes comer pizza. No ahora.

Dudley agita la cabeza y comienza a pensar con rapidez. Mafalda, que sigue siendo maravillosa, le contempla como si estuviera decidida a evitar que cometa una estupidez.

—¿Qué?

—Por supuesto que podemos celebrar tu pérdida de peso, pero no debes comer cosas indebidas. No ahora que has llegado tan lejos. Piensa en todos los kilos que has adelgazado y en lo fácil que es recuperarlos —Mafalda habla tan deprisa que le cuesta un poco seguirla—. Hoy sólo es una pizza y mañana decides comerte un pastelillo de chocolate o un helado y antes de que te des cuenta, has vuelto a engordar y debes empezar desde el principio —Mafalda se cruza de brazos—. No, Dudley. No voy a dejar que hagas eso.

Dudley parpadea y siente la imperiosa necesidad de aclarar ese asunto.

—Si te invito a comer otra cosa, ¿aceptarás?

—Pues claro que sí.

Dudley suelta un silbidito, sorprendido y un poco consternado.

—Vaya. ¡Qué bien!


Sus amigos no le son de gran ayuda cuando les cuenta lo ocurrido. Su primera reacción consiste en reírse de él y acusarle de ser un mentiroso. Sólo después de que Dudley insista una y mil veces en que tiene una cita, ellos le creen e intentan echarle un cable. Lamentablemente todos tienen la misma experiencia (escasa) saliendo con chicas y a Dudley sólo se le ocurre una cosa: visitar el restaurante de Mafalda.

Durante un tiempo pensó que ella sólo trabajaba allí, así que le cuesta un poco aceptar que el negocio es suyo. Bueno, en realidad lo será cuando consiga pagar el préstamo bancario que tuvo que solicitar para poder montarlo todo. Dudley se convence de que no tardará nada en quedar libre de cargas en cuanto se acerca al local, que está atestado de gente. Incluso hay una cola de personas en el exterior a la espera de mesa para cenar. Dudley observa la acción desde la distancia y se da cuenta de que es un sitio chulo, con una clientela que parece sana y amable. No cree que vayan a armar bulla si hay partido de fútbol y le cuesta imaginárselos devorando una hamburguesa en plan animal. Todos parecen muy, ¿cómo es la palabra? Chic.

Al cabo de diez minutos se da cuenta de que no puede seguir en la calle como si fuese un merodeador, así que ignora la cola de gente y entra en el restaurante. Le recibe un chaval joven y pecoso que tiene la espalda erguida y el cabello peinado hacia un lado. Es bastante frío y profesional al principio, pero cuando Dudley le indica que Mafalda le está esperando, le sonríe y lo lleva directo a las cocinas. El paraíso de Maravillosa Mafalda.

Dudley observa muy atentamente los fogones y el mobiliario de acero inoxidable. Se topa sin querer con un fregadero inmenso y escucha el ruido ligero del extractor de humos. Mafalda está cortando verduras con gran destreza y sus dos ayudantes se mueven rápidamente de un lado a otro. Dudley intenta recordar la última vez que cocinó algo y sólo puede acordarse de aquel bocadillo de atún que le dejó las manos llenas de aceite. Lo de poner los filetes sobre la plancha y cocer verduras no cuenta como cocinar. Seguramente Mafalda podría darle un par de consejos para hacer esa basura un poco más sabrosa. Debería preguntarle, pero antes ha de saludarla puesto que ella le ha visto y se acerca con una sonrisa en la cara. A Dudley le parece que está un poco más delgada que cuando le conoció y, aunque a las reuniones del Club de Gordos siempre acude con vestidos elegantes y preciosos, ese día lleva puesta una chaquetilla blanca y un pantalón oscuro. Está tan guapa como siempre. O quizás más.

—Dudley, llegas pronto.

—Es una mala costumbre que tengo cuando se trata de tu comida.

—Me temo que tendrás que esperar un rato. Estamos en hora punta.

—Ya lo veo.

—Ven. He preparado una mesa para nosotros.

Piensa que va a llevarlo hasta el comedor, pero en lugar de eso le conduce por una puerta trasera hasta lo que parece ser su despacho. Teniendo en cuenta lo detallista que es con los alimentos, a Dudley no le sorprende encontrarse con una pequeña mesa redonda perfectamente engalanada. De hecho, es tan pequeña y él tan grande que teme ser capaz de tirarla antes de sentarse frente a ella.

