Eleven había perdido mucho esos años. Demasiado, cualquiera que supiese sobre su vida lo diría sin dudar.
Uno a uno sus amigos se perdieron en la distancia, crecieron, se cansaron… Incluso cuando ella encontró de nuevo a su padre en esa base soviética que le costó más de lo que pudo aceptar, al amor de su vida que dio su vida por ella.
¿Cuántos años habían pasado ya? Su cuerpo había cambiado lo suficiente como para considerarse una adulta, y su padre, su adoración, fuese considerado un abuelo.
Todo cambió en el tiempo al igual que ella; llegó la época de lo inalámbrico, esa tecnología que temía interfiera con ese otro mundo terrible y las criaturas que resguardaba.
A sus treinta y dos años, la familia de Eleven había permanecido igual que la última vez que salió de Hawkins. Ese lugar maldito que la había encadenado como guardiana debido a su promesa, a las últimas palabras que escuchó de Mike sobre no permitir que la puerta volviera a abrirse.
Su rutina de siempre después del trabajo en la comisaría como actual jefa del departamento, era volver a casa para encontrar a un viejo Jim esperándola en ese antiguo sofá azul de siempre, ya desteñido por los años. Había sido uno de los primeros muebles que Eleven había cambiado cuando obtuvo su primer cheque, luego de los sucesos traumáticos que habían unido a padre e hija mucho más que antes.
El zumbido de la televisión vieja de Jim debido a su mala recepción era una constante que parecía un arrullo más que una molestia a esas alturas. Por supuesto, Eleven se había ofrecido a pagar tv por cable e incluso comprar una de esas televisiones nuevas de pantalla plana que empezaban a llenar el mercado, sin embargo su padre era tan testarudo como siempre y sólo recibía constantes negativas al respecto debido a que el único que usaba aquel aparato era Jim.
En efecto, Eleven tenía suficiente con sus asuntos como para no tener mucho tiempo libre; en los últimos tiempos Hawkins se había llenado de pequeños delincuentes juveniles que azotaban las calles con sus productos ilegales y adulterados, usando como bases las granjas abandonadas e incluso algunos habían roto el acordonamiento de la vieja planta dónde la habían mantenido cautiva en su tierna infancia.
Si, las cosas habían cambiado mucho en veinte años, y seguirían cambiando; zumbantes y locas, sumidas en la globalización y el frenesí que en los últimos tiempos marcaba el ritmo del mundo.
Eleven tenía bastante con todo aquello nacido de la naturaleza del cambio en la sociedad a la que pertenecía, además de estar alerta a las cosas silenciosas que se deslizaban en la noche y lo oculto, en las dimensiones entrelazadas que reptaban alrededor de la brillantez del mundo humano, ignorante de los depredadores que acechaban en la oscuridad más oscura de la noche silenciosa.
Y no, no sólo se trataba de lo que había enfrentado durante los años previos de su adolescencia; había descubierto que en las capas del entramado universal que fluctuaban como olas al unísono junto al mundo que ella conocía, había más entramados; como los de una vieja frazada tejida por una abuela, unidos por hilos fuertes y únicos que apenas se tocaban, en un equilibrio delicado que no debía rasgarse.
Colocó las bolsas de la cena que había comprado antes de llegar a casa sobre la barra de la cocina luego de saludar a Jim y oírlo quejarse sobre los vecinos nuevos que compraron gran parte de la granja de unos viejos conocidos. Ya no había muchos en Hawkins que vivieron durante la época de las cosas locas, y los pocos que permanecieron se habían reunido en torno a Jim, dándole la bienvenida nuevamente a esa pequeña ciudad que parecía querer reinventarse para olvidar el pasado.
—"Quieren poner un centro de investigación tecnológica o algo así, escuché que tiene que ver con las computadoras…" —Jim caminó lentamente hacia la cocina, olvidando momentáneamente su queja sobre la televisión de porquería que tenía suerte de no haber sido convertida en una pila de basura barata, iniciando con las noticias que había escuchado entre sus viejos conocidos. Por supuesto, Eleven sabía todo al respecto desde que se había metido en el asunto de los permisos, temerosa de que se usarán señales de onda que afectasen la sensible capa de la realidad de Hawkins, pero todo estaba bien al final.
—"¿No es eso algo bueno?" —En verdad, a ella ya no le importaba mucho el asunto en ese momento, sus preocupaciones se habían desviado a otros temas, cosas que no le había contado a su padre porque sabía qué tan preocupado podría ponerse.