—Ponte cómodo. Vendré en cuanto pueda.

Dudley curiosea por ahí durante un rato. Sobre el escritorio del despacho hay una fotografía de Mafalda con dos hombres de mediana y otra más con un grupo de cuatro sonrientes chicas. Por lo demás, todo está muy ordenado y la decoración es bastante sencilla. Hay un cactus un tanto mustio sobre una estantería y un ventanuco que da al callejón trasero, donde están los contendedores que utiliza el personal del restaurante. Dudley coge la primera de las fotos y se fija en Mafalda. Es de antes de que adelgazara, cuando era una chica rolliza y sonriente de ojos jodidamente tristes. Nunca antes le ha preguntado por cómo le iban las cosas en el pasado y siente mucha curiosidad. ¿Por qué no hacerlo esa noche?

—Son mis padres.

La voz de Mafalda le hace sobresaltarse. Se ha quitado la chaquetilla y Dudley piensa que el azul de su camiseta le sienta fenomenal. Trae consigo unos cuantos platos que deja sobre la mesa y, tras ella, uno de los camareros viene cargado con un par de botellas de vino. Dudley no piensa mucho en sus palabras y se siente tonto nada más pronunciarlas.

—Pero son dos hombres.

Mafalda alza las cejas y parece decidir si es conveniente o no sentirse molesta por semejante comentario. Opta por la ironía.

—Ya lo sé, Dudley. Me di cuenta cuando era pequeña.

Mierda. Estúpido Dudley.

—No quería decir eso.

—No soy adoptada, antes de que lo preguntes —Mafalda coge la foto y señala la imagen de uno de los hombres—. Mi padre biológico es éste. Conrad Prewett. Antes de estar con mi otro padre, estuvo casado con mi madre, pero ella murió cuando yo era muy pequeña. Casi no me acuerdo de ella.

Joder.

—Lo siento.

—Se llamaba Violet. Mi padre dice que era muy buena gente. Por lo visto, el talento para la cocina lo heredé de ella. Y los ojos.

Dudley sonríe y se siente más calmado. Mafalda ocupa su lugar al otro lado de la mesa y le indica que puede probar todo lo que quiera. Ha preparado un pequeño menú degustación para los dos.

—Mi otro padre se llama Harry.

Dudley, que está bebiendo un poco de vino, se pone a toser. Mafalda le da unos golpecitos en la espalda y le mira con una ceja levantada.

—¿Estás bien?

—No estoy acostumbrado a tomar vino.

Y es verdad. En su vida abundan los refrescos azucarados, los batidos y la cerveza, pero el vino siempre le ha parecido demasiado pijo y soso. Aunque está bueno. Sin embargo, la tos no se debe a ese motivo y Mafalda lo adivina rápidamente.

—Por tu reacción, diría que conoces a mi padre Harry.

Más tos, esa vez con el objetivo de aclararse la garganta. Dudley niega con la cabeza y bebe un poco de agua.

—No. Digo, creo que no lo conozco. Es que…

Se rasca la nuca. No sabe si es adecuado o no mencionar a su primo Harry. Es una parte de su vida que suele mantener al margen. Además, ni siquiera se ven tan a menudo. Desde que dejó la casa de sus padres, un lugar que Harry no quiere ver ni en pintura, ¿cuántas veces han quedado? Cuatro. Y Harry suele ser bastante amable con él, tal vez demasiado. Dudley carraspea de nuevo y opta por confesar.

—Sí que conozco a alguien que se llama Harry.

—Pues ha debido hacerte algo muy gordo si te atragantas por eso —Mafalda le guiña un ojo—. O tú se lo has hecho a él.

Dudley bufa y otra vez dejar ir palabras sin sentido. Muchas veces se ha dicho a sí mismo que debe aprender a controlar todo lo que hace y lo que dice para no ser el mismo Estúpido Dudley de siempre, pero no aprende la lección.

—Más bien lo segundo.

Le avergüenza pensar en su infancia. Está bastante convencido de que Mafalda saldrá huyendo en cuanto sepa la clase de persona que fue y que tal vez siga siendo. Sin embargo, ella apoya la barbilla sobre su mano derecha y le sonríe con algo muy parecido a la picardía.

—Así que has sido un chico malo.

Se pone rojo de inmediato. No termina de comprender por qué. Y tartamudea.

—Yo… No… No sé.

Mafalda empieza a reírse a carcajadas y le da unos golpecitos en la mano.

—¡Vamos! Dime quién es Harry y qué le hiciste. No puede ser tan malo.

Dudley carraspea y siente su cara arder. Sabe que cuando se pone muy rojo, el tono de su piel evoluciona hasta volverse púrpura y no quiere que Mafalda le vea así. Se ha metido en ese lío él solito y no le queda más remedio que asumir las consecuencias.

—Harry es mi primo. Se quedó huérfano de pequeño y vivió en mi casa un tiempo. Yo solía meterme con él.

Mafalda ladea ligeramente el rostro hacia la derecha, sin perder la sonrisa en ningún momento.

—¿En plan hermanos que se quieren?

—En plan psicópata acosador.

Mafalda no se ríe en esa ocasión. Endereza la espalda y no le quita ojo ni un solo instante. Su mirada es tan intensa que la incomodidad de Dudley va en aumento. Siente la imperiosa necesidad de seguir hablando, vete tú a saber por qué.

—Me di cuenta de que hacía mal y quise cambiar las cosas, pero creo que ya era tarde.

Mafalda asiente y adquiere esa pose que pone cada vez que da consejos a alguno de los miembros de su Club de Gordos.

—Deduzco que la cosa no terminó muy bien.

—Se marchó de casa hace mucho.

—¿Seguís en contacto?

Dudley hace un gesto poco comprometido.

—Hablamos de vez en cuando.

—Pues te voy a decir una cosa, Dudley Dursley —Mafalda le señala con el dedo y, aunque no tiene ninguna autoridad sobre él, sabe que tendrá que obedecer todo lo que ella diga a continuación—. Si quieres que tu proceso de adelgazamiento culmine correctamente, tendrás que hablar con tu primo Harry y aclarar las cosas con él.

—Pero no sé qué decirle.

Eso ha sonado patético. Las palmaditas condescendientes de Mafalda se las tiene bien merecidas.

—Tendrás que pensar en algo o nada de esto funcionará.

Dudley gime con pesadumbre. Mafalda tiene toda la razón. El médico se lo dejó bien claro desde el principio. No todo era cuestión de estar a dieta y hacer ejercicio. Eso sólo le ayudaría a sanar su cuerpo físico, pero también debía buscar la manera de curar su mente. Encontrar los motivos que le llevan a comer en exceso y buscar la forma de superar los traumas que pueda tener. Mafalda ya está al final de su proceso y ha debido pasar por todo eso, así que Dudley hace una pregunta con la esperanza de alejar el foco que hay posado sobre su persona.

—¿A ti te funcionó?

Ella parece ligeramente sorprendida. Le responde sin ningún problema.

—Aún estoy lidiando con ello, pero sí. Funcionó.

—¿Por qué?

La pregunta es un tanto difusa. Por qué funcionó. Por qué empezaste a refugiarte en la comida. Por qué piensas que lo que es bueno para ti lo será para mí. Mafalda no debe haber comprendido lo que le está diciendo porque le sonríe y hace gestos en dirección a los platos de comida.

—Come, Dudley. Seguro que tienes hambre y yo no quiero que mis obras de arte se estropeen.

Dudley se siente aliviado. La conversación se estaba volviendo demasiado complicada y le apetece mucho volver a terreno seguro, así que decide seguirle la corriente a Mafalda y prueba un platillo de carne que tiene un aspecto delicioso.

—Esto está riquísimo, pero sigo queriendo comerme una pizza contigo.

—Pues te propongo un reto, Dudley. Tú adelgaza hasta los cien kilos y nos comeremos esa pizza.

Está a punto de aceptar de forma inmediata, pero se le ocurre algo mejor.

—Ciento veinte.

Mafalda se ríe y extiende una mano en el aire.

—Ciento diez.

Dudley se la estrecha.

—Hecho.