—"¿Lo es?" —respondió dubitativo. —"No sé mucho de esas cosas, pero… ¿No afecta, ya sabes… la puerta?"
—"En realidad no… trabajan con las ondas de televisión y teléfono normales, así que está bien, papá. Quizá lo único preocupante es la migración masiva de personas que empezó con la construcción… ya sabes, gente nueva merodeando aprovechando todo el movimiento." —La mujer de treinta años de rostro sonriente empezó a sacar los platos de unicel de las bolsas para colocar las porciones en platos de cerámica. Y Jim hizo su camino hacia el refrigerador de dos puertas, en busca de un par de cervezas.
Eleven miró con un suave reproche a su padre; si bien Jim había dejado atrás los días dónde el alcohol era el único líquido que recorría su garganta, a Eleven no le agradaba mucho la idea de verlo beber nuevamente debido a las enfermedades crónicas por la edad que tenía el ex comisario.
—"Sólo una por hoy, ¿sí?" —Eleven negó con la cabeza, como si aquel número fuese común en su día a día mientras miraba esa cara de cachorro que su padre le presentaba cuando quería ser malcriado. Sin duda, los roles se habían cambiado en cierto momento que ni siquiera se dieron cuenta, pero ya era cotidiano para ambos.
Una cena sencilla para dos, una cerveza, una cálida charla a la luz tenue de la tv vieja, los ronquidos de su padre dormido en el sofá y ese silencio incómodo cuando amablemente llevabas su única familia a la habitación que le pertenecía en medio de palabras somnolientas y pasos cortos que cada día se sentían más pesados, sosteniendo una mano cada vez más delgada y arrugada.
Y en la penumbra del silencio nocturno, Eleven se quedaba como las últimas noches de ese otoño, contemplado lo que pasaba en su mente inquieta, somnolienta a fuerza de esos sueños extraños, de esos niños que sorteaban monstruos tan terribles, superponiendo los recuerdos de su propia infancia con las vivencias de esos pequeños.
Tomó su cabeza con ambas manos, sumiéndose en ese sofá de dos plazas que ella ocupaba normalmente y que era un poco más nuevo que el sofá de su padre; un suspiro pesado salió de sus labios torcidos por la amargura de esos recuerdos de cuando ella no era una niña, si no un número en una jaula.
El zumbido de la televisión danzó hasta sus oídos. La había encendido inconscientemente, pensó. No había ocurrido algo así desde que era una adolescente sin control.
Cansada por las pesadillas y los recuerdos agridulces de una época que nunca volvería, Eleven estaba perdiendo un poco el control de sí misma. Decidió que tenía suficiente de esa mierda por esa noche y trató de apagar la tv con el control remoto, sin embargo, no hubo respuesta más que la estática y una canción extraña que no podía identificar…
Fue en ese momento que lo sintió. Esa cosa, esa silueta delgada y humanoide dentro de la pantalla, ese ser que perseguía a dos niños.
La música de fondo parecía haber entrado en un bucle enfermo y rápido, mientras que las imágenes en la televisión se veían cada vez más nítidas.
Dos niños huyendo, una niña gritando, los pasos que la propia Eleven sentía tras ella como ecos de un terremoto humano inminente.
No supo cuánto tiempo se quedó ahí, como una sombra, observando en los caminos de los hilos de la gran cobija a la que llamaba universo, pero le pareció eterno.
Fue una eternidad insoportable cuando observó a la niña del impermeable ser atrapada por el hombre alto que irradiaba esa misma aura que el demogorgon, cuando vio al niño de la bolsa de papel en la cabeza temblar de miedo y acurrucarse sin poder hacer nada para salvar a su compañera.
Ese miedo paralizante que compartió en esa observación impotente de aquel lugar misterioso que no era el mundo oscuro que conocía, si no otro, de tintes más negros todavía.
Eleven estiró la mano para ayudar a la niña que pedía silenciosamente por auxilio; su nariz sangrante a esas alturas ya había teñido su barbilla hasta su pecho, pero no le importó.
No le importó el dolor, la incorporeidad, el tiempo silencioso y lento que ralentizaba su propio no cuerpo en ese mundo…
Y todavía, no pudo hacer nada.
No pudo moverse lo suficientemente rápido, ni siquiera pudo levantar un dedo. Sintió cómo su cuerpo fue expulsado, siendo succionada hacía el fondo de las sombras y las pesadillas, empujada hacia afuera, más afuera, hasta que lo único que quedó fue ese silencio en la sala y la misma Eleven cubierta de sangre, de su sangre.
No había sido un sueño.