Tercera fase

Abstinencia prolongada

Dudley llama a la puerta una y otra vez. Puede ver que su mano aún está manchada de salsa barbacoa y le apetece muchísimo darse cabezazos contra la pared porque es un maldito fracasado que no se merece que Mafalda le reciba. ¿Qué clase de loco se presenta en su casa sin avisar y arma semejante escándalo? Maravillosa Mafalda debería mandarlo al cuerno de una vez. Posiblemente lo haga después de saber qué ha hecho. Estúpido y Psicópata Dudley.

—¡Dudley! ¿Qué haces aquí?

La voz suena a su espalda. Dudley intenta darse media vuelta, se tropieza con su pie derecho y está a punto de caerse al suelo. Bendita pared que detiene su caída. Mafalda está a dos metros de distancia, cargada con varias bolsas de tiendas de ropa y cara de desconcierto. Seguro que en cuanto vea los restos de salsa en su camiseta sale pitando, decepcionada y avergonzada por haberse pasado casi cuatro meses saliendo con un tipo como él. Porque han estado saliendo. Dudley aún no lo comprende, si Mafalda es guapa y maravillosa y está delgada y no se pasa la vida comiendo guarrerías. Es tan indigno de ella que el corazón le duele. O a lo mejor es un infarto, lo cual no sería tan terrible dadas las circunstancias.

Dudley se siente tan desbordado por las malditas emociones que está a punto de echarse a llorar. O a lo mejor ya lo ha hecho porque siente la cara húmeda y la nariz llena de mocos. Los sorbe con fuerza y extiende las manos a lo largo de su cuerpo. Un cuerpo que empieza a parecer un globo desinflado porque, joder, ahora pesa ciento veintidós kilos y tiene hambre y está harto de la puta vida que le ha tocado vivir. Suena patético cuando habla.

—Mafalda. He hecho algo terrible.

Espera que se compadezca de él porque Mafalda Prewett es la persona más comprensiva del mundo y porque ya ha pasado por esa fase de su proceso de adelgazamiento y, sin lugar a dudas, sabe que es imposible resistir la tentación. Quiere verla sonreír y que se acerque a él y le dé un abrazo, pero en lugar de eso se cruza de brazos y joder si está decepcionada.

—¿Cuál es tu excusa, Dudley?

He discutido con mi padre porque le dije que ahora me llevo bien con Harry, que me disculpé con él por ser un imbécil y que toda la culpa de que hubiera sido un niño acosador fue suya.

No puede decirle eso a Mafalda.

—No tengo excusa.

La respuesta parece satisfacerla. Mafalda camina hasta la puerta de su casa, la abre y le invita a entrar.

—Vamos a hablar tú y yo, aunque antes quiero que te laves. ¿Has venido hasta aquí con esa cara?

Dudley asiente. Mafalda le indica cuál es la puerta del aseo de la planta inferior y él se encierra en el baño. Necesita tomarse unos minutos para respirar hondo y relajarse un poco. Apoya las manos en el lavabo y se lleva un buen sobresalto cuando ve su rostro reflejado en el espejo. Tiene las mejillas llenas de salsa como si fuera un bebé glotón y los ojos están inyectados en sangre. Estúpido Dudley, ¿qué has hecho? Comienza a lavarse de inmediato y no se detiene hasta presentar un aspecto mínimamente aceptable. Con su camiseta no puede hacer gran cosa y no piensa quitársela. La idea de que Mafalda o cualquier otra persona del mundo puedan ver su cuerpo desnudo le horroriza. De hecho, está seguro de que se tiraría a las vías del metro antes de permitir que algo así ocurriera.

Después de limpiarse se dice a sí mismo que ha llegado el momento de reunirse con Mafalda, pero las fuerzas le flaquean. Está muy avergonzado. Por todo. Y no sabe si esa chica es su amiga o su novia o su madrina en el proceso de adelgazamiento. O todo a la vez. Sí que sabe que ha sido un error dejar que ella le vea así, que se entere de lo que ha hecho. No se la merece. Mafalda es una triunfadora con un restaurante genial y una casa enorme que pocas personas de su edad se pueden permitir. ¿Y qué es él? Un tipo gordo y fracasado. Nada más. Un tipo gordo y fracasado que se ha quedado sin empleo y tendrá que volver a casa de sus padres para poder sobrevivir.

Le hubiera encantado permanecer allí escondido el resto del día. El aseo es bonito. En las paredes hay un papel muy moderno y vistoso y la fontanería es dorada y preciosa. Podría sentarse en el retrete a esperar hasta que su vida se acabe. Allí metido no podría volver a engullir comida nunca más y moriría de hambre. Solo y tan gordo como siempre. Pero no puede hacer eso. Mafalda le está esperando y no quiere decepcionarla aún más. Así pues, endereza los hombros y abandona el pequeño cuarto de baño. No le extraña que Mafalda esté de pie en mitad del pasillo, con los brazos cruzados y la misma cara de antes. Sin decir ni una palabra, se da media vuelta y Dudley la sigue hasta un saloncito realmente coqueto y agradable con acceso a un jardín trasero. Mafalda le invita a sentarse en el sofá y Dudley ve que hay un juego de té preparado en la mesita auxiliar.

—¿Ha merecido la pena el atracón?

La pregunta parece un disparo que va directo a la boca de su estómago. Dudley siente nauseas mientras niega con la cabeza. No puede negar que la comida estaba absolutamente deliciosa, pero se siente muy avergonzado. Se ve a sí mismo inclinado sobre la encimera de la cocina, devorando la pasta a la boloñesa, el pollo frito y la pizza y quiere vomitar.

—Dudley —esa vez, la voz de Mafalda suena un poco más suave—. Quiero que sepas que lo que te ha pasado no es tan raro. Somos muchos los que sufrimos recaídas durante el proceso de adelgazamiento. Sólo te voy a pedir una cosa.

Dudley se atreve a levantar la cabeza para mirarla a la cara. Las mejillas le arden y ha empezado a sudar como lo que es: un cerdo. Un cerdo asqueroso y repugnante.

—En lo sucesivo, recuerda cómo te sientes ahora mismo. Eso te ayudará a contenerte la próxima vez que quieras sucumbir ante la tentación.

Dudley no sabe qué hacer o decir, así que asiente. Mafalda le sirve una taza de té y le animaba tomársela. No es tarea fácil, puesto que sigue teniendo ganas de vomitar, pero al menos le ayuda a estar un poco más calmado. Mafalda, quien hasta entonces ha estado de pie junto a las puertas francesas, se sienta a su lado y le pone una mano en la rodilla.

—Mi primera recaída fue a los tres meses de empezar con la dieta. Me comí cuatro hamburguesas seguidas y tres batidos de chocolate. Recuerdo que cuando me levanté esa mañana me fui a hacer ejercicio porque estaba como siempre. Pero me encontré con Amber por la calle.

—¿Quién es Amber?

Mafalda tarda un poco en responder. Al final suspira y empieza a hablar.

—Durante muchos años fue la peor de mis pesadillas. Fuimos juntas al colegio y se pasaba el día metiéndose conmigo. Ella y sus amigas. Era terrible. Consiguieron que nunca me sintiera a salvo.

Mafalda traga saliva y Dudley no sabe qué decir o hacer en esa tesitura. Nunca ha sido demasiado bueno escuchando a los demás y su experiencia ofreciendo consuelo es mínima.

—Ese día la vi en el parque y me di cuenta de que era la de siempre —Mafalda suspira y prueba su propio té—. Yo fui gordita desde pequeña pero nunca me importó hasta que la conocí. Tiene una forma de hablar muy empalagosa y, aunque parezca que es amable, en realidad se está esforzando por herir. Y yo caí en la trampa y me sentí tan mal que recurrí a lo que siempre me había ofrecido consuelo.

—La comida.

—Eso es. No tardé en comprender que era un error. He tenido que luchar mucho pero se puede, Dudley. Si quieres, puedes hacerlo.

De forma repentina, a Dudley se le hace un nudo en la garganta. Bebe un poco más de té y respira hondo para calmarse. Ya no se arrepiente de haber ido en busca de Mafalda. De todo lo demás sí, pero no de pedirle ayuda. Ve que su mano aún está sobre su rodilla y se la aprieta en un gesto íntimo y agradable. Entonces, Mafalda le sonríe y él siente que pude recuperar la esperanza. En esa ocasión tampoco piensa demasiado en lo que dice.

—Yo siempre he sido un niño gordo, pero nadie se metía conmigo. Creo que porque ya me encargaba yo de intimidar a los demás. En algún sitio, soy la Amber de alguien.

Mafalda no dice nada. Apoya la cabeza en su hombro y cierra los ojos. Dudley piensa que puede mancharse con los restos de salsa que plagan su ropa y a ella no parece importarle.

—A mí no me parece que seas la Amber de nadie.

—Pero lo soy.

El silencio que se produce a continuación no es del todo incómodo, aunque Dudley empieza a inquietarse. Mafalda no modifica su postura ni un ápice y vuelve a hablar al cabo de un rato.

—¿Hablaste con tu primo Harry?

Dudley suelta una risita irónica.

—Creo que por eso estoy aquí.

—¿En serio?

Dudley suspira mientras los recuerdos más cercanos inundan su cerebro.

—Hace un par de días quedé con él e hicimos las paces. Por esa parte no hubo ningún problema, pero luego se lo conté a mis padres y, no sé cómo, todo se puso muy feo y terminamos discutiendo. Y a mí no me gusta discutir con ellos, sobre todo con mi padre. Me sentía fatal, así que decidí comer. Mucho.

Puede sentir que Mafalda sonríe, aunque sigue sin poder verle la cara. Ella se aferra a su brazo y respira muy profundamente. Dudley fija la mirada en el jardín. Desde ahí pueden verse un manzano y varios rosales que lucen bastante bien cuidados. A él no le agrada demasiado la jardinería, pero se vislumbra a sí mismo ayudando a Mafalda a recoger manzanas o podando arbustos.

—Ya sé lo que vamos a hacer para quemar todas esas calorías que te has zampado.

Mafalda habla de repente, poniéndose en pie y dando un par de palmaditas. Dudley se teme lo peor.

—¡Arriba, Dudley Dursley! Nos vamos a correr.

¡Oh, no! Dudley tartamudea.

—Pero, pero… ¡Mira mi ropa!

—Me parece perfectamente adecuada.

—Está muy sucia.

—Haber tenido más cuidado mientras comías como un animal.

Dudley pone morritos y siente la pesadez en el estómago.

—Estoy a punto de vomitar.

—Pues mira que bien. Las guarrerías están mejor fuera que dentro.

A Dudley no se le ocurren más excusas y suspira patéticamente.

—Eres una mujer cruel.

—Y tú un idiota glotón. ¡Vamos, Dudley! ¡A correr!

Y aunque le apetece muchísimo más meter la cabeza en un horno de gas, Dudley obedece. Maldita sea Maravillosa Mafalda.


Cuarta fase

Adaptación y resolución

Cuando llegan al final del trayecto, Dudley se inclina hacia delante y apoya las manos en las rodillas. Sólo tarda un par de minutos en recuperar el aliento. A su derecha, Mafalda estira los músculos y da saltitos de vez en cuando. Se nota que está en plena forma y que ya ha alcanzado su peso objetivo. Está guapísima y repleta de energía. A Dudley le gusta lo primero, pero lo segundo es bastante molesto.

—¿Estás bien? —Dudley asiente y se incorpora—. ¿Quieres agua?

—Por favor.

Mafalda saca la botella que guarda en su mochila y Dudley se bebe la mitad de un trago. Está rojo y suda a mares, lo cual es algo bastante positivo. Ahora pesa ciento siete kilos y se siente infinitamente más ligero. Casi puede hacer vida normal, aunque su médico no esté del todo de acuerdo y Mafalda le anima a seguir esforzándose hasta el final.

—¿Te apetece que volvamos a casa caminando?

Dudley bufa. Suelen salir a correr por el parque, así que la casa de Mafalda no está tan lejos, pero las piernas le tiemblan y se siente agotado. Da igual cuánto tiempo lleve haciendo ejercicio. En su opinión, eso de que te vuelves adicto es una patraña. A él sigue sin gustarle nada de nada y practicarlo supone un gran sacrificio.

—Estoy muy cansado, Mafalda.

—¡No seas blandengue! —la chica le da un golpecito en el brazo—. Así podremos charlar sobre tu nuevo trabajo.

—Pero si ya conoces todos los detalles.

—Quiero oírlos otra vez.

Dudley gime de pura frustración y sigue a Mafalda casi arrastrando los pies. Su humor mejora un poco cuando piensa en su futuro laboral. Ha conseguido un empleo como camionero para una empresa de transportes. Tiene la sensación de que no es la opción más sana, puesto que tendrá que pasar mucho tiempo sentado y conduciendo, pero es mejor eso que estar en el paro. La mayoría de los viajes serán en territorio nacional y el sueldo está bastante bien, así que no puede quejarse, aunque es posible que tenga que pasar muchos días alejado de Mafalda. Y eso sí es una lástima, puesto que estar junto a ella es algo que le hace sentirse muy feliz. Con Mafalda es un poco menos Estúpido Dudley y más Cariñito Dudley.

A veces se pone un poco rojo cuando piensa en esa palabra. La primera vez que se lo dijo, Mafalda le tocó la punta de la nariz con el dedo índice y le dio un beso en los labios. Fue algo bastante bonito y agradable, aunque en ocasiones se siente ridículo. Es un hombre adulto y físicamente enorme y no cree que le pegue demasiado el diminutivo, pero no piensa pedirle a Mafalda que le llame de otra manera. Siente que es algo entre los dos, algo íntimo y casi secreto, y le gusta porque él nunca ha tenido demasiadas cosas íntimas y secretas en su vida.

Vuelve a beber agua cuando llegan a la fuente que marca la mitad del trayecto. Hay un puesto de helados a unos metros de distancia y no puede evitar que los ojos se le vayan hasta allí. A lo mejor, si estuviera solo se permitiría un capricho, pero Mafalda chasquea la lengua y tira de su muñeca para alejarlo de la tentación.

—¿Por qué eres así, Mafalda? —protesta, aunque no opone resistencia.

—Ya tuviste tu antojo cuando alcanzaste los ciento diez kilos.

—Pero lo de la pizza fue distinto.

—¿En serio?

—Fue parte de una apuesta. Comerse un helado en un día tan caluroso como éste es casi necesario.

Mafalda se ríe.

—¡Pero si hay gente que todavía lleva puesta la bufanda!

—Porque son todos unos frioleros.

Dudley detiene sus pasos y señala su cuerpo. La camiseta está empapada en sudor y el pelo se le pega a las sientes. Seguro que no tiene buena pinta. De hecho, duda que Mafalda o cualquier otra persona del universo deseen besarle en ese instante. Ella le observa con los ojos entornados y, aunque parece dispuesta a ceder, niega con la cabeza.

—No voy a dejar que te compres un helado.

Estúpida Mafalda.

—Por favor. Uno sin azúcar.

—Esos son todavía peores —Mafalda estira el brazo y señala el camino frente a ellos—. Vamos, Dudley.

Dudley bufa y vuelve a andar.

—Eres odiosa.

—Muchas gracias por el cumplido. ¡Más deprisa!

Dudley teme que vaya a ponerse a correr nuevamente, pero no. Mafalda permite que sea él quien marque el paso y recorren el parque tranquilamente, charlando sobre unas cuantas trivialidades. Han pasado diez meses desde que se conocieron y los dos han experimentado algunos cambios desde entonces. Ambos han adelgazado. Dudley ha aprendido a cocinar unas pocas cosas y Mafalda les ha cogido el gusto a algunos videojuegos. Hacen deporte juntos y se están planteando la posibilidad de compartir casa en el futuro. Acuden juntos al Club de Gordos y a Dudley ya le han ofrecido la posibilidad de hacer de padrino de uno de los novatos. Puede decir que su existencia ha mejorado y su vida se ha estabilizado. Es feliz. Es posible que todo se complique cuando Dudley se decida a presentar a Mafalda ante sus padres, pero ese momento puede esperar. Lo único que le interesa ahora es disfrutar de su nuevo trabajo, de su nueva novia y de su nueva vida porque, demonios, se lo ha ganado.


Hola, holita.

Cuando me presenté al reto con las parejas extrañas pensé en varias posibilidades y me quedé con la más rara de todas. Porque, vamos a ver, ¿cuántos Dudley/Mafalda conocéis? Yo sé que Dudley no es un personaje muy popular, pero yo disfruto escribiéndolo y hasta ahora lo he emparejado con Cho Chang, Lavender Brown y Mafalda Prewett. ¡Toma ya! Me lo he pasado bien escribiendo este fic y espero que vosotros también hayáis disfrutado.

Respecto a las cuatro partes en que se divide, he seguido las fases que hay que pasar para recuperarse de una adicción y he querido remarcar cada una de sus características principales. Poco más puedo añadir.

Besetes y hasta la próxima.